sábado, 27 de octubre de 2012

Pierre Klossowski - Don Juan Según Kierkegaard.

     

Kierkegaard y Nietzsche tienen sus orígenes en la música, primera materia universal, forma necesaria de la destinación.

En uno como en otro el sentimiento musical es el sentimiento mismo de la vida, indecible, irreductible e inaprehensible; en ambos, es el erotismo puro y ciego, la experiencia vivida que la reflexión todavía no ha abierto, pero que abrirá infaliblemente.

Nietzsche, que describió cómo en la sensibilidad musical y trágica de la Grecia presocrática la autoridad imperativa de lo inmediato se ve progresivamente minada por la explicación justificativa del sofisma dialéctico, observa que es imposible para el lenguaje "símbolo de las apariencias, manifestar alguna vez exteriormente la esencia íntima de la música que simboliza el antagonismo y el dolor originarios en el corazón de un Uno primordial". Esta definición de Nietzsche, todavía muy schopenaueriana, no deja de contener el conflicto íntimo de su filosofía, que enfrenta el lenguaje generador de la moral y negador de la vida y de la música, forma exaltante y aprobadora del sufrimiento. Antes que él, Kierkegaard, para quien la música no expresa más que lo inmediato en su inmediatez, observa que el lenguaje tomó en sí mismo la reflexión: "por eso no puede expresar lo inmediato. La reflexión mata lo inmediato, y por eso es imposible expresar lo musical en el lenguaje". Esta similitud de reacciones de Kierkegaard y Nietzsche en su respectivo recorrido inicial permite considerar bajo las categorías del segundo la experiencia del primero.

De entrada Kierkegaard parece tomar la actitud contemplativa apolínea frente al espectáculo dionisíaco que le hace ver en Don Juan la encarnación del fenómeno dionisíaco de lo inmediato erótico. Esta actitud de la conciencia que contempla la danza de su propio sufrimiento que Nietzsche había descubierto más acá del Cristianismo en la tragedia griega, Kierkegaard la encuentra más allá del Cristianismo, en un mito alumbrado por la conciencia cristiana.

"El Cristianismo introdujo en el mundo la sensualidad: como la sensualidad es aquello que debe ser negado, en tanto que realidad positiva es puesta en evidencia particularmente a través de la oposición del contrario que la excluye. Ahora bien, en tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad no fue planteada más que por el Cristianismo. Es en este sentido que el Cristianismo introdujo la sensualidad en el mundo. Para comprender exactamente esta tesis, es preciso tomarla del mismo modo que a su antítesis: el Cristianismo excluyó y expulsó del mundo la sensualidad. En tanto que principio, fuerza, sistema en sí, la sensualidad fue planteada la primera vez por el Cristianismo; podría incluso agregar una definición adecuada para aclarar lo que adelanto: es solamente a través del Cristianismo que la sensualidad se convirtió en correlato del espíritu. Esto es completamente natural porque el Cristianismo es espíritu, el espíritu positivo que introdujo la sensualidad en el mundo. Pero si se considera la sensualidad bajo la determinación del espíritu, su importancia reside evidentemente en el hecho de encontrarse excluida, de estar determinada en tanto que principio, en tanto que poder: porque es necesario que lo que el espíritu debe excluir (siendo él mismo un principio) sea un elemento que se afirme en tanto que principio, incluso en el momento mismo de su exclusión..."

Antes del Cristianismo, la sensualidad no estaba determinada espiritualmente. ¿Cómo entonces? "La sensualidad, determinada psíquicamente, encontró su expresión más perfecta entre los griegos. Ahora bien, determinada de esta manera, la sensualidad no es antítesis, exclusión, sino unidad y armonía...". Los griegos no conocieron la sensualidad en tanto que principio. La sensualidad se confundía entonces en la bella individualidad, y el alma, que constituía la bella individualidad, era inconcebible sin la sensualidad. En consecuencia, lo erótico dependía del alma y no podía formar un principio. El amor no se producía en el individuo más que de una manera momentánea. Se podría objetar a esto que Eros era por cierto este principio: pero Eros figuraba el amor psíquico. Además, Eros, dios del amor, no era él mismo un dios amoroso. Dispensaba el amor a los mortales como a otras divinidades, y si ocurría que sentía amor, lo que era raro, hay que ver en ello la sumisión a una potencia que habría estado excluida del universo si Eros mismo la hubiera rechazado. Eros, dispensador del amor, no posee él mismo la potencia que simboliza porque la transmite al universo entero, mientras que los mortales que están animados por ella la vuelven a conducir a él. Sin embargo, el Cristianismo introdujo en el mundo la idea de encarnación o de representación: una figura individual que representa o que encarna un principio concentra allí la fuerza en la que cada uno participa cuando contempla esta figura. Desde entonces, la conciencia cristiana pudo igualmente concebir figuras que encarnaban los principios y las fuerzas que excluye. Así es como en la época del Renacimiento alumbró las figuras de la genialidad sensual y de la genialidad intelectual excluidas del mundo. Kierkegaard no podía, en su época, conocer la significación de los misterios dionisíacos. Con mayor razón debía verse llevado, por su naturaleza, a buscar el elemento dionisíaco en el mundo de la sensibilidad cristiana, a presentirlo y a encontrarlo en este caso en la obra exaltante de Mozart.

Como el conflicto de la individuación determinaba la experiencia dionisíaca de la sensibilidad antigua, pudo motivar una tensión dionisíaca de la sensibilidad cristiana. Pero mientras el alma antigua se representaba a Dioniso en la tragedia bajo la máscara de un héroe que combatía, "maniatado en las redes de la voluntad particular", "sufriendo los dolores de la individuación", y no veía la liberación más que en la muerte del héroe ocasionada por su "voluntad de ser él mismo la única esencia del universo", la conciencia cristiana, al plantear lo inmediato como el principio que ella misma excluye, se plantea a sí misma como la individuación irreversible del alma inmortal. Es entonces la espectadora de la forma de existencia no individuada que se esfuerza en negar interiormente para combatir la peor de todas las tentaciones. Pero para negar lo inmediato (lo no individuado), para trascender el deseo sacrílego de ser en sí misma la única esencia del universo, debe darse constantemente el espectáculo de los héroes legendarios que encarnan la negación criminal de individuarse frente a Dios. La conciencia cristiana realiza de este modo ese milagro de hacer presente a Dioniso bajo su forma inhumana, monstruosa y divina. Lo que el alma antigua no había hecho más que presentir, lo que no había visto más que como máscara, la conciencia cristiana lo ve al desnudo gracias a la encarnación: Dioniso no debía revelarse supremamente más que frente al Crucificado.

En el momento en que Dios muere, Nietzsche experimenta la resurrección de Dioniso, dios de la desindividuación. La muerte del Dios de la individuación exigirá el nacimiento del superhombre, porque si Dios muere, el yo individual no pierde solamente su Juez, pierde su Redentor y su eterno Testigo: aunque si pierde su eterno Testigo, pierde también su identidad eterna. El yo muere con Dios. Y el vértigo del eterno retorno se apodera de Nietzsche: producto irreductible y fortuito del universo ciego, cuando su voluntad individual desposa el movimiento necesario del universo, entrevé, presiente y recuerda las identidades innumerables llevadas como otras tantas máscaras del monstruo Dioniso. Pero cuando haya usado toda la serie, será preciso necesariamente que un rostro vuelva a aparecer al desnudo: el del "asesino de Dios". En tanto que faz del "asesino de Dios", no puede ser más que un rostro de carne y hueso, formado muy poco tiempo atrás por el Creador asesinado; el de Friedrich Nietzsche, rostro paradójico de una voluntad que, en el seno de la irresponsabilidad consciente, tendía a establecer la responsabilidad en relación con la necesidad.

Si él predijo el retorno de una edad trágica en sentido dionisíaco, su predicción no fue menos hecha, por ello, desde el fondo de su experiencia íntima de la muerte de Dios, es decir, desde el fondo de una experiencia cristiana. Es entonces legítimo confrontar con su interpretación de lo trágico antiguo (ruptura de la individuación), la interpretación que Kierkegaard ofreció de lo trágico moderno (la individuación inevitable) en relación con la antigua. En el mundo antiguo, observa Kierkegaard, el individuo estaba integrado en las determinaciones sustanciales, tales como el Estado, la Familia, el Destino. Esas determinaciones sustanciales constituyen el elemento fatídico de la tragedia griega, la hacen ser lo que es. La suerte del héroe no es solamente una consecuencia de sus actos; es también padecimiento, mientras que en la tragedia moderna no es tanto el padecimiento como la acción individual del héroe. La tragedia moderna nos muestra cómo el héroe, subjetivamente reflejado, hace de su vida su acción a través de una decisión individual. La tragedia moderna, basada en el carácter y la situación, agota en la réplica todo lo inmediato y, en consecuencia, no tiene ni el primer plano ni el fondo épicos de la tragedia griega. En ésta, la culpabilidad constituye un elemento intermediario entre el actuar y el sufrir, y en esto reside la colisión trágica. Los tiempos modernos (es decir, cristianos), parecen haber elaborado una concepción errónea de lo trágico; todo el elemento fatídico, todas las determinaciones sustanciales fueron traducidas en subjetividad consciente y en individualidad responsable. Desde entonces --porque nuestras categorías son cristianas--, el héroe trágico conscientemente culpable se convierte en un ser malo, y el mal se convierte en el contenido esencial de la tragedia. Antes el individuo era considerado en función de su pasado ancestral, de su familia, de la comunidad; participaba del destino de la raza. Hoy asistimos al aislamiento del individuo; del mismo modo que lo cómico --característico del mundo cristiano moderno-- expresa el aislamiento en el seno de este mundo, así lo hace el mal por el mal, así lo hace el pecado.

Kierkegaard y Nietzsche constituyen la cabeza de Jano de la conciencia moderna: Nietzsche busca identificar la extrema conciencia con la necesidad extrema, con el fatum; Kierkegaard no conoce más que la nostalgia del fatum en tanto que nostalgia de lo inmediato. Para él, no existe ya existencia sometida a las determinaciones sustanciales: no hay más que una existencia en el seno del pecado, en la ignorancia o en la plena conciencia del pecado. Es la posición inevitable, ineluctable, la posición frente a Dios.

Pero la existencia en el seno del pecado es el nacimiento del yo individual --con sus horrores, con sus alegrías y dolores--, el nacimiento del yo bajo la mirada inquisidora, terrible y amante de Dios.

El yo "síntesis de lo finito y lo infinito, se plantea de entrada; luego, para devenir, se proyecta sobre la pantalla de la imaginación, y sobre lo que le revela lo infinito de lo posible. El yo contiene tanto de posible como de necesidad, porque es él mismo, pero debe todo el tiempo devenir sí mismo. Es necesidad, puesto que es él mismo, y posibilidad, porque debe convertirse en sí mismo.

Si lo posible demuele la necesidad, y si de este modo el yo se lanza y se pierde en lo posible, sin lazo que lo vuelva a convocar a la necesidad, tenemos entonces la desesperación de lo posible. Ese yo se convierte entonces en un abstracto en lo posible, se agota al debatirse allí sin cambiar sin embargo de lugar, porque su verdadero lugar es la necesidad: convertirse en uno mismo, en efecto, es un movimiento en el lugar. Devenir es una partida, pero convertirse en uno mismo es un movimiento en el lugar".

Así aparece el problema en Kierkegaard en el momento en que, aspirando a salir de una vida intelectualmente disoluta en donde había experimentado con fuerza la atracción del proteísmo de los románticos alemanes, le parece que su proyectada unión con Regina Olsen no es más que una salida falsa. Comienza entonces su examen de conciencia: es el instante de la Alternativa cuyos primeros pasos toman su impulso en lo inmediato erótico y lo erótico musical. Existe una afinidad profunda entre la nostalgia de lo inmediato en Kierkegaard y la esencia de la música, por una parte, y entre Don Juan, encarnación de lo inmediato erótico, y la música, su medio de expresión más adecuado, por la otra.

"La genialidad sensual es por completo fuerza, tempestad, impaciencia, pasión; es algo esencialmente lírico: sin embargo, no consiste en un momento sino en una sucesión de momentos... de allí su carácter épico; es demasiado desbordante para que pueda expresarse por medio de la palabra; se mueve constantemente en lo inmediato... La unidad acabada de esta idea y de su forma adecuada se puede encontrar en el Don Juan de Mozart, y precisamente porque la idea de genialidad es tan infinitamente abstracta, porque el medium es tan abstracto, no es probable en lo más mínimo que Mozart pueda tener alguna vez competidores a futuro... Esta idea de Don Juan es tanto más musical en tanto que la música no se expresa en ella como acompañamiento, sino como la revelación de su esencia más íntima. Ésta es la razón por la cual Mozart, a través de su Don Juan, se elevó por sobre todos los inmortales".

El estado inicial del alma de Kierkegaard es por naturaleza un estado musical que su conciencia cristiana objetivará progresivamente; ésta aprehende allí la pérdida de la inocencia, de ese estado en el que el alma está en unión inmediata con su naturaleza y cuyo profundo misterio es que es al mismo tiempo angustia. Ahora bien, si el yo kierkegaardiano conoció esta angustia generadora del pecado a través de sus diferentes fases, desde la angustia frente a la nada y frente a la posibilidad de poder, hasta la angustia frente al mal y frente al bien, todas ellas formas de la angustia refleja, pudo contemplar la figura del Don Juan mozartiano como la personificación milagrosa de la angustia sustancial.

"(...) Como el ojo presiente el incendio desde el primer resplandor, del mismo modo el oído presiente el ardor apasionado frente a los sonidos agonizantes de los violines - dice acerca de la Obertura de Don Juan. Existe algo de angustia en este relámpago: algo que será engendrado en la angustia, en el seno de las más profundas tinieblas; tal es la vida de Don Juan. No es una angustia que se refleje subjetivamente en él, es una angustia sustancial. La Obertura no expresa para nada la desesperación, como se dice habitualmente sin saber lo que se dice: la vida de Don Juan tampoco está hecha de desesperación, sino de toda la potencia de la sensualidad engendrada en la angustia; Don Juan mismo es esa angustia, y esa angustia es precisamente su alegría demoníaca de vivir. Después de haberlo hecho nacer así, Mozart desarrolla su vida en los sones danzantes de los violines en los que él se alza por sobre el abismo, ligero y furtivo. Como una piedra que uno lanza sobre el agua de modo tal que no haga más que rozar la superficie, a veces con rebotes ligeros, pero que desaparece bajo la onda tan pronto como deja de rebotar, así baila por sobre el abismo y goza durante el breve respiro que se le ha acordado".

El yo kierkegaardiano, enfrentado con su propia necesidad frente al infinito de lo posible, conoce en un estado extático la encarnación de sus posibilidades infinitas: Don Juan, la visión infernal y soberbia, el sueño insensato de la conciencia que busca eludir su necesidad, el desafío a Dios en la desesperación de no poder escapar a la condición de su individualidad inmortal. Hasta en sus observaciones estéticas en cuanto al error de ciertas interpretaciones de Don Juan que individualizaron al héroe, le dieron una realidad biográfica y lo sometieron a contingencias, Kierkegaard exalta la naturaleza esencialmente musical y por lo tanto pre-individual de Don Juan.

No es "por esencia ni idea (es decir fuerza, vida), ni individuo: ondea entre ambos. Ahora bien, este ondear es la vida misma de la música. Cuando el mar está embravecido, las olas espumosas forman toda clase de figuras semejantes a seres animados; parece entonces que fueran esos seres los que elevan las olas, mientras que es el movimiento de las olas el que los produce. Del mismo modo Don Juan es una forma que se convierte en aparente sin condensarse nunca en una figura definida, individuo que no deja de formarse sin terminarse jamás, y de cuya historia no percibimos otra cosa que lo que nos cuenta el rumor de las olas".
El Don Juan mozartiano pertenece a los estadios anteriores a toda toma de conciencia, y de ahí su temible poder de fascinación: Don Juan es la forma suprema de las metamorfosis de lo inmediato erótico tal como Mozart se las reveló a Kierkegaard.

"En el primer estadio, la apetencia (Querubín) no encuentra su objeto: lo posee sin haberlo deseado con avidez, y en consecuencia no llega a ejercerse en tanto que apetencia. En el segundo estado (representado por Papageno), el objeto aparece en tanto que múltiple, pero al buscar su objeto como múltiple, la apetencia no tiene objeto en sentido profundo: no está todavía determinada en tanto que apetencia. En el tercer estado es cuando la apetencia se muestra en Don Juan absolutamente determinada en tanto que apetencia: es, intensiva y extensivamente, la unión inmediata de los dos estados precedentes. El primer estadio deseaba idealmente el Uno; el segundo lo particular bajo la categoría de lo múltiple; el tercero los confunde. La apetencia encontró en lo particular su objeto absoluto, lo desea absolutamente... Ahora bien, no hay que olvidar, sobre todo, que no se trata de la apetencia de un individuo, sino de la apetencia en tanto que principio...".

No se trata del seductor reflexivo de la categoría de lo interesante (Don Juan de Molière, Lovelace, Valmont, Johannes de Kierkegaard), que, para ser seductores consumados, no buscan necesariamente variar o aumentar la lista de sus víctimas sino que se muestran más curiosos acerca de la personalidad de aquélla que se proponen seducir. Hacer entrar a Don Juan en esta categoría que es la de lo interesante es no comprender su naturaleza mítica. Si uno lo coloca en la escuela de la astucia y la estratagema, se le presta "la reflexión, y ésta echa una luz tan cruda sobre su persona que sale pronto de la oscuridad en donde no era perceptible más que musicalmente". Su goce es entonces completamente intelectual, encuentra sus satisfacciones en el plano ético; no disfruta más que con su astucia, de la que obtiene goce inmediato, y los cantos se callan. Ahora bien, el Don Juan mozartiano es un seductor en la medida en que su sensualidad y nada más que su sensualidad es el objeto de su deseo. Don Juan desea y su deseo tiene como efecto seducir. Disfruta en satisfacer su deseo, y si engaña al buscar un nuevo objeto después de haber gozado, no es porque haya premeditado la impostura: no tiene tiempo de jugar el rol del seductor, y es más bien por su propia sensualidad que sus víctimas fueron engañadas. "Pero deseando en cada mujer toda la femineidad, ejerce este poder sensualmente idealizante por medio del cual embellece, madura y vence a su presa". La infidelidad del Don Juan mozartiano, en consecuencia, no se sigue de la estrategia de los seductores morales: es inherente al deseo, y mientras el amor psíquico sometido a la reflexión dialéctica de la duda y de la inquietud es supervivencia en el tiempo, el amor sensual, infiel por esencia, se desvanece en el tiempo, muere y renace en una sucesión de momentos para encontrar así en la música su revelación más esencial.

"Como el relámpago brota de la nube sombría, surge fuera de la seriedad insondable de la vida, más rápido que el rayo, en zigzags más salvajes, pero mucho más seguro de alcanzar su objetivo: escúcheselo precipitarse en el eterno flujo cambiante de los fenómenos, tomar por asalto las sólidas murallas de la vida: los sonidos ligeros de los violines, la risa perlada de la alegría, los goces del placer, las bienaventuradas fiestas del disfrute: se sobrepasa él mismo, siempre más salvaje, siempre más huidizo; escúchese la pasión en la rabia de la voluptuosidad desencadenada, el rumor amoroso, el murmullo tentador, el torbellino seductor, el silencio del instante...".

¿Dioniso no era para Nietzsche la polimorfía originaria del yo llamado a renacer en el mundo? Y así, Don Juan para Kierkegaard, ¿no celebró acaso en el héroe mozartiano la lucha de la polimorfía de su alma con la conciencia hostil cuyos acentos amenazantes percibimos desde la obertura? ¿No lo describió acaso desde lo alto de la conciencia misma que exigía la muerte de la polimorfía ciega? Don Juan fue para él la fuerza elemental e informe que, detenida fortuitamente en su movimiento y en el punto de individualizarse al contacto con el objeto reencontrado, vuelve a caer en su informidad primera para retomar su ritmo infinito. Es entonces, como Dioniso, la expresión de la melodía infinita donde el alma de Nietzsche quería fundirse en el supremo grado de la voluntad: es la melodía infinita de lo posible que el alma de Kierkegaard escuchaba con una nostalgia angustiada por el sentimiento de culpabilidad, pero con nostalgia a pesar de todo: ¿la sonoridad gozosa del héroe mozartiano no le ofrecía el espectáculo dorado de una irresponsabilidad provisoria?

"(...) arrojado en la posición más escarpada de la vida, perseguido por el rencor del mundo entero, este Don Juan victorioso no tiene más refugio que un pequeño cuarto trasero. Sentado en el extremo de la báscula de la vida, a falta de una alegre compañía, despierta en sí mismo a golpes de látigo todo su placer de vivir. Y la música brama con tanto más furor cuanto que resuena en el abismo por sobre el cual maniobra Don Juan".

Kierkegaard había conocido él mismo esta posición escarpada: a medida que se decidía en el sentido de la individuación, del "movimiento en el lugar" que es el "convertirse en uno mismo", suprimía de sí mismo por medio de esta decisión todas las posibilidades de vida estéticas y poéticas. Ahora bien, ocurría que su unión con Regina Olsen no hubiera podido jamás separarse del carácter de lo interesante por haber sido contraída en el seno mismo de las frivolidades intelectuales. Para poseer a Regina en y según lo eterno, era preciso renunciar a ella en el tiempo y romper el vínculo: maniobra que no podía efectuarse sin ironía. Kierkegaard tomaba la máscara de la infidelidad y el elemento temporal que es la música, expresión más inmediata de la infidelidad fiel a sí misma, que iba entonces una vez más a convertirse en su propia máscara. Es entonces cuando al salir de una pasión "feliz, infeliz, cómica, trágica", Kierkegaard aparece en la actitud escandalosa de un Don Juan de la Fe. A través de la negación a comprometerse en el mundo existente, y consagrar allí su amor por medio de la institución cristiana del matrimonio, el yo, llegado a la posición "frente a Dios", había convertido la infidelidad fiel a ella misma en la fidelidad a lo eterno: salido a la deriva en el océano de su propia eternidad, ¿experimenta el yo kierkegaardiano entonces, como Don Juan cantando "la melodía de Champagne", tal "vitalidad interior que los más diversos goces de la realidad son débiles en comparación con el que extrae de sí mismo"? Ocurre que en La Repetición el yo devuelto a sí mismo entona un himno de acción de gracias como si lo posible sacrificado le fuera restituido en su eternidad:

"Soy de nuevo yo mismo... mi barca está a flote... en un minuto estaré de nuevo en donde permanecía el violento deseo de mi alma, allí en donde todas las ideas rugen con el furor de los elementos, en donde los pensamientos se desencadenan en el tumulto como los pueblos en la época de las migraciones, allí en donde reina en otros tiempos una calma profunda como la del Océano Pacífico, una calma tal que uno se escucha a uno mismo hablar, con tal de que haya movimiento en el fondo del alma: allí, por fin, en donde uno pone su vida en juego a cada instante... Pertenezco a la idea. La soy cuando ella me da la señal y cuando me da cita día y noche: nadie me espera para el desayuno, nadie para la cena. Al llamado de la idea, dejo todo, o más bien no tengo nada que dejar... De nuevo se me tiende la copa de la ebriedad: aspiro su perfume, percibo ya como una música su efervescencia; sin embargo, antes que nada, una libación para aquélla que ha liberado un alma que yacía en la soledad de la desesperación. ¡Gloria a la magnanimidad de la mujer! ¡Viva el vuelo del pensamiento, viva el peligro de muerte al servicio de la idea, viva el peligro de la lucha, viva el solemne júbilo del triunfo, viva la danza en el torbellino del infinito, viva la ola que me arrastra al abismo, viva la ola que me arrastra hasta las estrellas!".

Fuente: Pierre Klossowski, "Don Juan según Kierkegaard", en Acéphale. Religión, sociología, filosofía, 1936-1939, Caja Negra Editora, Ciudad de Buenos Aires, 2005, pp.137-150.

viernes, 26 de octubre de 2012

Dioniso.



Dioniso / Ceres / Cupido



El arte dionisíaco, en cambio,
descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis.
Dos poderes sobre todo son
los que al ingenuo hombre natural lo elevan
hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez,
el instinto primaveral
y la bebida narcótica.
Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso.
En ambos estados el principium individuationis queda roto,
lo subjetivo desaparece totalmente
ante la eruptiva violencia de lo general-humano,
más aún, de lo universal-natural.

Friedrich Nietzsche
"La visión dionisíaca del mundo"


Se decía que solo el dios Dioniso (Διώνυσος Diônysos) podía beber vino puro sin ponerse a sí mismo en ningún tipo de riesgo. Privilegio de deidad. Los demás, insignificantes y frágiles mortales, podían pagar con la locura, la enfermedad, la violencia e incluso la muerte si osaban beber los dones de la vid en estado de pureza.

¿Qué imágenes desencadena Dioniso?

Las imágenes que resuenan a partir de este símbolo de la exuberancia, la jovialidad y la embriaguez están menos ligadas a representarnos a él mismo como dios, y más relacionadas a poner en visibilidad los efectos que produce a su alrededor, en su nombre, o bajo su influencia.

Extasiados durante el estado dionisíaco que se alcanza bajo los efectos de la bebida (o también de cualquier psicotrópico puesto que la experiencia de la embriaguez es informe y plástica en lo que hace a las sustancias que la permiten y facilitan) los seres se sobrevuelan a sí mismos, se apartan de ciertos aspectos de la propia identidad, rompen por un rato con los ciclos repetitivos que los alienan, y desadormecen otros vectores identitarios "menos funcional-socialmente correctos". ¿Se trata de un tipo de despertar? Probablemente algo de esto haya en toda embriaguez. Pero de tratarse de un "despertar", ¿de qué estaríamos hablando específicamente? Un doble juego se establece entre lo que ha de adormecerse y lo que se despierta. Quizá se trate en la embriaguez de un adormecimiento de nuestro Yo habitual, ese Yo más conocido por uno y por nuestros otros más significativos, ese Yo que nos permite desplazarnos más o menos adaptadamente por entre las redes vinculares que componen la malla relacional cotidiana. En efecto, el Yo habitual se va disolviendo en una suerte de trance (el grado de la disolución dependerá de la sustancia, la cantidad consumida, los procesos psico-neurológicos del sujeto, el contexto emocional y sensorial, y otras variables en base a las que se establecerá una mayor o menor pérdida de control del yo) desarmando procesualmente ciertos aspectos de la plena conciencia. Una especie de paréntesis temporal de abandono del Yo y sus funciones controladoras se abriría mientras dure el efecto narcotizante de la embriaguez. Con el Yo habitual en estado de "off" despertarían nuestros inhabituales Yoes alternos, tomando estos el comando de nuestro comportamiento, nuestro cuerpo, nuestra lengua, nuestros fluidos. En mayor o menor grado, somos habitados por nuestras propias otredades en estado de embriaguez. Esas otredades que sin embargo pertenecen al haz de nuestra identidad múltiple, afloran en la experiencia embriagante. No se trata siempre de perder por completo la conciencia y sus funciones, pero esta tiene la puerta abierta para relajarse en su rol de Cancerbera de las pulsiones impresentables, los deseos indecibles, las identidades ninguneadas e insignificantizadas. Y es por eso que luego, una vez pasado el momento extasiante, miramos hacia atrás sin reconocer (o tratando de no admitir, depende el caso y las consecuencias de la noche anterior...) lo que hemos hecho-dicho-producido. Borrachos, nuestras acciones adquieren una nueva autenticidad, pues se corta la ficción del libre albedrío  Y con el libre albedrío en estado de congelamiento, lo que devenga será del orden de la necesidad irresponsable, y en cierta medida, inocente moralmente hablando pues no hay sujeto-centro-conciencia a quien asignarle la culpa de los eventos acontecidos. Por eso embriagarse -sea con la sustancia que sea, vides o hash- es y ha sido un acto humano -demasiado humano...- dado que permite despegar del suelo falso y aparente de una yoidad sujeta por la ficción de la "libre elección ergo responsabilidad-culpa-conciencia" y experimentar un tiempo que quiebra esas ficciones y sus ataduras morales y moralizantes.

Los humanos beben, fuman o se embriagan para recuperar algo de lo que han olvidado ontológicamente en el duro proceso de amansamiento social. Incluirse se paga rebañizandose. En consecuencia, siempre habrá algún precio a facturar por cualquier vivencia que nos devuelva la intensidad (aunque sea por un breve tiempo) de una existencia más libertaria. Llámese a ese "precio" a posteriori "resaca", o arrepentimiento, o bajón, o simple vaciedad existencial. Tomas Abraham decía en alguno de sus ensayos que al día siguiente de un exceso nos topamos casi indefectiblemente con el hueso duro del desamparo. Y si, en todo placer desbordado hay costos.

La recuperación transitoria de lo liberador a la que invita la embriaguez se produce desde una sensorialidad más abierta, una sensibilidad más autentica, seguramente más natural, e inequívocamente menos moral. ¿El riesgo? Darnos acceso ilimitado a nosotros mismos hacia nuestra completa animalidad olvidada. Por eso en los excesos del beber, por ejemplo, aparece la venganza ciega, la verdad hiriente, la agresividad física, e incluso la muerte. En la embriaguez desmedida el sujeto corre el peligro -para sí y para otro- de volverse una Ménade sin ley sedienta de irracionalidad, de sangre o locura. El conocimiento de sí mismo es la única "medida" desde la que establecer una "medida propia" que nos permita cuantificar y cualificar el "hasta donde" de lo que consumimos. El ebrio saludable -que no por ebrio "debe" extraviarse completamente de su propia dignidad- logra saborear los brazos sin el dolor de cadenas, logra mover en danza los pies sin el peso de sus grilletes, logra poner su espíritu más a salvo del resentimiento y más cerca del devenir gozoso. A cambio de esta libertad pasajera -pero vivida como más real, más inocente, más digna- deberá entregar el sobrevaluado control remoto de su conciencia, inevitablemente fragilizándose en esa claudicación. Atreverse a entregarse a estas experiencias embriagantes implica desacobardarse. Tener el valor de Ser, pero ser sin sujeto ni sujetamiento, de desear pero sin un objeto obligado al que conquistar, de tocar pero sin borde nítido del que partir desde sí mismo o al que aferrarse en el otro. A quien se atreva, Dionisos lo elevara, pero siempre en carne viva...

Dionisos...

La fecundidad ruidosa de las risas, la belleza de seducir o ser seducido,
y también el riesgo de la cólera o el estallido.

El placer de los cuerpos, los rozamientos, los juegos eróticos,
y también esa frontera disolvente que es lo orgiástico.

El olvido del dolor, la tregua a las penas, un remanso para las pérdidas,
y también el desgarramiento del alma.

La inspiración, la creatividad desatada, la pura dación,
y también lo inmanejablemente salvaje.

La verdad, los sueños más auténticos, la voz de relaja el pensamiento endurecido,
y también la ferocidad de lo insoportablemente cierto.

La danza, la destrucción de la razón, la alegría saltarina,
y también la errancia desorientada.

Las cuestiones referidas al tratamiento de los excesos del "mal beber", sus peligros y la preocupación ética en torno a la embriaguez han sido objeto de largas elucidaciones por parte de los filósofos griegos. Aunque de momento me resulta más provechoso ir un poco más hacia atrás en el tiempo a fin de detener la mirada sobre la mítica dionisíaca en busca de nuevos aspectos genealógicos que aporten a comprender la conexión entre el arte de beber y su deidad principal. Bajo el número 524 en la "Antología Palatina" aparece el homérico "Himno a Dioniso" describiéndose allí al dios del vino, sus juegos de máscaras, sus revelaciones, sus ocultamientos trampales, y sus laberintos de excesos. Este himno, a su vez, pega una pincelada extraordinariamente exhaustiva de varios de los temas, asuntos y sentidos que se desencadenan con el contacto con los frutos de la vid, o más ampliamente, con las embriagueces en general.

Cantemos al rey que gusta del grito de Evohé, el Taurino,
de cabellera abundante, rústico, digno de ser cantado, de hermosa figura,
de Beocia, estruendoso, báquico, con cabello adornado de racimos,
gozoso, rico en fecundidad, matador de gigantes, rico en risas,
nacido de Zeus, engendrado dos veces, nacido dos veces, Dioniso,
Evio, de espesa cabellera, de hermosos viñedos, que excita a las orgías,
celoso, muy colérico, receloso, que procura bienes envidiables,
mitigador, bebedor, de voz agradable, seductor,
portador de tirso, de Tracia, miembro de un tiazo, de corazón de león,
vencedor de la India, amable, de corona de color violeta, el Taurino,
que participa en el festín, provisto de cuernos, ceñido de hiedra, ruidoso,
de Lidia, dios del lagar, que hace olvidar las penas, que disipa las preocupaciones,
iniciador (en los misterios), el que inspira, dador del vino, que toma mil formas,
el dios de las fiestas nocturnas, pastoril, vestido con piel de cervato,
con túnica de piel de cervato,
que lanza una jabalina, común a todos, dador de comensales, de rubia cabeza,
propenso a la cólera, de corazón impetuoso, que mora en las montañas umbrosas,
que frecuenta las montañas,
gran bebedor, errante, ceñido por muchas guirnaldas, que preside festines abundantes,
que destruye la razón, tierno, que se retuerce bailando, vestido con piel de oveja,
saltarín, sátiro, hijo de Sémele, vástago de Sémele,
alegre, de mirada de toro, destructor de los tirrenos, presto para la ira,
que asusta con sueños espantosos, húmedo, dios del himeneo, que habita en los montes,
apasionado por los animales salvajes, temible, que gusta de sonreír, vagabundo,
de cuernos de oro, gracioso, que relaja la mente, de mitra de oro,
que extravía el alma, embustero, aficionado al ruido, que desgarra el alma,
maduro, feroz, alimentado en las montañas, que hace ruido en las montañas.
Cantemos al rey que gusta del grito de Evohé, el Taurino.

jueves, 25 de octubre de 2012

Pablo de Rokha - Grito de Masas en el Oriente.




Extraído de "Morfología del Espanto"

Desde la botella azul del conventillo, brota la callampa de llanto,
y se derrumba la eternidad de los desventurados, el farol de terror
de la mina, el horror de la parición absoluta, entre cacerolas y agonías,
cuando los inviernos muerden la reivindicación sindical, y en la consigna,
el moho es sólo humareda.

Un mastín imperial, su estómago político araña a las asambleas, el hambre,
el hambre de los trabajadores tronchados, el hambre, el hambre de la culebra
de piedra, contra la piedra de la piedra arremetiendo,
y desembarca la policía, montando su animal destripado, bramando con las patas,
o el traidor, que come sangre de mujer, que come vientres amargos y desesperados,
y el gran chacal social demócrata,
degollando al proletario, con sólo una hoja de papel amarillo.

Están asesinados, jamás muertos los obreros,
ahorcó al orador la oligarquía, y él conduce a las masas, ajusticiando,
con la lengua soberbia de la doctrina, que es una canción roja y una gran bandera,
porque la revolución tiene eternas las entrañas, o de puñales.

El piojo universal, el látigo y el pánico universales, al sudor inmortal saludan,
y el explotador desnuda a la plusvalía
en todos los lechos vendidos del fascismo al imperialismo,
porque el capital alimenta la pantera, con la carne y la sangre espantosa del mundo;
una negra uña de amo degüella a las criaturas recién nacidas en su cuna de llagas,
y una gran lágrima de cemento, del tamaño de una puñalada,
grita en la garganta del trabajador,
con rugidos de montaña herida en el vientre,
el funeral de los polvorosos documentos;
en las caucheras, en las algodoneras, entre los cuales azota la boa su jeroglífico terrible,
en las salitreras de alucinación e infierno,
encima del pantano tropical del tabaco, en el cual arde la malaria,
amarillosamente, su ladrido,
brama el drama de los esclavos, en tambores de pechos de muertos,
tocando la marcha hacia la nada;
nó, que se levante el puñal de todos los sepulcros obreros,
y le cercene la lengua al capitalismo, tremendamente, de un tajo!...

Sollozan las viudas, acariciando las bayonetas a retaguardia,
en tristes colchones de sauce despreciado, por los hambrientos,
asesinados por los hambrientos,
que aullaban en la propiedad ajena, y paren lágrimas
en la fatalidad de los cementerios burgueses, que parecen regimientos destripados
por donde, únicamente, comen los cerdos de los ricos.

Por los tubos tremendos del petróleo, enderezándose, desde el eje del mundo al cielo,
ascienden hombrecitos pequeñitos y amarillos,
a los que azota un sapo con la “Legión de Honor” en la barriga del cerebro,
el cual eructa un chorro de oro adentro de la Sociedad Anónima,
asentada en trabajadores que escupen sangre, en proletarios de sufrimiento,
con ojos grandiosos de héroes, en mujeres que devienen piedra santa,
y el invierno agarra las pocilgas y las estrangula;
barrena las espaldas del asalariado, el sol, disparando su fusil colorado,
la desgracia del jornalero anda a gatas, hiriendo el estaño sangre,
y, a cien semanas de distancia, está el presidio o el banquillo,
entre las sogas y las bocas de las horcas, agarrotando al huelguista;
entre la caña chancada, hay materia gris, y un ojo señala a un dedo la tragedia,
del cafetal al arrozal, la gran jornada del crucificado, hierve de látigos y víboras,
un sudor de horror cruza el espanto, y el grito del coolí,
es lo mismo que la galleta de veneno,
del peón o el poncho del pongo,
la maquinaria enciende la cesantía, y, los parásitos, arando los sobacos del proletariado,
amplías masas lúgubres labran, en las maderas de acusación de los patíbulos;
los aullidos del Mapocho parten la tarde en tres mitades
y echan adentro el lumpen-proletariado,
por cuyos andrajos, arrastrando va la miseria su carrito de recuerdos,
el frío patea la cabeza de los niños heridos por los cuchillos del hambre-grande,
la garra de la bestia nazi-fascista les arranca el corazón,
les arrasa el cielo del pecho a los trabajadores intelectuales,
y un buitre cristiano les revuelve los sesos a los viejos soldados de España,
porque el fusil popular los héroes, se les cubrió de naranjas maduras.

Un latigazo de cinco mil épocas
ruge contra el lamento tremendo de los explotadores sociales,
el horror milenario de los esclavos brama, y, entonces, suda la cara de la tierra,
y, entonces, la Hoz y el Martillo aparecen en el Oriente, colmados de aplausos de sol,
y, entonces, el Partido se levanta entre dos mundos;
sí, detrás de la carnicería, la revolución asoma su garganta de espada,
y brilla la historia como un diamante rojo.

Enterrados en el enorme basural amarillos,
los rascacielos hinchan sus raíces en la sangre social,
echando sangre y podredumbre por las chimeneas,
echando madres muertas, malas-costumbres muertas, toses muertas,
echando humo de perros, echando fetos de muertos, viejos muertos, sexos muertos,
pelos muertos, besos muertos, muertos muertos, ojos muertos, lenguas muertas,
anos muertos, papeles muertos, pechos muertos, adioses muertos,
todo lo muerto viviendo en los subterráneos de la burguesía,
el clamor de horror de la clase obrera,
horrorizada entre las patas herradas del capital fascista, asesino,
el puñal cargado de duraznos envenenados de la miseria,
la mano pelada de los sub-hombres, su lengua de lata ardiendo,
los tarritos menesterosos de comida de basura y morgue macabra,
los vientre vacíos y mordidos por los cerdos hambrientos,
el terror de morir en cuclillas, a la orilla de la infinita desolación de los hijos,
muertos de terror por el terror milenario del explotado;
un orangután sagrado y cornudo, da la bendición papal a los cadáveres,
y se acuesta con su marido,
las bacinicas del Vaticano,
sacan la lengua y recogen la margarita de la sodomía universal de la Iglesia,
para ofrecérsela a las masas de las tumbas, en la pastoral de León XIII,
y el cardenal colorado monta al sacristán amarillo, entre un escupo de campanas;
el Presidente de la República, restregando los calzoncillos contra una piedra,
decide que fusilen a quinientos obreros, por hambrientos,
y se atraganta de democracia y caridad de fusiles,
patea a una muchacha, que lame las murallas del hambre,
y a la cual violaros los carabineros,
y cien curas paridos se deshacen, masturbándose, junto al sexo de una mula rubia,
pero se avergüenzan, porque un picaflor de “El Mercurio” canta sobre un plátano,
tremendamente desarrollado,
elaborando un editorial de homosexual contra el Partido Comunista,
en el que cabalga “la familia” de “la bandera” del “orden”, en dirección de los antepasados.

Mil millones de horrores edifican un abrazo innumerable:
“Trabajadores del mundo uníos”,
del oro, del petróleo, del yodo, trabajadores del salitre, del carbón, del cacao,
del estaño, del tabaco, del café, del caucho, del trigo, del algodón, del vino,
del maíz, de la madera, de las fábricas, las industrias, las usinas y el mar-océano,
uníos, cobrizos, negros, blancos o mulatos, uníos,
uníos alrededor de la gran estrella roja,
que clama trayendo el puñal y el fusil de la revolución,
o trayendo un canasto de sol y palomas,
de pan, de paz y libertad, glorificado.

Por debajo, el canto de los esclavos, subterráneo, repechando los milenarios,
enarca la espalda azotada, la degollada faz deshabitada, la de llagas y babas cabeza,
el pavor animal, estupendo, de los secos pellejos negros, la agonía,
de asfalto, frente al gran capataz-capado, que aterra la manigua,
azotando los encadenados héroes;
piedra y sangre, dios, barro y sangre, todos los mundos ardiendo,
lacayos sagrados,
el aullido del bucanero estalla en el corazón de la sociedad burguesa,
 la tremenda voz de los látigos,
el clamor funeral que traducen los verdugos del Código y el asesino sacro-santo,
el grito de los pueblos marcados;
racimos de caballos lúgubres, relinchan,
una gran yegua inmensa en la cual cabalga el inventor de las Pirámides,
solo, con las tripas afuera, sobre los chacales azules,
o Espártaco, todo pintado rojo, a Lenín estirando los brazos cortados,
y un potro arrancan, a todo lo largo y lo ancho de la historia,
arrastrando entre los dientes la cabeza degollada de La Comuna.

Explotados contra explotados, degollándose por el oro del otro,
ametrallando aldeas de miseria, por el otro,
el que está violando su madre hambrienta a retaguardia,
por el otro, capitán de explotación, asesino financiero,
enterrado entre dulces vientres y vinos de diamante innumerable,
amamantados en la parra burguesa,
mientras las familias de andrajos, tiritan, por el otro,
engendrador de la matanza de los pobres contra los pobres,
y danza desnudo y borracho el explotador con el crucifijo de Jesucristo en los testículos,
sonando su badajo, en función de la guerra fascista,
tremendamente cagada por el vientre del nazi-fascismo internacional agonizante.

Adentro de los templos negros de la prostitución (Marsella-Port Said-Valparaíso),
arañando  los tremendos rotos espejos de las Casas de Cita
y las despeinadas pensiones de rufianes, mordiendo los suburbios,
y su pan criminal, de sangre, debajo de los malditos puentes,
que son pudrideros municipales de homosexuales,
frente a frente al animal muerto, que aúlla en el pantano de los extramuros,
gritando con la lengua podrida, la obscenidad de la corrupción infantil,
el terrible himen desesperado de la virgen proletaria, los partos macabros,
en los que, aullando, la tuberculosis araña las almas recién nacidas,
en el corazón clandestino y alevoso de las cocinerías, entre las cuales,
camino un tiburón idiota, azotando a los mendigos,
con sus grandes aletas de aserrín tenebroso,
medio a medio del resplandor morado del presidio,
en el cual barro seminal, chorreando los calabozos,
cría un arcángel de palo malo y sabandijas,
en la última raíz de las glándulas,
la protesta contra el régimen, que cría enfermos,
 que siembran la desgracia en la historia, y su tubería amarilla,
estalla y rebota su relámpago, y un galope de regimientos se levanta,
desde todo lo hondo, rodeando la poderosa caballería proletaria, brillante de estandartes.

La clase obrera, la sangre humana, clase-sangre, la dramaticidad sagrada de la clase,
de la sangre, lo santo tremendo…..

Una voz, una gran culebra, una flor de gargantas y potros,
partiendo un nido de llanto, que es el mundo y cien millones de trabajadores clamando,
con gritazos que parecen bayonetas.

Todos los niños, a todos los pechos les extraen nada,
es decir, un viento de fuego, completamente negro, un huracán rojo,
aullando, con el pellejo destrozado,
como un león, sobre el cual disparan los ladrones.
Millares de millares de millares de cesantes, aúllan a la sobreproducción,
entre un grande sonido de tripas y huesos,
y un cadáver de setenta metros, toca la trompeta de canillas de los tuberculosos,
el grito de fuego de los Bancos,
entre cuyos dientes alojan los chacales de ojo terrible y Cuenta Corriente,
encima del corazón negro y de luto,
las mandíbulas marmóreas de la plusvalía, tan amarilla como un asesino,
el fusil de pellejo del Gobierno,
que sirve para ahorcar vacas y degollar mariposas a formalina.

Desnuda va la yegua negra, la yegua negra, relinchando a la prostitución burguesa.

Ejércitos de ejércitos de ejércitos de ratones roen la propiedad privada,
la religión, la familia, el derecho burgués, sus grandes murallas de muertos,
ejércitos de ejércitos de ratones de ratones, roen al arte-puro de las esteticistas,
cruje el régimen, la rotunda proa, el maderámen,
medio a medio del océano de sangre grande, sangre de cadáver,
 las moscas preñadas, infectan sus verijas,
entre los hierros tremendos paren babosas las culebras desesperadas,
y el hambre, sus fauces, al hambre hambre abre,
por lo podrido, navegan ataúdes a vela, inmensa flor de boñiga,
la guerra degüella niños y madres con serrucho mellado,
el sodomita y el pederasta, se revuelcan adentro del catolicismo, oliendo a misterio,
y la Santísima Trinidad les ofrece un papel de lija
y un clavel empapado en vaselina amarilla,
como la filosofía de Max Scheller, o un nazi en pelotas,
la máquina corta brazos, corta cuellos, corta piernas y vientres obreros,
dejando el mundo vacío, por el cual va ladrando un asno tan flaco,
que parece un gran poeta, a cuya montura van a alojar las culebras y los marranos.

Pero, desde el Oriente, la epopeya de la URSS inmortal,
derrama su canasta de cosechas sobre la Humanidad,
y vomita plomo ardidamente rojo,
encima de los pechos y los sexos al revés de los ensangrentados idiotas de Germania…