El Hombre.
Los pies
del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera
la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir
la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el
horizonte.
"Pies
planos-dijo el que lo seguía-. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el
pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. “Así que será fácil."
La vereda
subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de
hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y
luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies
siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos
de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los
brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: "No el mío sino
el de él", dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.
Ni una
gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a
fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración:
"Voy a lo que voy", volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
"Subió
por aquí, rastrillando el monte -dijo el que lo perseguía-“.
Cortó las
ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia.
Y el ansia
deja huellas siempre. “Eso lo perderá."
Comenzó a
perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba
otro y el cerro por donde subía no terminaba.
Sacó el
machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz.
Mascó un
gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje.
Se chupó
los dientes y volvió a escupir. El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto,
trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era
tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y
silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: "Se amellará
con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas".
Oyó allá
atrás su propia voz.
"Lo
señaló su propio coraje -dijo el perseguidor-. El ha dicho quién es, ahora sólo
falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por
donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se
arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca...
"Eso sucederá cuando yo te encuentre."
Llegó al
final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche.
La tierra se había caído para el otro lado.
Miró la
casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo.
Se enterró
en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango
del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su
alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
El que lo
perseguía dijo: "Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió
llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los
sueños; después del 'Descansen en paz', cuando se suelta la vida en manos de la
noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las
rompe".
"No
debí matarlos a todos -dijo el hombre-".”Al menos no a todos".
Eso fue lo
que dijo.
La
madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado,
resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en
la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar
como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre
bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo
el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa
corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como una
serpentina enroscada sobre la tierra verde.
No hace
ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de
uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en
el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún
tiempo.
El hombre
encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo
lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde
anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de la luz.
Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se
persignó hasta tres veces. "Discúlpenme", les dijo. Y comenzó su
tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era
sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a
la resignación y el machete estaba mellado: "Ustedes me han de
perdonar", volvió a decirles.
"Se
sentó en la arena de la playa -eso dijo el que lo perseguía-.”
Se sentó
aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero
el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en
que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza,
sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos
estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.
"El
hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo
junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra
húmeda."
"No
debí haberme salido de la vereda -pensó el hombre.” Por allá hubiera llegado.
Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este
peso que yo llevo.
Este peso
se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una
hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la
gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que
tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me
cansó". Luego añadió:"No debí matarlos a todos; me hubiera conformado
con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales...
Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro."
"Te
cansarás primero que yo”. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés
allí -dijo el que iba detrás de él-. Me sé de memoria tus intenciones, quién
eres y de dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues."
"Este
no es el lugar -dijo el hombre al ver el río-“Lo cruzaré aquí y luego más allá
y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me
conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho,
hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca".
Pasaron
más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.
"Caminaré
más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero
regresar."
"Nadie
te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte”.
“Por eso nací
antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos".
Oía su
voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca.
La sentía
sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué
habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no.
"Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra
última hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1 vino por mí.
No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que
él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la
desfiguración.
Igual que
lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente
a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces
supe quién eras y cómo vendrías a buscarme.
Te esperé
un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras,
escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde.
Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora
entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano."
"No
debí matarlos a todos -iba pensando el hombre-“. No valía la pena echarme ese
tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo
aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él;
lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde
pegarle antes que se levantara...
Después de
todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.
“La cosa
es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche."
El hombre
entró a la angostura del río por la tarde. El sol no había salido en todo el
día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era
después del mediodía.
"Estás
atrapado -dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla
del río-“. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora
yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta
allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí.
Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar
la bala.
Tengo
paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que
resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido
y lleno de pudrición.
Esa es
también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de
ocho días.
“No
importa el tiempo. Tengo paciencia."
El hombre
vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. "Tendré que
regresar", dijo.
El río en
estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en
un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama
en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.
"Hijo
-dijo el que estaba sentado esperando-: no tiene caso que te diga que el que te
mató está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo
no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo.
Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no me
dejó ninguna señal de recuerdo."
El hombre
recorrió un largo tramo río arriba.
En la
cabeza le rebotaban burbujas de sangre.
"Creí
que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di
prisa."
"Discúlpenme
la apuración", les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual
al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la
noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.
Parecía
venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál
era el color de sus pantalones.
Lo vi
desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir
corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después
rebasó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía
aire y estaba nublado.
Me estuve
asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de
sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que
alguien lo estaba espiando.
Se
apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando
orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los
pantalones agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura
funda que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y
remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis
borregos, cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.
Se metió
otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.
"¿Qué
traerá este hombre?", me pregunté.
Y nada. Se
echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un
reguilete, y hasta por poco y se ahoga.
Dio muchos
manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá abajo, echando buches de agua
hasta desentriparse.
Volvió a
hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo
de donde había venido.
Que me lo
dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y
ni siquiera me entraría el remordimiento.
Ya lo
decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor
licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo
miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar
desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí bien
tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.
Eso que me
cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo
perdono. Me gusta matar matones, créame usted.
No es la
costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos
del mal.
La cosa es
que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo
todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi
venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la
camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí
por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua
y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba
era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se
puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.
Le vi los
ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrimó y me
dijo:"¿Son tuyas esas borregas?" Y yo le dije que no. "Son de
quien las parió", eso le dije.
No le hizo
gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis
borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón.
Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe y
chupe hasta que se hastió de mamar.
Con
decirle que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran
y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.
¿Dice
usted que mató a toditita la familia de los Urquidi?
De haberlo
sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno
es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y
los borregos no saben de chismes.
Y al otro
día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me contó
que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar
ya porque le fallaban las piernas: "Camino y camino y ando nada. Se me
doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de
aquellos cerros." Me contó que se había pasado dos días sin comer más que
puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a
los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y
con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no
parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.
Y de lo
lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba
reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había
muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras
y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme
las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.
"El
animalito murió de enfermedad", le dije yo.
Pero como
si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice
usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser
ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no sé nada.
¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo
plato!
¿De modo
que ahora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y
dice usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que
yo fuera el que mató a la familia esa.
Yo sólo
vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega
que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo
digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.
Créame
usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me
hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo.
¿Pero yo
qué sabía? Yo no soy adivino.
El sólo me
pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.
Y ahora se
ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del
río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida
en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no
había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar
agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca
repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy
a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada.
Soy borreguero y no sé de otras cosas.
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