jueves, 15 de mayo de 2014

Albert Caraco - Breviario del Caos.





Albert Caraco nació en 1919, en Constantinopla, pues así llamaba Caraco a Estambul. Personaje irreal, aunque no imaginario, se dice que nació en julio, o en agosto, y se sabe que murió en París, suicida en septiembre de 1971, al día siguiente de morir su padre. Lo había avisado Caraco: «Si una mañana mi padre no se despertara, yo lo seguiría de buen grado». Lo siguió, como lo había seguido en su vida errante de judío rico (Viena, Praga, Berlín, París, Managua, Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires), heredero de sefardíes establecidos en Constantinopla.

fragmentos

¡Felices los muertos! ¡Y tres veces desdichados aquellos que, llenos de locura, engendran! ¡Felices los castos! ¡Felices los estériles! ¡Felices incluso aquellos que prefieren la lujuria a la fecundidad! Pues ahora los Onanistas y Sodomitas son menos culpables que los padres y madres de familia, porque los primeros se destruirán a sí mismos y los segundos destruirán el mundo, a fuerza de multiplicar las bocas inútiles. ¡Vergüenza para los religiosos que nos obligan a reverenciarlos y nos enseñan a desvariar! Seríamos menos miserables y menos ridículos si ellos no existieran, estos predicadores de humo y estos consoladores de pacotilla no nos sirven ya de nada, después de no haber servido más que para engañarnos en cuanto a nosotros mismos, en cuanto a ellos y en cuanto a nuestra evidencia. ¿Se castiga a los falsificadores de dinero y se perdonaría a aquellos que no viven más que acreditando las ideas falsas? La tolerancia es un timo y el respeto no es más que un delirio, hemos pagado por entenderlo y seguiremos pagando antes de zozobrar en la hoguera, enviaremos a esos que nos llevan a la muerte a aplanarnos los caminos que ellos no nos evitan, después vendrá la disolución.

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Las ciudades que habitamos son las escuelas de la muerte, porque son inhumanas. Cada una se ha convertido en el cruce del rumor y del hedor, cada una convertida en un caos de edificios, donde nos apilamos por millones, perdiendo nuestras razones de vivir. Infelices sin remedio, nos sentimos, lo queramos o no, comprometidos a lo largo del laberinto del absurdo, del que no saldremos salvo muertos, pues nuestro destino es siempre multiplicarnos, con el único fin de perecer innumerables. A cada vuelta de rueda, las ciudades que habitamos avanzan imperceptiblemente la una contra la otra, aspirando a confundirse, es una marcha hacia el caos absoluto, en el rumor y en el hedor. A cada vuelta de rueda el precio de los terrenos sube, y en el laberinto que engulle el espacio libre, las ganancias de la inversión elevan, día a día, un centenar de muros. Ya que es necesario que el dinero trabaje y que las ciudades que habitamos avancen, es también legítimo que en cada generación sus casas doblen su altura y el agua venga a faltarles cada dos días. Los constructores sólo aspiran a sustraerse al destino, que ellos nos preparan, yendo a vivir al campo.

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Nuestros maestros son unos bufones o unos sofistas, unos exorcistas o unos hipnotistas, buscan ganar tiempo sobre el caos y sobre la muerte, pero ya no evitarán lo irreparable y vamos derecho a la catástrofe. Las ideas más mortíferas nos esperan al paso y ya no tendremos la capacidad de eludirlas cuando las necesidades nos tomen por la garganta para metamorfosearnos en fieras, nos acercamos al borde fatal y en cuanto seamos confrontados con éste, abdicaremos todas nuestras ilusiones humanitarias y arrojaremos a nuestros adversarios al precipicio. La exterminación será el común denominador de las políticas por venir, y la naturaleza se sumará agregando sus furores a los nuestros. El fin del siglo verá el Triunfo de la muerte, el mundo abrumado de hombres se descargará del peso de los vivos en demasía, no subsistirá isla en la que los poderosos puedan ocultarse al infierno general que nos preparan, y el espectáculo de su agonía será la consolación de los pueblos que extraviaron. El orden futuro será el legatario universal de nuestros fracasos, y los profetas, en medio de nuestras ruinas, reunirán a los sobrevivientes.

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Todo eso que nos pasa estaba previsto desde hace mucho, y esos a los que la Tradición no les es extraña sabían que este mundo estaba condenado, pero no encontraban oídos para hacerse escuchar. El corazón del hombre no ha variado, el corazón del hombre es igual al mar profundo y tenebroso, los cambios no tienen lugar más que en la superficie donde nuestra sensibilidad refleja la luz, pero cuando descendemos, encontramos eso que fue y será: la filosofía ahí casi no penetra y sólo la teología tiene las llaves del abismo. Nuestra teología fue la aberración por excelencia y nosotros expiamos sus crímenes y sus errores: ella vomitó sobre la naturaleza y la naturaleza se ha vengado, somos antifísicos y nuestras religiones pretendidas reveladas no supieron más que construir la tumba de la especie. La locura de la cruz es ahora la del hombre, la voluptuosidad del sacrificio es la última medida de nuestras obras, el gusto por la muerte será la consumación de nuestras ideas. En el caos, donde nos hundimos, hay más lógica que en el orden, el orden de muerte en el que permanecimos tantos siglos y que se desarma bajo nuestros pasos automáticos.

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Nos es necesaria una Revelación que proclame la caducidad de aquellas que observamos, pero esas que nosotros observamos están ahí, su mortal peso se alía a la Fatalidad, que nos aplasta, orden y caos forman un todo que no conseguimos romper. Los Anarquistas y los Nihilistas son los últimos hombres razonables y sensibles entre los sordos que marchan, y los ciegos que militan, pero en el siglo actual no basta con tener razón, ni con ser sensible para cambiar lo que pueda ser, es necesario sustituir al orden por un orden y no por un desorden, y la moral por una moral y no por la inmoralidad, así como la fe por una fe, no solamente por un vacío, y los dioses muertos por las divinidades que nacen. No tenemos necesidad de agitadores, tenemos necesidad de profetas, tenemos necesidad de genios religiosos a la altura de estos tiempos, a la altura de nuestras obras, pues todos aquellos cuyo recuerdo invocamos, sin excepción alguna, están desfasados, todos están desfasados y los que los invocan los traicionan. Ninguna tradición nos protege contra el futuro, pues el futuro no tiene precedente y el universo ya no tiene asilo.

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Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no le fallamos jamás, la muerte es nuestra única certeza y siempre sabemos que vamos a morir, no importa cuándo y no importa dónde, no importa la manera. La vida eterna es un sinsentido, la eternidad no es la vida, la muerte es el reposo al que aspiramos, vida y muerte están ligadas, aquellos que demandan otra cosa piden lo imposible y no obtendrán más que humo como su recompensa. Nosotros, quienes no nos contentamos con palabras, consentimos en desaparecer y aprobamos este consentir, no elegimos nacer y nos consideramos afortunados de no sobrevivir en ninguna parte a esta vida, que nos fue impuesta más que dada, vida llena de preocupaciones y de dolores, de alegrías problemáticas o malas. Que un hombre sea feliz, ¿qué prueba esto? La felicidad es un caso particular y nosotros observamos sólo las leyes del género, razonamos a partir de ellas, sobre ellas meditamos y profundizamos, despreciamos a quienquiera que busca el milagro y no estamos ávidos de beatitudes, nuestra evidencia nos basta y nuestra superioridad no se encuentra en otra parte.

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Cuando los humanos sepan que no hay más remedio que en la muerte, bendecirán a aquellos que los matan, para no tener que destruirse ellos mismos. Al ser todos nuestros problemas insolubles y con nuevos problemas agregándose sin cesar a aquellos que no alcanzamos ya a resolver, será necesario que el furor de vivir, en el que nos consumimos, se agote y que el abatimiento suceda al optimismo criminal, que me parece la vergüenza de estos tiempos. Pues la prosperidad de los países ricos no durará eternamente en el seno de un mundo que se hunde en una miseria absoluta, y como es demasiado tarde para sacarlo de ahí, no tendrán más que la opción de exterminar a los pobres o de ser pobres a su vez, ellos mismos no evitarán ya el caos y la muerte, si por ventura se deciden por la solución más bárbara. Así, por más que se emprenda, no se llegará más que al horror, y al no comunicarse con nosotros el espíritu de las causas, seguiremos infaliblemente a Ícaro en su caída o a Faetón en su abismo, yo no creo ya en el futuro de la ciencia y al no ser la mutación del hombre más que una doble quimera, nuestros descendientes deberán recuperarse sobre el caos y sobre la muerte, en la que nosotros vamos a perdernos.

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Nosotros odiamos un mundo colmado de insectos, y aquellos que juran que éstos son hombres mienten: la masa de perdición no ha sido jamás de hombres, sino de rechazados, y ¿desde cuándo un autómata espermático debe ser mi prójimo? Si es necesario que éste sea mi prójimo, yo digo que mi prójimo no existe y que mi deber es el de no asemejármele en nada. La caridad no es más que un engaño y los que me la enseñan son mis adversarios, la caridad no salva un mundo repleto de insectos que no saben más que devorarlo, manchándolo de su basura: no es necesario ni prestarles asistencia ni poner impedimento a las enfermedades que los diezman, mientras más mueran, será mejor para nosotros, pues no tendremos necesidad de exterminarlos nosotros mismos. Entramos en un futuro bárbaro y debemos armarnos de su barbarie, para estar a la medida de su desmesura y resistir a su incoherencia, no tenemos más que la elección de mantener o de abdicar, debemos golpear hoy a aquellos que golpearán mañana, tal es la regla del juego y esos que nos imploran nos castigarían pronto por haberlo olvidado.

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Una vez que la gente sea persuadida de que sus hijos serán más infelices que quienes los engendraron, y sus nietos aún más infelices, una vez que sean persuadidos de que no hay más remedio en el universo, de que la ciencia no hará milagros y de que el Cielo está tan vacío como su bolsa, de que todos los religiosos son unos impostores y de que todos los gobernantes son estúpidos, de que todas las religiones están rebasadas y de que todas las políticas son impotentes, se abandonarán a la desesperanza y vegetarán en la incredulidad, pero morirán estériles. Ahora bien, la esterilización parece ser la forma que la salvación toma, y sin la desesperanza y sin la incredulidad los hombres no consentirán nunca en volverse estériles, las mujeres menos todavía, es el optimismo quien nos mata y el optimismo es el pecado por excelencia. La negativa a confiar y la negativa a creer acarrean indefectiblemente la negativa a engendrar, es un nexo que se niega e incluso aquellos que quisieran despoblar el mundo, antes de que sea demasiado tarde, no osarán profesar esta relación de conveniencia. He aquí por qué nadie actúa sobre las causas ni deplora los efectos que éstas implican como inevitables consecuencias.

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El Infierno, que llevamos en nosotros, corresponde al Infierno de nuestras ciudades, nuestras ciudades están a la medida de nuestros contenidos mentales, la voluntad de muerte preside el furor de vivir y no alcanzamos a distinguir cuál nos inspira, nos precipitamos sobre los trabajos recomenzados y nos jactamos de elevarnos a las cimas, la desmesura nos posee y sin concebirnos a nosotros mismos, seguimos edificando. Pronto el mundo no será más que un astillero donde, igual que las termitas, miles de ciegos, afanados por perder aliento, se afanarán, en el rumor y en el hedor, como autómatas, antes que despertarse, un día, presas de la demencia y de degollarse unos a otros sin cansancio. En el universo, donde nos hundimos, la demencia es la forma que tomará la espontaneidad del hombre alienado, del hombre poseído, del hombre excedido por los medios y convertido en esclavo de sus obras. La locura se incuba desde ahora bajo nuestros edificios de cincuenta pisos, y a pesar de nuestros intentos por desenraizarla, no lograremos reducirla, ella es ese dios nuevo que no tranquilizaremos ni rindiéndole una especie de culto: es nuestra muerte lo que incesantemente reclama.

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Somos ya demasiado numerosos para vivir, para vivir no como insectos, sino como hombres; multiplicamos los desiertos a fuerza de agotar el suelo, nuestros ríos no son más que sentinas y el océano entra a su vez en agonía, pero la fe, la moral, el orden y el interés material se unen para condenarnos a ser tribu: a las religiones les hacen falta los fieles, a las naciones los defensores, a los industriales los consumidores, es decir, que hacen falta niños para todo el mundo, sin importar en qué se conviertan de adultos. Se nos empuja por el lomo al encuentro de la catástrofe y no podemos mantener nuestros fundamentos salvo yendo a la muerte, jamás se ha visto paradoja más trágica, jamás se ha visto absurdo más manifiesto, jamás la prueba de que este universo es una creación del azar, la vida un epifenómeno, y el hombre un accidente, ha recibido mayor confirmación general. No hemos tenido nunca un Padre en el Cielo, somos huérfanos, nos toca a nosotros comprenderlo, a nosotros volvernos mayores, a nosotros rechazar la obediencia a aquellos que nos engañan e inmolar a aquellos que nos consagran al abismo, pues nadie nos redimirá si no nos salvamos a nosotros mismos.

4 comentarios:

  1. Solo aterrizando en lo más hondo del abismo se visualiza una posibilidad para el hombre. Lo decía Heidegger.

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