miércoles, 23 de mayo de 2012

Teófilo Cid - El traje nuevo.




El traje nuevo.


Había estado gran parte del día mirando sus viejos zapatos gastados. El izquierdo tenía, a la altura del dedo gordo, un horrible tajo que dejaba ver parte del calcetín; el derecho también amenazaba rasgarse. La noche anterior la había invertido en repasar los agujeros de los pantalones de su envejecido traje, manchado y descocido en varios puntos. Durante semanas venía observando el progresivo deterioro de su indumentaria, sin conseguir, no obstante todos sus esfuerzos, remplazarla por otra más de acuerdo a su antigua posición social y la de sus amigos. En verdad, la misma Pola se veía mucho mejor que él, con su vieja blusita de verano y su boina estilo Montparnasse. Incluso, ella marchaba a parejas con el verano, que fluía en forma ardorosa por el caño del tiempo. Él, en cambio, se veía atrozmente anacrónico, embutido en aquel traje negro que acusaba inveterada negligencia y excesivo, eso sí, más que nada, excesivo uso. Era inútil, ahora, escobillar tan seboso pelaje. Y los zapatos… ¿qué hacer con los zapatos? Una de aquellas noches se había industriado un trozo de hilo y con una aguja de coser, de esas corrientes, trató de suturar la herida abierta en el cuero. Dicho trabajo, a la postre, resultó inútil, porque el hilo era demasiado frágil.

Para que el caso fuese más grave, antes había sido, sino rico, por lo menos de holgada subsistencia. Había vestido como todo el mundo y hasta gozado de un inmerecido, es cierto, prestigio de hombre elegante. Esta circunstancia contribuía a aumentar su amargura, poniéndole en constante situación de brega consigo mismo. Y el pobre ya tenía otras razones por las cuales sufrir, espantosas razones que no estoy autorizado para contar, pero que el lector irá adivinando a través del relato. Lo único que puedo decir es que un grave fracaso sentimental, unido a un brusco trastorno económico, lo llevó a un tal extremo estado de perplejidad que se sentía incapaz de hacer nada útil, fuera de beber, desordenadamente, hasta la madrugada, en mesones deplorables y abyectos. Una tenue abulia, tenue al principio desde luego, encarcelaba su espíritu en una especie de turbión de pereza y falta de voluntad. Parece que ya nada quería con la vida, a pesar de que aún era joven y que muchas personas, algunas de notable prestigio, le auguraban un brillante porvenir, como se dice, en las letras. Pero él creía muy poco en esas cosas y despreciaba ese brillante porvenir, solicitado según se sabe, por mucha gente poco apta. Le bastaba, para vivir, con la conciencia de su propia desgracia. Claro está que continuaba escribiendo; pero lo hacía movido solamente por la inercia adquirida en una labor intensa de largos años. Estaba, además, profundamente decepcionado de sus amigos. Éstos se negaban a comprender sus actitudes. Les reprochaba el que no pudiesen advertir en su extraño caso, un caso excepcional de mala suerte. Como lo veían fuerte aún, con la fuerza que nace del orgullo y de la desesperación, no tomaban en cuenta su silencioso sufrimiento. Habían tenido una sonrisa irónica para sus amores desgraciados y, en vez de socorrerlo, le responsabilizaban, cruelmente, de la pérdida de su fortuna. Pero todo había marchado unido. Ellos, sus amigos, no podían comprender, así lo imaginaba él al menos, que la desgracia cuando su arroja su sombra no acostumbra a regatearse. Resultaba, pues, inútil acercarse a los antiguos amigos.

Como era un hombre sociable y conversador, y así lo son en su mayoría los poetas, adquirió la costumbre de situarse en un café de la calle más populosa de la ciudad. Allí conoció personas que, sin duda alguna, no pertenecían al círculo de sus intereses intelectuales anteriores. Ellas, sin embargo, dieron pábulo a la llama de su espíritu, suministrándole incesantes motivos de polémica y conversación.

En aquel café, entre otros literatos, había conocido a Pola, una extraña mujercita que escribía versos, no del todo malos. La fatalidad los unió en una especie de sagrada familia de la bohemia subalterna de la ciudad. Juntos exploraron la región saturada de vicios de los bares y, como alguien lo dijo, no muy afortunado es cierto, juntos descendieron los musgosos peldaños que bajan al infierno. Ellos creían desempeñar un hermoso papel, pero, la verdad es que inspiraban lástima.

-Mira tú –le decía un amigo a otro- ahí va el poeta y su poetisa. Mientras ella pide plata prestada, él pone una cara de yeso que da miedo.

Y ésa era la verdad. Mientras ella socaliñaba los bolsillos, ya sea vendiendo su libro de poemas o, sencillamente solicitando dinero en préstamo, él, Renato Garmendia, autor de Campos arados, se quedaba a algunos metros de distancia, escudriñando, en actitud soñadora, la musaraña más próxima. Ella, entonces, corría hacia él, con el dinero aún en las manos, y se sumergían, de inmediato, en la marea húmeda de la calle.

El calor en la ciudad esparcía trémulos oleajes. Como los restoranes permanecían abiertos hasta muy tarde de la noche, su fuga tenía, al parecer, un carácter de inocencia. Pero la inocencia no era posible ya. Desde el fondo de la sentina en que Renato y Pola se hallaban sumergidos, subía un efluvio conturbador, maligno, casi mágico.

Muy pronto, los contertulios del café advirtieron aquella exclusivista familiaridad. Los comentarios afilaron sus arpones y la pareja quedó clavada bajo el rótulo de amantes. Cuando se les veía salir en dirección desconocida, pérfida sonrisa afloraba en más de un rostro. “No. Eso estaba muy claro. Ambos eran amantes. Era imposible que Renato, de poco más de treinta años, y Pola, que aún no cumplía veintidós, mantuviesen una camaradería que no estuviese aligerada por uno que otro desahogo físico…”.

Pero, los que pensaban así, estaban enloquecidos. Un error de sicología como hay muchos, ya sabéis. La conjetura, en verdad, estaba bien fundada. Renato era joven y no del todo mal parecido. Pola era una muchacha bastante buenamoza. Se juntaban todos los días y especialmente a horas de vaga nocturnidad. ¿Qué hacían? Bueno, claro, eso no dejaba lugar a dudas. ¡Pobres sicólogos de almanaque! Ellos no hacían nada. Según me ha contado Renato, bebían y jugaban al dominó y a otros estúpidos juegos de restorán. Ni siquiera se hablaban y si se hablaban era para pelearse como un par de endemoniados. Enterraban las noches en meticulosos cálculos económicos, escribiendo, febricientes, angustiosas cifras en el dorso de las cuentas de los bares. Lo discutían todo, porque estaban amargados y hambrientos. Todo eso impidió, en ellos, que el amor proliferase. La miseria lo ahogó en el instante mismo que pudo florecer. La miseria y… el carácter verdaderamente horrible de Renato.

Ahora estaba en el café, desde las tres de la tarde, escudado del sol por una pilastra, esperando a un amigo que lo había citado para las seis en punto. Ese amigo, providencial, le había prometido regalarle un traje y un par de zapatos nuevos. Estaba ansioso de que el reloj anunciase la hora consabida; el corazón le latía entre el recelo y la esperanza. Para ocultar esa inquietud, se había parapetado, como una bestia al acecho, detrás de esa columna. Sentía el alborozo de un niño chico. ¿Qué haría con el traje nuevo? ¿Con esos zapatos que reemplazarían a los que en forma recalcitrante llevaba puestos? Desde luego, cambiar de vida. Eso no admitía discusión. ¡Qué felicidad!

En eso estaba, cuando en vez del amigo, junto con marcar el reloj las seis de la tarde, apareció Amapola en el umbral de la puerta exterior. No pudo evitar, al verla, un insignificante mohín de disgusto.

-¿Qué te pasa? ¿Molesto?

Tenía la cara muy próxima a la suya. Los pardos ojos brillaban de cólera. En realidad, era terrible Amapola, furiosa. Asustado, le explicó, apresuradamente, lo que iba a suceder dentro de breves minutos. Pola demostró intenso júbilo al saberlo. Nunca supo, no obstante, Renato, lo que realmente sucedió en el espíritu de la muchacha en aquellos momentos pero quiso adivinar, en todo caso, en sus ojos, un leve, aunque reprimido destello de contrariedad. No pudo, sin embargo, detenerse a examinar la índole de aquel destello, muy ínfimo por otra parte, pues en este instante ella se retiró para dejarlo a solas con el amigo providencial que acababa de llegar. Había tenido la peregrina idea de acompañarlos; pero Renato quiso antes consultarlo con el recién llegado. En estando a solas, el amigo le preguntó si ella era su amante. Al escuchar la negativa, el próvido amigo hizo un comentario desagradable que Renato, como buen estoico que era, escuchó sin inmutarse. Parece que el destino de Pola era producir siempre una impresión extravagante, la cual por desgracia nunca era la justa.

Cuando quedaron nuevamente solos, después que se comprometió con el amigo a concurrir a cierta tienda de vestuario masculino, Amapola comentó con sorna:

-Yo creo que tú vas a ser otro con el cambio de ropa.

A Renato le pareció estúpido aquello. Pero no pudo resistir a la seducción de hacerla caer en el error, dando margen, por medio de una débil negativa, a que ella continuase creyendo dicha tontería. Empezó a jugar el eterno juego, es decir, a desdoblar su carácter, tanto por el afán de hacerse el misterioso, como por el deseo maligno de desconcertarla. En el fondo, siempre le había producido un poco de asco la pretensión que tenía la gente de hacer sicología a costa suya. Su manera de vengarse de dicho atentado era, por cierto, bastante infantil. Si, por ejemplo, le creían perverso, de inmediato comenzaba a colorear de negra perversidad su conducta. Ahora que Pola le había dicho que su manera de ser cambiaría por el solo hecho adventicio de una indumentaria nueva, él la dejaría en el error, gozando interiormente de su infantil venganza.

A pesar de la reyerta barruntada, Pola, sin embargo, se empeñó en acompañarlo para asistir a la mencionada metamorfosis. Renato, por su parte, tenía un mórbido interés porque ella asistiese a aquel acto casi ritual.

Entonces ocurrió algo extraño. Como un relámpago atravesó por su mente la idea de que ese amigo, dilecto y providencial, merecía una retribución por aquellos desinteresados favores que estaba prestándole. A Renato le ocurría pensar infames mociones que, por suerte, casi nunca traducía en actos. Excesivo contagio literario, sin duda alguna.

¿Y si le entregara a Pola?, pensó. A mí no me va a servir de nada ahora que bien vestido, podré dirigirme a otras. Pero, mi amigo, ¿estará dispuesto a recibirla? Todo eso, en breve celaje mental.

Como justificación de la veleidad moral de Renato, diremos que ambos, él y Pola, se hallaban desde hacía dos meses en ese juego. Ella le guiñaba el ojo a alguien, le daba pábulo a la llama, como se dice, provocando rendidas atenciones culinarias y cuando el sujeto (hay que hablar un lenguaje clínico, como veis), acusaba un alto grado de pasión amorosa que pudiera, llegado el caso, poner en peligro la armonía de los dos, Renato hacía valer con patético cinismo su presencia. No era raro, pues, que en esta oportunidad Renato quisiese repetir el juego, con un poco de mayor audacia, si queréis,  pero conservando siempre la misma forma. Renato, era un ser lleno de escrúpulos que jugaba a ser el inescrupuloso. La verdad es que, a pesar de todos los esfuerzos agotados en conseguirlo, su espíritu no había podido aún desprenderse de ciertos prejuicios, inalterables en la clase social que era la suya, esa clase media dañina y cruel que todos conocemos. Además, tenía una excusa en su hondo subsuelo moral: el gran amor que sentía, según ladinamente se confesaba cada vez que era necesario un pronunciamiento en sus relaciones con Pola, por cierta persona causante de su actual estado de pena y desazón. Por algunos días, Pola creyó  inocentemente que Renato podría amarla y estuvo, en consecuencia, a punto de enamorarse de él. Pero se estrelló contra un ser demasiado tímido, demasiado niño, que para disimular su timidez se arrebujaba en la oquedad de una concha pétrea y erizada de púas, como la de un espín. Si ella hubiese tenido más experiencia o tal vez más interés, debió tomarlo al asalto. Renato, seguramente, se habría rendido, olvidando a la famosa autora de su desgracia y abandonando sus volubles actitudes. Pero no lo hizo Renato, de rechazo, quedó convencido de que ella no tenía ningún especial interés por su persona y trató, pues, de vengarse.

Otro motivo que inducía a Renato a hacerse acompañar a la tienda por Pola, era su propio engreimiento. Estaba persuadido de que el traje nuevo le daría tal prestancia que ella no podría menos de derretirse como cera en su presencia. ¡Con qué finura, con qué exquisito sarcasmo la habría rechazado, entonces! Renato estaba desde muy pequeño acostumbrado a ese juego. Era endiabladamente sádico. Para Renato, el amor era una lucha. ¿Qué era para Pola? Acaso una fruición, una forma de divertirse. En todo caso, algo mucho más sano, por menos complicado y racional, que para Renato, espíritu pervertido y un tanto enloquecido por la miseria, la soledad y la desgracia.

Salieron juntos a la tienda. En ella estaba el amigo, esperándoles. La elección se hizo rápidamente. Cualquier traje daba lo mismo para el pobre Renato, que ya nadaba, de anticipado, en ingenuo alborozo. En cuando se hubo operado la metamorfosis, Renato, que no cabía en sí de júbilo, tuvo hasta el último el valor de ser cruel.

-Polita, ya no podré salir contigo más. Ahora necesito hacer conquistas.

Esto lo decía, mirándose al espejo, no muy seguro de lo que decía. Era muy poco experto en el amor. Demasiado absorto en sus preocupaciones literarias, casi no le había dado tiempo al amor. Había tenido uno, eso sí, pero aquello había acabado con sórdida frustración. El amigo, felizmente, intervino, invitándoles a comer en cualquier restorán. Al que ellos quisiesen ir.

-Quiero, Renato, que esta noche luzcas tu elegancia por todos los bares.

Pero el taimado de Renato advirtió de inmediato el origen verdadero de aquella invitación inesperada. Aunque no lo advirtiera, siempre habría procedido igual. En esos momentos, lo único que le interesaba era el traje. Lucir aquella maravilla era añadir una nueva satisfacción a todas las regustadas en aquel famoso día de fines de verano. Aceptó, pues, entusiasmado, la idea, lamentando que Pola no manifestase el mismo contento. Todo lo contrario. El rostro de la muchacha expresaba disgusto, como si el hecho de aceptar aquella invitación le impusiese la obligación de cumplir con algo desagradable. ¿Es que ella había intuido el fugaz pensamiento de Renato y se sentía, en consecuencia, materia de innoble trueque? Eso no lo sé yo, ni lo supo nunca Renato. El hecho es que su amargura iba en aumento, como si las circunstancias le prestasen nuevos motivos de fastidio. En un instante en que estuvieron solos, alcanzó a decirle:

-Yo me voy a casa. Te quiero dejar solo para que hagas tus conquistitas por ahí…

Aquello molestó muchísimo a Renato. Era extraña la facilidad con que esta mujer lo creía malo. La famosa autora de su desgracia se le parecía un tanto en eso. “Son todas las mujeres así”. A Renato le enojó que le creyera ingrato cuando ésa era, precisamente, y no otra, la impresión que había querido producirle. “Es una estúpida, pensó, ¿por quién me toma?”. Si ella en esos momentos hubiera dulcificado el tono, suavizando la voz, Renato habría estallado de amor. Pero Amapola se mantuvo inflexible, en actitud de permanente desafío durante todo el resto de la comida. Aquello se tornada insoportable. El amigo, testigo inocente de una polémica cuyas raíces desconocía, no sabía, en realidad, qué actitud asumir; pero a fuerza de hombre práctico, rápidamente llegó a una conclusión. Le hizo el amor en forma descarada a Pola, a pesar de que Ernesto no ocultaba el disgusto que dicha expedición le producía.

-Eres un antivital -le había dicho Pola-, un miserable, un egoísta, un ególatra, un ser malvado, sin entrañas. Los prejuicios te tienen amarrado. Y te crees revolucionario. Yo no sé cómo eres poeta, si no sabes nada de la vida. Y además eres un cínico.

                Renato prefirió no contarme lo que él contestó a esa ristra de insultos. Pero, me dijo, “yo sabía que cada insulto que ella me dirigía era una amarra más, por lo que continuaba provocándola con respuestas irónicas y feroces sarcasmos”.

Sin embargo, esa noche las palabras llegaron a un límite de violencia inhabitual. Es cierto que acostumbraban a insultarse todos los días, pero siempre aquello había sido a solas, sin testigo, en un rincón del bar inglés que frecuentaban. El célebre “Red and Green”.

Después de aquella riña salieron a la calle. La noche, vernal y casi clara bajo la luz de la luna, invitada a quedarse al descubierto. A poco andar por un paseo público, se sentaron en un banco. De pronto Pola continuó la acalorada disputa. El amigo la interrumpió.

-¿Por qué no te vas, Renato? Quiero estar solo con Pola.

Renato miró a Pola, esperando su decisión, pero ella hurtó la mirada para escapar a la obligación de responder la muda pregunta. Renato comprendió. Saludó, pues, y se fue. Esta vez el juego había dado un resultado diferente. Y no porque allí actuase por primera vez la seducción inesperada de un extraño, y Renato eso lo sabía muy bien, sino porque algo, un pequeño recorte del voluble mecanismo no había querido funcionar. Esta vez Amapola se quedó con el extraño y él, Renato Garmendia, autor de poemas exaltados por la crítica de muchos países, debería regresar a casa, con su traje nuevo, es cierto, pero con la fea conciencia de una cosa, de que Amapola se había derrumbado. Él sabía que allí, a sus espaldas, ocurriría lo que él quiso, mitad en burla, mitad en serio, que ocurriera mientras esperaban al amigo en el café. Pero es que, sobre esa malsana volubilidad de su pensamiento, estaba su fe en Pola y esta fe en Pola, Pola misma se había encargado de quebrantarla. ¿Valía aquello un traje nuevo? ¿No era, acaso, un precio demasiado alto que el destino le exigía? Es cierto que la había mantenido en permanente inestabilidad de sentimientos. Tan pronto la hacía objeto de gentiles atenciones, tan pronto la hería con crueldad. Pero todo aquello lo hacía porque la imaginaba pura en su desgracia. Y he aquí que… Bueno. Se tendió en la cama y trató de no pensar más en todo eso. Pensó en su traje nuevo, en sus zapatos nuevos, en su camisa nueva. Deseó intensamente que llegase la aurora para lucir aquellas prendas. A pesar de todo, la jornada no había sido del todo mala. Aunque aquello de Pola pusiese un poco de impureza en el oro de aquel día.

Como sus relaciones con Pola habían sido simples, él ignoraba las misteriosas posibilidades que encerraba el alma de la muchacha. Sus versos no le habían parecido del todo malos y hasta los había elogiado públicamente en diarios y revistas. Aunque literariamente le interesaba poco, justo era reconocer el extraño parecido que ella guardaba con él. Además, ¿dónde hallar otro hombro donde llorar, después de la defección de casi todos sus amigos? Ella era una camarada, casi una hermana. Aunque parezca increíble, una hermana, a pesar de todo.

El mismo amigo de la aventura, más tarde le dijo:

En ustedes, el amor estuvo a punto de aparecer. ¡Eran un par de truhanes muy parecidos! Pero la vida sórdida se encargó de impedir que aquello apareciese. Por eso se insultan. Ni el uno, ni el otro se pueden perdonar la miseria, la desgracia, como tampoco la falta de solidez moral en que se apoyan.

Todo eso lo sabía Renato esa misma noche. Por eso al día siguiente, cuando de nuevo la vio, le pareció que era una extranjera. Porque estaba viendo su propia imagen, la creyó perversa. Desde entonces, aunque continuó viéndola… pero eso es motivo de otro relato. Quizás alguna vez lo pueda hacer.

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