I
Sólo el amar,
sólo el conocer
es lo que
cuenta; no el haber amado,
no el haber
conocido. Angustia
el vivir de un
consumido
amor. Deja de
crecer el alma.
Aquí, en el
calor encantado
de la noche —qué
riada acá en lo bajo
entre las curvas
del río y las adormecidas
visiones de la
ciudad bañada de luz,
resonante aún de
mil vidas,
desamor,
misterio y miseria
de los sentidos—
me resultan enemigas
las formas del
mundo que aún ayer
eran mi razón
para existir.
Aburrido,
cansado, vuelvo a casa por negras
plazas de
mercados, tristes calles
aledañas al
puerto fluvial,
entre barracas y
bodegones,
por los últimos
prados. El silencio
allí es mortal:
pero abajo, en la avenida Marconi,
en la estación
de Trastévere, la tarde
es dulce
todavía. Los jóvenes
regresan a sus
colonias, a sus arrabales
en ligeras
motonetas, vestidos de overol
mas impulsados
por un festivo anhelo,
cargando atrás a
los amigos,
risueños,
sucios. Los últimos parroquianos
charlan de pie,
desgañitándose
todas las
noches, aquí y allá, en las mesitas
de los lucientes
locales semivacíos.
Maravillosa y
mísera ciudad
que me enseñaste
eso que los hombres
alegres y
feroces aprenden desde niños,
las pequeñas
cosas que se descubre
la grandeza de
la vida en paz, cómo
andar duros y
preparados en el gentío
de las calles,
cómo dirigirse a otro hombre
sin temblar, sin
avergonzarse
de mirar el
dinero que cuenta
con perezosos
dedos el mensajero
que suda frente
a las fachadas que huyen
en un color eterno
de verano;
a defenderme, a
ofender, a tener
el mundo delante
de los ojos y no
sólo en el
corazón; a comprender
que pocos
conocen las pasiones
por las cuales
yo he vivido:
que no me son
fraternos y, sin embargo,
son hermanos
justamente por tener
pasiones de
hombres
que, alegres,
inconscientes, enteros,
viven de
experiencias
ajenas a las
mías. Maravillosa y mísera
ciudad, que me
hiciste experimentar
en la
experiencia de esa vida
ignota: hasta
que descubrí
lo que era el
mundo para cada uno.
Una luna moribunda,
en el silencio
que de ella
vive, palidece entre violentos
ardores,
miserablemente en la tierra
cambia de vida
en grandes avenidas y viejas
callejuelas que
sin dar luz deslumbran
y, como en todo
el mundo, se reflejan
en una escasa y
alta nubarrada.
Es la noche más
hermosa del verano.
Trastévere, con
un olor a paja
de viejos
establos, de hosterías
desiertas, sigue
despierto.
Las esquinas
obscuras, las paredes plácidas
susurran
encantados rumores.
Hombres y
muchachos regresan a sus casas
—bajo festones
de luz recién nacida—
rumbo a sus
callejones enlodados
de obscuridad e
inmundicia, con ese paso blando
que tanto me
invadía el alma
cuando de verdad
yo amaba, cuando
de verdad quería
comprender.
Y, como
entonces, desaparecen cantando.
II
Pobre como un gato
del Coliseo
yo vivía en un
barrio todo cal
y polvareda,
lejos de la ciudad
y del campo,
hacinado día tras día
en un autobús
acezante:
y cada ida, cada
regreso
era un calvario
de sudor y de ansias.
Largas caminatas
en la calle caliente calígine,
largos
crepúsculos frente a papeles
amontonados en
la mesa, entre calles lodosas,
tapiales,
casuchas empapadas de cal,
destartaladas,
con cortinas por puerta…
Pasaban el
aceitunero y el ropavejero
que venían de
alguna otra barriada,
con su
polvorienta mercancía semejante
a fruto de robo
y con el aire cruel
de jóvenes
envejecidos entre los vicios
de quien tiene
una madre dura y hambreada.
Renovado por el
mundo nuevo,
libre —una
llama, un hálito
que no puedo
expresar, en la realidad
que humilde y
sucia, confusa e inmensa,
hormigueaba en
la periferia meridional,
inculcaba un
sentido de serena piedad.
Un alma en mí,
que no era sólo mía,
un alma pequeña
en ese mundo ilimitado,
crecía
alimentada por la alegría
de quien amaba,
aunque no era amado.
Y todo se
iluminaba con este amor.
Tal vez siendo
aún muchacho, heroicamente,
y sin embargo
madurado por la experiencia
que nacía a los
pies de la historia.
Estaba en el
centro del mundo, en ese mundo
de arrabales
tristes, beduinos,
de amarillas
praderas desgastadas
por un viento
constante y sin paz,
viniera del
caliente mar de Fiumicino
o de los campos,
donde se perdía
la ciudad entre
tugurios; en ese mundo
que solamente
podía dominar,
cuadrado
espectro amarillento
en la
amarillenta bruma,
agujereado por
mil hileras iguales
de ventanas
enrejadas, la Penitenciaría
entre campos
viejos y caseríos adormecidos.
La brisa
arrastraba ciegamente
papeles y polvo
en todas partes,
las pobres voces
sin eco
de las
mujercitas que llegaron de los montes
Sabinos, al
Adriático y que acamparon
aquí, ahora ya
con chusmas
de escuálidos y
duros muchachillos,
llorones en sus
camisetas desgarradas,
en sus grises y
quemados calzoncitos;
los soles
africanos, las lluvias violentas
que convertían
las calles en torrentes
de fango, los
autobuses en la terminal,
anclados en su
esquina,
entre una última
franja de hierba blanca
y algún ácido,
ardiente basurero…
era el centro
del mundo, como estaba
en el centro de
la historia mi amor
por él: y en
esta
madurez que aún
era amor
por ser aún
naciente, todo estaba
ya por aclararse
—¡era
claro! Aquella
barriada desnuda al viento,
no romana, ni
meridional
ni obrera, era
la vida
en su luz más
actual:
vida y luz de la
vida, plena
en el caos aún
no proletario,
como lo quiere
el burdo periódico
de la célula, la
última
edición en
rotograbado: hueso
de la existencia
cotidiana,
pura, por estar
tan demasiado
próxima,
absoluta por ser
tan excesiva y
miserablemente humana.
III
Y vuelvo a casa,
rico de esos años,
tan nuevos, que
jamás hubiera pensado
en considerarlos
viejos en un alma
tan lejana de
ellos como todo pasado.
Subo por las
alamedas del Gianícolo, me detengo
en una
encrucijada liberty, en una gran arboleda,
en un muñón de
muralla —donde acaba
la ciudad y la
ondulada llanura
se encamina
hacia el mar. Y me renace
en el alma
—inerte y obscura
como la noche
abandonada al perfume—
una simiente ya
demasiado madura
para dar aún
fruto en el cúmulo
de una vida
cansada y acerba...
He allí Villa
Panphili, y en la luz
que tranquila
reverbera
sobre los nuevos
muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi
casa, sobre una hierba
reducida a una
obscura baba,
un rastro sobre
los abismos recientemente
excavados en la
toba —extenuada toda rabia
destructiva—,
trepa contra ralos edificios
y pedazos de cielo,
inanimada,
una excavadora…
¿Qué pena me
invade frente a estos instrumentos
supinos,
emplazados aquí y allá, en el fango,
frente a este
trapo rojo
colgado de un
caballete, en el rincón
donde la noche
parece más triste?
¿Por qué en esta
apagada tinta de sangre
mi conciencia
tan ciegamente se resiste,
se esconde, casi
por un obsesivo
remordimiento
que totalmente la contrista?
¿Por qué llevo
dentro de mí el mismo sentimiento
de jornadas para
siempre incumplidas,
idéntico al del
muerto firmamento
donde esta
excavadora palidece?
Me desnudo en
uno de los mil cuartos
donde se duerme
en la calle Fonteiana.
En todo puedes
escarbar, tiempo: esperanzas,
pasiones. Mas no
en estas formas
puras de la
vida… Se reduce
a ellas el
hombre cuando se colman
la experiencia y
la confianza
en el mundo…
¡Ah, días de Rebibbia,
que yo creí
perdidos en una luz
menesterosa y
que ahora sé tan libres!
Con el corazón,
entonces, por difíciles
asuntos que le
habían extraviado
el curso hacia
un destino humano,
ganando en ardor
la claridad
negada, y en
ingenuidad
el negado
equilibrio —a la claridad,
al equilibrio
también llegaba,
en esos días, la
mente. Y el ciego
pesar, signo de
toda mi lucha
con el mundo,
era rechazado por
adultas aunque
inexpertas ideologías...
El mundo se
volvía un tema
no ya de
misterio, sino de historia.
Se multiplicaba
por mil la alegría
de conocerlo
—como
cada hombre,
humildemente, conoce.
Marx o Gobetti,
Gramsci o Croce
estaban vivos en
las vivas experiencias.
Cambió la
materia de un decenio de obscura
vocación; lo
gasté en dilucidar
lo que me
parecía ser la ideal figura
en una ideal
generación;
en cada página,
en cada línea
que escribí en
el exilio de Rebibbia
estaba aquel
fervor, aquella presunción,
aquella
gratitud. Nuevo
en mi nueva
condición
de viejo trabajo
y vieja miseria,
los pocos amigos
que venían
a casa en las
mañanas o en las noches
olvidadas en la
Penitenciaría,
me vieron dentro
de una luz viva:
apacible y
violento revolucionario
en el corazón y
en la lengua. Un hombre florecía.
IV
Me aprieta
contra su vieja zalea
perfumada de
bosque y me posa
en la boca su
hocico con colmillos
de berraco, oh
errante oso con aliento
de rosa: a mi
alrededor el cuarto
es un calvero;
la colcha, corroída
por los últimos
sudores juveniles, danza
como un velamen
de pólenes… Es cierto,
camino por una
calle que avanza
entre primeros
prados primaverales, diluidos
en una luz de
paraíso…
Transportado por
la ola de los pasos
eso que dejo a
mis espaldas, leve y mísero,
no es la
periferia de Roma: “¡Viva
México!”
grabaron y pintaron con cal
en escombros de
templos, en tapias y rincones
decrépitos,
livianos como huesos en confines
de un ardiente
cielo sin escalofríos.
Hela allí, por
encima de una colina,
entre las
ondulaciones de una vieja cadena
apenínica,
mezclada con las nubes,
la ciudad
semivacía, aunque aún es hora
mañanera, y las
mujeres van
de compras —o la
del crepúsculo que sobredora
a los niños que
corren con las madres
afuera de los
patios de la escuela.
Un gran silencio
invade las calles:
los enlosados se
pierden, un poco inconexos,
viejos como el
tiempo, grises como el tiempo
y dos largas
hileras de piedra
corren a lo
largo de las calles lúcidas y tiernas
Alguien se mueve
en ese silencio:
alguna vieja,
algún muchachito
perdido en sus
juegos, donde
los portales de
un dulce siglo dieciséis
se abren
serenos, o un pocito
con bestezuelas
taraceadas en sus bordes
se posa sobre la
pobre hierba
de un rincón o
esquina olvidados.
En la cima del
cerro se abre la yerma
plaza del
ayuntamiento, y entre casa
y casa, más allá
de una tapia y el verde
de un enorme
castaño, se mira
el espacio del
valle: pero no el valle.
Un espacio
tembloroso, celeste,
casi cerúleo…
Pero el Corso prosigue
aún más allá de
la placita familiar
suspendida en el
cielo de los Apeninos:
se adentra entre
casas más severas, baja
un poco a media
cuesta: y más abajo
—cuando las
casitas barrocas escasean—
allí aparece el
valle —y el desierto.
Sólo unos pasos
más
hacia el recodo,
donde la calle
desemboca en
desnudos campos inclinados
y sinuosos. A la
izquierda, contra el pendío,
como si el
templo se hubiera desplomado,
se alza un
ábside lleno de frescos
azules, rojos,
rico de espirales
sobre las
canceladas cicatrices
de la caída en
la que sólo ella,
la concha
inmensa, quedó y sigue
abriéndose frente
al cielo.
Es allí, más
allá del valle, del desierto,
que empieza a
soplar un aire leve, desesperado,
que incendia la
piel con dulzura...
Es como esos
olores que —desde los campos
recién mojados o
desde las orillas de un río—
soplan sobre la
ciudad en los primeros
días de buen
tiempo: y tú
no los
reconoces, pero casi
enloquecido de
pena intentas comprender
si son los de un
fuego encendido sobre la escarcha
o de uvas y
nísperos perdidos
en algún granero
entibiado
por el sol de la
prodigiosa mañana.
Yo grito de
alegría, tan herido
en lo hondo de
los pulmones por ese aire
que como una
tibieza o una luz
respiro mirando
el ancho valle
V
Basta un poco de
paz para revelar,
dentro del
corazón, la angustia,
límpida como el
fondo del mar
en un día de
sol. En eso reconoces,
sin sentirlo, el
mal allí
en tu lecho,
pecho, muslos
y pies
abandonados, como
un crucifijo —o
como Noé
borracho,
durmiendo, ingenuamente ignaro
de la alegría de
sus hijos
—los fuertes,
los puros— divirtiéndose con él…
El día ya está
sobre de ti,
en el cuarto,
como un león dormido.
¿Por qué calles
el corazón
se encuentra
pleno, perfecto hasta en esta
mescolanza de
beatitud y dolor?
Un poco de paz…
Y en ti vuelve a despertarse
la guerra, Dios.
Tan pronto
se distienden
las pasiones, tan pronto se cierra
la fresca herida
y te pones a gastar
el alma, que
parecía totalmente gastada,
en acciones de
sueño que no dejan
nada… No
obstante, encendido
por la esperanza
—para qué, viejo león
apestoso de
vodka, Kruschov,
impreca al mundo
por su ofendida Rusia—
pero de pronto
te das cuenta de que sueñas.
En el feliz
agosto de paz
parecen
incendiarse todas tus pasiones,
todo tormento
interior,
toda tu ingenua
vergüenza
de no estar
—sentimentalmente—
en el punto
donde el mundo se renueva.
Al contrario,
ese nuevo soplo de viento
vuelve a echarte
atrás, donde
todo viento cae:
y allí, tumor
que se recrea,
hallas de nuevo
el antiguo
crisol de amor,
el sentimiento,
el espanto, la alegría.
Y justamente en
ese sopor
está la luz… En
esa inconsciencia
de infante, de
animal o ingenuo libertino,
está la pureza…
los más heroicos
furores en esa
fuga; el más divino
sentimiento en
ese vil acto humano
consumado en el
sueño matutino.
VI
En el calor
abandonado
del sol de la
mañana —que arde
de nuevo,
rasando talleres y enjarres
recalentados
—desesperadas
vibraciones
raspan el silencio
con acendrado
sabor a vino generoso,
a plazoletas
vacías, a inocencia.
Al filo de las
siete, esa vibración
crece con el
sol. Indigente presencia
de una docena de
ancianos obreros
con los harapos
y las playeras ardidos
por el sudor,
cuyas extrañas voces,
en la lucha
contra los dispersos
bloques de lodo
y desplomes de tierra,
parecen
deshacerse en ese temblor.
Pero entre las
detonaciones tercas de la
excavadora —que
ciega parece, ciega
resquebraja,
ciega aferra
como si
careciera de meta—
surge un alarido
improviso,
humano, que a
trechos se repite
tan enloquecido
de dolor, que deja
de ser humano y
vuelve a transformarse
en estruendo
muerto. Luego, despacio,
renace en la luz
violenta,
entre los
edificios cegados, nuevo, igual,
alarido que sólo
un moribundo
puede lanzar en
el último instante,
bajo este sol
cruel que aún resplandece
aliviado por un
poco de brisa del mar…
Está gritando,
acongojada
por meses y años
de matutinos
sudores
—acompañada
por la turba de
sus picapedreros—
la vieja
excavadora: pero junto al fresco
desmonte
revuelto, o en el confín breve
del horizonte
tan siglo veinte
se halla la
barriada… Es la ciudad.
sumergida en una
claridad de fiesta,
es el mundo.
Llora lo que tiene
fin y
recomienza. Lo que era
bosque, campo
abierto y se torna
patio blanco
como la cera,
cerrado en un
decoro que es rencor;
que lo que casi
era una vieja feria
de frescos
revoques torcidos al sol,
es ahora una
colonia hormigueante
en un orden de
aturdido dolor.
Llora por eso
que ella cambia, aun
para mejorar. La
luz
del futuro no
deja de herirnos
un solo
instante: aquí está, quema
todos nuestros
actos cotidianos,
angustia incluso
la confianza
que nos da vida,
en el ímpetu gobettiano
a favor de estos
obreros que, en el barrio
del otro frente
humano, levantan, mudos,
su rojo trapo de
esperanza.
1956
De Las cenizas de Gramsci
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