lunes, 12 de octubre de 2009

Helvert Barrabás - La Silueta.


Zdzislaw Beksinski


Refugiado en una taberna nauseabunda, putrefacta, charlando con beodos habituales de este terruño del planeta, embriagado, infeliz, inhalando el agrio humo del tabaco, el cual invade en su totalidad aquel lugar tétrico, me encuentro con una copa de vino y un recuerdo de tiempos pasados. Hastiado ya de cruzar palabras con aquellos borrachos anónimos, indómitos y de aspecto lúgubre, me digno a salir de la cantina. Tambaleando entre sillas y mesas logro dar con la puerta de salida. Al salir, la noche inmensa me abofetea con su aliento gélido, el viento ruge en la soledad, luces someras alumbran las callejas impúdicas.

En medio de aquel frío verdugo, caminando entre ladridos de canes y sirenas de ambulancias con sus melodías fúnebres, aprecio una silueta ennegrecida entre la niebla espesa, agitando su mano enérgicamente desde el otro lado de la calle. Con la mirada perdida en la infinitud de la noche, cruzo la avenida a tientas entre muros invisibles, con el objetivo de averiguar cual es el motivo del movimiento realizado por aquel ser incógnito. Al llegar al lugar, me percato de que no hay absolutamente ningún individuo, más el incidente no me produce mayor cuestionamiento, ya que en el mismo instante continuo avanzando sin recordar siquiera por que había cruzado a dicho lugar desde la otra acera.

Entre pasos ebrios, estrepitosos, los cuales rompen el silencio infinito del anochecer, avanzo, parsimonioso, incauto. Mi vaho se mezcla con la neblina blanquecina, el cigarrillo entre mis dedos se consume entre bocanadas endebles y el soplido del viento, mi cabeza lánguida intenta buscar el horizonte, cuando nuevamente aparece aquella silueta espectral, delante de mí, gesticulando eufóricamente con ambos brazos a escasos metros de mi mirada atónita. Esta vez no solo aprecio una sombra bruna, sino además un color rojizo infernal contorneando todo su cuerpo, lo cual me hizo quedar estupefacto, con las piernas trémulas y una sequedad insólita en la boca.

Absorto en aquella callejuela funesta, con los huesos quebrantados por el frío abrupto de un invierno austral, aquella silueta escapada desde un abismo del averno, se acerca precipitadamente, hasta quedar a escasos centímetros de mi cuerpo rígido. Soportando un respiro tórrido en mi rostro, comienzo a sentir unos calosfríos que descienden desde mi cuello hasta mis pies, un pánico colosal me asedia enérgicamente, una extraña mezcolanza entre el calor del Sahara y el frío de la Antártida empieza a envolver mi cuerpo. Abstraído por aquel panorama lóbrego, caigo de bruces en un charco de agua pútrida. Sintiendo mi rostro empapado de aquel líquido rancio, el cual desprendía un hedor repugnante, me levanto precipitadamente y observo a mí alrededor: soledad y nada más. Aquella silueta fantasmagórica había desaparecido nuevamente sin dejar rastro alguno. Deslizando mí brazo por mi rostro, me desprendo de aquellas gotas infestas, y continuo avanzando, esta vez, con el corazón estremecido y la mirada cautelosa. Al doblar una esquina corrompida por los años, me detengo a encender un cigarrillo bajo una farola de luz tenue, en ese instante, siento un leve golpe en mi hombro, aterrado, giro mi cabeza, mis ojos recorren el lugar, pero solo aprecio la luz ligera del farol, y tras de ella una oscuridad perpetua. Al momento de volcar mi cabeza a su posición, advertí un hecho que me dejo sin habla: mi sombra, mi sombra se había desvanecido en medio de aquella noche.

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