Roger Caillois & Victoria Ocampo.
Parece que en la medida precisa en que el
espíritu se impone una disciplina muy estrecha y leyes al menos muy severas,
debe llevar una cuenta equivalente de los excesos, y perturbarse por su
existencia misma, porque nunca tiene certeza de no experimentar por ellos
tentación o remordimiento. Puede, en privado, mantenerse constantemente en el
límite y conservar siempre el control más exacto de sus anticipaciones
instintivas o, en público, restringir el ejercicio de sus facultades a la
formulación de evidencias y no propagar más que lo expresable y lo definido, no
avanzar más que en el terreno completamente conquistado, asimilado, y no
proponer nada que no se pueda justificar y que no sea parte inalienable del
sistema. El poder que dicha austeridad procura al espíritu que la adopta es
propiamente, por derecho, sin medida. En efecto, este espíritu adquiere para sí
gracias a ella una cohesión tal que se convierte en inexpugnable, a la manera
de un ejército en el que cada elemento táctico, en cada punto, se beneficia de
la fuerza indivisa de la totalidad de los efectivos. No deja por ello de sentir
la constante solicitación de los excesos. Todavía más, un espíritu tan
maniatado debe ser con seguridad para ellos una presa peor defendida, porque es
de las que se arrebatan en su totalidad. Lo que ocurre es que dicho espíritu
está demasiado unificado como para dividirse y encenderse en parte en el
momento del vértigo: es inconcebible que no permanezca igual de entero en el
espasmo que en el cálculo. En el espíritu, tan dispuesto a uno como entregado
al otro, es como si la distensión fuera tan explosiva sólo para proseguir una
tensión demasiado severa.
La ebriedad, por lo
demás, se manifiesta como estado total y se extiende, virtualmente al menos,
sobre toda la gama de las actividades del ser, puesto que todas consienten y
callan en el momento en el que se excita sólo una. Al agregar la semi-ebriedad
de la lucidez superior, de la que hablaba Baudelaire, a las que distingue
Nietzsche, es decir, a las tres ebriedades de los licores fuertes, del amor y
la crueldad, se percibe fácilmente que no existe punto alguno en el que el
éxtasis no pueda asentarse sin que, sin embargo, la sensación extrema de poder
que lo caracteriza deje de permanecer idéntica a sí misma. Cualesquiera sean
los efectos íntimos, sea cual fuere el valor con que se los juzgue, es seguro que
transportan a los individuos (salvo, en cierto sentido, algunos tóxicos
paralizantes que les procuran por otra parte un sentimiento de superioridad
intensa y calma, aunque de orden contemplativo) y les comunican una impresión
de máximo de ser que les hace preferir esos extraños instantes que están muy
pronto impacientes por repetir para el resto de sus vidas.
De este modo, y además
de que interesen al individuo en lo más imprescriptible de sí mismo, los
diversos excesos parecen constituir para él naturalmente un estado violento en
relación con la sociedad, y quizás parecen ser testimonio de una cierta
dificultad por su parte para adaptarse a la vida colectiva. He aquí incluso una
oposición, y quizás no sea la menor, entre los excesos y la inteligencia: el destino
imperialista de esta última y la desdeñosa resignación de las primeras para
exaltarse marginalmente y para sí mismas.
Sin embargo, la
historia da a pensar que esta oposición no conlleva ningún carácter absoluto:
en la medida en que la sociedad no sabe hacer lugar a las fuerzas dionisíacas,
en la medida en que desconfía de ellas y las persigue en lugar de integrarlas,
el ser se encuentra reducido a tomar, a pesar de la sociedad, las
satisfacciones que debería recibir de ella solamente. El valor esencial del
dionisismo residía, en efecto, en ese punto preciso en el que reunía al ser
socializándolo por medio de aquello que lo separaba cuando su goce era
individual. Mejor todavía, hacía de la participación en el éxtasis y de la
aprehensión en común de lo sagrado el único cemento de la colectividad que
fundaba, pues en oposición a los cultos locales cerrados de las ciudades, los
misterios de Dioniso eran abiertos y universales. De este modo colocaban en el
centro del organismo social las turbulencias soberanas que, descompuestas,
serán luego acorraladas por la sociedad en los vagos terrenos de la periferia
de su estructura, donde arroja todo aquello que la pone en riesgo de
disgregarse. Este movimiento representa nada menos que la más profunda de las
revoluciones y no es indiferente que el dionisismo haya coincidido con la
presión de los elementos rurales contra el patriciado urbano, y que la difusión
de los cultos infernales a expensas de la religión urania haya sido impulsada
por la victoria de las capas populares sobre las aristocracias tradicionales.
Al mismo tiempo, los valores cambian de signo; los polos de lo sagrado, lo
innoble y lo santo se permutan. Lo que era marginal --con el descrédito tan
interesante del término-- se convierte en constitutivo del orden, y en cierto
sentido nodal: lo asocial (lo que parecía asocial) reúne las energías
colectivas, las cristaliza, las conmociona, y se revela como fuerza de
sobresocialización.
Es suficiente con este
vistazo para poder valerse de la expresión virtudes dionisíacas, entendiendo
por virtud lo que une, y por vicio, lo que disuelve. Porque basta con que una
colectividad haya podido encontrar en ellas su clivaje afectivo y haya podido
fundar la solidaridad de sus miembros solamente sobre ellas, a exclusión de
toda predeterminación local, histórica, racial o lingüística, para asegurar,
entre aquellos a quienes ellas solicitan, la convicción de que dichas virtudes
se ven vejadas injustamente en una sociedad que quiere ignorarlas y que no sabe
reducirlas, para darles el gusto y mostrarles la posibilidad de agruparse en
una formación orgánica inasimilable e irreductible, para hacer más firme por
fin su resolución de recurrir a esta estrategia que siempre se ofrece.
De hecho, en Roma las Bacanales fueron
prohibidas a la vez por ser contrarias a las costumbres y por atentar contra la
seguridad del Estado. En Grecia, Las Bacantes de Eurípides, documento cuyo uso,
por otra parte, es extremadamente delicado, muestra suficientemente que la
difusión del culto dionisíaco no se llevó a cabo sin lucha contra los poderes
establecidos.
Sería preciso remitirnos en relación con este
punto a toda una sociología de las cofradías, desgraciadamente poco
desarrollada todavía. Es necesario señalar dos caracteres: las cofradías existen
como estructura fuerte en un medio social laxo. Se forman sustituyendo las
determinaciones de hecho sobre las que reposa la cohesión de ese medio
(nacimiento, etcétera), por la libre elección consagrada por medio de una
suerte de iniciación y de agregación solemne al grupo, y tienden a considerar
este parentesco adquirido como equivalente al parentesco de sangre (de allí la
constante apelación de hermano entre los adeptos), lo que convierte al lazo así
creado en más fuerte que cualquier otro, y le asegura la preferencia en caso de
conflicto.
Fuente:
Roger Caillois, "Las virtudes dionisíacas", en Revista Acéphale.
Religión, sociología, filosofía, 1936-1939.
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