José
Santos González Vera (1897-1970) en Revista Claridad Vol. 3 N°78, 1922.
La
costumbre es una cosa tremenda. Hasta para suicidarse las personas buscan un
sitio que no sea de mal tono. Es de mal tono lo incorrecto e incorrecto, lo
desacostumbrado. Lo natural es que se elija un sitio donde otros se hayan
suicidado. Así se prestigian los vencidos por la desesperación y así se
consagra el lugar. Antes, cuando el suicidio era un acto de lujo, la gente se
suicidaba en cualquier parte: se tiraba a un estanque, se tendía en la vía
férrea, se cortaba las venas, se tragaba una dosis de sublimado, se ahorcaba o
se baleaba la sien. En esa época para suicidarse era menester cierta
independencia económica. Se necesitaba algún tiempo para determinar la forma de
suicidio; era indispensable comprarse un traje negro, adquirir una pistola
legítima o conseguir venenos auténticos. Los pobres estaban condenados a vivir.
Por falta de recursos no podían balearse, envenenarse, cortarse las venas o
ahorcarse. Cuando estaban demasiado aburridos se ponían en los rieles; pero a
lo mejor el tren no pasaba o eran sorprendidos. En este último caso además de
sufrir una contrariedad, recibían palizas y carcelazos. Esta injusticia,
derivada del régimen capitalista, se extinguió cuando algunos suicidas bien
inspirados, dieron en la democrática treta de cumplir su objetivo tirándose por
la muralla del cerro Santa Lucía que da a la calle del mismo nombre. Ahora el
suicidio está al alcance de todas las personas. Los pobres, en lo que a este
asunto se refiere, no tienen de qué quejarse.
Los
días de trabajo con diez centavos quien quiera puede subir al cerro y llegar a
la muralla de los suicidas. El paisaje es delicioso. Los pajarillos cantan
desde el alba hasta la noche. Se asciende por un caminito muy bien cuidado. A
medio camino hay bancos rodeados de enredaderas. Si se camina con ánimo
contemplativo, los espectáculos no faltan. A un lado se extiende la masa del
cerro con sus árboles, sus flores, sus fuentes y sus monumentos. Desde el misterio
de las hojas, llegan mil y mil murmullos; a veces se oyen risas de mujer o
lejanos sonidos de campana. Es muy posible que esta clase de espectáculos no
agrade a ciertas personas. En ese caso puede el interesado mirar en sentido
contrario. La ciudad avanza con sus miles de edificios hasta el horizonte. Se
elevan las torres de las iglesias. Sus cruces, si el paseante es católico,
pueden recordarle que Dios aún existe y si no lo es, pueden sugerirle la idea
de que simbolizan la mentira. El paseante, sin esfuerzo, verá las infinitas
chimeneas que empañan con su humo la limpidez del cielo. Y podrá pensar que el
trabajo tal como se realiza, es el pulpo de los hombres. La ciudad le evocará
todo su pasado. Verá a sus queridas, a sus amigos, a su familia. Pensará en sus
luchas, en sus sueños no realizados, en su historia. Y habrá llegado a la
muralla anhelada. Mirará por última vez a los hombres que se afanan en bajos
menesteres y sonreirá con una sonrisa heroica. El hombre que va a morir, puede
pensar, si en ello encuentra algún placer, que con su muerte la humanidad
sufrirá una pérdida irreparable.
La
muralla de los suicidas permanece siempre en un espléndido aislamiento. Su
misma fama la hace inaccesible a cuantos no sienten sinceramente el encomiable
deseo de suicidarse. Los paseantes para no obsesionarse con la idea de término,
prefieren andar por otros caminos, y los guardianes guiados por el noble
propósito de cumplir con su deber durante muchos años, imitan a los paseantes.
Puede pues, el joven o el anciano cansado de vivir, llegar hasta ese lugar de
liberación. Ningún obstáculo se opondrá a su paso, ninguna circunstancia
amenguará su determinación. Además de todas las ventajas pálidamente
enumeradas, la muralla de los suicidas, puede decirse que está en pleno centro.
Apenas el suicida se lanza a la calle, todo el mundo se da cuenta del hecho y
forma el escándalo del caso. En seguida acude el carro de la Prefectura y carga
los despojos. Los reportes también son informados al momento. Los diarios al
siguiente día dan la noticia con toda suerte de detalles. No se puede negar que
la muralla reúne todas las condiciones.
Aún
más. Si el suicida es aficionado a la publicidad puede liquidarse en la mañana.
Así conseguirá que los diarios de la tarde den cuenta del hecho a dos columnas.
Amén.
González Vera.
P.
S. –Las personas que no posean diez centavos pueden aprovechar el día Domingo.
La entrada es gratuita.
(La Muralla de los Suicidas, 1910)
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