En un tiempo mi pasión
fue el existencialismo, la literatura negra que celebraba el funeral del mundo
occidental. Yo recogía los despojos de esa crisis, su podredumbre. No me
interesaba el destino del hombre y había perdido la fe en Dios. Estaba solo
como en la prehistoria.
De todos los trapos
derrotados remendé una bandera: el nihilismo.
No volví más al templo
de los viejos dioses y aprendí la blasfemia y el terror de las maldiciones.
Traicionada la metafísica
por una moral maniquea, descubrí que el oro de los santos era falso como los símbolos
que encarnaban: la idolatraría del poder, la humillación de las almas.
En el trono de Dios no
reinaban la belleza, el amor, la justicia. En el mercado negro se subastaban los
valores sagrados. La teología dejo de ser conocimiento de Dios para convertirse
en el libro fabuloso de contabilidad.
Frente a esta industria
de la fe, el demonio me pareció más idealista: ofrecía la libertad a cambio del
alma, el goce pleno de la tierra sin complejos de culpa. !Era tentador! me afilié
a la causa del demonio.
El placer era mi ideal.
Mi aniquilamiento el porvenir. Brindaba por el fin del mundo en mi propia destrucción.
Nunca abracé la
felicidad, siempre una enfermedad nueva, una nueva desesperación se sumaba al
calvario donde clavaría mi bandera de odio contra el mundo. Perdería mi guerra
con orgullo, solo.
Por mi muerte el ángel
de las resurrecciones no tocaría la trompeta ni se apagaría el sol.
Me hundiría solo en las
sabrosas tinieblas.
Una noche toqué el
fondo cuando vi aparecer un astro, su resplandor. No era un astro del cielo, era
la sonrisa de una mujer. Me miró como un puente entre el abismo y el horizonte,
me tendió la mano para pasar. Cuando estuve del otro lado desapareció...
Sé que era una mujer y
no un sueño, pues aún me queda el aroma de su mano y el eco de esas tres
palabras:
!Vamos a vivir!
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