¡A
palos con los pobres!
Durante quince días me
recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y
seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte
de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había,
pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos
contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres
que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes
destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una
disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había
parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro
de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario
había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea,
algo infinitamente vago.
Y salí con una gran
sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en
proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la
taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables
que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un
magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una
voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de
un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto
que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel
bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado
de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe
entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba
sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir,
persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es
gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me
cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de
libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me
arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un
segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos
dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de
nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con
rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo
con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de
confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para
comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante
largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un
puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos,
acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída
y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un
biftec.
De repente -¡Oh milagro!,
¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja
armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera
sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me
pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó
ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en
abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces,
para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome
tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted
igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si
es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay
que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba
cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.
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