Antes del lóbrego fluir
de los taxis por la ciudad nocturna,
antes de los gatos y perros vagabundos
rodeando los tarros de basura
que crecen para el alba de los desventurados
antes que los brocales de la Frontera
fueran cerrados
por el trabajo de las abejas de la muerte
en los turbios espejos de las pensiones,
el río recién nacía al reflejo de su rostro
unido al rostro de su amada,
y a su paso florecían las lomas de la infancia,
el sol brillaba como el yelmo del Conquistador
y el bosque le entregaba el tótem de los aucas
que nadie supo describir
bajo sus tristes párpados entornados.
Antes de esos bares donde comen los pobres
estrujando sus últimos billetes
como un invierno mendicante las hojas de los álamos,
antes del tiempo estepario de los bares y el Café
antes del despertar friolento en las plazas sin
fotógrafos,
antes del cáliz del cloroformo del hospital,
y de la implacable costra de cemento
que se preparaba a sellar sus días,
resonaba siempre en sus oídos
como el mar en los caracoles
el rumor de la casa natal
y el sueño le traía
el regazo de los verdes paraísos.
Ahora
que el náufrago de la noche,
el viejo gladiador vencido
desdeñado por la luz de la ciudad
“servidora sólo de los ricos”
sea hallado por la lluvia del Ñielol
que piadosa lave sus huesos
y nos devuelva su rostro original.
Ahora que su recuerdo sea la llama azul que remienda
los puentes
preparando el paso de la primavera
que viene a oprimir locamente los timbres
y su palabra
esa flor que nos aguarda entre los escombros
del tiempo que nos vence
y que él ya ha vencido.
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