1.
Impermeable
Desde un balneario
veraniego situado a cierta distancia, cargando con mi maleta, tomé un auto
hasta la estación de la línea Tokaido,
en camino hacia la fiesta de bodas de un conocido. A cada lado del camino que
recorría el auto había casi solamente pinos. Era dudoso que llegara a tiempo
para alcanzar el tren que iba a Tokio. En el auto iba conmigo un peluquero. Era
tan regordete como un durazno y lucía una barba corta. Como estaba preocupado
por la hora, hablé con él de manera intermitente.
—Es raro. He oído que
la casa de Fulano está embrujada incluso durante el día.
—Incluso durante el
día.
Mirando por la
ventanilla las distantes colinas de pinos bañadas por el sol de la tarde,
procuré satisfacerlo con respuestas ocasionales.
—Pero no con buen
tiempo, sin embargo. Me dijeron que el fantasma aparece casi siempre en días
lluviosos.
—Me sorprende que sólo
aparezca para mojarse los días de lluvia.
—¡No es broma, se lo
aseguro!... Y dicen que el fantasma se presenta con un impermeable.
Con un bocinazo, el
auto se detuvo en la estación. Me despedí del peluquero y entré. Como había
imaginado, el tren había partido hacía apenas unos minutos. En un banco de la
sala de espera, un hombre de impermeable miraba hacia el exterior con expresión
ausente. Recordé la historia que acababa de escuchar. Pero la descarté,
esbozando una leve sonrisa, y decidí ir a un café situado frente a la estación
para esperar el próximo tren.
Era un café que apenas
si merecía ese nombre. Me senté a una mesa del rincón y ordené una taza de
cocoa. El hule encerado que cubría la mesa era una cuadrícula de delgadas
líneas azules sobre fondo blanco. Pero en los bordes estaba deshilachado y
sucio. Bebí la cocoa, que olía a sustancia animal, y observé a mi alrededor el
café vacío. En la pared sucia había muchas tiras de papel pegadas, con el menú:
"un bol de arroz con pollo y huevo", "chuletas", etcétera.
"Huevos frescos.
Chuletas."
Las tiras de papel me
hicieron advertir que me encontraba en el campo que rodeaba a la línea Tokaido.
Aquí las locomotoras eléctricas pasaban en medio de sembradíos de coles y de
trigo...
Casi atardecía cuando
abordé el tren siguiente. Usualmente viajaba en segunda, pero decidí que sería
más simple ir en tercera.
El tren estaba bastante
atestado. Frente a mí y detrás había niñas de la escuela primaria que
regresaban de una excursión a Oiso o algún sitio por el estilo. Mientras
encendía un cigarrillo miré con detenimiento al grupo de estudiantes. Estaban
de ánimo alegre. Y no paraban de parlotear, dirigiéndose a todos los pasajeros.
—Eh, señor Cameraman,
¿cómo es una escena de amor?
"El señor
Cameraman", sentado frente a mí, que parecía participar de la excursión,
logró eludir el tema. Pero una muchacha de catorce o quince años siguió
disparándole una pregunta tras otra. Al advertir que tenía la nariz
congestionada no pude evitar una sonrisa. Después había una niña de doce o
trece años sentada en el regazo de una joven maestra; con una mano le rodeaba
el cuello y con la otra le acariciaba la mejilla. Mientras charlaba con alguien
se volvió hacia la maestra para decirle:
—Usted es bella,
maestra. Tiene bonitos ojos, ¿sabe?
Me parecieron más
adultas que niñas. Es decir, salvo porque mascaban cáscaras de manzanas y
desenvolvían un caramelo tras otro... Pero una, que tenía aspecto de contarse
entre las mayores, debe de haber pisado inadvertidamente el pie de un pasajero
al pasar, y dijo, próxima a mí:
—Lo lamento muchísimo.
Sólo ella, más precoz
que las demás, parecía más joven. Con el cigarrillo en la boca, no pude evitar
sentirme ridículo por haber hallado alguna contradicción en eso.
El tren, con todas las
luces encendidas, llegó finalmente a una estación de cierto suburbio sin que yo
lo advirtiera. Me apeé y me encontré en el andén donde soplaba un viento frío,
después crucé por un paso elevado y decidí esperar el tren local. Entonces vi al
señor T., un hombre de empresa. Hablamos sobre la depresión, etc., mientras
esperábamos. Naturalmente, el señor T. estaba mucho más familiarizado que yo
con esa clase de problemas. Pero lucía un anillo con una turquesa que no tenía
nada que ver con la depresión.
—Veo que tiene un
tesoro allí.
—¿Esto? Tuve que
comprárselo a un amigo que había estado trabajando en Harbin. Ahora las cosas
se pusieron duras para él. Ya no está en la cooperativa.
Afortunadamente nuestro
tren no iba muy lleno. Nos sentamos juntos y hablamos de diversos temas. El
señor T. acababa de volver esa primavera de la oficina de su empresa en París.
Así que hubo cierta tendencia a hablar de París. Historias sobre madame
Caillaux, platos de cangrejo, el viaje al exterior de cierto príncipe...
—En Francia las cosas
no están tan mal como creemos. Los franceses por naturaleza no son dados a
pagar sus impuestos, y eso suele desembocar en despidos en el gabinete...
—Pero el franco ha
caído en picada.
—Eso dicen los diarios.
Pero cuando uno está en Francia se da cuenta de que consideran a Japón un país
de inundaciones y terremotos, que son otras fuentes de problemas.
Justo en ese momento un
hombre con impermeable ocupó el asiento frente a nosotros. Empecé a sentirme un
poco raro y estuve a punto de contarle al señor T. la historia de fantasmas que
me habían relatado unas horas antes. Pero él, inclinando la empuñadura de su
bastón hacia la izquierda, y sin mover la cabeza, susurró:
—¿Ve ese mujer de allá?
La del chal gris...
—¿La del peinado occidental?
—Sí, la que lleva el
furoshiki bajo
el brazo. Estaba en Karuizawa este verano. Muy emperifollada al estilo
occidental.
Ahora se la veía
bastante estropeada. Le eché un vistazo mientras hablaba con el señor T. En su
rostro ceñudo había algo un poco demencial. Y de su furoshiki asomaba una
esponja que parecía un leopardo.
—En Karuizawa lo pasaba
en grande bailando con un joven norteamericano. Lo que se podría llamar muy
moderna...
Para el momento en que
T. y yo nos despedimos, el hombre de impermeable había desaparecido sin que yo
me diera cuenta. Desde la estación, aún cargando la maleta, fui caminando hasta
un hotel. La calle estaba flanqueada por enormes edificios. Mientras caminaba
de pronto pensé en bosques de pinos. Y también había algo extraño en mi campo
visual. ¿Algo extraño? Había engranajes semitransparentes que giraban sin
cesar. Ya había tenido experiencias similares. Los engranajes crecieron hasta
bloquear cualquier otra visión, pero sólo durante un momento, y después
desaparecieron y se instaló una terrible jaqueca... era siempre lo mismo. El
oculista al que consulté por esa cegadora visión me había dicho muchas veces
que fumara menos. Pero yo había empezado a ver los engranajes antes de los
veinte años, cuando todavía no había empezado a fumar. Sintiendo que la cosa
empezaba nuevamente, probé el ojo izquierdo tapándome el derecho. El ojo
izquierdo estaba bien, como había previsto. Pero detrás del ojo derecho,
cerrado, seguían girando innumerables engranajes. Al tener obstruida la visión
de los edificios de la derecha, continué mi camino con dificultad.
Cuando llegué a la
entrada del hotel los engranajes habían desaparecido. Pero no el dolor de
cabeza. Dejé en el guardarropa el abrigo y el sombrero y reservé una
habitación. Después telefoneé al editor de una revista y discutí temas de
dinero.
La cena de la fiesta de
bodas parecía haber empezado. Me senté en el extremo de una mesa y empecé a
comer, provisto de cuchillo y tenedor. El novio y la novia y alrededor de
cincuenta comensales más, sentados a la mesa principal en forma de U, parecían
muy alegres. Pero yo empecé a sentirme más y más deprimido bajo las brillantes
luces. Tratando de eliminar mi sensación me puse a charlar con el invitado más
próximo. Era un anciano con melena de león. Además, era un famoso erudito
dedicado a los clásicos chinos, cuyo nombre me resultaba familiar. Así que
inconscientemente nuestra conversación derivó hacia los clásicos.
—¿Los kylin son, en
suma, una especie de unicornios? Y ho el fénix...
Parloteando mecánicamente,
de a poco creció en mí el deseo de ser destructivo, y no sólo alegué que Yao y
Shun eran figuras ficticias, sino que afirmé que el autor de las Crónicas de Lu
era de la dinastía Han. En este punto el erudito no pudo seguir reprimiendo su
disgusto y, volviéndome la espalda, interrumpió mi charla con un gruñido más o
menos como el de un tigre.
—Si Yao y Shun no
hubieran existido, Confucio sería un mentiroso. Y los santos no pueden ser
mentirosos.
Con eso acabó la
charla. Otra vez me encontré jugueteando con el cuchillo y el tenedor sobre la
carne que tenía en el plato. Entonces descubrí una diminuta criatura que se
retorcía en un borde de la carne. Me trajo a la memoria la palabra inglesa
worm, gusano. Seguramente, como kylin y ho, también aludía a una bestia
legendaria. Apoyé el cuchillo y el tenedor y observé, en cambio, el champán que
me habían servido en la copa.
Cuando por fin acabó la
cena, totalmente dispuesto a encerrarme en la habitación que había reservado,
caminé por los pasillos vacíos. Me hicieron sentir más en una prisión que en un
hotel. Pero afortunadamente, sin que me hubiera dado cuenta, mi dolor de cabeza
casi había desaparecido.
Además de la maleta,
habían dejado en la habitación mi abrigo y mi sombrero. Mi abrigo, colgado de
la pared, se parecía mucho a mí, allí de pie, y de inmediato lo arrojé dentro
del armario del rincón. Después, sentado ante el tocador, miré con resolución
mi cara en el espejo. Se marcaban los huesos debajo de la piel. El gusano
volvía a aparecer.
Abrí la puerta y volví
al pasillo y caminé sin saber en qué esquina girar. Entonces, en una esquina
camino al vestíbulo una lámpara alta con pantalla verde se reflejaba con
claridad en una puerta vidriada. De alguna manera, eso tranquilizó mi mente. Me
senté en una silla junto a ella y empecé a pensar sobre varias cosas. Pero eso
duró apenas cinco minutos. Entonces advertí en el respaldo del sofá, junto a
mí, colgado flojamente, un impermeable.
"Y encima ésta es
la época más fría."
Mientras mi mente
divagaba en esa vena, regresé por el pasillo. En la habitación de los camareros
no había nadie a la vista. Pero un fragmento de la conversación que mantenían
llegó a mis oídos mientras pasaba por delante. Era en inglés:
—Está bien —en respuesta
a algo.
"¿Está bien?"
Traté de imaginar a qué podría referirse. "¿Está bien?" "¿Está
bien?" ¿Qué diablos podía estar bien?
Por supuesto, mi cuarto
estaba en silencio. Pero el solo hecho de abrir la puerta y entrar, por curioso
que parezca, me daba miedo. Después de cierta vacilación finalmente me aventuré
a trasponer la puerta. Luego, cuidando de no mirar el espejo, me senté ante la
mesa. La silla tenía brazos, y tapizado como de cuero de lagarto de color azul.
Abrí mi maleta, extraje un bloc de notas y traté de retomar cierto relato. Pero
la pluma y la tinta estaban inmovilizadas por el fuego eterno. Y cuando
finalmente se movieron, sólo aparecieron estas palabras: está bien... está
bien... está bien, señor... está bien...
De pronto un timbrazo
del teléfono que estaba junto a la cama. Alarmado me incorporé y llevándome el
aparato al oído respondí.
—¿Quién es?
—Soy yo. Yo...
Era la hija de mi
hermana mayor.
—¿Qué ocurre?
—Sí, ha ocurrido algo
terrible. Entonces... como ocurrió algo terrible, también acabo de llamar a la
tía.
—¿Algo terrible?
—Sí. Por favor, ven
rápido. Rápido.
Y la comunicación se
cortó del otro lado. Colgué el auricular y mecánicamente oprimí el timbre para
llamar al servicio. Pero advertí que me temblaba la mano. El muchacho demoró en
venir. Con más dolor que impaciencia, volví a tocar el timbre una y otra vez,
dándome cuenta del significado de las palabras "está bien", cuya
intención había estado tratando de abrirse paso hasta mí.
El esposo de mi hermana
mayor había sido atropellado, y había muerto, esa tarde en el campo, no muy
lejos de Tokio. Además, sin ninguna relación en absoluto con el clima, llevaba
puesto un impermeable. Todavía sigo escribiendo el mismo relato en esta
habitación de hotel. No hay nadie en el pasillo, afuera. Pero a través de la
puerta llega, de tanto en tanto, el sonido de un batir de alas. Alguien debe de
tener un pájaro.
2.
Venganza
Me desperté alrededor
de las ocho y media en ese cuarto de hotel. Pero al levantarme de la cama
descubrí, extrañamente, que una de mis pantuflas había desaparecido. Era
exactamente la clase de cosa que solía sumirme en el miedo, la angustia, etc.,
durante el último par de años. Y me recordó también a cierto príncipe de la
mitología griega que usaba una sandalia ajena. Toqué el timbre para llamar al
botones y le pedí que buscara la pantufla perdida. Registró toda la habitación
con una expresión burlona en el rostro.
—La encontré, aquí
está. Estaba en el baño.
—¿Cómo llegó hasta
allí?
—Tal vez haya sido un
ratón.
Cuando el botones se
fue bebí una taza de café, sin leche, y me dispuse a terminar mi relato. Una
ventana cuadrada, con marco de toba, daba a un jardín nevado. Siempre que
dejaba de escribir, echaba una mirada ausente a la nieve. Bajo el fragante
arbusto de adelfa que empezaba a florecer, la nieve se veía sucia por el humo y
el hollín de la ciudad. El espectáculo me apenaba. Fumé un cigarrillo, pensando
miles de cosas, y la pluma no se posaba sobre el papel. Pensé en mi esposa, en
mis hijos, y más que nada, en el esposo de mi hermana mayor...
Antes de suicidarse,
estaba bajo sospecha de haber cometido un incendio deliberado. En realidad, era
inevitable que así fuera. Antes de que su casa se incendiara totalmente, la
había asegurado por el doble de su valor. Aun así, aunque era culpable de
perjurio, estaba en libertad condicional. No era su suicidio, sin embargo, lo
que me angustiaba, sino el hecho de que nunca podía volver a Tokio sin ver un
incendio. Una vez había visto un incendio en las colinas desde el tren, y otra
vez desde un auto (yo iba con mi esposa y mis hijos) cerca de Tokiwabashi.
Naturalmente, tuve la premonición de un incendio antes de que su casa
verdaderamente se incendiara.
—Podría declararse un
incendio en casa este año.
—No digas esas cosas...
si alguna vez hubiera un incendio, eso nos causaría un montón de problemas. El
seguro no alcanza y...
Así hablamos. Pero no
se había producido ningún incendio y, tratando de librarme de la idea, volví a
empuñar la pluma. No se me ocurría ni una sola línea. Finalmente, abandonando
la mesa, me tendí en la cama y empecé a leer Polikoushka de Tolstoi. El héroe
de esa novela es una compleja personalidad en la que se mezclan la vanidad, la
morbosidad y la ambición. Y con unos pocos cambios menores, la tragicomedia de
su vida podría pasar como una caricatura de mi propia vida. Particularmente
sentí en esa tragicomedia la burla del destino, y eso hizo que empezara a
sentirme rarísimo. Al cabo de apenas una hora salté de la cama y arrojé el
libro contra las cortinas de la ventana de la habitación.
—¡Maldición!
Y un gran ratón salió
corriendo en diagonal desde detrás de la cortina en dirección al baño. De un
salto estuve en el baño y abrí la puerta de par en par, buscándolo. Detrás de
la blanca bañera no había rastros de él. De pronto me sentí raro, y calzándome rápidamente
las pantuflas salí al corredor, pero no había allí ninguna señal de vida.
El pasillo, como
siempre, estaba tan oscuro como una prisión. Con la cabeza gacha, subiendo y
bajando escaleras casi sin advertirlo, me encontré de repente en la cocina. La
habitación estaba más iluminada de lo que se hubiera supuesto. Y en un costado
las llamas se elevaban, abundantes, sobre el fogón. Al pasar pude sentir los
fríos ojos de los cocineros, tocados con sus gorros blancos, que no me quitaban
la vista de encima. De inmediato me sentí arrojado al infierno. "Dios,
castígame. Por favor, no te ofendas. Esto será mi ruina." Naturalmente en
momentos así era lógico que saliera de mis labios esa plegaria.
Salí del hotel y
recorrí con dificultad el camino fangoso por la nieve semiderretida que me
conducía a la casa de mi hermana mayor. Todos los árboles del parque que lo
flanqueaban mostraban sus hojas y ramas completamente ennegrecidas. Y cada uno
de ellos tenía, igual que nosotros, una parte delantera y otra trasera. A mí me
resultaba menos desagradable que intimidante. Recordé el alma que se convertía
en un árbol en el Infierno de Dante y decidí caminar por la calle que estaba
del otro lado de las vías del tranvía, donde los edificios se alineaban en una
fila compacta. Pero incluso allí una manzana era demasiado.
—Disculpe que lo
detenga.
Era un sujeto de
veintidós o veintitrés años con un uniforme con botones dorados. Lo miré
fijamente sin decir una palabra y advertí que tenía un lunar en
el lado izquierdo de la nariz. El, quitándose la gorra, me habló con cautela:
—¿No es usted el señor
A.?
—Sí.
—Pensé que lo era...
—¿Qué desea?
—Nada. Sólo quería
saludarlo. Soy admirador suyo, sensei...
Ante eso lo saludé
tocando el ala de mi sombrero y empecé a poner distancia entre nosotros tan
rápidamente como pude. Sensei. Un sensei... ese título me había empezado a
resultar extremadamente desagradable. Había llegado a sentir que había cometido
todos los crímenes imaginables. A pesar de eso, ahora me llamaban sensei en
cualquier momento. No podía evitar sentir que había en ello algo vergonzoso.
¿Algo? Pero mi materialismo no podía flaquear ante el misticismo. Pocos meses
antes yo había escrito en una pequeña revista: "No sólo carezco de
conciencia artística sino de conciencia en general. Todo lo que tengo es
coraje..."
Mi hermana mayor se
había refugiado con sus hijos en una casucha de un callejón. Adentro de la
casa, con su empapelado pardo, el ambiente era aún más sombrío que afuera.
Calentándonos las manos
sobre un hibachi,
hablamos de cosas diversas. El esposo de mi hermana, un hombre de contextura
robusta, siempre me había parecido instintivamente un inútil, desde que lo
conocí. Y había hablado directamente de la inmoralidad de mi obra. Nunca había
mantenido con él una charla amistosa, debido a que él despreciaba a alguien que
pensara como yo. Hablando con mi hermana me di cuenta de que también él había
sido arrojado gradualmente al infierno. Me enteré de que verdaderamente había
visto un fantasma en un camarote. Pero, encendiendo un cigarrillo, tuve buen
cuidado de mantener la conversación en el tema del dinero.
—De todas maneras, tal
como son las cosas, estoy pensando en vender todo lo que pueda.
—Yo he pensado lo
mismo. La máquina de escribir puede dejar un poco de dinero.
—Y tenemos algunas
pinturas.
—¿Qué te parece vender
el retrato de N san [el marido de mi hermana]? Pero eso...
Miré al retrato a
lápiz, sin marco, que pendía de la pared, y pensé que no debía hacer una broma
tan desconsiderada. Me habían dicho que su rostro había quedado destrozado, que
el tren lo había reducido a jirones, y que sólo había quedado su bigote. De
hecho, la historia me había conmocionado. Su retrato estaba dibujado con mucho
detalle, pero el bigote no se veía del todo claro. Pensé que podría ser por la
luz y estudié el cuadro desde diferentes ángulos.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada... sólo que
alrededor de la boca, en ese cuadro...
Ella se volvió para
observar por un momento, pero dijo que no veía nada raro.
—Sólo el bigote,
curiosamente, se ve un poco fino, ¿no es cierto?
Lo que yo veía no era
ilusorio. Pero si no lo era... Decidí que era más prudente separarme de mi
hermana antes de que ella empezara a preocuparse por preparar el almuerzo.
—¿Por qué no te quedas
un rato más?
—Tal vez mañana... hoy
tengo que ir a Aoyama.
—¿Allí? ¿Todavía tienes
algún problema físico?
—Estoy tomando
somníferos como siempre. Son tantos... Veronal, Muronal, Trional, Numal...
Alrededor de treinta
minutos más tarde, entré en un edificio, subí en el ascensor y fui al tercer
piso. Allí, traté de abrir empujando la puerta de un restaurante. La puerta no
se movía. Sobre ella había un cartel: DÍA DE DESCANSO. Estaba más que
fastidiado, pero tras echar un vistazo a las manzanas y bananas exhibidas sobre
una mesa, del otro lado de la puerta, decidí volver a salir a la calle. Dos
hombres que parecían ser empleados, tropezaron conmigo en la entrada, absortos
en su conversación. Justo en ese momento uno de ellos, o eso me pareció, dijo:
"Es un tormento".
Me quedé en la calle,
esperando un taxi. Estuve un rato allí. Sin embargo, usualmente había un taxi
amarillo en los alrededores. (Esos taxis amarillos, por alguna razón, siempre
me involucraban en algún accidente.) Al cabo de cierto tiempo, no obstante,
apareció un taxi verde, de la buena suerte, y decidí que de todos modos iría al
hospital mental próximo al cementerio de Aoyama.
"Tormento...
Tántalo... Tártaro... infierno..."
Tántalo yo mismo, de
hecho, mirando la fruta a través del vidrio de la puerta. Maldiciendo para mis
adentros el Infierno de Dante, observé la espalda del chofer. Y me invadió el
sentimiento de que todo es una mentira. La política, el comercio, el arte, la ciencia...
todo, ante lo cual yo no era más nada más que el mero camuflaje de una horrible
existencia. Empecé a sentirme ahogado y abrí una ventanilla. Pero la sensación
no desaparecía.
Finalmente el taxi
verde llegó a Jingu-mae. Allí había un callejón que conducía al hospital
psiquiátrico. Pero justo ese día, por algún motivo, no pude encontrarlo.
Después de pedirle al taxista que diera un par de vueltas a la manzana para
localizarlo, y que volviera siguiendo las vías del tranvía, abandoné y decidí
bajarme del auto.
Por fin encontré el
camino y me encontré saltando de derecha a izquierda en un camino lleno de
charcos de fango. Entonces, sin advertirlo, debí de haber girado erróneamente,
porque me encontré en la sala funeraria de Aoyama. Era un edificio en el que no
había entrado desde el funeral de Natsume sensei, unos diez años atrás. Diez
años atrás yo no era muy feliz. Pero al menos estaba en paz. Advertí la grava
decorativa más allá de la entrada y, recordando el árbol de basho
del refugio de Soseki, no pude evitar sentir que mi vida había terminado. Y
tampoco pude evitar sentir que algo me había llevado de regreso a ese lugar
después de diez años de ausencia.
Después de salir del
hospital psiquiátrico, tomé otro taxi y decidí regresar al hotel en el que
había estado antes. Pero, al bajar del taxi a la entrada del hotel, me encontré
un hombre de impermeable que discutía por alguna razón con un camarero. ¿Un
camarero? No. No era un camarero sino un hombre de uniforme verde, que estaba a
cargo de los taxis. La idea de entrar en el hotel me resultó ominosa y
rápidamente giré sobre mis talones.
Cuando llegué a Guinza,
ya casi anochecía. Los negocios ubicados a ambos lados de la calle, la densa
muchedumbre, todo se combinaba para deprimirme aún más. Lo que más me trastornó
es que en la calle todo el mundo caminaba despreocupadamente, con indiferencia,
como si fuera ajeno al pecado. Seguí caminando hacia el norte en la confusión
entre el crepúsculo y las luces eléctricas. Luego mis ojos se sintieron
atraídos por una librería con revistas y libros apilados. Entré y curioseé en
los anaqueles con aire ausente. Había un libro, Mitos griegos, que decidí
hojear. Mitos griegos, con su cubierta amarilla, parecía escrito para niños.
Pero un renglón que leí accidentalmente me perturbó.
"Ni siquiera el
poderoso Zeus puede vencer al Dios de la Venganza..."
Salí del local y me
mezclé con la multitud. Podía sentir al Dios de la Venganza cerniéndose sobre
mis hombros y empecé a vagar sin rumbo, desquiciado.
3.
Noche
En uno de los anaqueles
de la planta alta de Maruzen
encontré Cuento de Strindberg, y leí unas páginas mientras me encontraba allí.
Describe experiencias semejantes a las mías. Y tenía cubierta amarilla. Volví a
dejarlo y recogí un libro grueso que se había caído por casualidad. ¡Y que veo
en él sino una ilustración de engranajes con ojos y narices como si fueran
seres humanos! Era una compilación de dibujos hechos por internados en asilos
mentales, reunidos por algún alemán. Aun en medio de mi depresión, pude sentir
que mi espíritu se alzaba en rebelión y con la desesperación de un adicto al
juego seguía abriendo un libro tras otro. Por extraño que resulte, casi todos
los libros tenían un algún aguijón oculto en sus letras o en sus ilustraciones.
¿Todos los libros? Hasta en Madame Bovary, que había leído muchas veces antes,
sentí que al final yo era el burgués monsieur Bovary.
En la planta alta de
Maruzen, casi al anochecer, parecía no haber otro cliente más que yo. Eché un
vistazo a un anaquel que tenía el cartel de Religión y extraje un libro de
cubierta verde. En el índice, un capítulo estaba titulado: "Los cuatro
enemigos mortales: la sospecha, el miedo, la vanidad y la sensualidad".
Con esas palabras, de inmediato mí espíritu volvió a rebelarse. Esos enemigos eran
sólo otros nombres de la sensibilidad y la inteligencia. Era insoportable
sentir que lo tradicional era tan deprimente como lo moderno. El libro que
tenía en mis manos me hizo recordar el seudónimo que había usado alguna vez,
Juryo Yoshi. Era el nombre del joven de Chuang-tsé que había olvidado el
muchacho de Juryo que había intentado imitar el paso de uno de Kantan y que
terminó arrastrándose para llegar a su casa. Ahora debo de ser Juryo Yoshi para
todo el mundo. Y, cuando todavía no había sido relegado al infierno, había
usado ese nombre... Yo, con un anaquel entero de libros a mi espalda, traté de
despojarme de todo engreimiento y me dirigí hacia una muestra de posters que
había a un costado. Allí, en uno de los posters, un caballero que parecía ser
san Jorge daba muerte con su lanza a un dragón alado. En la parte superior de
la escena, el rostro ceñudo del caballero, a medias oculto por el casco, se
parecía a uno de mis enemigos. También recordé las pinturas de Toryu en el
Kanbishi y, sin recorrer la muestra, bajé por la ancha escalera.
Caminando por
Nihonbashi, en la oscuridad, seguí pensando en la palabra toryu. También era el
nombre de mi pincel, estoy seguro. El hombre que me lo había dado era cierto
empresario. Había fracasado en una variedad de negocios y finalmente acabó en
la ruina. Me encontré mirando el cielo y pensando qué pequeña es la Tierra
entre todas las estrellas... y cuánto más pequeño era yo. Pero el cielo, que
había estado despejado todo el día, se había encapotado sin que yo lo advirtiera.
De inmediato sentí que las cosas habían tomado un giro hostil contra mí y
decidí buscar asilo en un café.
"Asilo" es
precisamente el término adecuado para describirlo. De alguna manera sentí algo
tranquilizador en el matiz rosado de las paredes y me relajé en una mesa.
Afortunadamente sólo había unos pocos clientes. Bebí una taza de cocoa y me
dispuse a fumar un cigarrillo, como siempre. El humo ascendió en un delgado
hilo azul contra la pared rosada. La armoniosa mezcla de los colores suaves me resultó
agradable. Pero al cabo de un rato descubrí un retrato de Napoleón en la pared
de la izquierda y volví a inquietarme. Cuando Napoleón era sólo un estudiante,
había escrito en la última página de su cuaderno de geografía: "Santa
Elena, una pequeña isla". Podría haber sido, como se dice, solamente una
coincidencia. Pero era algo que más tarde debe de haberle producido a Napoleón
un escalofrío...
Observando a Napoleón,
pensé en mi propia obra. E irrumpieron en mi mente ciertas frases de Vida de un
loco. (Especialmente las palabras "La vida es más infernal que el infierno
mismo".) Y también el destino del héroe de El biombo del infierno... un
pintor llamado Yoshihide. Después... fumando miré alrededor, tratando de
escapar de esos recuerdos. Me había refugiado allí hacía apenas cinco minutos.
El lugar ya había experimentado un cambio radical. Lo que me resultaba más
incómodo era que las sillas y las mesas de imitación caoba no armonizaban con
las paredes rosadas. Temiendo caer en una agonía imperceptible para los demás,
traté de salir del café arrojando rápidamente una moneda plateada.
—Señor, son cinco
centavos...
Había dejado cinco en
vez de veinte.
Mientras caminaba solo
por la calle, sintiéndome humillado, recordé de pronto mi casa en el pinar
remoto. No era la casa de mis padres adoptivos, situada en los suburbios, sino
una casa que yo mismo había alquilado para mi familia, en la que yo era amo y
señor unos diez años antes. Pero por alguna razón, sin pensarlo, había vuelto a
acordarme de ellos. En el mismo momento empecé a convertirme en un esclavo, un
tirano, un egoísta impotente...
Cuando llegué otra vez
al hotel, eran casi las diez. Había estado caminando tanto tiempo que no tuve
fuerza de ir a mi habitación y en cambio me senté en una silla frente a la
chimenea donde ardía un enorme leño. Empecé a pensar en la obra de largo
aliento que había estado planeando. Era un largo relato en el que los héroes
serían personas comunes desde la era Meiji hasta la Suiko, en una secuencia de
más de treinta cuentos cronológicos. Volaron algunas chispas, y recordé la
estatua de bronce que estaba delante del Palacio Imperial. La estatua tenía
casco y armadura, y estaba montada en un corcel, como si fuera la Lealtad misma
pero su enemigo era...
—¡Una mentira!
Una vez más volví
instantáneamente del pasado remoto al presente inmediato. Afortunadamente, el
hombre que se me acercó era un escultor de cierta edad. Llevaba un abrigo de
terciopelo y lucía una barba corta. Me incorporé y estreché la mano que me
ofrecía. (No era un hábito en mí. Simplemente imité su costumbre, porque él
había pasado la mitad de su vida en París y Berlín.) Sin embargo, curiosamente,
su mano era tan viscosa como la piel de un reptil.
—¿Se aloja aquí?
—Sí...
—¿Para trabajar?
—Sí, también estoy
trabajando.
Me miró directamente.
Sentí que me examinaba con ojos de detective.
—¿Qué le parece si
viene a mi habitación a conversar un poco?
Hablé agresivamente.
(Uno de mis malos hábitos era asumir de inmediato una actitud desafiante,
aunque en realidad no tenía coraje.) Él sonrió y me respondió preguntando:
—¿Dónde está su
habitación?
Caminando lado a lado a
través de extranjeros que hablaban suavemente, como si fuéramos buenos amigos,
nos dirigimos a mi habitación. Allí él se sentó con el espejo a sus espaldas. Y
empezó a hablar de muchas cosas. ¿Muchas cosas? En realidad, casi todas eran
historias de mujeres. Sin duda, yo era uno de los condenados al infierno por
los pecados que había cometido. Así que las historias viciosas me angustiaban
aún más. Por un momento me sentí como un puritano y empecé a despreciar a esas
mujeres.
—Mire por ejemplo los
labios de S-ko-san. Por haber besado a tantos hombres, ella...
Cerré la boca de
repente y miré su espalda en el espejo. Tenía una venda amarilla pegada justo
debajo de la oreja.
—¿Por haber besado a
tantos hombres?
—Parece ser una de
ésas.
Sonrió y asintió. Sentí
que estaba todo el tiempo dedicado al intento de espiar y revelar mi secreto.
Pero nuestra conversación todavía siguió girando en torno de las mujeres. Me
sentí más incómodo por mi falta de valor que por odiarlo, y sólo pude deprimirme
aún más.
Cuando finalmente se
fue, me eché y empecé a leer Anya-Koro.
Cada una de las luchas espirituales a las que está sometido su héroe me
resultaba conmovedora. Sentí que era un estúpido comparado con él, y me puse a
llorar sin darme cuenta. Al mismo tiempo, las lágrimas me calmaron. Pero no por
mucho tiempo. Mi ojo derecho empezó a ver otra vez esos engranajes
semitransparentes. El número de los engranajes, que no dejaban de girar sin
pausa, fue aumentando gradualmente. Temiendo una jaqueca, dejé el libro en la
almohada, ingerí ocho miligramos de Veronal y decidí que intentaría descansar
bien esa noche, fuera como fuese.
Pero en mi sueño,
estaba mirando una piscina. Muchos niños y niñas nadaban en ella, o se
zambullían. Me interné en el pinar, dejando atrás la piscina. Entonces alguien
me habló a mis espaldas: "Padre". Me volví por un momento y vi a mi
esposa de pie junto a la piscina. Y sentí un intenso pesar.
—Padre, ¿una toalla?
—No la necesito. Vigila
a los niños.
Seguí caminando. Pero
el suelo por el que caminaba se había convertido en un andén sin que lo
advirtiera. Parecía una estación rural, el andén estaba rodeado por un largo
seto. Un estudiante de la universidad, llamado H, y una anciana, también
estaban allí. Me vieron y se dirigieron a mí por turno.
—Un enorme incendio,
¿verdad?
—Yo también logré
escapar.
Me pareció que había
visto antes a la anciana. Y sentí júbilo al hablar con ella. Entonces llegó
silenciosamente un tren, soltando bocanadas de humo. Subí solo al tren y caminé
en medio de camas separadas por colgaduras de tela blanca. Vi una mujer desnuda
muy semejante a un cadáver que yacía en una cama frente a mí. Debe de haber
sido el cadáver de la hija de algún loco... el Dios de mi venganza»...
En cuanto me desperté
salté de la cama, a pesar mío. La luz eléctrica inundaba la habitación de una
luz tan brillante como antes. Pero de alguna parte venían sonidos de aleteos,
de ratas que roían. Abrí la puerta, salí al pasillo y rápidamente me dirigí
hacia la chimenea. Me senté y clavé la vista en el débil resplandor de las
ascuas. Un muchacho de uniforme blanco vino a atizar el fuego.
—¿Qué hora es?
—Alrededor de las tres
y media, señor.
En un extremo del
vestíbulo una mujer, que parecía norteamericana, estaba entretenida leyendo un
libro, sola. Incluso desde la distancia a la que me encontraba era claro que
llevaba puesto un vestido verde. De alguna manera eso me hizo sentir alivio y
decidí esperar tranquilamente que amaneciera. Como un anciano que espera con
calma la muerte después del largo sufrimiento de una enfermedad...
4.
¿Todavía?
Finalmente terminé mi
cuento en la habitación del hotel y decidí enviarlo a una revista. En realidad,
el dinero que obtendría con él era menos del necesario para cubrir la cuenta
del hotel por una semana de alojamiento. Pero estaba satisfecho de haber hecho
el trabajo y decidí visitar una librería de Ginza como tónico espiritual.
En el asfalto, bajo el
sol invernal, había muchos pedazos de papel. Parecían rosas, exactamente. En
cierto modo me sentía de buen ánimo y entré en la librería. Estaba más pulcra y
ordenada que de costumbre. Una joven de lentes discutía algo con un empleado, y
la charla no llegó a crisparme los nervios. Sin embargo, recordando las rosas
de papel arrojadas en la calle, decidí comprar Los diálogos de Anatole France y
Las cartas completas de Prosper Mérimée.
Con los dos libros bajo
el brazo, fui a un café. Preferí esperar a que me trajeran una taza de café a
una mesa situada en el extremo de la sala. Del otro lado estaba sentada una
pareja que parecían madre e hijo. El hijo era más joven que yo, pero una copia
exacta de mí. Y conversaban como si fueran amantes, íntimamente. Al observarlos
empecé a sentir que el hijo era consciente de que le proporcionaba a su madre
también cierta satisfacción sexual. Era una clase de relación que yo conocía
por experiencia propia. Además, era un ejemplo de esa tozudez y determinación
que convierte el mundo en un infierno. Pero temía volver a ser presa de mis
angustias y empecé a leer Las cartas completas de Prosper Mérimée, aprovechando
que ya me habían servido el café. En las cartas se revelaba la misma mordacidad
aforística que se leía en sus novelas. Sus oraciones acorazaron mis
sentimientos, dándoles un filo de acero. (Uno de mis puntos débiles es que esa
clase de giros influyen rápidamente en mí.) Muy pronto acabé mi taza y,
sintiéndome distendido y despreocupado, abandoné el café.
En la calle miré todos
los escaparates, uno por uno. Un taller de marcos exhibía un retrato de
Beethoven. Era la imagen de un genio, con el cabello erizado. No pude evitar
que me pareciera ridículo...
En ese momento vi a un
amigo de la época del colegio secundario. Ahora convertido en profesor
universitario de química aplicada, cargaba una enorme maleta colmada, y tenía
un ojo enrojecido y congestionado.
—¿Qué te pasa en el
ojo?
—¿Esto? Es sólo una
conjuntivitis.
Entonces, por un
sentimiento de afinidad, recordé que catorce o quince años atrás, yo había
padecido la misma enfermedad. Pero no dije nada. Él me palmeó el hombro y
empezó a hablar de amigos comunes. La charla lo indujo a llevarme a un café.
—Hace mucho que no nos
vemos. Tal vez desde la ceremonia que se hizo por el monumento de Shushunsui.
Eso me dijo, sentado
del otro lado de la mesa de mármol, después de encender un cigarro.
—Sí. Ese Shushun...
No sé por qué, pero no
pude pronunciar correctamente la palabra Shushunsui. El hecho de que fuera
japonés me hacía sentir aún más incómodo. Pero él siguió parloteando sobre mil
cosas sin reparar en mi dificultad. Sobre el novelista K., sobre un bulldog que
se había comprado, sobre el gas venenoso de lucita...
—Parece que no estás
escribiendo mucho. Sin embargo, leí tu Registro de muerte... ¿Es una obra
autobiográfica?
—Sí, es autobiográfica.
—Es bastante morbosa.
¿Estás bien ahora?
—Debo estar medicado
siempre, como sabes.
—Yo también estoy
sufriendo de insomnio.
—¿Qué quieres decir con
"también"?
—Bueno, oí que tú
también padeces de insomnio.. . ¿verdad? Es peligroso, ya sabes...
Había algo así como una
sonrisa revelada en el ojo izquierdo aquejado de conjuntivitis. Antes de
responder percibí que tendría dificultad para pronunciar la sílaba final de la
palabra insomnio.
—Es natural en el hijo
de un loco.
Menos de diez minutos
después ya estaba otra vez caminando en la calle. Los pedazos de papel sobre el
asfalto no llegaban a parecerse del todo a los rostros de los hombres. Entonces
una mujer con el pelo a la garçon se acercó a mí en dirección opuesta. A la
distancia se la veía bella. Pero cuando se aproximó no sólo vi sus arrugas sino
también su fealdad. Y parecía embarazada. A pesar mío le di la espalda y doblé una
esquina metiéndome en una ancha calle lateral. Pero hacía ya un tiempo había
empezado a tener dolores hemorroidales. Era un dolor que sólo podía aliviarse
con un baño de asiento.
Un baño de asiento...
también Beethoven solía hacerse baños de asiento.
De inmediato el olor
del azufre que se usaba en los baños asaltó mi nariz. Naturalmente, en la calle
no había azufre por ninguna parte. Recordé otra vez las rosas de papel y seguí
caminando con paso tan seguro como pude.
Una hora más tarde,
nuevamente encerrado en mi cuarto, me senté ante la mesa y empecé otro cuento.
Para mi sorpresa, la pluma se deslizaba con fluidez sobre el papel. Pero al
cabo de unas pocas horas se detuvo, como por obra de algo invisible a mis ojos.
Me sentí obligado a incorporarme y a ponerme a caminar por el cuarto de arriba
abajo. La sensación expansiva que experimentaba era absolutamente inusual. Con
una suerte de salvaje júbilo, sentí que no tenía padres ni esposa ni hijos;
todo lo que tenía era la vida que fluía de mi pluma.
Pero al cabo de cuatro
o cinco minutos me llamaron por teléfono. Atendía muchas veces, pero el
teléfono sólo repetía unas palabras ambiguas. En cualquier caso sonaba como
todo. Finalmente abandoné el teléfono y volví a mi caminata por el cuarto. Pero
la palabra todo me pesaba extrañamente.
"Todo...
topo..."
Topo es mogura en
japonés. La asociación tampoco era feliz para mí. Y al cabo de segundos empecé
a debatirme con topo, ciego, muerto... la mort. La mort, la muerte, en francés,
me inquietó. Así como la muerte había caído sobre el esposo de mi hermana,
ahora parecía acecharme a mí. Pero aun en mi inquietud encontré algo gracioso.
Y me encontré sonriendo como un tonto. ¿Qué era lo que me hacía gracia? No lo
sabía con certeza. Me detuve ante el espejo, algo que no había hecho durante un
tiempo, y me enfrenté con mi reflejo. Naturalmente había una sonrisa en mi
cara. Mientras la observaba, recordé el alter ego. Por fortuna mi alter ego —el
Doppelgänger alemán— nunca se había parecido mucho a mí. Pero la esposa de K,
que se había convertido en una estrella de cine norteamericana, había visto a
mi alter ego en el corredor del Teatro Imperial. (Recuerdo mi incomodidad
cuando de repente la señora K me dijo: "Lamento no haberlo saludado el
otro día".) Después, un ex traductor, que tenía una sola pierna, también
vio a mi alter ego en una tabaquería de Ginza. La muerte podría caer sobre mi
alter ego en vez de caer sobre mí. Aunque me ocurriera a mí... Me alejé del
espejo y volví a la mesa frente a la ventana. Se podía ver un césped deslucido
y una piscina a través del marco cuadrado de toba. Mirando el jardín recordé
unos cuadernos y unas obras teatrales inconclusas que había quemado en un pinar
distante. Tomando la pluma, empecé a escribir otra vez el nuevo cuento.
La luz del sol empezó a
atormentarme. Como un topo, mantuve las cortinas corridas y, con la luz
eléctrica encendida, seguí dándole duro a mi cuento. Después, agotado, abrí la
Historia de la literatura inglesa de Taine y leí sobre la vida de los poetas.
Todos habían sido desdichados. Hasta los gigantes de la época isabelina...
hasta Ben Jonson, el más distinguido erudito de su tiempo, solía estar tan
atormentado por la ansiedad que había empezado a ver ejércitos cartagineses y
romanos enzarzados en combate sobre el dedo gordo de su pie. No pude evitar
sentir placer, un placer algo maligno, al leer sobre esas desventuras.
A la noche, con un
intenso viento del este (para mí de buen augurio), salí por el sótano a la
calle y decidí visitar a un anciano que conocía. Trabajaba solo como cuidador
en el ático de una empresa de biblias y dedicaba casi todo su tiempo a la
lectura y la oración. Calentándonos las manos sobre un hibachi hablamos de
temas diversos bajo un crucifijo que pendía de la pared. ¿Por qué mi madre se
volvió loca? ¿Por qué mi padre fracasó en los negocios? ¿Por qué yo estaba
siendo castigado? Él estaba familiarizado con esos temas misteriosos y con una
extraña sonrisa solemne solía hablarme con facilidad y extensamente. Y a veces,
en sus frases concisas, atrapaba la vida en toda su naturaleza caricaturesca.
No podía evitar admirar al eremita en su ático. Pero al hablar con él descubrí
que tenía ciertas propensiones...
—La hija del jardinero
es adorable, de buen carácter, y tan tierna conmigo.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumple dieciocho este
año.
Es posible que fuera un
sentimiento paternal. Pero no era difícil advertir cierta pasión en sus ojos. Y
las manzanas que me ofreció sin advertirlo dejaban traslucir, en sus cáscaras
amarillentas, unos unicornios. (Con frecuencia encontraba criaturas míticas en
las vetas de la madera y en las rajaduras de las tazas de café.) Los unicornios
eran, sin duda, Kylin (los unicornios chinos). Recordé que un crítico hostil me
había calificado una vez de "prodigio (kirinji) de la década de
1910", y de repente sentí que ese ático con su crucifijo tampoco era un
lugar seguro.
—¿Cómo has estado
últimamente?
—Tenso, como siempre.
—Las drogas no te
curarán. ¿Por qué no te haces cristiano?
—Si hasta yo pudiera...
—No hay nada difícil en
ello. Simplemente, si crees en Dios, en Cristo el Hijo de Dios, y en los
milagros que hizo Cristo...
—Creo en los
demonios...
—Entonces, ¿por qué no
en Dios? Si crees en las sombras, no entiendo cómo haces para no creer también
en la luz.
—Pero hay una oscuridad
donde no llega ninguna luz.
—¿Sombras sin luz?
No pude responder nada.
Él también caminaba en la oscuridad. Pero mientras hubiera sombras, él creía
que también había luz. Ése era el único punto en el que teníamos una diferencia
lógica. Pero para mí era un abismo infranqueable...
—Pero verdaderamente
existe la luz. Tenemos milagros que lo prueban... Hasta en nuestros días se
producen milagros.
—Los milagros son obra
de los demonios...
—¿De dónde salen tus
demonios? —Estuve tentado de contarle mis experiencias del último par de años.
Sin embargo, temía que les contara a mi esposa y a mis hijos, y que volvieran a
mandarme al manicomio como le había ocurrido a mi madre.
—¿Qué es eso que tienes
allí?
El anciano regordete
giró para ver los viejos anaqueles e hizo una mueca semejante a la de Pan.
—Es una colección de
Dostoyevski. ¿Leíste Crimen y castigo?
Naturalmente yo había
tenido predilección por Dostoyevski unos diez años atrás y había leído cuatro o
cinco libros suyos. Pero conmovido porque él hubiera dicho casualmente Crimen y
castigo, le pedí el libro prestado y decidí regresar al hotel. La calle,
deslumbrante por la luz eléctrica y tan llena de gente, me resultó opresiva. En
ese punto me habría resultado insoportable encontrarme con algún conocido.
Traté de avanzar por las calles laterales más oscuras, sigiloso como un ladrón.
Al poco rato, sin
embargo, empecé a sentir dolor de estómago. Sólo un vaso de whisky podía
curarme de ese mal. Encontré un bar y traté de abrirme paso para entrar. En el
atestado bar había un humo denso, y algunos jóvenes, que parecían artistas,
bebían sake juntos. En el medio de todo eso había también una muchacha que
rasgueaba una mandolina con toda gravedad. De inmediato me sentí inseguro y
retrocedí sin haber siquiera traspuesto la puerta. Descubrí que mi sombra oscilaba
sin razón de derecha a izquierda. Y la luz que brillaba sobre mí, extrañamente,
era roja. Me detuve. Pero mi sombra siguió oscilando de un lado a otro como
antes. Me volví tímidamente y finalmente advertí un farol con vidrios de color
que pendía del alero del bar. El farol se meneaba lentamente, movido por el
fuerte viento...
A continuación entré en
un restaurante instalado en un sótano. Me acerqué a la barra y pedí un whisky.
Vertí el whisky en un
vaso de soda y lo sorbí en silencio. A mi lado había dos hombres de alrededor
de treinta años, que parecían periodistas, hablando en voz baja. Hablaban en
francés. Les di la espalda, pero sentí sus ojos sobre mí. De hecho, sus miradas
me afectaron como una corriente eléctrica. Conocían mi nombre, era indudable, y
estaban hablando de mí.
—Bien... très
mauvais... pourquoi?
—Pourquoi?... le diable est mort!
—Oui, oui...d'enfer...
Arrojé una moneda
plateada sobre el mostrador (el único dinero que me quedaba encima) y decidí
salir de ese sótano.
En la calle, la brisa
nocturna que soplaba fortaleció mi ánimo y el dolor de estómago cedió. Recordé
a Raskolnikov y sentí el deseo de arrepentirme de todo. Pero no sólo para mí,
sino también para mi familia, eso habría significado una tragedia. Y era
cuestionable si mi deseo era verdadero o no. Si por lo menos mis nervios fueran
tan fuertes como los de los hombres comunes... pero necesitaba ir a alguna
parte para que eso ocurriera. A Madrid, a Río o a Samarkanda...
Justo en ese momento un
pequeño cartel blanco en el alero de un negocio me inquietó. Era el sello de
una marca, unas alas pintadas sobre un neumático de auto. Me recordó a Ícaro
con sus alas artificiales. Su intento de volar alto, sus alas derretidas por el
calor del sol, su final, ahogado en el mar. A Madrid, a Río o a Samarkanda...
¿cómo podía evitar reírme de un sueño tan necio? Al mismo tiempo, no pude
evitar pensar en Orestes, perseguido por los dioses de la venganza.
Caminé por una calle
oscura, junto a un canal. Entonces recordé la casa de mis padres adoptivos, en
los suburbios. Por supuesto, deben de estar esperando mi regreso. Probablemente
mis hijos también... pero cuando regresara... no podía evitar temer que hubiera
allí alguna fuerza que me retuviera, naturalmente. El chapoteo del agua del
canal alzó un bote de juncos a mi lado. En el fondo del barquito brillaba una
débil luz. También allí debe de haber una familia, hombres y mujeres viviendo
juntos. Odiándose y sin embargo amándose lo suficiente... pero alenté a mi
mente a continuar la lucha y decidí volver al hotel, sintiendo el whisky en mi
interior.
De regreso ante la
mesa, retomé la lectura de las Cartas de Mérimée. Silenciosamente eso empezó a
revivirme. Pero cuando descubrí que en sus últimos años Mérimée se había
convertido al protestantismo, de pronto sentí que se ocultaba tras una máscara.
Él tanteaba en la oscuridad, igual que nosotros. ¿En la oscuridad?...Anya-Koro
empezó a cobrar proporciones temibles para mí. Recurrí a los Diálogos de
Anatole France para olvidar mi depresión. Pero este Pan de los tiempos modernos
también cargaba una cruz...
Más o menos una hora
más tarde el botones me trajo una tanda de cartas. Uno de ellas era de una
librería de Leipzig que me pedía un ensayo sobre "Las mujeres modernas en
Japón". ¿Por qué me buscan a mí para ese artículo? Había un post scriptum (en
inglés) manuscrito: "Junto con el artículo apreciaríamos recibir un
retrato de mujer... pero en blanco y negro como en las pinturas
japonesas". Las palabras me recordaron el whisky Black & White, y
rompí la carta en mil pedazos. Abrí otro sobre al azar, y examiné el papel de
carta amarillo. Era de un joven, alguien a quien yo no conocía. Pero al cabo de
unas pocas líneas, las palabras "Su Biombo del infierno..." me
irritaron. La tercera que abrí era de mi sobrino. Después de una profunda
inspiración, me zambullí en la lectura de problemas familiares, etc. Pero
incluso esa carta me deprimió al llegar al final.
"Te envío un
ejemplar de la segunda edición de la Antología de Shakko..."
¡Shakko! Sentía que
alguien se estaba burlando de mí y busqué amparo fuera de la habitación. No
había nadie en el pasillo. Apoyé una mano en la pared para sostenerme y recorrí
el camino hasta el vestíbulo. Busqué una silla y decidí encender un cigarrillo.
Por algún motivo, era un Airship. (Sólo había fumado Star desde mi llegada al
hotel.) Las alas artificiales volvieron a aparecer ante mis ojos. Decidí llamar
otra vez al botones y pedirle que me comprara dos paquetes de Star. Pero, si
era verdad lo que me dijo, desafortunadamente no les quedaban Star.
—Pero tenemos Airship,
señor...
Meneé la cabeza y miré
el gran vestíbulo que me rodeaba. En un extremo había algunos extranjeros
charlando en una mesa. Uno de ellos, una mujer de vestido rojo, parecía mirarme
mientras hablaba con los otros en un susurro.
—Señora Townshead...
Algo que trascendía mi
poder de visión llegó hasta mí a pesar del susurro. El nombre de la señora
Townshead, por supuesto, era desconocido para mí. Aun cuando fuera el nombre de
la mujer que estaba allí... Me incorporé y, medio loco de miedo, decidí
regresar a la habitación.
Cuando estuve allí
pensé en llamar a cierto hospital psiquiátrico. Pero ir a ese lugar significaba
la muerte para mí. Después de muchas vacilaciones me puse a leer Crimen y
castigo para distraerme. Sin embargo, la página en la que abrí el libro era de
Los hermanos Karamazov. Suponiendo que me había equivocado de volumen, miré la
cubierta. Crimen y castigo... el libro debía ser Crimen y castigo. En el error
de encuademación, en el hecho de que había abierto el libro en esta página mal
intercalada, sentí el accionar del dedo del destino y seguí leyendo con
sentimiento de inevitabilidad. Pero antes de terminar siquiera la página
advertí que todo mi cuerpo empezaba a temblar. Era un fragmento en el que Iván
era atormentado por la inquisición del diablo. Iván, Strindberg, de Maupassant,
yo mismo, en esa habitación.
Sólo el sueño podía
salvarme de ese estado. Sin que me hubiera dado cuenta, las drogas se me habían
terminado. No podía soportar el tormento si no dormía. Con valor nacido de la
desesperación, me hice traer una taza de café y decidí seguir escribiendo
frenéticamente. Dos, cinco, siete, diez páginas... el manuscrito creció a toda
velocidad. Llené el relato de criaturas sobrenaturales. Una de ellas me
describía. Pero el agotamiento acabó por extenuar mi mente. Me aparté de la
mesa y me tendí en la cama. Debo de haber dormido entre cuarenta y cincuenta
minutos. Sentí que alguien susurraba en mi oído, despertándome y haciendo que
me pusiera de pie, las palabras:
—Le diable est mort.
Del otro lado de la
ventana de toba estaba a punto de romper el día. De pie junto a la puerta, miré
la habitación vacía. En el cristal de la ventana advertí una pequeña escena del
mar más allá de un pinar amarillento. Me acerqué a la ventana con cierta
timidez, para advertir que la escena había sido evocada por el pasto marchito y
la piscina del jardín. Pero la imagen había despertado en mi mente una especie
de nostalgia de mi casa.
Decidí que me iría a
casa después de haber llamado a una de las editoriales de revistas y haberme asegurado
alguna fuente de ingresos, a las nueve de la mañana. Libros, papeles, objetos
personales, volvieron a guardarse en la maleta, sobre la mesa.
6.
Avión
Tomé un auto desde una
estación de la línea Tokaido hasta un balneario veraniego situado a cierta
distancia. Por alguna razón, a pesar del tiempo helado, el chofer llevaba
puesto un impermeable. Sintiendo que había algo muy extraño en esa
coincidencia, traté, dentro de lo posible, de mirar todo el tiempo por la
ventanilla para no verlo. Un poco más allá del lugar donde crecían unos pinos
pequeños, probablemente por un antiguo sendero, vi que avanzaba una procesión
fúnebre. En la procesión no parecía haber faroles blancos ni de santuario. Pero
delante y detrás del ataúd se mecían silenciosamente flores artificiales
plateadas y doradas...
Cuando por fin llegué a
casa, pasé algunos días muy tranquilos, gracias a mi esposa e hijos y a los
opiáceos. La planta alta ofrecía una modesta vista del mar más allá de los
pinares. En la mesa de la planta alta, escuchando el arrullo de las palomas,
decidí trabajar solamente durante las mañanas. Además de las palomas y los
cuervos, los gorriones también se posaban en la galería. Era una alegría para
mí. "Una urraca entra en la sala"... pluma en mano, cada vez que venían
los pájaros, también venían a mí las palabras.
Una tarde cálida y
nublada fui a comprar tinta. La única tinta que les quedaba era sepia. La tinta
sepia me resultaba más desagradable que cualquier otra. Tuve que salir del
negocio y caminé, solo, por la concurrida calle. Un extranjero corto de vista,
de unos cuarenta años, se paseaba muy ufano. Era sueco y sufría de paranoia y
vivía en las cercanías. Y se llamaba Strindberg. Cuando pasé a su lado, la
proximidad me pesó físicamente.
La calle sólo tenía unas
pocas cuadras de largo. Pero al recorrerla un perro, negro de un lado, pasó
junto a mí cuatro veces. Doblando en una esquina, recordé el whisky Black &
White. Y recordé también que el pañuelo de Strindberg era blanco y negro. No
podía ser una coincidencia. Y si no lo era... Me sentí como si sólo mi cabeza
hubiera estado caminando, y me detuve un momento. Detrás de una cerca de
alambre, junto a la calle, habían arrojado un cuenco de vidrio con todos los
colores del arco iris. En la base había un dibujo, como un ala estampada.
Muchos gorriones volaron desde la copa de los pinos. Pero cuando se acercaron
al cuenco, cada uno de ellos, como de común acuerdo, volvió a elevarse a los
cielos con el resto...
Fui a la casa de los
padres de mi esposa y me senté en el jardín en una silla de ratán. En un
gallinero cercado con alambre, en un rincón del jardín, daban vueltas numerosas
Leghorn blancas, en silencio. A mis pies estaba echado un perro negro. Tratando
de responder una pregunta que nadie podía captar, yo parecía conversar
tranquilamente con la madre y el hermano menor de mi esposa.
—Muy tranquilo aquí.
—En cualquier caso,
mucho más tranquilo que Tokio.
—¿A veces también hay
agitación aquí?
—Como sabes, esto
también es parte del mundo.
Y al decir esas
palabras, la madre de mi esposa se rió. Verdad, ese balneario veraniego era
parte del mundo. Durante el año anterior yo había llegado a enterarme de la
cantidad de crímenes y tragedias que tenían lugar. Un médico que había tratado
de matar lentamente a un paciente con veneno, una anciana que incendió la casa
de una pareja adoptiva, un abogado que trató de despojar a su hermana menor de
la herencia... mirar sus casas era para mí ver el infierno de la vida.
—Hay un loco en esta
ciudad, ¿no es cierto?
—Tal vez te refieres a
H. No es loco. Se ha convertido en un idiota.
—Lo que llaman demencia
precoz. Siempre me hace sentir extraño. No sé por qué estaba arrodillado ante
la imagen de Kannon con cabeza de caballo.
—Te hace sentir
extraño... Deberías ser más fuerte...
—Tú eres más fuerte que
yo, sin embargo...
El hermano menor de mi
esposa, sin afeitarse, porque acababa de levantarse de la cama después de una
enfermedad, hizo esta acotación, indeciso como siempre.
—Soy débil, pero fuerte
en cierto modo...
—Bien, lo lamento.
Mirando a esa suegra
mía, no pude evitar esbozar una amarga sonrisa. El hermano de mi esposa,
sonriendo también mientras miraba los pinares que se extendían más allá de la
cerca, siguió parloteando distraídamente. (El joven hermano convaleciente me parecía
a veces un espíritu que había escapado de su cuerpo.)
—Soy tan poco mundano y
sin embargo al mismo tiempo anhelo tanto el contacto humano...
—A veces eres un buen
hombre, a veces uno malo.
—No, es algo muy
diferente de lo bueno o lo malo.
—Como un niño que vive
dentro de un adulto.
—No exactamente. No
puedo expresarlo con claridad... Tal vez algo más semejante a los dos polos de
la electricidad. En cualquier caso, me ocurren al mismo tiempo dos cosas
diferentes.
Lo que me sobresaltó
fue el rugido de un avión. A pesar mío, alcé la vista para encontrar un avión
que parecía que volaba tan bajo, como para rozar las copas de los pinos. Era un
monoplano inusual con las alas pintadas de amarillo. También los pollos y el
perro se sobresaltaron y se lanzaron a correr en todas direcciones. El perro se
ocultó bajo el porche, ladrando.
—¿No se caerá ese
avión?
—Jamás... ¿Sabes de
alguna enfermedad de los aviones?
Encendiendo un cigarro
meneé la cabeza en vez de decir "no".
—Como la gente que anda
en esos aviones respira todo el tiempo el aire de la atmósfera superior, se
dice que gradualmente se vuelve incapaz de vivir en el aire de aquí abajo...
Caminando entre los
pinos cuyas ramas no se movieron ni una sola vez después de que me fui de la
casa de la madre de mi esposa, descubrí lentamente que estaba deprimido. ¿Por
qué ese avión siguió ese trayecto, justo por encima de mi cabeza, y no
cualquier otro? ¿Por qué sólo tenían cigarrillos Airship en aquel hotel? Me
debatí con esas diversas preguntas y caminé por calles que elegí porque no
había en ellas ningún signo de vida.
El mar estaba gris y
encapotado más allá de una duna baja. En la costa arenosa se erguía el armazón
de un columpio sin columpio. Al verlo inmediatamente recordaba una horca. Y
algunos cuervos se posaron en él. Todos me miraron, pero no amagaron siquiera
con lanzarse a volar. Y un cuervo, en el centro, alzó su pico al cielo y graznó
cuatro veces.
Avanzando a lo largo
del borde de la playa, con su hierba marchita, decidí seguir por un camino
junto al que se erguían muchas casas de campo. Se suponía que a la derecha se
encontraba una casa de madera de dos plantas, de estilo occidental, construida
entre altos pinos. (Un buen amigo mío la llamaba "La morada de la
primavera".) Pero al pasar por el lugar vi tan sólo una bañera sobre una
base de cemento. Un incendio, se me ocurrió de inmediato mientras seguía
adelante rápidamente, tratando de no mirar. Un hombre en bicicleta se acercaba
derecho hacia mí. Llevaba una gorra de caza marrón oscuro, la mirada extrañamente
fija y estaba agachado sobre el manubrio. Inesperadamente vi en su cara la cara
del esposo de mi hermana mayor y decidí alejarme del camino antes de que
llegara hasta mí. Pero en el medio del sendero yacía, de espaldas, el cadáver
de un topo.
Que algo estuviera
dirigido a mí empezó a hacerme sentir más inquieto con cada paso. Gradualmente,
los engranajes semitransparentes bloquearon mi visión. Temiendo que estuviera
próximo mi momento final, seguí caminando, manteniendo rígido el cuello. A
medida que el número de engranajes crecía, también empezaron a girar. Al mismo
tiempo, el pinar que estaba a mi derecha empezó a verse como a través de vidrio
astillado, con ramas silenciosamente entrelazadas. Sentí que mi corazón latía
con violencia y traté muchas veces de detener mi avance por la senda. Pero ni
siquiera resultaba sencillo detenerse, como si alguien me empujara desde
atrás...
Al cabo de unos treinta
minutos estaba en la planta alta de mi casa, descansando la espalda y
padeciendo una aguda jaqueca, con los ojos fuertemente cerrados. Entonces
empezó a aparecer detrás de mis párpados un ala de plumas plateadas
superpuestas como escamas. Se reflejaba claramente en mi retina. Abriendo los
ojos, miré el techo y, tras confirmar que no había allí nada semejante, decidí
volver a cerrar los ojos. Pero el ala plateada por cierto regresó en esa
oscuridad, tal como antes. Entonces recordé que también había un ala en la tapa
del radiador del taxi que había tomado el otro día...
Alguien subió la
escalera con rapidez y después bajó apresuradamente, con mucho estrépito.
Alarmado al advertir que sería mi esposa, me incorporé de inmediato y bajé a la
sala oscura en la que desembocaba la escalera. Mi esposa, que parecía sin
aliento, estaba temblando visiblemente.
—¿Qué ocurre?
—No, nada...
Finalmente levantó el
rostro y esbozó una sonrisa forzada mientras hablaba.
—Nada... simplemente se
me ocurrió, padre, que estabas por morir...
Fue la experiencia más
aterradora de mi vida... ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo. Es
inexpresablemente doloroso vivir en este estado mental. ¿No hay nadie que venga
y me estrangule en silencio mientas duermo?
El árbol de basho, del
que tomó su nombre el famoso poeta, es el llantén o plantaina.