Me
encuentro celebrando el desfalco que cometimos hace un momento, bebiendo vino
agrio en una tasca descubierta, acompañado de un zaragate, cuyo aspecto
fornido, brazos monumentales, boca sedienta y hedor inaguantable, lo hacen un
digno ladronzuelo que se mueve a hurtadillas por las callejuelas polvorientas
de Jerusalén. Entre jarras de vinos y bellas mancebas, contemplo el botín con
la cantidad de mil monedas de oro, extraídas directamente desde El Palacio
Romano. Entre aquel jolgorio voluminoso, repleto de dadivosas sonrisas,
vislumbro entre dromedarios sedientos a La Guardia Romana avanzar
precipitadamente hacia nosotros; cauteloso, me levanto de mi silla y comienzo a
correr velozmente entre el cúmulo de personas. Al llegar Al Templo Pagano me
detengo con anhélito. Bañado en sudor y con el corazón palpitante, siento un
golpe seco en mi nuca, el cual me hace caer de bruces y golpear fuertemente en mis
labios y nariz. Ya estando decúbito en el suelo, comienzo a sentir gran
cantidad de golpes en todo mi cuerpo, puntapiés feroces y manotazos febriles me
azotan con vehemencia. Posterior a propinarme la paliza, dos guardias me
levantan y me llevan a rastras hacia un calabozo lóbrego.
Tras
despertar entre aquellas murallas tétricas, con mi cuerpo ebrio y mis pies
descalzos, me levanto del suelo y me acerco hacia una ventana resguardada con
barrotes para inhalar un poco de aire limpio. El sol brilla en lo alto y a lo
lejos una marabunta ulula con proclamas difusas. Luego de alejar a una rata que
lamía mis pies, escucho la voz furiosa de un hombre, el cual abre la celda
dónde me encuentro, me proporciona un par de golpes, me coge de un brazo y me
arroja violentamente fuera de aquel cuarto oscurecido. El robusto hombre llama
a otro individuo que se encuentra cerca de mí, me levantan y entre golpes e
improperios me llevan hacia un lugar incógnito.
Luego
de estar extenso tiempo en otro cuarto, agobiado por el calor y el hedor
nauseabundo, dando oído a fuertes alaridos de una muchedumbre que se encuentra
en las aproximaciones de mi vetusta celda, dos guardias ingresan y me expresan
que alguien se ha apiadado de mi y que no me llevarán a la crucifixión y entre
risas irónicas me retiran de aquella ergástula infesta.
Al
salir de aquel recinto, me conducen a un podio, en donde presencio a un gentío
eufórico y exaltado, clamando la crucifixión de un individuo. Entre
escupitajos, insultos y golpes, en medio de aquella aglomeración, aparecen dos
guardias escoltando a un tipo moribundo, delgado, tes morena, mentón poblado,
harapiento y de cabello abundante, el cual descendía por su rostro como
cascadas ancestrales.
A
aquel hombre de mirada triste se le ubica a mi lado, lo observo un momento y
posteriormente desvio mi mirar hacia un hombre vestido con indumentaria romana,
calvo, tes blanca, mirada decisiva y postura impertérrita. Al llegar dicho
hombre al podio, la multitud se acalla y éste comienza a recitar algunas
palabras, las cuales provocan que el público vuelva a su estado de excitación
sempiterna. El dilema, según a mi entender, es el siguiente: la afluencia de
gente debe decidir entre otorgarle el indulto al proclamado “Hijo de Dios” o a
mí, Barrabás.
El
tipo de mirada decisiva, luego de percatarse que la muchedumbre clamaba mi
nombre con un brío incesante, como si fuera yo alguien laudable, pide a uno de
sus sirvientes que le acerque un jarrón con agua y un paño, agua que utiliza
para lavarse las manos y paño que emplea para secárselas.
Ya
tomada la decisión, y no sin antes darme unos golpes, dos guardias me arrojan a
la calle. Levantándome, me dirijo a buscar al zaragate con el cual me
encontraba en un principio, para ver si corrió con mejor suerte que la mía y
aún conserva el botín, para así continuar dilapidando el dinero en concubinas y
licor.
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