En
el siglo XIX, Robert Louis Stevenson cuestionaba a sus colegas escritores y
contemporáneos en general, la obsesión con el trabajo y el desprecio hacia los
que se dedicaban a no hacer nada y disfrutar. En 1876, publicó su ensayo
Apología del ocio.
Boswell: Cuando no
hacemos nada, nos aburrimos.
Johnson: Eso sucede,
señor,
porque como los demás están
ocupados,
nos falta compañía; si ninguno
hiciera nada,
no nos aburriríamos;
nos divertiríamos los unos a los
otros.
En
esos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a
entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un
grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente,
con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata
o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse
ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no
está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene
derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida
que la presencia de gentes que rehúsan entrar en las profesiones que se premian
con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen.
Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio,
y según la enfática expresión americana, «va por ellos». Mientras éste avanza
trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver
algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del camino, con un
pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en
su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos
bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado
se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en
absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y
cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los
logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas
sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la
gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe
para menospreciar a quienes no las tienen.
Pero
aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le
puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser
enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría
de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una
apología. Es cierto que hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la
diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta
ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los
otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Montenegro, no
quiere decir que nunca haya estado en Richmond.
Seguramente
está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la
juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela
con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos
pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en
el bolsillo y comienzan su vida en bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un
muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un
viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras:
«Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena
cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el
andar entre los libros es una tarea bastante penosa». El viejo caballero parece
no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no
menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el
hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un
bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo
de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de
espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega
demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará
tiempo para pensar.
Si
recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las
intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán
más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por
mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo
recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética.
Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un
crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el
mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No
es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación —la
calle— que fue la escuela favorita de Dickens y Balzac, y que cada año otorga
títulos a tantos desconocidos en el arte de la vida. Basta con decir esto: el
muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para
aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabundear, pues, si se
lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al
lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua
sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse
en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto
educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose
al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:
—Vamos
muchacho, ¿qué haces aquí?
—A
decir verdad, señor, paso el rato.
—¿No
es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con
diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?
—¡Si
usted me lo permite, así también aprendo!
—Aprendes
¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
—No,
ciertamente.
—¿Metafísica?
—Tampoco.
—¿Alguna
lengua?
—No,
ninguna.
—¿Comercio?
—No,
comercio tampoco.
—¿Qué
cosa, pues?
—En
efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje,
deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están
los peores abismos y las espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas
me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del
arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o
contento.
Aquí
el señor Mundanal Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de
modo amenazador, se expresó de este modo:
—¡Aprendiendo!
¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!
Y
siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un
pavo cuando extiende sus plumas.
Ahora
bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por
ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro
de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en
una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará
investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para
nosotros. Se supone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo,
o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar
toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos
unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX,
sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda
en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y
atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera
que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y
frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas;
pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes
hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de
palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana,
nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar
un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas.
Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a
propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios
con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los
aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes
fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta
el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida
a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura
bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha
pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto
para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y
recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes
resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces
hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos
conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el arte de
vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas.
Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las
pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los
propios con una muy irónica indulgencia. Su voz no se oirá entre el coro de los
dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y
opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se
identificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías
laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a
menudo se las llama el belvedere del sentido común. Desde allí contemplará un
paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el este y
el oeste, el demonio y la aurora, él observará contento una suerte de hora
matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de
sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercándose al
luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos
doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el
silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través
de las ventanas del belvedere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones
alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes
del diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias
bajo el espino.
El
celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del
mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio
implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay
un buen número de muertos—vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que
están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional.
Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su
escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los
excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus
facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de
su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su
naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no
dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que
ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran
alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un
estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada
que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de
parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan
duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en
la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la
universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han
recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han
estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por
sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante
una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los
cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda
diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras esperan el tren.
Antes de «echarse los pantalones largos», hubieran trepado a los vagones; a los
veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha
consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla tieso sentado en una silla,
con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más
mínimo.
Pero
no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también
su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e incluso la gente que se sienta
con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama
sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia
muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre
sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los
papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en
el teatro de la vida son representados por actores gratuitos, y que estos
aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en dicho teatro,
no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes
violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde
las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado
final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros
abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan
rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para
darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para
algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o
sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a
sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir
camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr.
Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un
Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta
que se sintió más obligado con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás
nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos
amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más
grande benefactor. Sé que hay personas que no pueden sentirse agradecidas a
menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las
dificultades. Pero esto no es más que una mezquindad. Un hombre nos envía seis
cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace
pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido
mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? ¿Seríamos
más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera estado
maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por placer
es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la
piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una
broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se
conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se
valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices
sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos
aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto
como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría
calle abajo detrás de una piedra, con tal aire de felicidad que contagiaba a
todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros
pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y
le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: «Ya ves lo que sucede con sólo
parecer contento». Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía
parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime
a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas
que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que
encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian
buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se
hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la
proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente,
el gran teorema de lo vivible que es la vida. Consecuentemente, si una persona
sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un
precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no
puede abusarse fácilmente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de
las más incontrovertibles verdades del corpus moral. Contemplemos uno de esos
tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar
una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de
desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como
un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete
entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema
nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa
qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los
otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse
sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida
en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar
día a día a un tío receloso.
¿Y
para qué, dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus
vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al
año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca
importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos
cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le
dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella
respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera,
aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan «descuidada
de la vida individual», ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene
excepcional importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la
cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el
mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el
estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado
cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas,
que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta
es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el
estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar;
pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas
para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. ¡Ay! Esto puede tomárselo
como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente
indispensables. Atlas fue solamente un individuo con una prolongada pesadilla;
y, con todo, es fácil ver comerciantes que labran una gran fortuna y que
terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida
escribiendo pequeños artículos, hasta que su temperamento se convierte en una
cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez
de construir pirámides, construyeran alfileres; y muchachos que trabajan hasta
el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de
plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado
la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se
jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las
metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les
toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que
esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos
mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela
con sólo pensarlo.
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