Se agitan los imperios
capitalistas. Muévense.
Les rechinan los
dientes desmembrando al planeta.
Devoran la suave Asia,
el África erizada.
Y como a nidos echan
abajo nuestros pueblos.
El mar, un productor
voraz, sólo es saliva.
Eructa la amarilla boca
del capital
en los agazapados
países. Pegajosas
nubes de fetidez caen
sobre nosotros.
Y en la zona violenta
de la ciudad, en donde
muele el molar, en
donde planea el aire férreo
de las minas, en donde
patalea la máquina,
chasquea la polea,
clama el listón y zumba
la cadena y chillidos
trasformadores chupan
los pezones metálicos
del dínamo, acá,
acá sobrevivimos. Y
nuestra suerte está
poblada de mujeres,
niños y agitadores.
¡Acá vivimos! Red
convulsa nuestros nervios,
en ella se debate el
huidizo pasado.
El jornal —precio de la
fuerza del trabajo—
maúlla en el bolsillo.
Y así vamos a casa.
Una hoja de diario
sobre la mesa, y pan.
Y en la hoja: que
todos, que todos somos libres.
Perseguimos las
chinches con el goce y la lámpara.
Nos creemos gran cosa
con un cuarto de vino.
Camarada y soplón
cruzan por el silencio.
Un borracho tropieza.
Un joven va al prostíbulo.
La noche, boca abajo,
deja caer sus pechos
con sarpullido, como
una camisa sucia,
bajo el humo. Dormimos
roncando, destrozados,
espalda contra espalda
—pilas de leños huecos—,
y el moho en la pared
semiderruida marca
las húmedas fronteras
de nuestra triste patria.
Pero —¡mis camaradas!—
éstos son los peones
que en la lucha de
clases se vistieron de acero.
Y nosotros con ellos,
cual chimeneas: ¡ved!
Nos ocultamos, como
perseguidos, por ellos.
¡Así está preparándose
el mundo, a la cadena
de la historia montado,
donde la clase obrera
clavará sobre todas las
fábricas oscuras
la estrella, sí, la
estrella, roja estrella del Hombre!
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