Una
tarde por el ancho rumor de Montparnasse
por
ese aire de provincia tan confianzudo y claro
–cada
ventana paga su pedazo de sol con una canción-,
anduve
bebiendo el buen vino rojo y alegre como una canción,
rojo
y alegre como una revolución.
Y
entonces, pensé: ¿qué haré ahora de mi vida?
Tengo
dos amigos, un saxofonista y un vendedor de globos.
Ellos
me han dicho: viene el invierno y eso es terrible.
Los
gatos se calientan al sol pero un hombre necesita
de
la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer
siquiera
dos veces a la semana.
Algunas
mujeres me han detenido en Montmartre
pero
me piden cigarrillos y cien francos
y
yo solo puedo darles ágiles besos casi inéditos
y
hablarles de mi país sin que ellas me comprendan
y
decirles que Blanca Luz está en Méjico
sin
que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.
Una
noche bajo la vieja luna de París degollada en los techos
–la
luna que alumbra a los enamorados y a los cobardes–
yo
vi cómo en un alto balcón
se
amaban un muchacho y una muchacha.
Vengo
de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de
Buenos Aires que es tres veces más grande que París
y
tres veces más pequeña.
Y
aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla
sean
productos perfectamente europeos
soy
triste y cordial como un legítimo argentino.
Diría:
soy un pobre muchacho abandonado aquí
como
una valija rotulada en todas las aduanas del mundo
y
quisiera irme al Turkestán porque Turkestán es una bonita palabra
y
mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán.
Pero
si yo pudiera llevar a la práctica algo que hace días reflexiono:
¡Ponerme
a gritar sobre la Torre Eiffel con afilados gritos
para
que venga una mujer y me ame!
¿Conocen
ustedes el Neuquén?
Allí
hay cabañas de troncos de árboles
y
pulperías en donde venden conejillos y libros de Maurice Dekobra.
¿Y
Tucumán? En Tucumán solo puede buscarse
la
noche en los ojos de sus
mujeres
y las guitarras de sonoras y floridas parecen patios.
¿Y
Mendoza? En Mendoza los niños saben cantar
porque
han nacido al borde de las acequias.
¿Y
La Rioja? Yo anduve por ahí adolescente y barbudo como un gitano
y
gané una elección con cincuenta pesos y una vaca,
absorto,
como Buster Keaton.
¿Y
Santa Fe? En Santa Fe viví treinta días en un convento
con
ocho frailes franciscanos que iban doblándose hacia el suelo.
Los
duendes venían hasta mi cuarto trayéndome briznas de sol
y
por la noche se ocultaban en las hornacinas
para
hacerles señas a los perros sin dueño y a los viajeros extraviados.
Nosotros
tenemos además estaciones abandonadas, pozos de petróleo
y
escuelas rurales, como en los cuentos de Bret Harte.
Pero
lo que no tenemos es la alegría verdaderamente constante,
la
risa verdaderamente pura,
el
corazón verdaderamente libre.
Y
no se hable de mi corazón.
Yo
quisiera
anunciar
la función de los circos
dando
puñetazos a las estrellas rojas.
Yo
quisiera escupir los vidrios de un expreso de lujo
para
que rabien los millonarios.
Yo
quisiera interrumpir todas las comunicaciones telefónicas
para
ver si encuentro una palabra, una sola palabra para mí
y
abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien
una
sola persona tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí.
Yo
quisiera explotar una bomba, derrocar un gobierno,
hacer
una revolución con mis manos amigas del
cristal,
de la luz, de la caricia
–destruir
todas la tiendas de los burgueses
y
todas la academias del mundo–
y
hacerme un cinturón bravío de rutas
inverosímiles
como Alain Gerbault
para
que venga Blanca Luz y me ame.