El traje nuevo.
Había estado
gran parte del día mirando sus viejos zapatos gastados. El izquierdo tenía, a
la altura del dedo gordo, un horrible tajo que dejaba ver parte del calcetín;
el derecho también amenazaba rasgarse. La noche anterior la había invertido en
repasar los agujeros de los pantalones de su envejecido traje, manchado y
descocido en varios puntos. Durante semanas venía observando el progresivo
deterioro de su indumentaria, sin conseguir, no obstante todos sus esfuerzos,
remplazarla por otra más de acuerdo a su antigua posición social y la de sus
amigos. En verdad, la misma Pola se veía mucho mejor que él, con su vieja
blusita de verano y su boina estilo Montparnasse. Incluso, ella marchaba a
parejas con el verano, que fluía en forma ardorosa por el caño del tiempo. Él,
en cambio, se veía atrozmente anacrónico, embutido en aquel traje negro que
acusaba inveterada negligencia y excesivo, eso sí, más que nada, excesivo uso.
Era inútil, ahora, escobillar tan seboso pelaje. Y los zapatos… ¿qué hacer con
los zapatos? Una de aquellas noches se había industriado un trozo de hilo y con
una aguja de coser, de esas corrientes, trató de suturar la herida abierta en
el cuero. Dicho trabajo, a la postre, resultó inútil, porque el hilo era
demasiado frágil.
Para que el
caso fuese más grave, antes había sido, sino rico, por lo menos de holgada
subsistencia. Había vestido como todo el mundo y hasta gozado de un inmerecido,
es cierto, prestigio de hombre elegante. Esta circunstancia contribuía a
aumentar su amargura, poniéndole en constante situación de brega consigo mismo.
Y el pobre ya tenía otras razones por las cuales sufrir, espantosas razones que
no estoy autorizado para contar, pero que el lector irá adivinando a través del
relato. Lo único que puedo decir es que un grave fracaso sentimental, unido a
un brusco trastorno económico, lo llevó a un tal extremo estado de perplejidad
que se sentía incapaz de hacer nada útil, fuera de beber, desordenadamente,
hasta la madrugada, en mesones deplorables y abyectos. Una tenue abulia, tenue
al principio desde luego, encarcelaba su espíritu en una especie de turbión de
pereza y falta de voluntad. Parece que ya nada quería con la vida, a pesar de
que aún era joven y que muchas personas, algunas de notable prestigio, le
auguraban un brillante porvenir, como se dice, en las letras. Pero él creía muy
poco en esas cosas y despreciaba ese brillante porvenir, solicitado según se
sabe, por mucha gente poco apta. Le bastaba, para vivir, con la conciencia de
su propia desgracia. Claro está que continuaba escribiendo; pero lo hacía
movido solamente por la inercia adquirida en una labor intensa de largos años.
Estaba, además, profundamente decepcionado de sus amigos. Éstos se negaban a
comprender sus actitudes. Les reprochaba el que no pudiesen advertir en su
extraño caso, un caso excepcional de mala suerte. Como lo veían fuerte aún, con
la fuerza que nace del orgullo y de la desesperación, no tomaban en cuenta su
silencioso sufrimiento. Habían tenido una sonrisa irónica para sus amores
desgraciados y, en vez de socorrerlo, le responsabilizaban, cruelmente, de la
pérdida de su fortuna. Pero todo había marchado unido. Ellos, sus amigos, no podían comprender, así lo imaginaba
él al menos, que la desgracia cuando su arroja su sombra no acostumbra a
regatearse. Resultaba, pues, inútil acercarse a los antiguos amigos.
Como era un
hombre sociable y conversador, y así lo son en su mayoría los poetas, adquirió
la costumbre de situarse en un café de la calle más populosa de la ciudad. Allí
conoció personas que, sin duda alguna, no pertenecían al círculo de sus
intereses intelectuales anteriores. Ellas, sin embargo, dieron pábulo a la
llama de su espíritu, suministrándole incesantes motivos de polémica y
conversación.
En aquel café,
entre otros literatos, había conocido a Pola, una extraña mujercita que
escribía versos, no del todo malos. La fatalidad los unió en una especie de
sagrada familia de la bohemia subalterna de la ciudad. Juntos exploraron la
región saturada de vicios de los bares y, como alguien lo dijo, no muy afortunado
es cierto, juntos descendieron los musgosos peldaños que bajan al infierno.
Ellos creían desempeñar un hermoso papel, pero, la verdad es que inspiraban
lástima.
-Mira tú –le
decía un amigo a otro- ahí va el poeta y su poetisa. Mientras ella pide plata
prestada, él pone una cara de yeso que da miedo.
Y ésa era la
verdad. Mientras ella socaliñaba los bolsillos, ya sea vendiendo su libro de
poemas o, sencillamente solicitando dinero en préstamo, él, Renato Garmendia,
autor de Campos arados, se quedaba a
algunos metros de distancia, escudriñando, en actitud soñadora, la musaraña más
próxima. Ella, entonces, corría hacia él, con el dinero aún en las manos, y se
sumergían, de inmediato, en la marea húmeda de la calle.
El calor en la
ciudad esparcía trémulos oleajes. Como los restoranes permanecían abiertos
hasta muy tarde de la noche, su fuga tenía, al parecer, un carácter de
inocencia. Pero la inocencia no era posible ya. Desde el fondo de la sentina en
que Renato y Pola se hallaban sumergidos, subía un efluvio conturbador,
maligno, casi mágico.
Muy pronto,
los contertulios del café advirtieron aquella exclusivista familiaridad. Los
comentarios afilaron sus arpones y la pareja quedó clavada bajo el rótulo de
amantes. Cuando se les veía salir en dirección desconocida, pérfida sonrisa
afloraba en más de un rostro. “No. Eso estaba muy claro. Ambos eran amantes.
Era imposible que Renato, de poco más de treinta años, y Pola, que aún no
cumplía veintidós, mantuviesen una camaradería que no estuviese aligerada por
uno que otro desahogo físico…”.
Pero, los que
pensaban así, estaban enloquecidos. Un error de sicología como hay muchos, ya
sabéis. La conjetura, en verdad, estaba bien fundada. Renato era joven y no del
todo mal parecido. Pola era una muchacha bastante buenamoza. Se juntaban todos
los días y especialmente a horas de vaga nocturnidad. ¿Qué hacían? Bueno,
claro, eso no dejaba lugar a dudas. ¡Pobres sicólogos de almanaque! Ellos no
hacían nada. Según me ha contado Renato, bebían y jugaban al dominó y a otros
estúpidos juegos de restorán. Ni siquiera se hablaban y si se hablaban era para
pelearse como un par de endemoniados. Enterraban las noches en meticulosos
cálculos económicos, escribiendo, febricientes, angustiosas cifras en el dorso
de las cuentas de los bares. Lo discutían todo, porque estaban amargados y
hambrientos. Todo eso impidió, en ellos, que el amor proliferase. La miseria lo
ahogó en el instante mismo que pudo florecer. La miseria y… el carácter
verdaderamente horrible de Renato.
Ahora estaba
en el café, desde las tres de la tarde, escudado del sol por una pilastra,
esperando a un amigo que lo había citado para las seis en punto. Ese amigo,
providencial, le había prometido regalarle un traje y un par de zapatos nuevos.
Estaba ansioso de que el reloj anunciase la hora consabida; el corazón le latía
entre el recelo y la esperanza. Para ocultar esa inquietud, se había
parapetado, como una bestia al acecho, detrás de esa columna. Sentía el
alborozo de un niño chico. ¿Qué haría con el traje nuevo? ¿Con esos zapatos que
reemplazarían a los que en forma recalcitrante llevaba puestos? Desde luego,
cambiar de vida. Eso no admitía discusión. ¡Qué felicidad!
En eso estaba,
cuando en vez del amigo, junto con marcar el reloj las seis de la tarde,
apareció Amapola en el umbral de la puerta exterior. No pudo evitar, al verla,
un insignificante mohín de disgusto.
-¿Qué te pasa?
¿Molesto?
Tenía la cara
muy próxima a la suya. Los pardos ojos brillaban de cólera. En realidad, era
terrible Amapola, furiosa. Asustado, le explicó, apresuradamente, lo que iba a
suceder dentro de breves minutos. Pola demostró intenso júbilo al saberlo.
Nunca supo, no obstante, Renato, lo que realmente sucedió en el espíritu de la
muchacha en aquellos momentos pero quiso adivinar, en todo caso, en sus ojos,
un leve, aunque reprimido destello de contrariedad. No pudo, sin embargo,
detenerse a examinar la índole de aquel destello, muy ínfimo por otra parte,
pues en este instante ella se retiró para dejarlo a solas con el amigo
providencial que acababa de llegar. Había tenido la peregrina idea de acompañarlos;
pero Renato quiso antes consultarlo con el recién llegado. En estando a solas,
el amigo le preguntó si ella era su amante. Al escuchar la negativa, el próvido
amigo hizo un comentario desagradable que Renato, como buen estoico que era,
escuchó sin inmutarse. Parece que el destino de Pola era producir siempre una
impresión extravagante, la cual por desgracia nunca era la justa.
Cuando
quedaron nuevamente solos, después que se comprometió con el amigo a concurrir
a cierta tienda de vestuario masculino, Amapola comentó con sorna:
-Yo creo que
tú vas a ser otro con el cambio de ropa.
A Renato le
pareció estúpido aquello. Pero no pudo resistir a la seducción de hacerla caer
en el error, dando margen, por medio de una débil negativa, a que ella
continuase creyendo dicha tontería. Empezó a jugar el eterno juego, es decir, a
desdoblar su carácter, tanto por el afán de hacerse el misterioso, como por el
deseo maligno de desconcertarla. En el fondo, siempre le había producido un
poco de asco la pretensión que tenía la gente de hacer sicología a costa suya.
Su manera de vengarse de dicho atentado era, por cierto, bastante infantil. Si,
por ejemplo, le creían perverso, de inmediato comenzaba a colorear de negra
perversidad su conducta. Ahora que Pola le había dicho que su manera de ser
cambiaría por el solo hecho adventicio de una indumentaria nueva, él la dejaría
en el error, gozando interiormente de su infantil venganza.
A pesar de la
reyerta barruntada, Pola, sin embargo, se empeñó en acompañarlo para asistir a
la mencionada metamorfosis. Renato, por su parte, tenía un mórbido interés
porque ella asistiese a aquel acto casi ritual.
Entonces
ocurrió algo extraño. Como un relámpago atravesó por su mente la idea de que
ese amigo, dilecto y providencial, merecía una retribución por aquellos
desinteresados favores que estaba prestándole. A Renato le ocurría pensar
infames mociones que, por suerte, casi nunca traducía en actos. Excesivo
contagio literario, sin duda alguna.
¿Y si le
entregara a Pola?, pensó. A mí no me va a servir de nada ahora que bien
vestido, podré dirigirme a otras. Pero, mi amigo, ¿estará dispuesto a
recibirla? Todo eso, en breve celaje mental.
Como
justificación de la veleidad moral de Renato, diremos que ambos, él y Pola, se
hallaban desde hacía dos meses en ese juego. Ella le guiñaba el ojo a alguien,
le daba pábulo a la llama, como se dice, provocando rendidas atenciones
culinarias y cuando el sujeto (hay que hablar un lenguaje clínico, como veis),
acusaba un alto grado de pasión amorosa que pudiera, llegado el caso, poner en
peligro la armonía de los dos, Renato hacía valer con patético cinismo su
presencia. No era raro, pues, que en esta oportunidad Renato quisiese repetir
el juego, con un poco de mayor audacia, si queréis, pero conservando siempre la misma forma.
Renato, era un ser lleno de escrúpulos que jugaba a ser el inescrupuloso. La
verdad es que, a pesar de todos los esfuerzos agotados en conseguirlo, su
espíritu no había podido aún desprenderse de ciertos prejuicios, inalterables
en la clase social que era la suya, esa clase media dañina y cruel que todos
conocemos. Además, tenía una excusa en su hondo subsuelo moral: el gran amor
que sentía, según ladinamente se confesaba cada vez que era necesario un
pronunciamiento en sus relaciones con Pola, por cierta persona causante de su
actual estado de pena y desazón. Por algunos días, Pola creyó inocentemente que Renato podría amarla y
estuvo, en consecuencia, a punto de enamorarse de él. Pero se estrelló contra
un ser demasiado tímido, demasiado niño, que para disimular su timidez se
arrebujaba en la oquedad de una concha pétrea y erizada de púas, como la de un
espín. Si ella hubiese tenido más experiencia o tal vez más interés, debió
tomarlo al asalto. Renato, seguramente, se habría rendido, olvidando a la
famosa autora de su desgracia y abandonando sus volubles actitudes. Pero no lo
hizo Renato, de rechazo, quedó convencido de que ella no tenía ningún especial
interés por su persona y trató, pues, de vengarse.
Otro motivo
que inducía a Renato a hacerse acompañar a la tienda por Pola, era su propio
engreimiento. Estaba persuadido de que el traje nuevo le daría tal prestancia
que ella no podría menos de derretirse como cera en su presencia. ¡Con qué
finura, con qué exquisito sarcasmo la habría rechazado, entonces! Renato estaba
desde muy pequeño acostumbrado a ese juego. Era endiabladamente sádico. Para
Renato, el amor era una lucha. ¿Qué era para Pola? Acaso una fruición, una
forma de divertirse. En todo caso, algo mucho más sano, por menos complicado y
racional, que para Renato, espíritu pervertido y un tanto enloquecido por la
miseria, la soledad y la desgracia.
Salieron
juntos a la tienda. En ella estaba el amigo, esperándoles. La elección se hizo
rápidamente. Cualquier traje daba lo mismo para el pobre Renato, que ya nadaba,
de anticipado, en ingenuo alborozo. En cuando se hubo operado la metamorfosis,
Renato, que no cabía en sí de júbilo, tuvo hasta el último el valor de ser
cruel.
-Polita, ya no
podré salir contigo más. Ahora necesito hacer conquistas.
Esto lo decía,
mirándose al espejo, no muy seguro de lo que decía. Era muy poco experto en el
amor. Demasiado absorto en sus preocupaciones literarias, casi no le había dado
tiempo al amor. Había tenido uno, eso sí, pero aquello había acabado con
sórdida frustración. El amigo, felizmente, intervino, invitándoles a comer en
cualquier restorán. Al que ellos quisiesen ir.
-Quiero,
Renato, que esta noche luzcas tu elegancia por todos los bares.
Pero el
taimado de Renato advirtió de inmediato el origen verdadero de aquella
invitación inesperada. Aunque no lo advirtiera, siempre habría procedido igual.
En esos momentos, lo único que le interesaba era el traje. Lucir aquella
maravilla era añadir una nueva satisfacción a todas las regustadas en aquel
famoso día de fines de verano. Aceptó, pues, entusiasmado, la idea, lamentando
que Pola no manifestase el mismo contento. Todo lo contrario. El rostro de la
muchacha expresaba disgusto, como si el hecho de aceptar aquella invitación le
impusiese la obligación de cumplir con algo desagradable. ¿Es que ella había
intuido el fugaz pensamiento de Renato y se sentía, en consecuencia, materia de
innoble trueque? Eso no lo sé yo, ni lo supo nunca Renato. El hecho es que su
amargura iba en aumento, como si las circunstancias le prestasen nuevos motivos
de fastidio. En un instante en que estuvieron solos, alcanzó a decirle:
-Yo me voy a
casa. Te quiero dejar solo para que hagas tus conquistitas por ahí…
Aquello
molestó muchísimo a Renato. Era extraña la facilidad con que esta mujer lo
creía malo. La famosa autora de su desgracia se le parecía un tanto en eso.
“Son todas las mujeres así”. A Renato le enojó que le creyera ingrato cuando
ésa era, precisamente, y no otra, la impresión que había querido producirle.
“Es una estúpida, pensó, ¿por quién me toma?”. Si ella en esos momentos hubiera
dulcificado el tono, suavizando la voz, Renato habría estallado de amor. Pero
Amapola se mantuvo inflexible, en actitud de permanente desafío durante todo el
resto de la comida. Aquello se tornada insoportable. El amigo, testigo inocente
de una polémica cuyas raíces desconocía, no sabía, en realidad, qué actitud
asumir; pero a fuerza de hombre práctico, rápidamente llegó a una conclusión.
Le hizo el amor en forma descarada a Pola, a pesar de que Ernesto no ocultaba
el disgusto que dicha expedición le producía.
-Eres un antivital -le había
dicho Pola-, un miserable, un egoísta, un ególatra, un ser malvado, sin
entrañas. Los prejuicios te tienen amarrado. Y te crees revolucionario. Yo no
sé cómo eres poeta, si no sabes nada de la vida. Y además eres un cínico.
Renato
prefirió no contarme lo que él contestó a esa ristra de insultos. Pero, me
dijo, “yo sabía que cada insulto que ella me dirigía era una amarra más, por lo
que continuaba provocándola con respuestas irónicas y feroces sarcasmos”.
Sin embargo,
esa noche las palabras llegaron a un límite de violencia inhabitual. Es cierto
que acostumbraban a insultarse todos los días, pero siempre aquello había sido
a solas, sin testigo, en un rincón del bar inglés que frecuentaban. El célebre “Red
and Green”.
Después de
aquella riña salieron a la calle. La noche, vernal y casi clara bajo la luz de
la luna, invitada a quedarse al descubierto. A poco andar por un paseo público,
se sentaron en un banco. De pronto Pola continuó la acalorada disputa. El amigo
la interrumpió.
-¿Por qué no
te vas, Renato? Quiero estar solo con Pola.
Renato miró a
Pola, esperando su decisión, pero ella hurtó la mirada para escapar a la
obligación de responder la muda pregunta. Renato comprendió. Saludó, pues, y se
fue. Esta vez el juego había dado un resultado diferente. Y no porque allí
actuase por primera vez la seducción inesperada de un extraño, y Renato eso lo
sabía muy bien, sino porque algo, un pequeño recorte del voluble mecanismo no había
querido funcionar. Esta vez Amapola se quedó con el extraño y él, Renato
Garmendia, autor de poemas exaltados por la crítica de muchos países, debería regresar
a casa, con su traje nuevo, es cierto, pero con la fea conciencia de una cosa,
de que Amapola se había derrumbado. Él sabía que allí, a sus espaldas,
ocurriría lo que él quiso, mitad en burla, mitad en serio, que ocurriera
mientras esperaban al amigo en el café. Pero es que, sobre esa malsana
volubilidad de su pensamiento, estaba su fe en Pola y esta fe en Pola, Pola
misma se había encargado de quebrantarla. ¿Valía aquello un traje nuevo? ¿No
era, acaso, un precio demasiado alto que el destino le exigía? Es cierto que la
había mantenido en permanente inestabilidad de sentimientos. Tan pronto la
hacía objeto de gentiles atenciones, tan pronto la hería con crueldad. Pero
todo aquello lo hacía porque la imaginaba pura en su desgracia. Y he aquí que…
Bueno. Se tendió en la cama y trató de no pensar más en todo eso. Pensó en su
traje nuevo, en sus zapatos nuevos, en su camisa nueva. Deseó intensamente que
llegase la aurora para lucir aquellas prendas. A pesar de todo, la jornada no había
sido del todo mala. Aunque aquello de Pola pusiese un poco de impureza en el
oro de aquel día.
Como sus
relaciones con Pola habían sido simples, él ignoraba las misteriosas
posibilidades que encerraba el alma de la muchacha. Sus versos no le habían parecido
del todo malos y hasta los había elogiado públicamente en diarios y revistas.
Aunque literariamente le interesaba poco, justo era reconocer el extraño
parecido que ella guardaba con él. Además, ¿dónde hallar otro hombro donde
llorar, después de la defección de casi todos sus amigos? Ella era una
camarada, casi una hermana. Aunque parezca increíble, una hermana, a pesar de
todo.
El mismo amigo
de la aventura, más tarde le dijo:
En ustedes, el
amor estuvo a punto de aparecer. ¡Eran un par de truhanes muy parecidos! Pero
la vida sórdida se encargó de impedir que aquello apareciese. Por eso se
insultan. Ni el uno, ni el otro se pueden perdonar la miseria, la desgracia,
como tampoco la falta de solidez moral en que se apoyan.
Todo eso lo
sabía Renato esa misma noche. Por eso al día siguiente, cuando de nuevo la vio,
le pareció que era una extranjera. Porque estaba viendo su propia imagen, la
creyó perversa. Desde entonces, aunque continuó viéndola… pero eso es motivo de
otro relato. Quizás alguna vez lo pueda hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario