«Antes, si mal
no recuerdo, mi vida era un festín donde se
abrían todos los
corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, me
senté a la Belleza en las rodillas. — Y la
hallé amarga. —
Y la insulté.
Me armé contra
la justicia.
Me escapé. ¡Oh
bujas, oh miseria, oh odio! ¡A vosotros le
confió mi
tesoro!
Logré que se
desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza
humana. Contra
toda alegría, para estrangularla, di el salto sin
ruido del animal
feroz.
Llamé a los
verdugos para, mientras perecía, morder las
culatas de sus
fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la
arena, la
sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo.
Me sequé al aire
del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la
locura.
Y la primavera
me trajo la horrorosa risa del idiota.
Habiendo estado
hace muy poco a punto de soltar el último
¡cuac!, se me
ocurrió buscar la clave del festín antiguo, donde
había tal vez de
recobrar el apetito.
La caridad es la
clave. — ¡Esta inspiración demuestra que
soñé!
«Seguirás siendo
hiena, etc.», exclama el demonio que me
coronó de tan
amables adormideras. «Gana la muerte con todos
tus apetitos, y
tu egoísmo y todos los pecados capitales.»
¡Ah! Ya aguanté
demasiado — Pero, querido Satán, te lo
suplico, ¡menos
irritación en la pupila! Y mientras llegan las
pequeñas
cobardías rezagadas, tú que aprecias en el escritor la
carencia de
facultades descriptivas o instructivas, te arranco
unos cuantos
asquerosos pliegos de mi cuaderno de condenado.
Mala sangre
Tengo de mis
antepasados galos el ojo azul pálido, el cerebro
estrecho y la
torpeza en la lucha. Hallo mi vestimenta tan bárbara
como la suya.
Pero yo no me unto la cabellera con manteca.
Los galos eran
los desolladores de animales, los quemadores
de hierba más
ineptos de su tiempo.
De ellos tengo:
la idolatría y el amor al sacrilegio; — ¡oh!
todos los
vicios, cólera, lujuria— magnífica, la lujuria; —en
especial,
mentira y pereza.
Me espantan
todos los oficios. Maestros y obreros, todos
campesinos,
innobles. La mano de pluma vale igual que la
mano de arado.—
¡Qué siglo de manos! — Nunca tendré mi
mano. Luego, la
domesticidad conduce demasiado lejos. La
honradez de la
mendicidad me desconsuela. Los criminales
repugnan como
castrados: yo estoy intacto, y me da lo mismo.
Pero, ¿quién me
hizo tan pérfida la lengua, que hasta aquí
haya guiado,
salvaguardándola, mi pereza? Sin servirme para
vivir ni
siquiera del cuerpo, y más ocioso que el sapo, he vivido
por todas
partes. No hay familia de Europa que yo no conozca.
— Me refiero a
familias como la mía, que se lo deben
todo a la
Declaración de Derechos del Hombre. — ¡He conocido
a todos los
niños bien!
***
¡Si tuviese yo
antecedentes en un punto cualquiera de la historia
de Francia!
Pero no, nada.
Me es
evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.
No logro comprender
la rebeldía. Mi raza nunca se levantó
más que para el
pillaje: así los lobos con el animal que no mataron
ellos.
Recuerdo la
historia de la Francia hija primogénita de la
Iglesia. Habría
hecho, villano, el viaje a tierra santa; tengo en
la cabeza caminos
por las llanuras suabas, vistas de Bizancio,
murallas de
Solima; el culto de María, el enternecimiento por
el crucificado,
se despiertan en mí entre mil hechicerías profanas.
— Estoy sentado,
leproso, en los cacharros rotos y las ortigas,
al pie de un
muro roído por el sol.— Más tarde, reitre,
habría
vivaqueado bajo las noches de Alemania.
¡Ah! Algo más:
bailo el aquelarre en un rojo calvero, con
viejas y con
niños.
No recuerdo más
lejos que esta tierra y el cristianismo.
Nunca me
terminaría de ver en ese pasado. Pero siempre solo,
sin familia;
incluso ¿qué lengua hablaba? No me veo jamás en
los consejos de
Cristo; ni en los consejos de los señores, —
representantes
de Cristo.
¡Oh la ciencia!
Lo hemos recuperado todo. Para el cuerpo y
para el alma, —
el viático, — tenemos la medicina y la filosofía,
— los remedios
caseros y las canciones populares arregladas.
¡Y las
diversiones de los príncipes, y los juegos que éstos
prohibían!
¡Geografía, Cosmografía, Mecánica, Química!…
¡La Ciencia, la
nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo
avanza! ¿Por qué
no va a dar vueltas?
Es la visión de
los números. Vamos hacia el Espíritu. Es
segurísimo, es
oráculo, esto que os digo. Comprendo y, como
no sé explicarme
sin palabras paganas, querría callarme.
***
¡Vuelve la sangre
pagana! El Espíritu está cerca: ¿por qué no
me ayuda Cristo,
dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El
Evangelio pasó!
¡El Evangelio!
Estoy esperando
a Dios con glotonería. Soy de raza inferior
desde la
eternidad.
Heme en la playa
armoricana. Que las ciudades se enciendan
al atardecer. Mi
jornada está hecha; dejo Europa. El aire
del mar me
quemará los pulmones, los climas perdidos me
curtirán. Nadar,
desmenuzar la hierba, cazar, sobre todo fumar;
beber licores
fuertes como metal hirviendo, — como hacían
los queridos
antepasados alrededor de las fogatas.
Volveré, con
miembros de hierro, con la piel oscura, los
ojos
enfurecidos: por mi máscara, me juzgarán de una raza
fuerte. Tendré
oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan de
estos feroces
enfermos cuando regresan de los países cálidos.
Me veré mezclado
en asuntos políticos. Salvado.
Ahora estoy
maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor es
un sueño muy
borracho, en la playa.
***
No hay partida.
—Reanudemos los caminos de aquí, cargado
de mi vicio, el
vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento a
mi lado, desde
la edad del juicio— que asciende al cielo, me
golpea, me tira,
me arrastra.
La última
inocencia y la última timidez. Está dicho. No
traer al mundo
ni mis repugnancias ni mis traiciones.
¡Adelante! La
marcha, la carga, el desierto, el aburrimiento
y la cólera.
¿A quién
alquilarme? ¿Qué alimaña hay que adorar? ¿Qué
santa imagen
atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira
debo sostener?—
¿Qué sangre pisotear?
Mejor, guardarse
de la injusticia. — La vida dura, el
embrutecimiento
simple—, alzar, con el puño descarnado, la
tapa del ataúd,
incorporarse, asfixiarse. Así, ninguna vejez,
ningún peligro:
el terror no es francés.
¡Ah! Estoy tan
desesperado, que a cualquier imagen divina
ofrezco impulsos
hacia la perfección.
¡Oh mi
abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí
abajo, no
obstante!
De profundis,
Domine, ¡seré tonto!
***
Ya desde muy
niño admiraba al forzado irreductible tras el
cual se cierran
siempre las puertas de la prisión; visitaba los
albergues y los
alojamientos que el podía haber consagrado
con su estancia;
veía con su idea el cielo azul y el trabajo florido
del campo,
olfateaba su fatalidad en las ciudades. Tenía
más fuerza que
un santo, más sentido común que un viajero —
y él ¡él solo!
era testigo de su gloria y de su razón.
Por los caminos,
en noches de invierno, sin cobijo, sin ropa,
sin pan, una voz
me atenazaba el corazón helado: «Debilidad o
fuerza; hete
aquí: es la fuerza. No sabes ni adónde ni por qué
vas; entra en todas
partes, contesta a todo. No te matarán más
que si fueras
cadáver». Por la mañana, tenía la mirada tan perdida
y la compostura
tan muerta, que quienes me encontré
quizá no me
vieran.
En las ciudades
el fango se me aparecía súbitamente rojo y
negro, como un
espejo cuando la lámpara deambula por la
habitación
contigua, ¡como un tesoro en el bosque! Buena
suerte, gritaba
yo, y veía un mar de llamas y de humo en el
cielo; y, a
izquierda, a derecha, todas las riquezas, llameando
como millones de
truenos.
Pero la orgía y
la camaradería de las mujeres me estaban
prohibidas. Ni
siquiera un compañero. Me veía ante una multitud
exasperada,
delante del pelotón de ejecución, llorando la
desgracia de que
no hubieran podido comprender, y perdonando.
— ¡Igual que
Juana de Arco! — «Sacerdotes, profesores,
maestros, os
equivocáis al entregarme a la justicia. Yo
nunca formé
parte de este pueblo, yo nunca fui cristiano; soy
de la raza que
cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes;
no tengo sentido
moral, soy un bruto, os equivocáis…»
Sí, tengo los
ojos cerrados a vuestra luz. Soy una alimaña,
un negro. Pero
puedo salvarme. Vosotros sois falsos negros,
vosotros
maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro;
general, tú eres
negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro:
has bebido un
licor libre de impuestos, de la fábrica de
Satán. — Este
pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer.
Los tullidos y
los viejos son tan respetables, que solicitan ser
hervidos. — Lo
más astuto es abandonar este continente donde
la locura anda
al acecho, para proveer de rehenes a estos miserables.
Entre en el
verdadero reino de los hijos de Cam.
¿Sigo conociendo
la naturaleza? ¿Me conozco? — No más
palabras.
Amortajo a los muertos en mi vientre. Gritos, tambor,
danza, danza,
danza, ¡danza! Ni siquiera veo la hora en
que, al
desembarcar los blancos, caeré en la nada.
Hambre, sed,
gritos, danza, danza, danza, ¡danza!
***
Los blancos
desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al
bautismo,
vestirse, trabajar.
He recibido en
el corazón el golpe de gracia. ¡Ah! ¡No lo
tenía previsto!
No he hecho mal
alguno. Los días van a serme leves, se me
ahorrará el
arrepentimiento. No habré conocido los tormentos
del alma casi
muerta para el bien, donde se alza la luz tan severa
como los cirios
funerarios. El destino del niño bien: ataúd
prematuro,
cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda que el desenfreno
es tonto, que el
vicio es tonto; hay que arrojar la
podredumbre
aparte. ¡Pero el reloj no habrá llegado a no dar
ya sino la hora
del puro dolor! ¿Van a secuestrarme, como a un
niño, para jugar
en el paraíso, olvidado de toda desgracia?
¡Rápido! ¿Hay
otras vidas? — Dormir en la riqueza es
imposible. La
riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el
amor divino
otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza
no es sino un
espectáculo de bondad. Adiós, quimeras,
ideales,
errores.
El canto
razonable de los ángeles se eleva del navío salvador;
es al amor
divino. — ¡Dos amores! Puedo morir de amor
terrenal, morir
de entrega. ¡He dejado almas cuyo dolor aumentará
con mi partida!
Me escogéis entre los náufragos;
quienes se
quedan, ¿no son acaso amigos míos?
¡Salvadlos!
La razón me ha
nacido. El mundo es bueno. Bendeciré la
vida. Amaré a
mis hermanos. Ya no son promesas de niño. Ni
la esperanza de
eludir la vejez y la muerte. Dios es mi fuerza, y
yo alabo a Dios.
***
El aburrimiento
ya no es mi amor. Las rabias, los desenfrenos,
la locura, cuyos
impulsos todos, cuyos desastres conozco, —
toda mi carga
está depositada. Valoremos sin vértigo el alcance
de mi inocencia.
Ya no sería
capaz de solicitar el consuelo de una paliza. No
me creo
embarcado hacia una boda con Jesucristo por suegro.
No soy
prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la
libertad dentro
de la salvación: ¿cómo perseguirla? Los gustos
frívolos me han
abandonado. Ya no hay necesidad de entrega
ni de amor
divino. No añoro el siglo de los corazones sensibles.
Cada cual tiene
su razón, desprecio y caridad:
yo conservo mi
puesto en lo alto de la angélica escala del sentido
común.
En cuanto a la
felicidad establecida, doméstica o no… no,
no la quiero. Me
disipo demasiado, soy demasiado débil. La
vida florece por
el trabajo, vieja verdad; pero mi vida no pesa
lo suficiente,
se eleva y flota muy por encima de la acción, ese
querido lugar
del mundo.
¡Qué solterona
me estoy volviendo, por falta de valor para
amar a la
muerte!
Si Dios me
concediera la calma celestial, aérea, la plegaria,
— como a los
antiguos santos. — ¡Los santos! ¡Gente fuerte!
¡Los anacoretas!
¡Unos artistas como ya no hacen falta!
¡Farsa continua!
Mi inocencia me haría llorar. La vida es la
farsa a sostener
entre todos.
***
¡Basta! Llega el
castigo. — ¡Adelante!
¡Ah! ¡Los
pulmones arden, las sienes braman! ¡La noche
me da vueltas en
los ojos, con ese sol! El corazón… Los
miembros…
¿A dónde vamos?
¿Al combate? ¡Soy débil! Los demás
avanzan. Los
aperos, las armas… ¡el tiempo!…
¡Fuego! ¡Fuego
contra mí! ¡Aquí! O me rindo. — ¡Cobardes!
— ¡Me mato! ¡Me
arrojo a los cascos de los caballos!
¡Ah!…
— Ya me
acostumbraré.
¡Sería la vida
francesa, el sendero del honor!
Noche del Infierno
Me ha tragado
una buena buchada de veneno. — ¡Bendito sea
tres veces el
consejo que me llegó! — Las entrañas me arden.
La violencia del
veneno me retuerce los nervios, me hace deforme,
me arroja al
suelo. Me muero de sed, me ahogo, no
puedo gritar.
¡Es el infierno, la pena eterna! ¡Ved cómo se reavivan
las llamas!
¡Ardo como es debido! ¡Venga, demonio!
Había entrevisto
la conversión al bien y a la felicidad, la
salvación. Podía
describir la visión, ¡pero el aire del infierno
no soporta los
himnos! Eran millones de criaturas encantadoras,
un suave
concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles
acciones, ¿qué
sé yo?
¡Las nobles
ambiciones!
¡Y sigue siendo
vida! — ¡Si la condenación es eterna! Todo
hombre que desee
mutilarse está ya condenado, ¿verdad? Me
creo en el
infierno, luego estoy en el infierno. Es el cumplimiento
del catecismo.
Soy esclavo de mi bautizo. Padres,
habéis hecho mi
desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! — El
infierno no
puede atacar a los paganos. — ¡Sigue siendo vida!
Más tarde, las
delicias de la condenación serán más profundas.
Un crimen, de
prisa, para caer en la nada, por la ley de los
hombres.
¡Calla, calla de
una vez!… Éste es lugar de vergüenza, de
reproche: Satán
diciendo que el fuego es innoble, que mi cólera
es
espantosamente tonta. — ¡Basta!… Errores que alguien
me sopla, magia,
perfumes falsos, músicas pueriles. — Y decir
que poseo la
verdad, que veo la justicia: tengo un discernimiento
sano y firme,
estoy listo para la perfección… Orgullo.
— Se me reseca
la piel de la cabeza. ¡Piedad! Señor, tengo
miedo. Tengo
sed, ¡tanta sed! ¡Ah! La niñez, la hierba, la lluvia,
el lago sobre
las piedras, el claro de luna cuando el campanario
daba las doce…
El diablo está en el campanario, a tal
hora. ¡María!
¡Virgen Santa!… — Horror de mi estupidez.
¿No son aquéllas
almas buenas que me desean el bien?…
Venid. Tengo una
almohada tapándome la boca, no me oyen,
son fantasmas.
Por otra parte, nadie piensa nunca en los demás.
Que nadie se
acerque. Huelo a chamusquina, eso es seguro.
Las
alucinaciones son innumerables. Es eso lo que siempre
he tenido: no ya
fe en la historia, el olvido de los principios.
Me lo callaré:
poetas y visionarios se pondrían celosos. Soy
mil veces el más
rico, seamos avaros como el mar.
¡Qué cosas! El
reloj de la vida se acaba de parar. Ya no estoy
en el mundo. —
La tecnología es seria, el infierno está
ciertamente
abajo — y el cielo arriba. — Éxtasis, pesadilla,
dormir en un
nido de llamas.
Cuánta maldad de
observación hay en el campo… Satán,
Ferdinando,
corre con las semillas silvestres… Jesús anda sobre
las zarzas de
purpurina, sin inclinarlas… Jesús andaba sobre
las aguas. La
linterna nos los mostró de pie, blanco y con
trenzas oscuras,
flanqueado por una ola esmeralda…
Voy a desvelar
todos los misterios: misterios religiosos o
naturales,
muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía,
nada. Soy
maestro en fantasmagorías.
¡Escuchad!…
¡Tengo todos los
talentos! — No hay nadie aquí, y hay alguien:
no querría
divulgar mi tesoro. ¿Alguien desea cánticos
negros, danzas
de huríes? ¿Alguien desea que desaparezca,
que me zambulla
en busca del anillo? ¿Alguien lo desea?
Haré, con el
oro, remedios.
Confiad, pues,
en mí: la fe conforta, guía, cura. Venid todos,
—hasta los
niños, —que yo os consuele, que os divulguemos
su corazón, —
¡el corazón maravilloso! ¡Pobres hombres,
trabajadores! No
pido oraciones; con vuestra confianza
solamente me
contentaré.
— Y pensemos en
mí. Todo esto me hace añorar poco el
mundo. Tengo la
suerte de no sufrir más. Mi vida no fue más
que locuras
suaves, qué lamentable.
¡Bah! Hagamos
todas las muecas concebibles.
Decididamente,
estamos fuera del mundo. Ningún sonido
ya. Me ha
desaparecido el tacto. ¡Ah! Mi castillo, mi Sajonia,
mi bosque de
sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los
días… ¡Qué
cansado estoy!
Debería tener mi
infierno por la cólera, mi infierno por el
orgullo, — y el
infierno de la caricia; un concierto de infiernos.
Me muero de
cansancio. Es la tumba, voy hacia los gusanos,
¡horror de los
horrores! Satán, farsante, quieres disolverme
en tus encantos.
¡Exijo! ¡Exijo un golpe con la horquilla,
una gota de
fuego!
¡Ah! ¡Ascender
de nuevo a la vida! Poner los ojos en nuestras
deformidades. Y
este veneno, ¡este beso mil veces maldito!
¡Mi debilidad,
lo cruel de este mundo! ¡Dios mío, piedad,
escondedme, me
comporto demasiado mal! — Estoy escondido
y no lo estoy.
Es el fuego
quien se reanima con su condenado.
DELIRIOS
I
VIRGEN NECIA
El Esposo Infernal
Oigamos la
confesión de un compañero de infierno.
«Oh divino
Esposo, Dueño mío, no rechaces la confesión
de la más triste
de tus siervas. Estoy perdida. Estoy borracha.
Estoy impura.
¡Qué vida!
»Perdón, divino
Señor, ¡perdón! ¡Ah! ¡Perdón! ¡Qué de lágrimas!
¡Y qué de
lágrimas aún, más adelante, espero!
»Más adelante
¡conoceré al divino Esposo! Nací sometida a
Él. — ¡Ya puede
pegarme el otro ahora! ¡Oh amigas mías!…
no, no amigas
mías… Nunca delirios ni torturas semejantes…
¡Qué tontería!
»¡Ah! ¡Estoy
sufriendo, grito! Estoy sufriendo de verdad.
Todo, no
obstante, me está permitido, cargada con el desprecio
de los más
despreciables corazones.
»En fin, hagamos
esta confidencia, aun a riesgo de tener
que repetirla
otras veinte veces, — ¡igual de tétrica, igual de
insignificante!
»Soy esclava del
Esposo infernal, del que perdió a las
vírgenes necias.
Es ése, y no otro demonio. No es ningún espectro,
no es ningún
fantasma. Pero a mí, que he perdido la
prudencia, que
estoy condenada y muerta para el mundo —
¡nadie me
matará!— ¿Cómo describíroslo? Ya ni siquiera sé
hablar. Estoy de
luto, lloro, tengo miedo. Un poco de frescor,
señor, si no te
importa, ¡si te parece bien!
»Soy viuda… —
Era viuda… — Sí, sí, antes era muy seria,
¡y no nací para
acabar en esqueleto!… — Él era casi un
niño… Me habían
seducido sus misteriosas delicadezas. Olvidé
todas mis
obligaciones humanas para seguirlo. ¡Qué vida!
La auténtica
vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy
adonde él va,
así ha de ser. Y a menudo se enfada conmigo,
conmigo, pobre
almita. ¡El demonio! — Es un demonio, sabéis,
no es un hombre.
»Dice: “No me
gustan las mujeres. Hay que volver a inventar
el amor, ya se
sabe. Las mujeres ya no alcanzan a desear
más que una
situación asegurada. Una vez ganada esta situación,
el corazón y la
belleza se dejan de lado; no queda sino
frío desdén,
alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo
mujeres con las
señales de la dicha; de ellas habría podido
hacer buenas
amigas, si no las hubiera devorado antes algún
bruto con
sensibilidad de hoguera…”
»Y yo lo oigo
cómo hace de la infamia gloria, de la crueldad
encanto. “Soy de
raza lejana: mis antepasados eran escandinavos:
se perforaban
las costillas, se bebían su propia sangre.
— Yo me haré
cortaduras por todo el cuerpo, me tatuaré, quedaré
más repugnante
que un mongol; ya verás, aullaré por las
calles. Quiero
enloquecer de rabia, por completo. Nunca me
enseñes joyas, o
me arrastraré y me revolcaré por las alfombras.
Mi riqueza la
quiero manchada de sangre, por todas partes.
Jamás
trabajaré…” Muchas noches, habiéndome poseído
su demonio,
ambos rodábamos por el suelo, ¡yo luchaba con
él! — Por las
noches suele apostarse, borracho, en las calles o
en las casas,
para asustarme mortalmente. — “Me cortarán de
veras el cuello;
será asqueroso.” ¡Oh! ¡Esos días en que gusta
de andar con un
aire de crimen!
»A veces habla,
en una especie de jerga enternecida, de la
muerte que
obliga a arrepentirse, de los desdichados que ciertamente
hay, de los
trabajos fatigosos, de las separaciones que
desgarran el
corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos,
lloraba al
considerar a quienes nos rodeaban, rebaño de
la miseria.
Levantaba del suelo a los borrachos, en las calles
negras. Sentía
por los niños la compasión de una mala madre.
— Se marchaba
con ternuras de niña de catequesis. — Fingía
estar al
corriente de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo
seguía, ¡así ha
de ser!
»Veía todo el
decorado de que, en espíritu, se rodeaba:
vestiduras,
paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro.
Veía todo
aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido
crearlo para sí.
Cuando me parecía tener el espíritu inerte,
lo seguía, yo,
en actos extraños y complicados, lejos, buenos o
malos; estaba
segura de que jamás penetraría en su mundo.
Junto a su amado
cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he
velado,
preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la
realidad. Nunca
hombre alguno formuló un voto semejante.
Yo admitía, —sin
temer por él, — que podía suponer un serio
peligro dentro
de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para
cambiar la vida?
No, tan sólo está buscándolos, me replicaba
yo. Por último,
su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera.
Ninguna otra
alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de
la
desesperación! — para soportarla — para ser protegida y
amada por él.
Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma:
se ve el Ángel
propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece.
Estaba yo en su
alma como en un palacio que han vaciado para
no ver a alguien
tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay!
Dependía en
mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia
apagada y
cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir!
Tristemente
despechada, le dije a veces: “Te comprendo”.
Y él se encogía
de hombros.
»Así,
renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome
más perdida a
mis ojos, — como a todos los ojos que habrían
querido mirarme,
si no hubiese estado condenada para siempre
al olvido de
todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad.
Con sus besos y
sus abrazos amigos, era en verdad el
cielo, un cielo
lóbrego, en el que entraba, en el que me habría
gustado que me
abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba
ya
acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con
permiso para
pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos concertábamos.
Muy conmovidos,
trabajábamos juntos. Pero, tras
una penetrante caricia,
él decía: “¡Qué divertido te parecerá,
cuando yo ya no
esté, esto por lo que has pasado! Cuando no
tengas ya mis
brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él
descansar, ni
esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme,
muy lejos, un
día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber.
Aunque no
resulte muy deleitable…, alma querida…” De inmediato
me representaba
a mí misma, habiéndose marchado
él, presa del
vértigo, precipitada en la más espantable de las
sombras: en la
muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría.
Veinte veces la
hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo
como yo al
decirle: “Te comprendo.”
»¡Ah! Nunca he
sentido celos por su causa. No va a
abandonarme, me
parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento
alguno, nunca
trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su
bondad y su
caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el
mundo real? A
ratos, olvido la piedad en que he caído: él me
hará fuerte,
viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos
en las calles
empedradas de ciudades desconocidas, sin
cuidados, sin
sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las
costumbres
habrán cambiado —gracias a su poder mágico, —
el mundo, siendo
el mismo, me dejará con mis deseos, mis
alegrías, mis
despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera
existente en los
libros infantiles, en recompensa, porque he
sufrido tanto,
¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal.
Me ha dicho que
tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer
no me
conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería
yo dirigirme a
Dios. Estoy en lo más profundo del abismo,
y ya no sé
rezar.
» “¿Ves a ese
joven elegante que entra en la mansión bella y
tranquila? Se
llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé
yo. Una mujer se
ofrendó a la tarea de amar a ese perverso
idiota: está
muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú
me harás morir
como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro
destino, el de
nosotros, los corazones caritativos…” ¡Ay!
Había días en
que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete
de delirios
grotescos: reía espantosamente, largo rato. —
Luego volvía a
sus maneras de madre joven, de hermana
amada. Si fuera
menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas
también su
dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy
necia!
»Un día tal vez
desaparezca maravillosamente; pero tengo
que saberlo, si
ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos
la asunción de
mi amiguito!»
¡Qué pareja!
DELIRIOS
II
Alquimia del verbo
A mí. La
historia de una de mis locuras.
Llevaba largo
tiempo alardeando de poseer todos los paisajes
posibles y
encontrando irrisorias todas las celebridades de
la pintura y de
la poesía moderna.
Me gustaban las
pinturas idiotas, dinteles, decorados, telones
de saltimbancos,
emblemas, estampas populares; la literatura
pasada de moda,
latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía,
novelas de
nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos
infantiles,
óperas viejas, estribillos bobos, ritmos ingeniosos.
Soñaba cruzadas,
viajes de exploración cuyo relato no tenemos,
repúblicas sin
historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones
de costumbres,
desplazamientos de razas y continentes:
creía en todos
los encantamientos.
¡Inventé el
color de las vocales! — A, negra; E, blanca; I,
roja; O, azul;
U, verde. — Ajusté la forma y el movimiento de
cada consonante y,
con ritmos instintivos, me precié de inventar
un verbo poético
accesible, algún día, a todos los sentidos.
Me reservaba la
traducción.
Fue al principio
un estudio. Escribía silencios, noches, acotaba
lo inexpresable.
Fijaba vértigos.
Lejos de los
pájaros, de los rebaños, de las aldeanas,
¿qué bebía yo,
de rodillas en el brezal
rodeado de
tiernos bosques de avellanos,
en una neblina
de tarde fría y verde?
¿Qué podía
beber, en este joven Oise,
— ¡olmos sin
voz, césped sin flores, cielo cubierto! —
beber de los
odres amarillos, lejos de mi choza
querida? Algún
licor sudorífico.
Yo era un
equívoco letrero de albergue.
— Una tempestad
vino a ahuyentar el cielo. Al atardecer
el agua de los
bosques se perdía en las arenas vírgenes,
el viento de
Dios arrojaba carámbanos en las charcas;
llorando, veía
oro — y no pude beber.—
***
A las cuatro de
la mañana, en verano,
el dormir del
amor dura aún.
Bajo los sotos
se evapora
el olor de la
noche festejada.
Allá, en su
vasto taller,
al sol de las
Hespérides,
ya se agitan —
en mangas de camisa —
los Carpinteros.
En sus Desiertos
de musgo, tranquilos,
preparan los
artesonados preciosos
donde la ciudad
pintará falsos
cielos.
Para los obreros
encantadores
vasallos de un
rey de Babilonia,
¡Venus, deja un
momento a los Amantes
con el alma en
corona!
¡Oh Reina de los
Pastores!
Lleva a los
trabajadores el aguardiente,
que sus fuerzas
estén en paz
en espera del
baño de mar de las doce.
***
La antigualla
poética tenía gran importancia en mi alquimia
del verbo.
Me acostumbré a
la alucinación sencilla: veía muy
abiertamente una
mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía
de tambores
integrada por ángeles, calesas en los
caminos del
cielo, un salón en el fondo de un lago; los
monstruos, los
misterios; un título de vaudeville hacía que
ante mí se
alzaran espantos.
¡Luego expliqué
mis sofismas mágicos con la alucinación
de las palabras!
Acabé por
encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Estaba ocioso,
presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud
de los animales,
— las orugas, que representan la inocencia
de los limbos,
los topos, ¡el sueño de la virginidad!
Se me agriaba el
carácter. Decía adiós al mundo de una
especie de
romances:
Canción Desde La
Torre Más Alta
Que venga ya,
que venga
el tiempo que
enamore.
Tuve tanta
paciencia,
que para siempre
olvido;
miradas y
sufrimientos
al cielo se
marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las
venas.
Que venga ya,
que venga
el tiempo que
enamore.
Igual la pradera
al olvido
entregada,
agradada y
florida
de incienso y
cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias
moscas.
Que venga ya,
que venga
el tiempo que
enamore.
Amé el desierto,
los vergeles calcinados, las tiendas mustias,
las bebidas
entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes
y, con los ojos
cerrados, me ofrecía al sol, dios del
fuego.
«General, si
todavía asoma un viejo cañón por tus murallas
en ruinas,
bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras
de los
espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que
la ciudad se
trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena
los camarines de
arenilla de rubí ardiente…»
¡Oh! ¡El insecto
beodo en el meadero del albergue, enamorado de la borraja,
y que un rayo
disuelve!
Hambre
Si a algo tengo
afición, no será más
que a la tierra
y a las piedras.
Yo siempre
almuerzo aire,
roca, carbones,
hierro.
Hambres mías,
girad. Pastad, hambres,
del prado de los
sonidos.
Atraed el alegre
veneno
de las
corregüelas.
Comeos los
guijarros que otros rompen,
las viejas
piedras de iglesia;
los cantos
rodados de los viejos diluvios,
panes sembrados
en los valles grises.
***
El lobo gritaba
bajo las hojas
escupiendo las
bellas plumas
de su yantar de
corral:
como él yo me
consumo.
Las verduras,
las frutas
sólo aguardan la
cosecha;
pero la araña
del seto
no come más que
violetas.
¡Qué duerma ya!
Que hierva
en los altares
de Salomón.
El caldo fluye
sobre la herrumbre,
y se mezcla con
el Cedrón.
Por último, oh
felicidad, oh razón, separé del cielo el azul, que
es negro, y
viví, centella dorada de la luz natural. En mi alegría,
adopté las
expresiones más bufas y más extraviadas que
pude hallar.
¡Ha vuelto a
aparecer!
— ¿Qué? — ¡La
eternidad!
Es el mar
mezclado
con el sol.
Eterna alma mía,
observo tu voto
a pesar de la
noche sola
y del día en
llamas.
¡Así, pues, te
desprendes
de los humanos
sufragios,
de los comunes
impulsos!
Vuelas según…
— Nunca la
esperanza,
ningún orietur.
Ciencia y
paciencia,
el suplicio es
seguro.
No queda mañana,
brasas de satén,
vuestro ardor
es el deber.
¡Ha vuelto a
aparecer!
— ¿Qué? — ¡La
Eternidad!
Es el mar
mezclado
con el sol.
***
Me convertí en
una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen
una fatalidad de
dicha: la acción no es la vida, sino una
manera de echar
a perder cierta fuerza: un enervamiento. La
moral es la
debilidad del cerebro.
Pensaba que a
cada ser se le debía otras muchas existencias.
Ese señor no
sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es
una camada de
perros. Ante muchos hombres, charlé en voz
alta con un
momento de sus otras vidas. — Así, amé a un
cerdo.
Ninguno de los
sofismas de la locura, —la locura de atar —
dejé en el
olvido: podría decirlos todos otra vez, porque conservo
el método.
Mi salud se vio
amenazada. El terror se acercaba. Caía en
sueños de muchos
días y, levantado, continuaba los sueños
más tristes.
Estaba maduro para el fin, y por un camino de peligros
mi debilidad me
conducía a los confines del mundo y
de cimeria,
patria de la sombra y de los torbellinos.
Tuve que viajar,
distraer los encantos congregados sobre mi
cerebro. Del
mar, al que amaba como si le hubiese tocado lavarme
de alguna inmundicia,
veía elevarse la cruz consoladora.
Me había
condenado el arco iris. La Felicidad era mi fatalidad,
mi
remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre
demasiado
inmensa para consagrarla a la fuerza y a la belleza.
¡La felicidad!
Su sabor, en que la muerte se complace, me
avisaba al
cantar el gallo, — ad matutinum, en el Christus
venit, — en las
ciudades más sombrías:
¡Oh estaciones,
oh castillos!
¿Qué alma no
tiene defecto?
He hecho el
mágico estudio
de la felicidad,
que nadie elude.
Salud a ti, cada
vez
que canta el
gallo galo.
¡Ah! No tendré
más deseos:
él se ha hecho
cargo de mi vida.
Este encanto ha
tomado alma y cuerpo,
dispersando los
esfuerzos.
¡Oh estaciones,
oh castillos!
La hora de su
huida, ¡ay!
será la de
óbito.
¡Oh estaciones,
oh castillos!
Pasó todo
aquello. Hoy sé saludar a la belleza.
El imposible
¡Ah! La vida de
mi infancia, la carretera general en todo
tiempo,
sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el
mejor de los
mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos,
qué tontería
era. — ¡Y hasta ahora no me he dado cuenta!
— Tuve razón
cuando despreciaba a los individuos que no
dejarían escapar
la oportunidad de una caricia, parásitos de la
limpieza y de la
salud de nuestras mujeres, hoy que ellas están
tan poco de
acuerdo con nosotros.
Tuve razón en
todos mis desdenes:
¡la prueba es
que me evado!
¡Me evado!
Me explico.
Aún ayer,
suspiraba: «¡Cielos! ¡No somos pocos los condenados,
aquí abajo! ¡Y
cuánto tiempo lleva ya en sus filas! Los
conozco a todos.
Nos reconocemos siempre; nos damos asco.
La claridad nos
es desconocida. Pero somos corteses: nuestras
relaciones con
el mundo son muy correctas.» ¿Hay de qué sorprenderse?
¡El mundo, los
mercaderes, los ingenuos! — Nosotros
no estamos
deshonrados. — Pero, ¿cómo nos recibirían
los elegidos? Y
hay gentes ariscas y alegres, falsos elegidos,
puesto que
necesitamos audacia o humildad para abordarlos.
Son los únicos
elegidos. ¡No prodigan sus bendiciones!
Habiéndome
encontrado dos perras de razón — ¡poco van a
durar! — veo que
mis desazones provienen de no haberme figurado
antes que
estamos en Occidente. ¡Las marismas occidentales!
No es que
considere la luz alterada, la forma agotada,
el movimiento
extraviado… ¡Bueno! He aquí que mi espíritu
desea
absolutamente hacerse cargo de todos los desenvolvimientos
crueles que ha
experimentado el espíritu desde el fin
del Oriente…
¡Los quiere para sí, mi espíritu!
… ¡Se acabaron
mis dos perras de razón! — El espíritu es
autoridad, me
manda estar en Occidente. Habría que hacerlo
callar para concluir
como yo querría.
Enviaba al
diablo las palmas de los mártires, los resplandores
del arte, el
orgullo de los inventores, el ardor de los saqueadores;
regresaba al
Oriente y a la sabiduría primordial y
eterna. — ¡Lo
cual, al parecer, es un sueño de burda pereza!
No obstante,
apenas si me pasaba por la cabeza el placer de
escapar de los
modernos sufrimientos. No tenía a la vista la
bastarda
sabiduría del Corán. — Pero ¿no hay un suplicio real
en el hecho de
que, a partir de la declaración de la ciencia, del
cristianismo, el
hombre se interprete, se pruebe las evidencias,
se engría con el
placer de repetir las pruebas, y sólo viva así?
tortura sutil,
boba; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La
naturaleza
podría aburrirse, tal vez! El señor Prudhomme nació
con Cristo.
¡Será porque
cultivamos la bruma! Comemos fiebre con
nuestras
legumbres aguadas. ¡Y la embriaguez! ¡Y el tabaco!
¡Y la
ignorancia! ¡Y las entregas! — ¿No queda todo ello bastante
alejado del
pensamiento de la sabiduría del Oriente, la
patria
primitiva? ¿Por qué un mundo moderno, si tales venenos
se inventan?
Las gentes de
Iglesia dirán: Comprendido. A lo que usted
se refiere es al
Edén. No hay nada que le concierna en la historia
de los pueblos
orientales. — Es verdad; ¡en el Edén pensaba!
¡Qué sueño ese,
el de la pureza de las razas antiguas!
Los filósofos:
El mundo no tiene edad. La humanidad se
desplaza,
simplemente. Está usted en Occidente, pero nada le
impide habitar
su propio Oriente, tan antiguo como le haga
falta, — y
habitarlo bien. No sea usted un derrotado. Filósofos,
sois de vuestro
Occidente.
Espíritu mío,
ten cuidado. Sin violentas posturas de salvación.
¡Ejercítate! —
¡Ah! ¡La ciencia no va suficientemente de
prisa para
nosotros!
— Pero me doy
cuenta de que mi espíritu está durmiendo.
Si se mantuviera
siempre muy despierto, a partir de este
momento, pronto
estaríamos en la verdad, ¡que acaso nos rodee
con sus ángeles
llorando!… — Si se hubiese mantenido
despierto hasta
ese momento, ¡sería por no haber cedido yo a
los instintos
deletéreos, en época inmemorial!… Si siempre se
hubiera
mantenido muy despierto, ¡yo navegaría ahora en la
plena
sabiduría!…
¡Oh pureza,
pureza!
¡Es el minuto de
vigilia quien me ha otorgado la contemplación
de la pureza! —
¡Por el espíritu se va hacia Dios!
¡Desgarrador
infortunio!
El relámpago
¡El trabajo
humano! Es la explosión que ilumina mi abismo de
vez en cuando.
«Nada es
vanidad; ¡a la ciencia, adelante!», grita el Eclesiastés
moderno, es
decir Todo el mundo. Y sin embargo los
cadáveres de los
malvados y de los holgazanes caen sobre el
corazón de los
demás… ¡Ah! De prisa, un poco de prisa; allí,
más allá de la
noche, las recompensas futuras, eternas… ¿las
escapamos?… —
¿Qué puedo hacer yo? Conozco el trabajo; y
la ciencia es
demasiado lenta. Que galope la plegaria y que
ruja la luz… Lo
veo bien. Es demasiado sencillo, y hace demasiado
calor; se las
compondrán sin mí. Tengo un deber, estaré
orgulloso de él
como muchos hacen, poniéndolo aparte.
Mi vida está
gastada. ¡Adelante! Finjamos, holgazaneemos,
¡oh piedad! Y
existiremos divirtiéndonos, soñando amores
monstruos y
universos fantásticos, quejándonos y atacando las
apariencias del
mundo, saltimbanco, mendigo, artista, bandolero,
— ¡sacerdote! En
mi cama de hospital, el olor a incienso
me volvió con tanta
intensidad; guardián de los aromas sagrados,
confesor,
mártir…
Veo en esto mi
sucia educación infantil. ¡Y qué!… Andar
mis veinte años,
si los demás los andan…
¡No! ¡No! ¡Ahora
me rebelo contra la muerte! El trabajo le
parece demasiado
ligero a mi orgullo: mi traición al mundo
sería un
suplicio demasiado corto. En el último momento, atacaría
a diestra y
siniestra.
Entonces, —¡oh!—
pobre alma mía, ¡no tendríamos perdida
la eternidad!
Mañana
¿No tuve una vez
una juventud amable, heroica, fabulosa,
digna de
escribirse en hojas de oro? — ¡Demasiada suerte!
¿Por qué crimen,
por qué error, he merecido mi debilidad actual?
Vosotros,
quienes pretendéis que los animales sollocen
de pena, que los
enfermos se desesperen, que los cadáveres
tengan malos
sueños, tratad de contar mi caída y mi dormir.
Yo ya no logro
explicarme mejor que el mendigo con sus Pater
y Ave María. ¡Ya
no sé hablar!
Sin embargo,
hoy, creo haber terminado la crónica de mi
infierno. Era,
en efecto, el infierno; el antiguo, aquel cuyas
puertas abrió el
hijo del hombre.
Desde el mismo
desierto, en la misma noche, siempre se
despiertan mis
ojos cansados bajo la estrella de plata, siempre,
sin que se
conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el
corazón, el
alma, el espíritu. ¡Cuándo iremos más allá de las
playas y de los
montes, a saludar el nacimiento del trabajo
nuevo, la
sabiduría nueva, la huida de los tiranos y de los demonios,
el fin de la
superstición, a adorar —¡antes que nadie!—
la Natividad en
la tierra!
¡El canto de los
cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos:
no maldigamos la
vida.
***
Adiós
¡Otoño ya! —
Pero ¿por qué añorar un eterno sol, estando
comprometidos en
el descubrimiento de la claridad divina, —
lejos de las
gentes que mueren con las estaciones?
Otoño. Nuestra
barca alzada en las brumas inmóviles gira
hacia el puerto
de la miseria, la ciudad enorme con el cielo
manchado de
fuego y de lodo. ¡Ah! ¡Los harapos podridos, el
pan empapado de
lluvia, la embriaguez, los mil amores que me
crucificaron!
¡Nunca, pues, se acabará esta vampira reina de
millones de
almas y de cuerpos muertos y que han de ser juzgados!
Me veo de nuevo
con la piel roída por el fango y la
peste, llenos de
gusanos el pelo y las axilas y con gusanos todavía
más gruesos en
el corazón, tumbado entre los desconocidos
sin edad, sin
sentimientos… Habría podido morir allí…
¡Horrorosa
evocación! Abomino de la miseria.
¡Y me asusta el
invierno, porque es la estación de la
comodidad!
— A veces veo,
en el cielo, playas sin fin, cubiertas de
blancas naciones
alegres. Un gran bajel de oro, por encima de
mí, agita sus
banderolas multicolores a las brisas de la mañana.
He creado todas
las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas.
He tratado de
inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas
carnes, nuevas
lenguas. He creído adquirir poderes sobrenaturales.
Pues bien,
¡tengo que enterrar mi imaginación y mis
recuerdos! ¡Una
hermosa gloria de artista y narrador, echada a
perder!
¡Yo! ¡Yo, que me
dije mago o ángel, dispensado de toda
moral, he sido
devuelto al suelo, con un deber por encontrar y
con la rugosa
realidad por abrazar. ¡Campesino!
¿Me equivoco?
¿Será la caridad hermana de la muerte,
para mí?
En fin, pediré
perdón por haberme alimentado de mentira.
Y adelante.
Pero ¡ni una
sola mano amiga! Y ¿dónde hallar socorro?
***
Sí, la hora
nueva es por lo menos muy severa.
Porque puedo
decir que la victoria me ha sido otorgada: el
crujir de
dientes, el chisporroteo del fuego, los suspiros apestados,
van moderándose.
Todos los recuerdos inmundos se borran.
Mis últimas añoranzas
levanta el vuelo, — celos de los
mendigos, de los
bribones, de los amigos de la muerte, de los
rezagados de
toda índole. — Condenados, ¡si yo me vengara!
Hay que ser
absolutamente moderno.
Sin cánticos:
mantener el terreno ganado. ¡Dura noche! La
sangre seca me
humea en el rostro, y dentro de mí no tengo
sino ese
horrible arbolillo… El combate espiritual es tan brutal
como la batalla
de los hombres; pero la contemplación de la
justicia es
poder exclusivo de Dios.
Es, no obstante,
la víspera. Acojamos todos los influjos de
vigor y de
ternura auténtica. Y cuando llegue la aurora, armados
de una ardiente
paciencia, entremos en las espléndidas
ciudades.
¡Qué decía de
mano amiga! Una buena ventaja es que
puedo reírme de
los viejos amores engañosos, y cubrir de bochorno
a las parejas
embusteras, — he visto, allá abajo, el infierno
de las mujeres;
— y me será lícito poseer la verdad en
un alma y un
cuerpo.
Abril-agosto,
1873.
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