miércoles, 7 de agosto de 2013

José Santos González Vera - La Muralla de los Suicidas.



José Santos González Vera (1897-1970) en Revista Claridad Vol. 3 N°78, 1922.


La costumbre es una cosa tremenda. Hasta para suicidarse las personas buscan un sitio que no sea de mal tono. Es de mal tono lo incorrecto e incorrecto, lo desacostumbrado. Lo natural es que se elija un sitio donde otros se hayan suicidado. Así se prestigian los vencidos por la desesperación y así se consagra el lugar. Antes, cuando el suicidio era un acto de lujo, la gente se suicidaba en cualquier parte: se tiraba a un estanque, se tendía en la vía férrea, se cortaba las venas, se tragaba una dosis de sublimado, se ahorcaba o se baleaba la sien. En esa época para suicidarse era menester cierta independencia económica. Se necesitaba algún tiempo para determinar la forma de suicidio; era indispensable comprarse un traje negro, adquirir una pistola legítima o conseguir venenos auténticos. Los pobres estaban condenados a vivir. Por falta de recursos no podían balearse, envenenarse, cortarse las venas o ahorcarse. Cuando estaban demasiado aburridos se ponían en los rieles; pero a lo mejor el tren no pasaba o eran sorprendidos. En este último caso además de sufrir una contrariedad, recibían palizas y carcelazos. Esta injusticia, derivada del régimen capitalista, se extinguió cuando algunos suicidas bien inspirados, dieron en la democrática treta de cumplir su objetivo tirándose por la muralla del cerro Santa Lucía que da a la calle del mismo nombre. Ahora el suicidio está al alcance de todas las personas. Los pobres, en lo que a este asunto se refiere, no tienen de qué quejarse.

Los días de trabajo con diez centavos quien quiera puede subir al cerro y llegar a la muralla de los suicidas. El paisaje es delicioso. Los pajarillos cantan desde el alba hasta la noche. Se asciende por un caminito muy bien cuidado. A medio camino hay bancos rodeados de enredaderas. Si se camina con ánimo contemplativo, los espectáculos no faltan. A un lado se extiende la masa del cerro con sus árboles, sus flores, sus fuentes y sus monumentos. Desde el misterio de las hojas, llegan mil y mil murmullos; a veces se oyen risas de mujer o lejanos sonidos de campana. Es muy posible que esta clase de espectáculos no agrade a ciertas personas. En ese caso puede el interesado mirar en sentido contrario. La ciudad avanza con sus miles de edificios hasta el horizonte. Se elevan las torres de las iglesias. Sus cruces, si el paseante es católico, pueden recordarle que Dios aún existe y si no lo es, pueden sugerirle la idea de que simbolizan la mentira. El paseante, sin esfuerzo, verá las infinitas chimeneas que empañan con su humo la limpidez del cielo. Y podrá pensar que el trabajo tal como se realiza, es el pulpo de los hombres. La ciudad le evocará todo su pasado. Verá a sus queridas, a sus amigos, a su familia. Pensará en sus luchas, en sus sueños no realizados, en su historia. Y habrá llegado a la muralla anhelada. Mirará por última vez a los hombres que se afanan en bajos menesteres y sonreirá con una sonrisa heroica. El hombre que va a morir, puede pensar, si en ello encuentra algún placer, que con su muerte la humanidad sufrirá una pérdida irreparable.

La muralla de los suicidas permanece siempre en un espléndido aislamiento. Su misma fama la hace inaccesible a cuantos no sienten sinceramente el encomiable deseo de suicidarse. Los paseantes para no obsesionarse con la idea de término, prefieren andar por otros caminos, y los guardianes guiados por el noble propósito de cumplir con su deber durante muchos años, imitan a los paseantes. Puede pues, el joven o el anciano cansado de vivir, llegar hasta ese lugar de liberación. Ningún obstáculo se opondrá a su paso, ninguna circunstancia amenguará su determinación. Además de todas las ventajas pálidamente enumeradas, la muralla de los suicidas, puede decirse que está en pleno centro. Apenas el suicida se lanza a la calle, todo el mundo se da cuenta del hecho y forma el escándalo del caso. En seguida acude el carro de la Prefectura y carga los despojos. Los reportes también son informados al momento. Los diarios al siguiente día dan la noticia con toda suerte de detalles. No se puede negar que la muralla reúne todas las condiciones.

Aún más. Si el suicida es aficionado a la publicidad puede liquidarse en la mañana. Así conseguirá que los diarios de la tarde den cuenta del hecho a dos columnas. Amén.

                                                                                                                                       González Vera.

P. S. –Las personas que no posean diez centavos pueden aprovechar el día Domingo. La entrada es gratuita.


(La Muralla de los Suicidas, 1910)

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