Atravesar una calle
para escapar de casa
puede hacerlo un
muchacho, pero este hombre que anda
todo el día por las
calles ya no es un muchacho
y no escapa de casa.
Hay tardes de verano
en que hasta las plazas
se vacían, tendidas
bajo el sol declinante,
y este hombre que llega
a una alameda de
inútiles hierbas, se detiene.
¿Vale la pena estar
solo, para estar siempre más solo?
Caminar por caminar;
las plazas y las calles
están solas. Es preciso
detener a una mujer,
hablarle y persuadirla
de vivir juntos.
De no ser así, uno
habla a solas. Es por esto que a veces
el borracho nocturno
comienza a farfullar
y relata los proyectos
de toda la vida.
No es verdad que
esperando en la plaza desierta
el encuentro se dé con
alguno; pero quien va por las calles
se detiene de vez en
cuando. Si fueran dos,
aun andando en las
calles, la casa estaría
donde aquella mujer y
valdría la pena.
En la noche, la plaza
vuelve a quedarse vacía
y este hombre, que pasa
sin mirar las casas
entre inútiles luces,
ya no levanta sus ojos:
sólo mira el empedrado
hecho por otros hombres
de manos endurecidas,
como las suyas.
No es justo quedarse en
la plaza desierta.
Es seguro que existe
esa mujer en la calle
que, rogándoselo,
quisiera consolar esa casa.
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