Puedo
decir que a los doce años me sumergí de cabeza en la noche. En sus oscuras
entrañas aprendí muchas cosas, buenas y malas. La noche en La Paz es un
laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse
para siempre.
Aprendí
a vagar sin extraviarme por la noche paceña, pero debo aclarar que ha sido a
costa de un sacrificio. Sea verano o primavera, lo peor es el frío, y por
supuesto, la soledad; cuando uno no tiene compañía tampoco sabe dónde irá a
descansar.
Parece
que el frío se encarniza con los que nada tienen. A mí me hizo zapatear las
veces que quiso. El frío penetra hasta los huesos. Cuando uno cree que el
cuerpo ya se ha adaptado a las inclemencias del tiempo, de pronto tiene la
impresión de que los pulmones se le han congelado.
El
frío es artero, sale como de un gigantesco refrigerador y lo envuelve entero.
Peor en las noches de invierno. Ni siquiera en Charaña, supuestamente la
población más fría de Bolivia, sentí tanto frío como en La Paz.
Si
uno camina las calles, todos los atractivos que puede tener la ciudad pierden
su encanto y hace que empiece a tener cierta animadversión hacia ellos. Uno se
siente abandonado. La mala alimentación disminuye la resistencia al frío.
Entonces es cuando uno anhela una cama, no importa que tenga frazadas viejas y
llenas de pulgas. El chiste es que sea cama. Pero, además, uno siente hambre y
sueño y le falta el amor de alguien, una amiga o una enamorada.
El
andar por esas calles con frío adentro, hace que uno se sienta deprimido, un
pobre miserable. Y como soy un tipo que vive de noche, el frío ha sido para mí
una terrible experiencia, o un problema; depende de cómo se vean las cosas. Con
qué ansiedad se desea que el sol aparezca. Sólo el sol de la mañana lo reanima
a uno y le devuelve el optimismo. Hay momentos en que no se puede aguantar y
dan ganas de meterse en la primera cantina que aparece en el camino. El peligro
que esto entraña es que uno termine como alcohólico consuetudinario o
simplemente tirado en la calle, intoxicado.
El
cuerpo se acostumbra a todo y así busca descansar de vez en cuando; creo que no
hay peor vía crucis que el recorrido por quienes, no teniendo un lugar
apropiado donde dormir, vagan sin pausa por las calles buscando qué sé yo qué
cosas.
Hay
noches que uno llega de la Ceja de El Alto y mira, casi sin inmutarse, el
espectáculo que ofrece la ciudad tachonada de millares de focos encendidos.
Parece que el cielo estrellado hubiese descendido a nuestras plantas y nos hace
sentir dueños de la creación. Pero eso sólo es una mentira piadosa. La realidad
es distinta. Así como observamos la luminosidad que se extiende a nuestros
pies, cuesta aceptar que esa ciudad nos trate con la peor indiferencia, al
extremo de hacernos sentir unos parias.
Cuando
el frío arrecia, surge la pregunta: ¿Dónde ir a dormir esta noche? Ante la
falta de una respuesta, uno no puede hacer menos que seguir caminando, mientras
el amanecer parece que estuviera cada vez más lejano. Y cuando amanece, acaso
el sol no salga y uno deba seguir caminando. No hay peor cosa que caminar sin
tener un techo dónde descansar, especialmente si uno no ha podido pegar los
ojos durante toda la noche. Y lo que es peor aun, en la noche que se avecina,
tampoco habrá descanso para ese cuerpo que envejece prematuramente. Así, uno
siente cómo se va acabando de a poquito nuestra existencia...
¿Y
si la noche es lluviosa? ¿Y si no hay un callejón desértico donde uno pueda
echarse un breve sueño para toda esta mojada? Ahí sí que la cosa se complica.
El cuerpo pide descanso y uno no puede hacer menos que seguir caminando
mientras la lluvia le moja y penetra a lo más íntimo, incluso amenazando ahogar
nuestras esperanzas. Los pocos recovecos clandestinos que acogen al que
tiembla, más por el abandono que por el frío, sólo sirven para hacer un breve
paréntesis, mientras nuestros agobiados cuerpos, con su exiguo calor, secan
nuestras ropas. La lluvia que cae nos lava la cara y nadie se da cuenta que los
torrentes que riegan nuestras mejillas están alimentadas por las lágrimas.
La
lluvia es la peor enemiga de nuestros zapatos. Los moja, los remoja, los
deforma y al final los pudre, sin importarle nuestros pies. Una persona
marginada, jamás puede aspirar a comprarse zapatos nuevos. Eso está lejos de
sus posibilidades y de sus sueños. Los que calza, pueden tener distintos
orígenes: comprados en el barrio chino, robados a un borracho que dormía su
borrachera en la calle, obsequiados por una persona que necesitaba hacer ese
regalo para tranquilizar su conciencia, o tal vez son calzados que arrojados a
la calle con la esperanza de quien los halle se lleve las enfermedades que
tenía en los pies su original propietario.
Dicen
que la noche suele ser propicia para que la gente salga a la calle a contar
estrellas y que una legión de poetas encuentra inspiración en el flujo nocturno
que desciende de las alturas. Yo conocía alguien que durante una noche entera,
se pasó intentando ver las estrellas, sin importarle para nada que la lluvia
caiga a raudales. A la mañana siguiente fue recogido por agentes de Homicidios.
El dictamen médico fue que había fallecido la tarde anterior por el abuso de
bebidas alcohólicas.
Una
de las maneras de combatir el frío es haciendo fogatas en los basurales. Desde
chico soy aficionado a las fogatas, justamente por esa necesidad. Uno se vuelve
experto en esto, al extremo de hacer arder cosas que no arden. Entre las cinco
y las seis de la mañana es cuando el frío recrudece, pero vienen los carros
basureros y se llevan la basura dejándonos sin combustibles. Entonces, el único
lugar donde se puede espantar el frío es en la cantina. Las puertas de las
cantinas son las únicas abiertas a esa hora. Creo que yo aprendí a beber más
por necesidad que por vicio.
gracias.
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