La fábrica de
hombres
A
menudo me siento totalmente confundido. Los
hombres
que me rodean palidecen hasta convertirse
en
sombras, que como muñecas baratas se
tambalean
de un lado para otro, y un nuevo género
humano
de colores, convocado por mi imaginación,
asciende
desde el suelo mirándome con ojos
aterrorizados.
TIECK
Quien ha viajado
mucho a pie adquiere poco a poco tanta experiencia en apreciar el curso del
sol, así como las distancias en el mapa, que sabe exactamente cuándo tiene que
salir de un sitio para llegar a salvo, antes del anochecer, al pueblo o a la
ciudad que ha escogido para pasar la noche. No le ocurrió así al autor de este
relato unos años atrás, cuando hacía poco tiempo que había empuñado el bastón
de caminante y una tarde se vio sorprendido por la caída de la noche, y, sin
poder consultar un mapa o la brújula, llevaba dos horas andando mecánicamente
por la carretera, desamparado, cansado, hambriento, solitario y sin rumbo.
Estaba en la parte oriental de Alemania central y ya no sabía ciertamente en
qué provincia, o cerca de qué gran ciudad me encontraba, lo cual no tiene la
más mínima importancia para apreciar la siguiente comedia.
Después de haber
llegado a la conclusión de que pararse no conducía a ninguna parte y de que la
humedad del suelo impedía dormir al aire libre, decidí seguir caminando sin
parar, aunque fuera toda la noche, conservando mis fuerzas en lo posible. Dada
la densidad de población en Alemania, tenía que encontrarme tarde o temprano
con algún lugar habitado. Mi perseverancia fue coronada por el éxito, es decir,
encontré lo que buscaba: un sitio para dormir. Si semejante albergue podía
llamarse un éxito, o si habría sido preferible que el autor pasara la noche en
el charco más sucio de la carretera, que lo juzgue el amable lector al término
de este relato, ya que sólo los acontecimientos fatales de esa única noche
serán el objeto de las páginas siguientes.
Era más o menos
un poco antes de las doce de la noche cuando, caminando con la cabeza inclinada
hacia el suelo, de repente vi aparecer ante mí un enorme edificio negro, a
pocos pasos de la carretera. Éste parecía, en la medida en que la oscuridad
permitía observar, muy sólido y compuesto de inmensas piedras labradas, tenía
varios pisos y disponía de diversas construcciones anejas, cobertizos para
herramientas y material, salas con máquinas, chimeneas; total, una instalación
evidentemente industrial, de grandes dimensiones. No vi ninguna luz; a pesar de
ello, estaba firmemente decidido a anunciarme; un camino de gravilla fina
conducía de la carretera a la entrada. Bellos jardines, a izquierda y derecha,
revelaban cierta posición económica del dueño así como su sentido artístico y
amor a la naturaleza. Llamé. Un sonido chirriante y agudo recorrió toda la
casa, cuyos pasillos y corredores debían de ser enormes según se podía deducir
por el eco. «¡Esto va a armar un buen alboroto!», pensé. Pero para mi gran
sorpresa, enseguida oí unos pasos muy cerca de mí; se abrió una puerta, sonó un
llavero, y un momento después se abrió el pesado portón de la entrada pintado
de marrón y apareció ante mis ojos un hombrecito pequeño, oscuro, con cara
amable y bien afeitada, y me preguntó con un gesto mudo qué deseaba.
—Perdone que le
moleste tan tarde, a estas horas de la noche dije ¿pero qué clase de casa es
ésta?
—Una fábrica de
hombres.
Ahora pido al
lector, antes de seguir adelante, que nada, ninguna pregunta, respuesta u
observación, aunque fuera la más descabellada, le detenga en su lectura hasta
el final de esta historia. Oímos, vemos o leemos a menudo en la vida muchas
cosas extrañas, como parece dar a entender la respuesta de más arriba, sin
salir por ello corriendo o cerrar el libro de un golpe. Lo más importante es no
perder la cabeza, dejar reposar los hechos y luego intentar comprenderlos. Me
gustaría observar respecto a esta cuestión que, cuando en un sustantivo
compuesto una palabra sirve para determinar o explicar la otra, esta última
funciona como un sujeto, mientras que la primera se expresa de la mejor manera
por una oración relativa. Ya que no tenía motivos para suponer que en esta
extraña casa reinasen reglas gramaticales distintas de las del resto de
Alemania, entendí por «Fábrica de hombres» una fábrica en la que se fabrican
hombres. Y esto era correcto. Y ahora no quiero seguir interrumpiendo el curso
del relato. Me quedé sin habla y como fulminado ante el pequeño hombrecito,
casi incapaz de concebir un pensamiento, y mucho menos de pronunciar unas
palabras apropiadas, hasta que el amable viejo, que no estaba en absoluto furioso
por mi vacilación, me invitó con un gesto de la mano a entrar. Entonces penetré
en el pasillo. Reuniendo todas mis fuerzas, conseguí mirarle a los ojos y
observar muy cortésmente:
—¿Habla usted
metafóricamente? ¡Usted no quiere decir con ello que fabrica hombres!
—Sí, hacemos
hombres.
—¿Usted fabrica
hombres? ¿Qué significa esto? —exclamé entonces extremadamente excitado.
Pero en secreto
me vino la idea de que había algo anormal en el hombre o en la casa. El viejo
no parecía darse cuenta o fijarse en mi asombro, sino que dijo, señalando una
puerta de cristal a donde habíamos llegado entretanto siguiendo nuestro camino:
—Por favor,
¿quiere entrar usted ahí?
—¡Hombres!
—exclamé—. No se puede tomar al pie de la letra, es una metáfora, una figura
retórica, es imposible que usted quiera hacer hombres como se hace pan.
—Efectivamente
—exclamó el viejecito casi con alegría y sin la menor muestra de irritación,
con un tono parecido al de un vigilante de "museo cuando dice: «Sí, el
cuadro famoso por el que pregunta lo tenemos aquí»—; de hecho, acepto su
comparación: hacemos hombres como se hace pan.
Habíamos llegado
a un corredor con anchas baldosas; en los miradores que daban al patio, había
dispuestas grandes escupideras de madera, llenas de serrín blando, como copos
de nieve. Se podía deducir que de día pasaba mucha gente por aquí: en todo
estaba impreso el carácter de la sabiduría y la explotación racional; las
paredes estaban recién blanqueadas con una pintura sencilla, pero hecha con
esmero.
Miré otra vez al
hombre: parecía tan racional, diligente y benévolo; su edad y su mesura
parecían excluir toda tendencia a lo fantástico o a las bromas estúpidas. Me
rasqué la oreja para ver si había un filtro que deformase las palabras y su
significado. «Hombres», me dije a mí mismo.
—¿Usted hace
hombres? —dije luego en voz alta—; pero, ¿para qué? ¿Con qué fin? De acuerdo,
usted los hace, pero ¿para qué hacer hombres si nacen diariamente cientos de
hombres sin ningún coste? ¿De qué tipo son sus hombres? ¿Cómo ha llegado usted
a una idea tan monstruosa? ¿Quién es usted? ¿Es usted hombre extravagante que
se ha quedado en la Edad Media y cavila sobre los teoremas mágicos de un Doctor
Fausto que la Edad Moderna ha olvidado hace tiempo? ¿Adónde he venido a parar?
¿He andado demasiado hacia el Este y he llegado a un laboratorio mágico
oriental? ¿O estoy en un manicomio occidental? ¡Hable! ¡Repita su respuesta!
¿Qué clase de casa es ésta?
Mi acompañante
no parecía desconcertado lo más mínimo por el aluvión de mis preguntas agitadas;
miraba con tranquilidad hacia el suelo, como si inspeccionara la exactitud del
trabajo del solador; una actitud indiferente que me ponía más nervioso y
receloso. Luego me dijo con cierto comedimiento:
—Usted hace
muchas preguntas seguidas. Voy a intentar responder a ellas empezando por la
última, pero desde ahora le advierto que viendo y observando usted podrá
durante la visita comprender y conocer mucho más de lo que yo pueda explicarle
y usted preguntar. Le repito: ¡esta casa es una fábrica!
—¿Y usted fabrica...?
—añadí casi jadeando.
—Hombres.
Hombres,
hombres, dice el viejo con tranquilidad imperturbable. Me sumí en una profunda
melancolía, y mi compañero era lo bastante complaciente como para no
molestarme. Las miles de preguntas que encadena una expresión como «fábrica de
hombres» cuando se le echa a uno encima en medio del camino, cruzaban
atropelladamente por mi cabeza, porque la lengua no podía dominarlas con
suficiente rapidez. Hombres, me decía a mí mismo, ¡vale! La idea no es mala,
pero ¿para qué fabricarlos, y con qué medios? Mi acompañante me cogió
suavemente por el brazo para entrar en la primera sala.
—Espere, otra
pregunta —exclamé antes de seguir—, ¿piensan sus hombres?
—No —exclamó sin
vacilar, con un tono de absoluta seguridad y no sin una expresión de agitado
júbilo, como si hubiera esperado la pregunta o estuviera contento de responder
negativamente—. ¡No! —exclamó—, afortunadamente eso lo hemos conseguido abolir.
—Con eso su
innovación gana extraordinariamente en interés para mí —observé, y enseguida
continué—: Conocía a un hombre que debía pensar, estaba obligado a pensar contre
coeur, sin sentirse inclinado hacia ello, y ejercer una profesión que lo
exigía, es decir, obligado a pensar cosas que no quería él sino su cabeza, o
sea, no por necesidad externa sino por un impulso interior con el que tenía que
identificarse igual que con sus pensamientos; debía aceptar sus pensamientos contre
coeur, le aseguro: una complicación...
—Ya sé
—interrumpió el hombrecito que se había animado de repente—, ya sé, lo conozco,
estamos completamente orientados en torno a las exigencias del siglo, sabemos
de lo que carece nuestra raza, tenemos lo último...
Este último giro
de comerciante me devolvió a la sensatez, me puso de mal humor y me produjo
desconfianza. Entramos en una de las grandes salas de la planta baja, de donde
emanaban vapores calientes. Todo estaba bien iluminado. En los rincones había
varios hornos de forma capsular con ventanillas, manchados de barro. Antes de
que hubiéramos llegado al centro de la sala, salió de la habitación de al lado
un obrero con un traje polvoriento y una linterna en la mano, y sin asombrarse
lo más mínimo por mi presencia, dijo:
—Señor director,
acabamos de sacar el chino.
—¡Ah! —respondió
mi acompañante con ternura casi paternal—. ¿Han salido bien los ojos achinados?
—Un poco
vidriosos —opinó el obrero.
—¿Vidriosos?
—respondió el viejecito sorprendido, pero sin aspereza—. Lo siento. De momento
deje que se recupere, luego veremos lo que se puede hacer con los ojos.
El obrero se
alejó moviendo afirmativamente la cabeza.
—Parece que
usted trabaja toda la noche —dije con un tono de horror por lo que acababa de
oír.
—¡El
procedimiento no permite interrupciones! —replicó el hombrecito.
—Y parece que
usted no se conforma con imitar a la gente de su propia nación o de los pueblos
occidentales. ¡Usted pone la mano hasta en Oriente!
—Últimamente
tienen mucho éxito.
—Éxito, dice
usted, ¿qué insinúa? ¡Éxito! No querrá decir con ello que su infame producto es
bien aceptado entre los hombres antiguos.
Y después de una
pausa, interrumpí con renovada vehemencia:
—¡Por el amor de
Dios! Dígame qué quiere decir todo esto. ¿No teme usted al omnipotente creador
del universo? ¿Quiere hacer la competencia a Dios? ¿No se presentará este
producto insolente como una parodia? ¿Con qué caras deben encontrarse en la
calle los descendientes de dos razas de índole tan diferente? ¿No debe ser el
contraste más grande y, sobre todo, más horroroso que entre un blanco y un
polinesio, ambos criaturas de Dios? ¡Con qué desconfianza debe acercarse un
hombre de la vieja tierra a semejante ser nuevo y creado artificialmente,
olerle y palparle para descubrir sus fuerzas secretas! Y si la nueva raza está
hecha según un plan determinado y concienzudamente pensado, tal vez posea
mayores capacidades que nosotros y se revele superior a los viejos habitantes
de la tierra en la lucha por la vida. ¡Tiene que producirse un horrible
enfrentamiento! Si la nueva raza no piensa, como usted mencionó antes, si sólo
actúa según su constitución específica que le ha sido inculcada como a una
máquina, ¡cómo se le puede responsabilizar de sus errores! Deja de existir la
moral como fundamento de nuestros pensamientos y acciones. ¡Deben promulgarse
nuevas leyes! ¡Será inevitable el exterminio mutuo de ambas clases! ¿Qué ha
hecho usted? ¿Qué ha emprendido usted? ¿Cuál es su fin? ¡La subversión del
actual orden social!
Después de esta
nueva avalancha de preguntas me miró con ternura, tranquilizándome, y observó
al cabo de un rato:
—La nueva raza,
puede estar seguro de ello, no se expandirá por el mundo y no competirá con sus
hermanos y hermanas de ascendencia más noble. Se quedará sentada en los salones
de ustedes, con modestia y sin exigencias. Y ustedes, los viejos hombres, al
mirar divertidos a estos seres brillantes recién hechos, se sentirán
entusiasmados y elevados. Por eso, lo único que le puedo aconsejar es que
adquiera un número no pequeño de estas criaturas tan delicadas.
—¡Adquirir!
—repliqué—. ¿Cómo se puede hacer eso?
—Los vendemos.
¿Para qué serviría la fábrica si no? ¿Cómo se mantendría en pie, puesto que la
raza que fabricamos no trabaja, no gana nada, y su producción sale sin embargo relativamente
cara?
Me tranquilicé
bastante con esta explicación, y casi me avergoncé por las preguntas explosivas
que acababa de hacer. Nos dirigimos hacia uno de los hornos más grandes del rincón.
—¡Naturalmente
—dijo mi acompañante—, el proceso es un secreto! Cogemos barro, como el creador
de la primera pareja humana en el paraíso, lo mezclamos, lo manipulamos, lo exponemos
a distintas temperaturas... todo esto se lo puedo mostrar, pero el verdadero
punto crucial, la vivicación y especialmente el despertar de nuestros hombres
es un secreto de la fábrica.
—No quiero
conocer su técnica infernal —repliqué—, y me gustaría que usted tampoco la
conociera —añadí—. Dar luz cada año a miles de criaturas que no son nada más
que vagos...
—Por favor,
fíjese en estas formas —me interrumpió el pequeño director, sin considerar mi
última observación.
Miré a través de
la ventanilla. En un cuarto de baño que, al parecer, estaba caliente, húmedo y
herméticamente cerrado yacía una chica maravillosa que parecía dormir, medio vestida
y apoyada sobre un césped artificial, pero completamente blanco, como si
estuviera recién hecho de barro húmedo y, por lo visto, inacabado; formas,
postura, telas, piececitos, zapatos, medias y volante de encaje, todo
encantadoramente armónico y de una perfección artística.
—Si tiene algo
más que criticar —dijo el director desde otra ventanilla delante de la cual se
había colocado—, aún está a tiempo. Todo está blando y se puede modelar
todavía; una vez terminados los ojos, aparece en sus mejillas el rubor, que
proviene del latido del corazón; cuando se despierta es demasiado tarde.
Entonces llegará a ser lo que es: una chica alegre, caprichosa, coqueta,
cabezona, gorda, delgada, negra, morena, con todos los defectos de fabricación.
Me llamó la
atención que sus vestidos estuvieran firmemente unidos al cuerpo.
Comuniqué mi
objeción al director, observándole que sería difícil para la pobre niña
encontrar vestidos apropiados, a causa de la rigidez de sus formas.
—No hacen falta
vestidos —respondió.
—¡Cómo! Usted
debería permitir que se cambie de ropa interior.
—Producimos la
ropa interior y los vestidos en el mismo acto creador de una vez y para siempre.
—¡Es la cosa más
descabellada que he oído en mi vida! ¿Entonces crea usted hombres vestidos?
—Exacto.
—¿Y los hombres
creados de este modo se quedan vestidos para toda la vida?
—¡Naturalmente!
¡Así es más fácil! ¡Los vestidos forman parte de la constitución general!
—Piense usted en
la transpiración, por no referirnos a las demás cuestiones.
—La hemos
reducido a un mínimo. Por lo demás, no puedo dar más detalles sobre este punto,
ya que toca el aspecto central, por decirlo de alguna manera, el principio
vital de nuestros hombres.
Nos alejamos con
pasos lentos del horno; yo pensativo y casi perturbado, como siempre.
—Pensándolo bien
—observé finalmente—, los principios de su producción de hombres no son malos
del todo. Usted confiere a cada uno de sus hombres en el acto creador un determinado
número de cualidades corporales y mentales, y se los deja inmutables.
—¡Naturalmente!
—me interrumpió el viejecito casi apasionadamente y como satisfecho de que yo
hubiera comprendido por fin su idea central—. ¡Naturalmente! Teniendo en cuenta
la situación de inseguridad de nuestra época, la informalidad de la mayoría de
los hombres, la manía de dudar, la dificultad de la elección de la profesión,
la indecisión y vacilación en todos los campos, tuvo que hacerse sentir
finalmente la necesidad de tener hombres de quienes se sabe lo que son, qué
constitución poseen, hacia qué temperamento se inclinan, y ambos, constitución
y temperamento, permanecen invariables. Conferimos a nuestros hombres, en el nacimiento,
una serie de cualidades mentales y físicas, concebidas de acuerdo a los mejores
modelos, y esta serie perdura bajo toda circunstancia. Le aseguro, aquí entre
nosotros, que me gustan más nuestros hombres producidos artificialmente que la
vieja y archiconocida raza humana.
—Pero el libre
albedrío... —repliqué.
—Mi raza tampoco
siente esa pérdida.
—Los filósofos,
los filósofos... —observé desaprobando con la cabeza—; si usted abole el
pensamiento, los filósofos no podrán ser partidarios del trabajo de su fábrica.
—¿No ha dicho
usted mismo, distinguido amigo, hace un cuarto de hora, que el pensamiento es
una de las operaciones más pesadas de la vieja raza?
—¡Sí, sí, a
menudo es amargo, pero, a pesar de todo, bello!
—Usted es un
soñador, un idealista sin sólidos principios comerciales —observó el viejo secamente,
y avanzó unos pasos por delante de mí, insinuándome con ello que deseaba dejar el
tema.
Atravesamos
algunas salas, que olían mucho a alcanfor, a hierbas y esencias, y donde algunos
instrumentos esparcidos, de aspecto muy extraño, indicaban que aquí se
trabajaba continua y diligentemente. Me sorprendió particularmente una caja de
cristal cuidadosamente cerrada, en la que se podían ver miembros y órganos
prefabricados: corazones, orejas, dedos, como formados de la sustancia
elemental, semejante a la argamasa. Pero, junto a ellos, se encontraban,
curiosamente, atributos, símbolos, como flechas, coronas, armas, rayos y cosas por
el estilo.
Pero entonces
surgió un cuadro totalmente diferente: en el quinto o sexto departamento, pasada
la sala de los hornos, nos saludó un grupo de niños preciosos y alegres. Serían
ocho o diez, todos con ojos radiantes de alegría desbordante y frescas mejillas
rojas. Estuve a punto de pensar que eran los hijos del director, pero reparé en
que sus caras eran algo rígidas; también me llamó la atención que algunos se
mantuvieran en pie por sí mismos o estuvieran sentados en pequeñas sillas
finas, mientras que otros reposaban sobre un pedestal y se podían ver
salpicaduras de argamasa alrededor.
—Le presento
ahora a mis niños —se dirigió a mi acompañante.
—¿Qué? —exclamé
horrorizado— ¿Es que son sus propios hijos?
—Pues sí
—respondió, con cierta sequedad.
—Sus propios
hijos... quiero decir que usted mismo los ha engendrado —añadí vivamente.
—No según el
viejo método; es mi producto; pero eso da lo mismo. ¡Éstos son incluso más
hermosos!
—Por el amor de
Dios —repliqué—. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer también niños artificiales?
—La gran miseria
de nuestros matrimonios actuales me dio la idea.
—¡Qué! ¿No
querrá poner en tela de juicio nuestro actual género humano y su modo de reproducción?
—Sólo queríamos
introducir algunas mejoras.
—¡Introducir
algunas mejoras en el género humano! ¿Entonces no siente usted el horror y la
monstruosidad de la frase que pronuncia sin pestañear?
(El otro se
encoge de hombros.)
—¿Se encoge
usted de hombros? ¿Acaso quiere romper el vínculo entre padres e hijos?
—¡Estos se
venden muy bien! —respondió el viejo, imperturbable, señalando hacia su producto.
—¡A dónde quiere
llevar al género humano! —continué con pasión—. ¿Qué diría Hegel al respecto?
¿No sabe usted que Hegel ha concebido toda la humanidad, desde los tiempos más
remotos hasta nuestros días, como la expresión sucesiva de la «Idea Absoluta»
y, con sabia precisión, continuó sus cálculos hasta finales del diecinueve,
prescribiendo así a los hombres un camino seguro de perfección moral y
espiritual? ¿Qué diría de su criminal intento de suplantar al género humano por
otro artificial, privado del libre albedrío?
—En ningún caso
podemos tener en cuenta a nuestros .competidores.
¡Hegel no era de
la competencia! ¡No era ningún fabricante! Se conformaba con describir el
mundo, la naturaleza y los hombres en sus manifestaciones más significativas, y
exponerlo en un sistema ideado, en el cual todo parece haberse formado de una
manera necesaria.
Continué
hablando durante mucho tiempo en este estilo pomposo, pero enseguida noté que
mi acompañante hurgaba, totalmente indiferente a mi exposición, en el delantal
de un niño que había salido un poco descolorido.
—Usted ve aquí,
mi distinguido amigo —empezó después de algún tiempo, como si lo anterior no
hubiera sido dicho—, otro proceso de fabricación de nuestros productos. Aunque,
evidentemente, todavía no se puede hablar de una vida, ya aparece todo sin
embargo más vivo, más radiante, casi palpitante. En cuanto a la forma, aquí
todo es ya perfecto y definitivo. Las cualidades que estas preciosas
criaturitas llevan consigo no pueden ser añadidas en el caso de que el jefe del
taller se hubiera olvidado de algo; pero las que están permanecen invariables,
se quedan también en ese estadio; esta encantadora manera de ser de los niños
se les queda toda la vida. He aprendido bastantes cosas de Fröbel en este
campo. Fíjese en esta pupila azul. Nuestros ojos de niño tienen mucho
prestigio.
Me callé ante
estas explicaciones blasfemas y abandonamos la sala, que ya no daba a más habitaciones
en esa dirección. Siguiendo el corredor, llegamos primero a varias salas subterráneas
con puertas dobles de hierro, muy bien cerradas, de donde subía un tremendo bramido
y una especie de burbujeo. A menudo se cruzaban obreros en nuestro camino, que marchaban
de dos en dos, muy deprisa, con la frente enrojecida, y una carga bastante
pesada en una sábana plegada de la que salían lloriqueos.
—Aquí le ruego
—observó el viejo, mirándome de hito en hito— que no se demore y no vuelva la
vista atrás. Ésta es la parte de la fábrica donde se trabaja sin interrupción,
y donde una puerta, dejada abierta por imprudencia, podría hacerle perder la
razón fácilmente. ¡Prefiero que echemos una mirada al almacén de mis hombres
acabados!
Durante un largo
rato caminamos juntos en silencio. El almacén se encontraba en uno de los
edificios anejos de la parte posterior. Todos los departamentos de la fábrica
estaban comunicados entre sí por pasillos cubiertos, evidentemente para
ponerlos a salvo, en la medida de lo posible, de influencias atmosféricas. En
todas partes se respiraba un aire vegetal caliente saturado de humedad.
No conseguía
quitarme a los niños de la cabeza. En fin, uno podría resignarse a que siempre
fueran niños. Era una idea descabellada de este mejorador de hombres: igual que
dar aguardiente a los perritos y a los jokeys para que se queden pequeños. Pero
la falta de cualquier disposición moral, su risa y gracia infantil mecánicas,
la carencia de cualquier tendencia educable, en una palabra, la no existencia
de un fundamento moral que les permita preguntar «¿por qué?, ¿por qué razón?»,
y distinguir el mal y el bien era para mí, un protestante, algo insoportable.
Pensando que no era posible ofender el alma mezquina del director, le solté sin
rodeos:
—¿Entonces puede
usted, señor director —comencé—, permitir de buena fe que estos niños, que
vimos en la última sala, se degeneren totalmente?
—¡Ellos no
degeneran —dijo muy tranquilo— mientras no caigan en las manos de una torpe
criada!
—No me refería a
esto —repliqué irritado—, quiero decir, si no se le ha ocurrido introducir una
pizca de moral en los corazones de estas pobres criaturitas. Y ya que usted construye
todo rígida y mecánicamente: ¿dónde les ha colocado el fundamento moral a los pequeños?
¿En la cabeza? ¿En el pecho?
—¡Ay,
distinguido señor, esto es difícil; ese fundamento no se notaría! Aparte de que
nos conformamos con lograr la fabricación de una raza cuyo aspecto exterior
aparente hombres agradables 3 nobles.
—¡Hombres
agradables y nobles! —repetí— ¡Como si esta fuera la meta que nos hemos propuesto!
Hombres honrados y sinceros, ¿no sería esto mucho mejor? Pues mire usted, señor
director, si hubiera actuado en esta dirección —hablaba muy agitado y
gesticulaba continuamente con la mano derecha—, si hubiera creado hombres con
impulsos más bien morales; una... ¿cómo expresarlo?, raza moral, que en base a
un instinto implantado, artificial pero con solidado con los años, sólo supiera
actuar moral mente; sí, en ese caso le respetaría; una raza que su pieza
exhibir su pureza y su moral en todas partes cuyos hermanos y hermanas de carne
débil los tu vieran siempre como ejemplo luminoso ante sus: ojos...
—¡Eso no se
vendería lo más mínimo!
—No importa; el
gobierno debería comprarlos cargo del Estado, como se compran y se exponen
públicamente cuadros excelentes para que sean imita dos. ¡Imagínese usted qué progreso
para la formación ética de nuestro género humano, cuya mora actualmente ya deja
de desear!
—¡Es usted un
idealista! —observó el viejo secamente—. No consigo seguir su razonamiento. Veo
el mundo tal como es; nos hemos conformado con imitar a los hombres tal como
andan por el mundo actual. Le puedo asegurar que la tarea no ha sido fácil, nos
hemos esmerado mucho y hemos invertido mucho dinero.
Este enfoque
mercantil me hizo callar de nuevo. Me di cuenta del enorme abismo que nos separaba.
Lo que quería este especulador con sus hombres era sobre todo sacar dinero.
Todo lo demás era secundario. Y de nuevo caminamos en silencio durante un rato.
—Sólo hay una
cosa que no entiendo —volví a tomar la palabra al cabo de un tiempo—; si quiere
hacer hombres, debe tener conocimientos muy exactos de anatomía y psicología. Prometeo
hizo hombres a partir de una especie de lodo elemental, pero fue Palas Atenea
quien les insufló después el aliento vital. ¿Qué puede hacerle prescindir de la
ayuda divina?
—Gracias a la
química y a la física podemos pasar hoy en día de muchas cosas.
—De acuerdo,
hemos llegado a un nivel sorprendente en el conocimiento de las leyes de la
naturaleza, pero ¿cómo aplicarlas al cuerpo humano, regido por leyes muy distintas
de las de la naturaleza caótica? Considere, por ejemplo, la profusión de
sentimientos complicados que se agitan en un pecho humano, ¿cómo...?
—¡Los imitamos
todos! —interrumpió rápidamente el hombrecito, que se había animado de nuevo.
—Pero ¿cómo? —repliqué—.
¿Cómo consigue usted por ejemplo las sensaciones estéticas, según las describen
Herbart o Lotze?
—¿Son
hamburgueses? ¿O una empresa berlinesa?
—Ni son
hamburgueses ni berlineses —dije furioso—: son filósofos alemanes, que han constatado
para siempre las leyes fundamentales de la psicología, ¡fuera de las cuales cualquier
sentimiento humano es inconcebible!
—Distinguido
amigo, usted imagina la fabricación de hombres como algo demasiado difícil
—respondió el viejo un poco avergonzado. .
—¡Demasiado difícil!
—exclamé fuera de quicio por estas palabras triviales, y me detuve en medio del
pasillo para obligar de este modo a mi acompañante a enfrentarse conmigo—.
¡Claro...! ¡Si
usted quita al hombre sus bienes más preciosos: el pensamiento y las sensaciones!
—¿Acaso llevaban
cabezas de yeso los niños que ha visto? —preguntó el viejo en un tono igualmente
irritado.
—No, debo
reconocer que me quedé impresionado por su autenticidad y vitalidad, pero...
—¿Cómo que
«pero»? ¡No debe olvidar que una producción innovadora exige también la transformación
de las condiciones de producción! Lo que sus señores Lebert y Kotze, o como
se llamen, que tomaba al principio por una empresa de la competencia, han
escrito en sus libros es posible que valga para el viejo género humano, ¡pero
no para la raza de mi fábrica!
Esta objeción
era, exceptuando la difamación de mis filósofos preferidos, aceptable. Me puse
a reflexionar. Continuamos nuestro camino despacio y pensativos. A nuestra
derecha rugían y ronroneaban todo tipo de máquinas y fuelles.
—Pero —comencé a
hablar poco después—, y no es mi intención penetrar en el secreto de su
fábrica, usted debe tener un determinado método, para que sus hombres puedan
expresar los movimientos del alma.
—Los fijamos.
—¿Fija?
—Sí, fijar.
—¿Qué quiere
decir con fijar?
—Nos hemos
esmerado para que una determinada sensación, dominante en mi hombre, se manifieste
siempre en la misma dirección, tonalidad y matiz, para evitar la incómoda vacilación,
la oscilación de deseos y aspiraciones, la indecisión...
—Pero usted,
extraño fabricante... en eso reside el encanto de la vida humana, en que el impulso
de nuestra voluntad sea el resultado de los más diversos motivos e
inclinaciones; hoy así, mañana de la otra forma, y la observación del yo en
esta lucha es justo lo que llamamos la vida.
—¡Pero eso causa
cantidad de contrariedades! A la disminución de entusiasmo sigue el asco, al
cese de placer la indiferencia, luego el asco...
—Bien, pero
justo este cambio...
—Este cambio es
la causa de nuestro actual desamparo; debemos llegar a la estabilidad.
—¡Pero así
engendra usted una estirpe esclavizada, indigna de llamarse humana!
—¡Pero tiene
mucho éxito! —dijo el viejo con sequedad, y se metió una toma de rape.
—¿Éxito? ¿Con
quién?
—¡Con nuestros
clientes!
¿Pero tiene
usted compradores oficiales para su engendro?
—¿«Engendro»?
¡Señor, le ruego un poco de formalidad!
—Bueno, entonces
para su especie.
—Exacto, si no
¿quién financiaría los costes de fabricación? Recientemente hemos enviado a la
condesa Tschitschikoff una caja con...
—¿Caja? ¿Es que
usted empaqueta a sus hombres como mercancías?
—¡Ah! Nuestra
raza es inofensiva y acomodaticia. Sólo exigen cierto espacio. Este tiene que
ser del mismo tamaño siempre para que puedan ejecutar su determinado gesto
respectivo; todo lo demás les resulta indiferente. Claro, debe ponerse «frágil»
en el tren; también hacemos los envíos sólo «bajo previo pago y a riesgo» del
cliente.
—¡Oh! —respondí
indignado—. ¿Por qué no deja libres a las criaturas de Dios?
—Por favor,
señor mío —me interrumpió mi acompañante algo desdeñoso—, ¡son mis criaturas!
Empecé a
marearme. Este contraste entre dos razas humanas, este proceder diabólico y egoísta
de un especulador taimado: la lucha previsible cuando suelte a sus
hombres-máquinas como perros contra el viejo y noble género hecho a la imagen
de Dios —pero tal vez no tan hábil—; y este hombre, que asistía a todo esto
tomando rape. Esta constelación que esbozaba interiormente me hacía perder la
razón; me oprimí la frente con las manos y empecé a tambalearme.
—¿Adónde he
venido a parar? —exclamé en un acceso casi de desesperación—. ¡Lejos de esta
horrible casa, de este antro de asesinos, de esta aniquilación de todo lo bello
y noble!
—Y eché a correr
a ciegas sin saber hacia dónde.
—¡Alto, querido
amigo! —gritó el pequeño director, jadeando detrás de mí—. ¡Tenga cuidado! ¡Ahí
está mi chino!
—Me volví. En la
pared se encontraba una criatura temblorosa y brillante, vestida de una forma
exageradamente pomposa, con ojitos achinados que hacían guiños, y no dejaba de
sacar y meter la lengua roja y puntiaguda.
—¿Cómo ha
llegado hasta aquí? pregunté, algo más repuesto.
—Acaba de salir.
—¿De China?
—¡Del horno!
—¿No es
auténtico?
—Sí, cómo no; es
decir, es mi producto. Nos ha salido precioso.
Me había tranquilizado
un poco. Se me había pasado ya el acceso, pero decidí no dejarme enredar en más
discusiones.
—Nos encontramos
en la entrada de la exposición de nuestros hombres terminados —dijo el
viejecito, y abrió la puerta con batientes que daba a una gran sala. Entramos.
Aquí había reunida una espléndida compañía. Caballeros y damas procedentes de
todos los estamentos y capas sociales. Algunos sentados, otros en pie o
descansando en cojines confortables; las caras un poco esmaltadas. Algunos
levantaban la mirada somnolientos; todos estaban encerrados en enormes cajas de
cristal; muchos estaban sentados y parecían conversar, otros se reían, algunos
bromeaban y saltaban; pero el gesto parecía como paralizado en un determinado
momento, y el movimiento como congelado; una tristeza, una indecible tristeza
se leía en todas las caras, a pesar de la vívida mímica; una estirpe cansada de
vivir, que no tenía derecho a moverse como quería, sino a esperar la llave que
le pusiera en marcha. Todos los movimientos, la cortesía, emociones,
constelaciones espontáneas en los encuentros, posiciones, etc., habían sido
imitados a la perfección. Estaban representados todos los trajes, todas las
modas, todo tipo de adornos, todos los símbolos.
—La mayoría de
ellos está en un estado próximo al sueño —observó mi guía—. Cuando recibimos un
encargo, damos antes los últimos retoques y realizamos un control de calidad.
No respondí,
decidido a no dejarme enredar más. En silencio, pasé a través de estas filas frías
y paralizadas. Incluso yo estaba casi entristecido por la existencia
melancólica que llevaba un género humano forzado a vivir una vida aparente,
hasta que me detuve en el fondo de una sala ante una hermosa joven. Al
principio la tomé por una criada que quitaba el polvo en esta sala reluciente.
En la mano llevaba una pequeña cesta con un pañuelo azul, un llavero, labores
de ganchillo, que sobresalían en su interior. Su comportamiento, su forma de
vestir, revelaban decencia y delicadeza; un traje corto estampado con flores y
un pliegue ligeramente desprendido, como por casualidad, que dejaba ver el
borde blanco de la combinación; medias de un blanco deslumbrante y negros
zapatos de hebillas; un pequeño delantal de encaje, una pequeña cofia
con cintas rosas. Dos espléndidos ojos azules, que hasta entonces habían mirado
a lo lejos, se clavaron súbitamente en mí, cuando me detuve ante ella.
—A ti,
maravillosa niña —susurré para mí en voz baja—, podría amarte; por ti sacrificaría
todo. Junto a ti podría olvidar la conducta del auténtico género humano y de su
imitación, que me son igualmente odiosos. Y tú. —continué—, ¿serías capaz de
responder a mi amor...?
En ese momento
bajó los párpados de grandes pestañas y ambas mejillas se enrojecieron visible
y ardientemente. Me asusté y retrocedí; detrás de mí estaba el director, que se
había acercado sigilosamente con cara burlona.
—¡Usted,
repugnante fabricante! —grité—. ¡Ha robado hasta el rubor, la más delicada y pura
de las sensaciones humanas para parodiar la raza humana de Dios!
Y eché a correr
lleno de asco. Sentí que mi acceso de antes iba a repetirse.
—¡Es sólo
cochinilla! —exclamó el frío hombrecito, jadeando detrás de mí. ¡Es sólo cochinilla!
En la salida
estuve a punto de tirar a un segundo chino, semejante al que estaba en la entrada.
Recorrí a toda prisa los corredores sin detenerme, pasando junto a todas las
salas rugientes y humeantes. El director me seguía con mucha dificultad; todo
permanecía iluminado, pero se veía que empezaba a romper el día. Enseguida me
vi obligado a ir más despacio.
Entonces, ¿no
quiere comprar nada? —oí a lo lejos la voz del viejo—. ¿No se quiere llevar
algunos de mis hombres?
—¡No! —respondí
furioso—. ¡Quiero salir de esta casa! ¡No quiero tener nada que ver con su
criminal producto!
Nos encontramos
en la salida de la casa, bajo el gran arco del portón.
—Un marco
—cotorreaba para sí el pequeño directorzuelo, como un autómata en marcha
—. Un marco, un
marco cuesta la visita a la fábrica. Saqué el monedero y pagué.
—Otra pregunta
antes de separarnos —dije—: ¿pertenece usted, señor director, al género humano
engendrado de forma natural o a esa raza artificial, blanca como la tiza,
rígida y pintada?
—Es cierto
—empezó a decir, y parecía prepararse para un largo excurso—; me he sentido
bastante identificado con la raza de mi fábrica; sin embargo, a su pregunta...
—¡No! —grité—.
¡No quiero oír nada más! —Y me precipité a través del portón.
Un viento
matinal, frío y cortante, me golpeó la cara. Estaba agotado por haber pasado la
noche en vela, y mucho más por lo que había vivido. El sol no había salido
todavía, pero parecía que iba a ser un magnífico día. Me apresuré a alejarme de
este lúgubre paraje. Además estaba hambriento. No tenía ni idea de a qué
distancia se encontraba el pueblo más cercano. Después de dejar el camino de
gravilla y llegar de nuevo a la carretera, volví una vez más la vista atrás
para contemplar la extraña casa. Casi me caí de espaldas del susto: en las ventanas
de la parte baja y de todo el primer piso estaban asomados, apretujándose,
cientos de aquellos hombres blancos y preciosos, con sus ojos vidriosos y
extáticos, que me miraban y parecían burlarse de mí. Volví la vista y me alejé
corriendo de esa maldita casa.
Pero, como suele
ocurrir, las impresiones vivas y aterradoras se condensan en nosotros hasta
cobrar vida, convirtiéndose en palabras, acciones y sonidos. Y así tuve la
impresión de oír, como si me persiguiera, mientras seguía caminando a buena
marcha, la siguiente conversación de la compañía vidriosa del primer piso:
—Mirad, ahí va.
Mirad, es uno de esa extraña raza que tiene sangre en el cuerpo y piensa. Mirad
cómo anda, cómo se mueve, cómo puede adoptar diversas posturas. Mirad cómo se transforma
su cara. Ahora ríe, ahora se vuelve a poner serio. Estas extrañas criaturas son
como de goma, pueden ponerse en cualquier posición y sentir también cada
sentimiento en su corazón; luego su cara se transforma, se estremece y chasca
la lengua, enrojece como la púrpura y palidece como la cal. Mirad cómo anda;
los tubos —piernas de lana—, que sólo son envolturas para ocultar los fatales
movimientos, se bambolean de un lado para otro. ¡Una raza magnífica! Hay que
ver cómo a menudo van caminando por la calle, guiñan el ojo y luego se paran
de repente y miran a través de una gran luna transparente y leen títulos de
libros; cómo más tarde se quedan rígidos de pronto, se les salen los ojos de
las órbitas y todo su exterior traiciona que un horrible cambio se está
produciendo en su interior; entonces tienen que pensar lo que su cabeza ordena
y sentir lo que prescribe una roja bola de goma, situada en el pecho, y se
mueven al arbitrio de ambos. Hay que ver cómo saltan, chascan la lengua y retuercen
el cuello; se tiran a un lado y a otro, sacan el pecho, jadean y vuelven a
hacer una reverencia... ¡es demasiado grotesco!
Corrí todo lo
rápido que pude; me resultaba inquietante. A pesar del frío viento matinal, me
caían gotas de sudor, como perlas, de la frente. El sol debía haber salido ya.
A lo lejos apareció un castillo reluciente, bañado por los rayos del sol, y enseguida,
en una curva del camino, vi ante mí una pequeña ciudad hospitalaria, con
iglesias y jardines. Tenía la impresión de volver de una excursión horrorosa
por el reino de las
sombras al mundo, que habría abrazado con entusiasmo a pesar de todas sus miserias.
Apenas había avanzado cien pasos, cuando vi a un campesino atareado con un
rastrillo a la espalda, que venía a mi encuentro. Enseguida me di cuenta de que
se trataba de un hombre como yo, creado por fecundación natural. No pertenecía
a ninguna raza artificial, ya que cogía de vez en cuando la pipa que llevaba en
la boca, se ajustaba el sombrero, miraba hacia el cielo, y comprobaba de dónde
soplaba el viento; en resumen, realizaba movimientos naturales.
—Querido amigo
—dije cuando estuvimos cerca—, ¿puede decirme qué clase de casa es esa de ahí
detrás, a apenas cien pasos de la carretera?
—¡Ay, señor!
—exclamó el hombre, en quien reconocí enseguida a un representante de la tribu
más amable de Alemania, a un sajón—. Querido señor mío, eso se lo puedo decir
muy bien, es la célebre real fábrica sajona de porcelana de Meissen.