Fragmento, páginas 93-99. Ed. El Acantilado.
21 de junio
La
humillación de todo un país –no: “país”-, en no poca medida por sí mismo.
Solidaridad cero. Por lo visto, para los alemanes adaptarse significa
identificarse plenamente con su situación. Y, para rematarlo, un sorprendente y
provinciano patriotismo de la miseria, patriotismo de la RDA. Paralizante. Al
atardecer, paseo hasta el célebre Checkpoint Charlie. Los obstáculos para los
coches, la barrera que no para de subir y bajar, la entrada y salida de los
coches privilegiados. Me asquea. Ayer, noche loca con Barbara –una mujer del
Ministerio- y con el austríaco. Barbara, tan reservada hasta entonces, me
invitó a cenar a la Rathauskeller. Se había enterado, no sé cómo, de mi pasado.
El judío superviviente atrae sexualmente a las mujeres alemanas. Nos sentamos a
una mesa en un rincón. No tardó en aparecer la camarera, que con voz vulgar
ordenó a Barbara retirar el bolso de una de las sillas libres y sentó a una
pareja a nuestra mesa. Para mi gran asombro, el hombre no se sentó en el acto,
con la desafiante agresividad característica del lugar, sino que se inclinó y
preguntó si podía tomar asiento. Pidió un vino y nos invitó también a nosotros.
Pronto se descubrió que era vienés, y yo, budapestino. Gran confraternización a
costa de los prusianos. Barbara no podría dejarlo allí. Al cabo de un rato se
entabló entre ellos una discusión teórica, bien regada con alcohol. Barbara,
por su papel sexual y político, asumió el de ángel, mientras que el austríaco
se veía obligado a asumir el de Lucifer. Conmigo de pretexto, no tardaron en
poner a Hitler sobre el tapete. Me encontré en la desagradable situación de
verme involucrado en la miseria interna alemana. A punto estuve de decirles:
vamos, chicos. Al austríaco lo acompañaba una muchacha berlinesa bastante boba,
a la que, por lo visto, se había ligado en algún sitio y de la que
evidentemente se avergonzaba un poco. Barbara dirigió unas preguntas a la
muchacha, con el único fin de poner al austríaco en un brete: su superioridad
era apabullante en todos los sentidos. Nos marchamos de muy buen humor, y
descubrimos que Barbara había perdido el último tren metropolitano que la
habría llevado a casa: por fin estábamos solitos los dos. Implacable, la
conduje hasta la parada de taxi. Estuvimos de la una a las tres de la madrugada
junto a la estación de Friedrichstrasse, bajo un viento glacial. Cuando por fin
consiguió un taxi, la gélida sobriedad alemana ya se había adueñado del guapo,
arrogante y bobalicón rostro nórdico de Barbara. Un día nuevo y gris clareaba
ya desde Polonia. Regresé a casa a las tres y media y me di un baño caliente
para evitar un resfriado.
Weimar-Eisenach-Naumburg.
Dos veces en la casa de Goethe en Weimar. La segunda vez solo, a primera hora,
tan pronto como abrieron, dejé una propina enorme para ir dos habitaciones por
delante de la banda turística que me pisaba los talones. Me removió muchas
cosas. Él sólo fue posible aquí y entonces. Dar la espalda
productivamente a un presente improductivo: eso se llama clasicismo alemán.
Reconoció el escenario oportuno para un genio inoportuno. ¡Y qué fragilidad al
mismo tiempo, qué servidumbre! Basta imaginar que ya no había lugar en Alemania
para alguien más moderno como Heine, que Büchner murió, que Kleist se suicidó…
y que en un abrir y cerrar de ojos apareció el hipermoderno Nietzsche. Después,
la colección de Cranach en el palacio. Al final, el gran ajetreo, el hecho de
trotar por las ciudades en compañía de la infatigable Ulla, que se paraba en
cada pastelería para comprar algún horroroso Kuchen, me agotó de tal manera que al subirme al tren me golpeé la
rodilla contra el estribo; la articulación de la rodilla se me inflamó de nuevo
y la inflamación me tiene ahora confinado a mi habitación de hotel en Berlín.
Berlín, Hotel Stadt Berlín: fuera sopla un viento glacial, 15 grados
centígrados en la habitación. Bajo cojeando a la recepción, pues no confío en
el teléfono. Un joven bastante simpático. Le digo que hace frío. Quizá podría
mandarme una estufa eléctrica, si estoy de acuerdo. Perfectamente de acuerdo,
le contesto satisfecho. La estufa no llega. Al cabo de media hora llamo por
teléfono: espero la estufa. No saben nada de ninguna estufa, me responden.
Vuelvo a bajar cojeando: en lugar del joven, una mujer joven, de expresión
hosca. ¿Qué estufa eléctrica? –pregunta. La que me prometió el joven, digo.
¿Qué joven? –pregunta. El que antes ocupaba su lugar, respondo. No había nadie
en su lugar, me dice, ella lleva toda la mañana sentada allí. Empiezo a
sentirme inseguro. Al fin y al cabo, todo es posible. Le digo que tengo frío.
No es su culpa, me contesta la mujer. Me remito al detalle de que nos hallamos
en un hotel de primera clase y la conmino a enviarme una estufa. No hay
estufas, dice la mujer. Pero tengo frío, digo yo. Dos veces le pregunto si he
entendido bien la respuesta. Sí, la he entendido bien. Decken Sie sich zu… Tápese… Vuelvo a mi habitación en ascensor y
enchufo la diminuta placa eléctrica que, en un principio, traje para prepararme
el café y cuya clavija había sido transformada por mi amigo K. de tal manera que
cupiera en cualquier enchufe de cualquier pared del mundo. Al cabo de unos
minutos, un agradable calor se expande desde el estante situado detrás de mi
cuello, que es donde he colocado la placa. Pongo la pierna enferma sobre una
silla y doblo la otra de manera que pueda apoyar mi cuaderno. La rodilla
dolorida, los dos meses infructuosos y esta última ofensa, todo ello ha sido
necesario para reemprender la escritura allí donde me detuve hace unas ocho
semanas en Budapest.
Saco
un libro del estante. El volumen despide olor a moho: es la única huella que en
este espacio queda de una obra acabada y una vida plena: olor a libro. “El 28
de agosto de 1749, al sonar la duodécima campanada, vine al mundo en Frankfurt
del Main. La constelación era afortunada: el sol estaba en el signo de Virgo y
culminaba para este día; Júpiter y Venus lo miraban amistosamente y Mercurio
sin aversión, Saturno y Marte se comportaban con indiferencia: sólo la Luna…”. Pues
sí, así se ha de nacer: como hombre del instante, del instante en que quién
sabe cuántos otros nacieron sobre la esfera terrestre. Éstos, sin embargo, no
dejaron olor a libro: o sea, no cuentan. El orden cósmico preparó aquel momento
favorable para un solo nacimiento. El genio, el gran creador pisa la tierra
como héroe mítico. Un lugar desocupado lo anhela ansioso, su llegada se espera
desde hace tiempo, tanto que la tierra exhala ayes y suspiros. Ya sólo cabe
aguardar la constelación más favorable que le ayudará a superar las
dificultades del nacimiento, así como los comienzos inciertos y los años de
inseguridad, hasta que en un fúlgido instante entra en el reino del
reconocimiento. Mirando atrás desde la cima de su carrera, no encuentra cabida
para la casualidad en su vida, que es necesidad que ha devenido forma. Cada uno
de sus actos, cada uno de sus pensamientos guarda importancia, porque lleva
inherente los motivos de la Providencia; cualquiera de sus manifestaciones simboliza
una evolución ejemplar. “El poeta –dice luego- ha de tener un origen, ha de
saber de dónde viene.”
A
mi juicio tiene razón: es realmente lo más importante.
Así
pues, cuando vine al mundo, el Sol se hallaba bajo el signo de la crisis
económica mundial más grave hasta entonces; todos los puntos elevados del
planeta, desde el Empire State Building hasta el pájaro del escudo que coronaba
el antiguo puente de Francisco José en Budapest, servían a la gente para
arrojarse al agua, al pavimento, al abismo, cada cual a donde buenamente podía.
Un tal Adolf Hitler, dirigente de un partido político, se volvió hacia mí con
expresión sumamente hostil en las páginas de su obra titulada Mein Kampf, la primera ley antijudía de
Hungría, llamada el numerus clausus,
se encontraba en el cenit de su constelación, antes de que las siguientes
ocuparan su sitio. Todas las señales terrenas (pues desconozco las celestiales)
testimoniaban la inutilidad, es más, la irracionalidad de mi nacimiento. Para
colmo, suponía una carga para mis padres, que por esas fechas iniciaban su
proceso de divorcio. Soy la objetivación del acto amoroso de una pareja que no
se amaba; tal vez sea el fruto de una noche en que bajaron la guardia. Pim,
pam, de pronto estaba allí, por obra y gracia de la naturaleza, antes de que
uno de ellos se lo pensara dos veces. Niño sano al que le crecieron los
dientecitos, empecé a balbucear algo así como palabras y se manifestó mi
intelecto: comencé a integrarme en mis diversas y numerosas objetivaciones. Era
hijito de un padre y una madre que ya nada tenían en común; interno en una
institución privada a la que me entregaron para que se encargarse de mi
custodia mientras tramitaban su divorcio; alumno de una escuela, diminuto
ciudadano del Estado. “Creo en un solo Dios, creo en una sola Patria, creo en
la resurrección de Hungría”, rezaba antes de comenzar cada clase. “Hungría
mutilada no es un país, Hungría entera es el reino de los cielos”, se leía la
inscripción en la pared, escrita encima de un mapa trazado con pintura color
sangre. Navigare necesse est, vivere non
est necesse, memorizaba en la clase de latín. Schma Jissroel Adonai Elohenu, Adonai Ehod, aprendía en la clase de
religión. Me cercaban por todos lados, se apoderaban de mi conciencia: me
educaban. Ora con palabras amables, ora con advertencias severas, me hacían
madurar poco a poco con el fin de exterminarme. Nunca protesté, procuraba
cumplir con mis obligaciones: con lánguida disponibilidad me fui hundiendo en
la neurosis de mi buena educación. Era un miembro modestamente aplicado, de
comportamiento no siempre intachable, de la tácita conspiración urdida contra
mi vida…
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