Fruta de tumbas
o de imperios, sangre de medallas, sangre de aceitunas, sangre de banderas, y
un Dios parido de cuchillas, todo lo mágico del vino, del amanecer, del hierro
y las dulces torcazas, el pan trascendental, que crece, enorme y sangriento
como una vaca, en los hornos de la vida, y canta aceites de gran luna
cristiana, borneando pabellones enlutados, la leche lluviosa de los fusiles o
las vendimias o los laureles, lo augusto y ultramarino de las criaturas del
Apocalipsis, que son inmensos derramamientos de la materia cerebral de las
estrellas...
Tu configuración
de miel cristalinísima es tremendamente ardiente, como el pequeño palomar, que
existe en los barcos náufragos o en el pecho de cielo de las vírgenes
cosmogónicas, haces la tarde mirando el mar, y te defines, contra tu propia
muerte, en canciones, en donde enormes acompañamientos fluviales arrastran la
carroza de un picaflor joven, que se ahorcó con la liga de su novia de humo, y
a cuyos lagares van a apagar su sed de hambre gigante los proletarios y los
campesinos sin posada porque en ti la unidad relampaguea en equivalencia entre
el pétalo y el ácido, los dos pechos inmensos de una misma fruta; sí, desde el
Paraíso Terrenal corren tus pulsos en tumulto, surgen los toros tremendos,
tremendamente tremendos, que braman en la cuna de las niñas morenas, la brigada
floral que maúlla entre sus mantillas, el puñado de vino que se derrama,
gritando íncubo y súcubos, precisamente, en el vientre candente y funeral de
las criaturas extraordinarias —coronando sus rajadas noches gigantes—, y a las
que guiará la oveja ciega de Jehová, por los abismos; tu juventud se acoraza de
plata repujada, como un volcán, en el que se enterraron los primeros sueños del
sexo, y un aroma a comedor de antepasados circunda tu actitud sublacustre; pero
la niña herida de genio y divinidad que fuiste, porque el terror del amor te
llamaba desde las amazonas de las epopeyas, y la doncellez te quemaba las
entrañas, nombrándome, ríe aun, entre tus azucenas desgarradas por mis besos de
varón de pelo en pecho, con aquella alegría redonda e invernal de las castañas,
o las soperas esplendorosas del onomástico.
El hogar te protege,
como el oriente de sangre a los héroes, como la cadena incendiada y tenebrosa
del primer cristiano, o lo mismo, exactamente lo mismo que un jardín familiar,
crecido entre mortajas y pirámides.
Winétt, panal,
arteria de lirio o revólver iluminado, piscina de hondos ramajes, en la cual
habita un pez negro con la mirada terriblemente roja, tonada de campo, en las aldeas,
en la que una gran ventana de familia da a la sociedad sin clases, que parece
la franca montaña llena de yeguas coloradas y potros, que son mundo rabiosos, vihuela
de Licantén, en la cual se desnudan las chichas más sagradas del futuro, yo te
destino aqueste canto de macho nacional, cabalgando el universo, asentado en su
montura de bruto, terrosamente chapeada en pellejo de difunto amarillo,
chapeada en el cuero del pueblo del país, que sostiene agarradas las entrañas
del puñal de los setenta dioses.
Tu cruz humano
social corresponde a la golondrina, que arrendó el corazón de la ametralladora,
y al clarín del fusil adentro del cual hay una violeta bañándose, o a la
heredad escolar, en donde relucen todas las cenizas de todos los ojos de
América.
Conduces tu
ideal omnipotente, por el engranaje negro del siglo y una abeja blanca pone un
olivo de rubí en la tendida mano del Todo-poderoso, ceñido del horrendo frac,
tuna llovida, de garzón o de poeta burocrático, tú sonríes a la mañana marcial
y ecuménica, tú, en donde el huevo del sol te ofrece su gran antología, y todos
los novios del año, entre los cuales relampaguean sus vírgenes, viene a saludar
a nuestros jóvenes hijos, trayendo un ternero de inmortalidad, que pestañea,
como los ópalos, cuando les van a degollar un cabello.
Pero es la
naranja y su perro regalón, es la manzana y su pie de cristal de canción de
gran ciudad submarina, atlántico- pacífica, es la castaña y su asno bramador, o
la ciruela encinta, quien te resume, bajo su poncho de dignidad agreste, por
eso aquello tan sacrosanto que envuelve al maternal mugido del establo, en la
catedral colosal de la pesebrera estupenda, aquello, de aquello, de aquello,
del carbón vegetal, durmiendo entre milenios, te ciñe y te unge de divinidad,
entre las madres del universo y sus banderas.
Hay una campana
azul echada en tu pelo, amiga, y tu cabeza está formada de golondrinas
dolorosas, o del gran mar de invierno de Talca, y, cuando sonríes, retornas a
la muchacha de catorce años, que se rompía las rodillas en las novelas; las
gallinas extranjeras, moribundas de Jericó, te vienen a obsequiar un árbol de
llanto, y los sagrados gallos de Judá te saludan desde la cumbre del Gólgota,
enarbolando la flor de los volcanes, el puñal de Dios, que es la misma cabeza
de Dios, convertida en amapola; tu corazón está lleno de mosto caliente, es
decir, atravesado de espadas, lo mismo que la rosa más roja de las montañas, o
como la vida íntima de Jesucristo.
Un libro de
leche campestre bala en tu felicidad blanca, y la agricultura te bendice, con
el lenguaje de sus bueyes, porque la santidad de los surcos preñados da el
acorde justo a tus epifanías.
Relinchan mis
caballos originales en tu juventud, incendiándote, desgarrándote, arrasándote,
y los búfalos y las águilas de mi desesperación heroica escriben tu epopeya en
mi epopeya, con una gran pluma de león americano, en la cual van talladas las
armas de tus antepasados piratas, y un buitre inmenso de Inglaterra, todo como
de bronce y sangre de espada, todo de como un metal ardiente como la palabra
HORROR, o un pétalo del pecho de las doncellas.
Pequeña eres,
pero las más rotundas catedrales se te parecen exactamente, su espanto
elemental, tremendo, de bosque enorme y de caverna de Dios, su atmósfera de
relámpagos, su actitud de mundo y de fruta de sol te rodean, a ti, preñada,
embarazada de iluminación y congoja.
El amor sangre,
el dolor sangre, el terror sangre, el fuego sangre, el agua sangre, ruge en el
clan mínimo y de flor, que es tu cuerpo, a cuyo potencial de número, todas las
fuerzas del universo convergen, de la misma manera de las ovejas al matadero,
exactamente como el toro al cual van a degollar escupe el cuero del lazo, y
gozan las palomas, orinando al atardecer lugareño, a la orilla de las enormes e
hirvientes marmitas.
Una gran mirada
negra echa a volar azúcar y habas santas, desde tu faz querida, en la cual
comienza el crepúsculo a afilar su cuchara de armiño, y la lluvia madura te
cubre con su vestido de naranjas, mientras las hojas caídas del mundo te
picotean los zapatos desesperados.
Yo era un joven
mancebo y un guerrero de Satanás, tú, aquella siempre heroína triste,
acribillada por los sueños espesos y desesperados, de la gran alga marina que
se engendró con el horror que es el sexo y es el miedo y es el pavor de la
infancia, atribulada por la virginidad, y los símbolos, acongojada por la mucha
angustia, que significa la alegría, entre los cuales madura la profunda noche
oriental, entre los cuales se desnudan las señoritas, entre los cuales un
acordeón acaricia a una paloma, y emerge un potro rojo, acariciando yeguas
negras, adentro del potrero de tabaco y anémonas, que, como un lobo que se mordiese
el corazón, empieza a la ribera del lecho de fuego de los adolescentes, cruzado
por un río de vino, en el que retozan cien amantes; te rodeé de caricias
indescriptibles y canto de tinajas, que hervían amargos caldos milenarios,
medio a medio de la inmensa noche coagulada, rugiendo, de formidables animales
de la antigüedad y grandes fantasmas, que alargan la garganta funeral, por
dentro de la tempestad de doctrinas y murallas que, inmensamente, se derrumban,
generando el aparato del estilo, como el corazón de Dios entre ortigas
podridas; los sapos plagiarios, los culebrones que ordeñan cocodrilos, que
educan tiburones, para escribir como elefantes, el orangután versificador, las
ranas sagradas nos arrinconaron, nos mordieron, nos acorralaron contra
nosotros, fuera de la ley, como vagabundos o santos, furiosos o extranjeros o
asesinos de la sociedad, o héroes, nos ladraron, animándonos su gran perro
amarillo, su gran cielo invertido de batracios, y nos engrandecieron, nos
chorrearon de infinito y padecimiento, otorgándonos el origen de la
inmortalidad y el destino, con todo su odio, adentro del cual gruñía el
chanchito de Sardanápalo; así, enormes, sobre razones acumuladas, nos crecieron
estos tremendos elementos del lenguaje, que son finados despellejados, que
aúllan, amamantados por antiguos dioses, cosas y climas sin desfigurarse,
clamando, y, entre cuyos dientes, brillan la pupila de la unidad y sus
síntesis, sangrienta y atronadora; mamando leche de serpientes o degolladores,
nos criamos, pastoreando chacales y leones rojos, aunque un gallo bramaba, en
todo lo tremendo del maderámen, hacia los cuatro vientos y los cuatro mundos de
la humanidad, grandiosamente, heroicamente, furiosamente, cuando tú llorabas a
la inmortalidad, echada en su automóvil incendiado, a las riberas del gran clan
familiar, circularon las arañas declamando una gran tiniebla, que les salía del
estómago, el alacrán pelado y antropófago del calumniador y el difamador, en
puntillas, el que él arrastra, ensombrecido, las entrañas de Dios, gritando,
entre las magníficas, mortales mandíbulas, el comerciante en corazones, nos
aulló en los grandes crepúsculos verdes, y el cadáver del dolor nos bramó,
desde los tejados, entre murciélagos y anónimos, descolgándose, desde el
Poniente, con bastante y mucha gran furia.
Huevo de
violeta, laguna de aguja, puño de cigarra, a ti convergen los niños difuntos de
Bernardo O’Higgins, a pedir su ración de palomas y novelas, yo te comparo, gran
incomparable, a la Revolución Bolchevique.
Tragedia de sol,
espada, el orégano de las victorias te destina sus augustas admoniciones.
El toronjil y el
arrayán del arrollado clamoroso y sacrosanto, la hierbabuena, que parece una
viuda de pueblo o una cuba de trigo feudal, y las pataguas con su conversación
de señoras del Sur, la dichosa canción del cedrón provinciano, del limón y los
canelos de religión, lagrimeada por la alfalfa, los queltehues, en blanco y
negro de aterrada manta araucana, y los pidenes que remuelen, grandiosamente,
el anochecer nacional, enarbolando su escupitajo, como los soldados de la
República, el vestido de greda de pena de la menta acariciado por las loceras
de Quirihue, los rotos con tordos y matico del país, te sonríen, en familiar
gramática, a la cual responde la cueca morena del matrimonio, que inventamos,
desde el origen del entendimiento.
Un bramido
frutal fue tu vientre, cruzado de alas, cargado de savias elementales, si el
buitre del Señor te mordió las entrañas con la maternidad copiosa del castaño,
y el horror nos persiguió desde los cementerios, mi corazón te exprime como un
racimo de guitarras.
Recuerdas la
cabellera del océano, olorosa a libertad y a mundo mundo, la sal animal del
mar, sus vientos sexuales, cargados de orígenes y cochayuyos venturosos, de
universos sepultados y enormes palomas de substancia, el gran cristal quebrado
en los mariscos, que son la risa bendita y las vísceras, entregándose, boldos o
pianos submarinos de la forma, ella, que emerge, sola, sangrienta, rota,
atronadora, desde la multiplicidad de lo discontinuo, clamando el cosmos por el
caos por el cosmos, ansiando la matemática y el terrible orden, como un animal
muerto, a la siga de su madre, o Thor saliendo solo del todo, y haces resollar
la humanidad en la naturaleza, enormemente organizada como mito.
Tú, en las
placentas de la vida bárbara, escuchando el crecimiento de las apariencias, la
mística feroz de los fenómenos, el español de ladridos tremendos, que estalla
en imágenes.
Aldea de
domingo, tinaja de agosto, religión de Chile, escarbo los vocabularios
lacustres, para decirte la bestial medalla despavorida, rememoro los alfabetos
místicos, donde los dioses son cebollas o choapinos o culebras, o lagos
inmensos, habitados por castellanos de alcohol, poblados de presagio de lo
fabuloso macabro y las tinieblas de Dios, o andrajos o colchones desventurados,
que deslumbran.
Terror del
animal tabú, lo voy siéndolo, tabú, todo congojoso como el retrato del hombre,
drama de plata, tú, y cumbre marina, gritando los peldaños de la Atlántida.
Pabellón de
tristes y pobres, bayoneta colorada de la liberación comunista, figura polar,
dilema y número.
Canto tu canto
de ilustre material catedralicio, y te ofrezco, Winétt, mis manos cortadas de
capitán, bramando estas letras negras del conjuro...
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