Nota
del Autor
El Sr. Thiers[1],
en el seno de la Comisión sobre enseñanza elemental de 1849, decía:
«Quiero hacer
omnipotente la influencia del clero, porque cuento con él para la difusión de
esa sana filosofía que enseña al hombre que está aquí abajo a sufrir, y no esa otra filosofía que, por el contrario,
dice a los hombres: ¡Gozad!».
El Sr. Thiers formuló
con esto la moral de la clase burguesa, de la que él encarnaba el egoísmo feroz
y la estupidez.
La burguesía, en su
lucha contra la nobleza sostenida por el clero, enarboló la bandera del libre
examen y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de
tono y de apariencia; y hoy
la vemos
haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía económica
y política. En los siglos XV y
XVI, la burguesía se había revestido
alegremente con las tradiciones del paganismo y glorificaba la carne y sus
pasiones, algo reprobado por la moral cristiana; sin embargo, hoy, que nada
entre las riquezas y los placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores,
los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia para los asalariados. La
moral capitalista, mezquina parodia de la moral cristiana, castiga con un
solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo
las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en
condenarle al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni
misericordia.
Los socialistas
revolucionarios deben, por consiguiente, volver a empezar la lucha sostenida en
su tiempo por los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben asaltar
la moral y las teorías sociales del capitalismo; y extirpar, de la mente de la
clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase dominante;
deben proclamar, a la faz de todos los hipócritas de la moral, que la tierra
dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad
comunista que nosotros fundaremos —pacíficamente, si es posible; si no,
violentamente— las pasiones humanas tendrán rienda suelta, ya que «todas son
buenas por naturaleza; sólo debemos evitar su mal uso y su exceso»[2], y
esto último sólo se evitará con el contrabalanceo mutuo de las pasiones y con
el desarrollo armónico del organismo humano, puesto que —dice el Dr. Beddoe—,
«sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico llega también al más alto grado de su
vigor moral»[3].
Tal era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin[4].
La refutación del
Derecho al trabajo, que reedito con algunas notas adicionales, apareció en L'Egalíté
semanario de 1880, serie segunda.
Paul Lafargue
Prisión de Saint
Pélagie, 1883
Capitulo
Uno
Un
dogma desastroso.
«Seamos
perezosos en todo,
excepto en amar y en beber,
excepto en ser
perezosos.»
Lessing
Una extraña locura se
ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización
capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales
que, desde hace dos siglos, torturan a
la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del
trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y
de su prole.
En vez de reaccionar
contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han
sacro-santificado el trabajo.
Hombres ciegos y de
limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y
despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido.
Yo, que afirmo no ser
cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de
Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las
espantosas consecuencia del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad
capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda
deformación orgánica. Comparad los purasangre de los establos de los Rothschild[5],
servidos por una legión de bímanos, con
las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el abono y
transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje que los
misioneros del comercio y comerciantes de la religión no han corrompido aún con
sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mírese a continuación a
nuestros miserables sirvientes de las máquinas[6].
Cuando en nuestra
Europa civilizada se quiere encontrar un rastro de la belleza nativa del
hombre preciso ir a buscarlo en las
naciones donde los prejuicios económicos no han desarraigado aún el odio al trabajo. España, que, ¡ay!, también va
degenerando, puede aún vanagloriarse de poseer menos fabricas que nosotros
prisiones y cuarteles; pero el artista goza al admirar al audaz andaluz, moreno
como las castañas, derecho y flexible como un tronco de acero; y nuestro
corazón se estremece oyendo al mendigo, soberbiamente arropado en su capa agujereada, tratando de amigo[7] a
los duques de Osuna.
Para el español, en
quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las
esclavitudes[8].
Al igual que los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por
el trabajo: solamente a los esclavos les
estaba permitido trabajar; el hombre libre no conocía más que los ejercicios
corporales y los juegos de la inteligencia.
Fue aquel el tiempo de
un Aristóteles, de un Fidias, de un Aristófanes; el tiempo en que un puñado
de bravos destruía
en Maratón las hordas del
Asia, que Alejandro conquistaría rápidamente.
Los filósofos de la
Antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esta degradación del hombre
libre; los poetas cantaban la pereza, ese regalo de los dioses: O Melibae, Deus
nobis hoec otia fecit[9].
Cristo, en su sermón de
la montaña, predicó la pereza:
«Contemplad cómo crecen
los lirios de los campos; ellos no trabajan, ni hilan, y sin embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su
gloria, no estuvo más espléndidamente vestido».[10]
Jehová, el dios barbudo
y de aspecto poco atractivo, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la
pereza ideal: después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la
eternidad.
¿Cuáles son, en cambio,
las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses[11] en
Francia; los escoceses, esos auverneses de las islas británicas; los gallegos,
esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los
chinos, esos auverneses de Asia.
En nuestra sociedad,
¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo? Los campesinos
propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus
tierras, sepultados los otros en sus
negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse
nunca más para contemplar a su gusto la naturaleza.
Y también el
proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase
que, emancipándose, emancipará a la
humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el
proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha
dejado pervertir por el dogma del trabajo.
Duro y terrible ha sido
su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su
pasión por el trabajo.
Capitulo
Dos
Bendiciones
del trabajo.
En el año 1770 apareció
en Londres un escrito anónimo bajo el título An Essay on Trade and Commerce (Un ensayo sobre la industria y el
comercio), que en aquella época hizo cierto ruido. Su autor, un gran
filántropo, se indignaba porque:
«(...) a la plebe
manufacturera inglesa se le había metido en la cabeza la idea fija de que, como
ingleses, todos los individuos que la componen tienen por derecho de nacimiento
el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de
cualquier país de Europa. Esta idea puede ser útil respecto a los soldados,
porque estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos los obreros de las
manufacturas de tal idea, tanto mejor será para ellos mismos y para el estado.
Los obreros no deberían nunca considerarse independientes de sus superiores. Es
extremadamente peligroso alentar tales caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde
tal vez las siete octavas partes de la población poseen muy poca o ninguna propiedad.
La cura no se completará hasta que los pobres de la industria se resignen a
trabajar seis días por la cantidad que ahora ganan en cuatro».
Así pues, un siglo
antes de Guizot[12]
ya se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como freno a las nobles
pasiones del hombre.
«Cuanto más trabajen
mis pueblos, menos vicios tendrán
—escribía Napoleón desde Orterode—. Yo soy la autoridad..., y estaría
dispuesto a ordenar que el domingo, pasada la hora del servicio divino, se
reabrieran los negocios y volvieran los obreros a su trabajo.»
Para extirpar la pereza
y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que ella engendra, el
autor de An Essay on Trade and Commerce propuso encerrar a los pobres
«en casas ideales de
trabajo» (ideal workhouses), que se convertirían en «casas de terror, donde se
obligaría a trabajar catorce horas diarias, de modo que, descontando el tiempo
de las comidas, quedarían siempre doce horas de trabajo llenas y enteras».
Doce horas de trabajo
por día; he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII.
¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra!
Los talleres modernos
se han convertido en casas ideales de
corrección; donde se encarcela a las masas obreras, donde no sólo se
condena a trabajos forzados de doce y catorce horas diarias a los hombres, sino
también a las mujeres y a los niños.[13]
¡Y decir que los hijos
de los héroes de la época de la Terreur se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de
aceptar, en 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a doce
horas por día! Proclamaban como un principio revolucionario el derecho al
trabajo. ¡Vergüenza para el proletariado francés! Solamente esclavos podían ser capaces de semejante bajeza.
Veinte años de civilización capitalista necesitaría un griego de los tiempos
antiguos para concebir tanta degradación. Si los dolores de los trabajos
forzados y las torturas del hambre han caído sobre el proletariado en mayor
cantidad que las langostas de la Biblia, es porque él las ha llamado.
El mismo trabajo que en
junio de 1848 reclamaron los obreros con las armas en la mano, lo han impuestos
ellos a sus familias; ellos han entregado a los barones de la industria sus
mujeres y sus hijos Con sus propias manos han demolido su hogar doméstico, con
sus propias manos han agotado la leche de sus mujeres. Las desgraciadas,
embarazadas y amamantando a sus bebés, han tenido que ir a las minas y a las
manufacturas a partirse el lomo y a agotar sus nervios. Ellos, con sus propias
manos, han destrozado la vida y el vigor de sus hijos.
¡Vergüenza para los
proletarios! ¿Dónde están, aquellas comadres osadas, alegres y amantes de
la diva botella, de quienes hablan nuestras fábulas y
nuestros viejos cuentos? ¿Dónde están aquellas mujeres despreocupadas, siempre
tratando, siempre cocinando, siempre sembrando la vida, generando la alegría, pariendo sin dolor hijos sanos y
vigorosos?[14]
¡Hoy tenemos a las niñas y las mujeres de las fábricas, enfermizas flores de
colores pálidos, de sangre descolorida, de estómago arruinado, de miembros
languidecidos!... El placer
robusto es para
ellas desconocido y
no sabrían contar alegremente cómo salieron del
cascarón.
¿Y los niños? ¡Doce
horas de trabajo a los niños! ¡Oh miseria! Todos los Jules Simón[15]
de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germiny[16]
de la jesuítica, no habrían podido inventar un vicio más atrofiante para la
inteligencia de los niños, más corruptor de
sus instintos ni más destructor
de su organismo que el trabajo en la atmósfera viciada del taller
capitalista.
Nuestro siglo —dicen—
es el siglo del trabajo. En efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de
la corrupción. Y, sin embargo, los
filósofos y economistas burgueses, desde el
penosamente confuso Augusto
Comte hasta el ridículamente claro Leroy- Beaulieu[17],
los literatos burgueses, desde el charlatanamente romántico Víctor Hugo hasta
el ingenuamente grotesco Paul de Kock[18], todos
han entonado cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo
primogénito del Trabajo. Escuchándolos, se podría creer que la felicidad
empezaba a reinar en la tierra, que ya se sentía su
llegada. Han ido a los siglos pasados a revolver el polvo y las miserias
feudales para ahuyentar las delicias de los tiempos presentes. ¡Cómo nos han
hastiado esos saciados, recién salidos de la servidumbre de los grandes señores
y convertidos hoy en siervos de la pluma de la burguesía, abundantemente estipendiados;
cómo nos han hastiado con el típico agricultor del retórico La Bruyère!
¡Pues bien! Vamos a
mostrarles el brillante cuadro de los goces proletarios en el año del progreso
capitalista 1840; cuadro pintado por uno de los suyos, por el doctor Villermé[19],
miembro del Instituto, el mismo que en 1848 formó parte de esa sociedad de
sabios, en la cual figuraban Thiers[20],
Cousin[21],
Passy[22],
Blanqui, el académico[23],
y que propagó en las masas obreras las pamplinas de la economía y de la moral
burguesas.
El doctor Villermé se
refiere a la Alsacia manufacturera, a la Alsacia de los Kestner y de los
Dollfus[24],
de esas flores de la filantropía y del republicanismo industriales.
Pero antes de que el
doctor nos presente el cuadro de las miserias proletarias, oigamos a un manufacturero
alsaciano, a Sr. Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, quien
describe la situación del artesano de la antigua industria:
«En Mulhouse, cincuenta
años atrás, en 1813, cuando empezaba a nacer la industria mecánica moderna, los obreros eran todos
hijos del país, habitaban las ciudades y los pueblos próximos y poseían casi
todos una casa y muchas veces un pequeño campo»[25].
Era la edad de oro del
trabajador. Pero la industria alsaciana todavía no había inundado el mundo con
sus géneros de algodón, ni hecho millonarios a sus Dollfus y Koechlin[26].
Cuando, veinticinco
años después, el doctor Villermé visitó la Alsacia, el moderno minotauro, la
fabrica capitalista, ya había conquistado el país; en su bulimia de trabajo
humano, había arrancado los obreros de sus hogares para estrujarlos mejor y
exprimirles el trabajo que contenían. Los obreros acudían por millares al
silbido de las máquinas.
«Un gran número —dice
Villermé—, cinco mil sobre diecisiete mil, estaban obligados, por el elevado
precio de los alquileres, a vivir en los pueblos próximos. Algunos vivían a dos
leguas y cuarto de la fábrica donde trabajaban.»
En Mulhouse y en
Dornach, el trabajo empezaba a las cinco de la mañana y concluía a las cinco de
la tarde, tanto en verano como en invierno... Hay que verlos llegar todas las
mañanas a la ciudad y partir todas las noches. Hay entre ellos una multitud de
mujeres pálidas, descarnadas, que caminan descalzas entre el barro y que, a falta de paraguas
cuando llueve o nieva, llevan el delantal echado sobre la cabeza para
preservarse la cara y el cuello; y un número aún más considerable de niños, no
menos sucios y demacrados, cubiertos de harapos manchados de aceite de las
máquinas que les cae encima durante el trabajo.
Estos niños, mejor
preservados de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestidos, ni siquiera
tienen, como las mujeres, una canasta al brazo donde llevar las provisiones del
día; llevan en la mano, debajo del saco
o como pueden, el pedazo de pan que debe sustentarlos hasta que vuelven a sus
casas.
Así, a la fatiga de una
jornada desmesuradamente larga, de quince horas mínimo, estos desgraciados
tienen que agregar la de las idas y venidas, tan penosas y tan frecuentes.
Resulta que llegan por la noche a sus casas, agobiados por la necesidad de
dormir, y que al día siguiente, sin estar
completamente reposados, tienen
que levantarse para encontrarse puntualmente en la fábrica a
la hora de la apertura.
Con respecto a los
barrios en que deben amontonarse los que viven en la ciudad, dice:
«Yo he visto en
Mulhouse, en Dornach y en las casas próximas, aquellos miserables albergues
donde dormían dos familias cada una en un rincón sobre paja, tirada por el
suelo, y separadas por dos tablas solamente... La miseria en que viven
los obreros de
la industria algodonera
en el Departamento del Alto Rhin
es tal, que mientras en las familias de los fabricantes, negociantes, directores
de talleres, etc., la mitad de los niños llega a los veintiún años, esta misma
mitad deja de existir antes de cumplir el segundo año en las familias de los
tejedores y de los obreros de las hiladoras de algodón...»
Hablando del trabajo de
las fábricas agrega:
«Aquello no es un
trabajo, una tarea; es una tortura que se impone a niños de seis a ocho años... Este largo suplicio es lo que
mina cotidianamente a los obreros de las hiladoras de algodón.»[27]
A propósito
de la duración
del trabajo, Villermé
observaba que los
presidiarios condenados a trabajos forzados no trabajaban más de diez
horas; los esclavos de las Antillas, una media de nueve; mientras que en
Francia, en la nación que había hecho la revolución de 1789 y proclamado los
pomposos Derechos del Hombre[28],
había «fabricas donde la jornada era de dieciséis horas, en las cuales no se
concedía a los obreros más que una hora y media de pausa para las comidas»[29].
¡Oh, miserable aborto
de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh, lúgubre presente de su
dios Progreso! Los filántropos llaman bienhechores de la humanidad a los que,
para enriquecerse sin trabajar, dan trabajo a los pobres. Más valdría sembrar
la peste o envenenar las aguas que erigir una fábrica en medio de una población
rural.
Introducid el trabajo
fabril, y adiós alegrías, salud, libertad; adiós todo lo que hace bella la vida
y digna de ser vivida[30].
Y los economistas no se
cansan de repetir a los obreros: «¡Trabajad, trabajad para aumentar la
fortuna social!» Sin
embargo, un economista,
Destut de Tracy[31],
les contesta:
«Las naciones pobres
son aquellas en que el pueblo vive con comodidad; las naciones ricas son
aquellas en que, por lo regular, vive en la estrechez.»
Y su discípulo
Cherbuliez[32]
añade:
«Los trabajadores, al
cooperar con la acumulación de capitales productivos, contribuyen por sí mismos
al acontecimiento que, tarde o temprano, deberá privarles de una parte de sus
salarios.»
Pero los economistas,
aturdidos e idiotizados por sus propios aullidos, responden:
«Trabajad, trabajad sin
descanso para crear vuestro propio bienestar.»
Y en nombre de la
mansedumbre cristiana, un cura anglicano, el reverendo Towsend, salmodia:
«Trabajad, trabajad
noche y día; trabajando, vosotros
aumentáis vuestra miseria, y vuestra
miseria nos ahorra tener que imponeros el trabajo por la fuerza de las leyes.
La imposición legal del trabajo es
demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el
hambre, por el contrario, es no
solamente una presión pacífica, silenciosa, incesante, sino que, siendo el
móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos
más potentes.»
Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la
fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad,
trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de
trabajar y de
ser miserables. Tal
es la ley
inexorable de la
producción capitalista.
Los proletarios,
prestando atención a las falaces palabras de los economistas, se han entregado
en cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad
entera en esas crisis industriales de sobreproducción que
trastornan el organismo social[33].
Entonces, como hay
abundancia de mercancías y escasez
de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las
poblaciones obreras con su látigo de mil correas.
Los proletarios,
atrofiados y embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que la causal
de su miseria presente es el sobretrabajo que se impusieron en los tiempos de
pretendida prosperidad; en su lugar corren a los graneros de trigo y gritar:
«¡Tenemos hambre y queremos comer!... Cierto es que no tenemos un céntimo; pero aún así, mendigos
como somos fuimos nosotros quienes cosechamos el trigo y vendimiamos la uva...»
En vez de sitiar los depósitos del Sr. Bonnet de Jujurieux —el inventor de los
conventos industriales— y proclamar:
«Sr. Bonnet,
aquí están vuestras
obreras ovalistas, torcedoras
de seda, hilanderas, tejedoras, que tiemblan de frío bajo sus ropas de algodón,
tan remendadas, que hasta podrían conmover a un judío[34];
y, sin embargo, son ellas quienes han hilado y tejido los vestidos de seda de
las cocottes de toda la cristiandad. Las
infelices, trabajando trece horas por día,
no tenían tiempo
de atender sus
toilettes; pero ahora,
como están desocupadas, pueden
coquetear un poco con los géneros de seda que ellas mismas han trabajado. Nada
más perder los dientes de leche se dedicaron a hacer vuestra fortuna y han
vivido en la abstinencia; pero ahora que están ociosas quieren gozar del fruto de
su trabajo. Venga, Sr. Bonnet, entregue sus sedas; el Sr. Harmel dará sus
muselinas; el Sr. Pouyer-Quertier[35] sus calicós;
el Sr. Pinet,
sus botines para
sus piececitos fríos
y húmedos...
Vestidas de
pies a cabeza
y saltando de alegría, será
un gusto para
ustedes contemplarlas. Ánimo, no tergiverséis las cosas: vosotros sois
amigos de la humanidad y cristianos, por añadidura, ¿no es cierto?... pues
bien: poned a disposición de vuestras obreras la fortuna que os han edificado
con la carne de su carne.
¿No sois
amigos del comercio?
Pues, entonces, facilitad
la circulación de las
mercancías; he aquí consumidores
fácilmente encontrados: no tenéis más que abrirles créditos ilimitados. Estáis
obligados a abrirlos a negociantes que no conocéis de nada, que no os han dado
nada, ni un vaso de agua siquiera. Vuestras obreras se las apañarán como
puedan; si el día del vencimiento, gambetizan[36] y
no cumplen con sus firmas, las declararéis en quiebra, y si no halláis nada que
embargar exigiréis que os paguen con plegarias: ellas os enviarán al paraíso
mejor que vuestros abates negros con las narices llenas de rapé.»
En vez de aprovecharse
de los momentos de crisis |para una distribución general de los productos y
para un goce universal, los obreros, muriéndose de hambre, van a golpear con
sus cabezas las puertas de las fábricas. Con los rostros descarnados y los
cuerpos enflaquecidos, asaltan a los fabricantes humildemente, haciendo lo
posible por excitar su compasión:
«Buen Sr. Chagot, dulce
Sr. Schneider[37],
dadnos trabajo; no es el hambre, sino la pasión del trabajo lo que nos
atormenta.»
Y esos miserables, que
apenas tienen fuerzas para sostenerse en pie, venden doce o catorce horas de
trabajo por la tercera parte del precio que exigían cuando tenían trabajo de
sobra. Y los filántropos de la industria se aprovechan de estas crisis para
fabricar más barato.
Si las crisis
industriales suceden a los períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la
noche al día, arrastrando consigo el desempleo forzoso y la miseria sin salida,
también producen la bancarrota inexorable.
Mientras el fabricante
tiene crédito, alienta sin cesar la pasión del trabajo, acumulando deudas
sobre deudas para proveer de materia
prima a sus obreros. Hace producir sin pensar que el mercado se satura, y que, si sus mercancías no llegan a
venderse, sus pagares llegarán al vencimiento. Acorralado, va a implorar al
judío, se le arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. «Un poquito de
oro haría mejor mi negocio —responde el Rothschild—;
tenéis veinte mil pares de medias en depósito: valen veinte sueldos, yo las
compro a cuatro.»
Obtenidas las medias,
el judío las vende a seis u ocho sueldos y se embolsa rutilantes monedas de
cien sueldos que no deben nada a nadie; pero el fabricante ha retrocedido para
saltar mejor. Llega, finalmente, la
quiebra, y los depósitos desbordan; se arrojan entonces tantas mercancías por
la ventana, que no se comprende cómo
hayan podido entrar por la puerta. Se calcula en centenares de millones el valor de las mercancías destruidas; en el
siglo XVIII se quemaban o echaban al mar[38].
Pero antes de tomar
esta decisión, los fabricantes recorren el mundo entero buscando una salida
para las mercancías que se amontonan; obligan a sus gobiernos a anexionarse
Congos, a conquistar el Tonk, la
Eritrea, el Dahomey, y a demoler a cañonazos las murallas de la China, con el
único fin de poder despachar sus géneros
de algodón. Durante los últimos siglos, tuvo lugar un duelo a muerte entre Francia
e Inglaterra para decidir quién gozaría del privilegio exclusivo de vender en
América y en las Indias. Millares de
hombres jóvenes y vigorosos han tenido que enrojecer el mar con su sangre en
las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Los capitales
abundan como las
mercancías. Los financieros
no saben ya
dónde colocarlos, y van, por eso,
a las naciones felices que
gandulean al sol
fumando tranquilamente, a construir
ferrocarriles, a erigir fabricas, a importar la maldición del trabajo. Y
esta exportación de capitales
franceses termina un buen día
con complicaciones diplomáticas —como en Egipto, donde poco faltó para que Francia, Inglaterra y Alemania
se agarraran de los pelos para averiguar a qué usureros se debería pagar
antes—, o con guerras como la de Méjico, donde se mandan soldados franceses a
hacer el oficio de alguaciles para cobrar malas deudas[39].
Estas miserias
individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean y por eternas que
parezcan si desvanecerán, como las hienas y los chacales al acercar se el león,
cuando el proletariado diga:
«Yo lo quiero.»
Pero para que llegue a
la conciencia de su fuerza es necesario que el proletariado pisotee los
prejuicios de la moral «cristiana»,
económica y librepensadora; es necesario que vuelva a sus instintos naturales,
que proclame los Derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados
que los tísicos Derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de
la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar más de tres horas diarias,
holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche.
Hasta aquí mi
tarea ha sido
fácil; sólo he tenido que
describir males reales, bien conocidos, ¡ay!, por todos nosotros. Mas
convencer al proletariado de que los propósitos que se
le han inculcado son
perversos; que el
trabajo desenfrenado al cual
se ha entregado desde principios
de siglo, es el más terrible azote que jamás ha castigado a la humanidad, .y
que el trabajo se convertirá en un condimento de los placeres de la pereza, en
un ejercicio benéfico al organismo humano y en una pasión útil al organismo
social cuando sea sabiamente regularizado y limitado a un máximo de tres horas,
es una tarea ardua y superior
a mis fuerzas. Solamente
fisiólogos, higienistas, y
economistas comunistas podrían emprenderla.
En las páginas
siguientes me limitaré a demostrar que, dados los medios modernos de producción
y su potencia reproductiva ilimitada, es necesario dominar la extravagante pasión de
los obreros por el trabajo,
y obligarlos a
consumir las mercancías
que producen.
Capitulo
Tres
Lo
que sigue al exceso de producción.
Un poeta griego
de la época
de Cicerón —Antíparos— cantaba en
los siguientes términos la
invención del molino de agua (para la molienda del trigo), iba a emancipar a
las mujeres esclavas y a traer la edad de oro:
«¡Ahorrad el brazo que
hace girar la piedra, oh molineras, y dormid tranquilamente! ¡Que en vano os
advierta el gallo que es de día! Dánae ha impuesto a las ninfas el trabajo de
las esclavas, y ahí están brincando alegremente sobre la rueda, y ahí está el
eje sacudido que con sus rayos hace girar la pesada piedra. Vivamos de la vida de nuestros padres y gocemos ociosos
de los dones que la diosa concede.»
Pero, ¡ay!, los ocios
que el poeta pagano anunciaba no han llegado todavía.
La pasión ciega,
perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en instrumento
de esclavitud de los hombres libres: su productividad los empobrece.
Una buena
obrera no hace
con su huso
más de cinco
mallas por minuto;
ciertas máquinas hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto de la
máquina equivale, por consiguiente, a cien horas de trabajo de la obrera, o, lo
que es igual: cada minuto de trabajo de la máquina concede a la obrera diez
días de reposo.
Lo que es cierto para
la industria de los tejidos lo es, más o menos, para todas las industrias
renovadas por la máquina moderna.
Pero ¿qué vemos? A
medida que la máquina se perfecciona y sustituye con una rapidez y precisión
cada vez mayor al trabajo humano, el obrero, en vez de aumentar su reposo en la
misma cantidad, redobla aún más su esfuerzo, como si quisiera rivalizar
con la máquina. ¡Oh competencia absurda y asesina!
Para dar libre curso a
esta competencia entre el hombre y la máquina, los proletarios han abolido las
sabias leyes que
limitaban el trabajo
de los artesanos
de las antiguas corporaciones, y han suprimido los
días de fiesta[40].
Pero ¿acaso se cree,
que porque los obreros trabajaran entonces cinco días sobre siete, vivían sólo
de aire y agua fresca, como cuentan los mentirosos economistas? ¡Venga ya!
Ellos tenían ocios para probar los goces
de la tierra, para hacer el amor y reírse, y banquetear alegremente en honor a
la jubilosa diosa Holgazanería.
La sombría Inglaterra,
convertida en la mojigata del protestantismo, se llamaba entonces la «alegre
Inglaterra» (Merry England).
Rabelais, Quevedo,
Cervantes, los autores desconocidos de las novelas picarescas, nos hacen la
boca agua con las escenas de aquellas
monumentales comilonas con que se regalaban en aquella época entre dos batallas y dos devastaciones y en las que
no se escatimaba en nada[41].
Jordáens y la escuela flamenca de pintura nos las han reproducido en sus telas
vivaces.
Sublimes estómagos
gargantuescos, ¿qué os ha pasado?
Sublimes cerebros que encerraban todo el pensamiento humano,
¿dónde habéis ido a parar? ¡Cuánto hemos degenerado y empequeñecido! La vaca rabiosa, la patata, el
vino adulterado y el aguardiente prusiano combinados con los trabajos forzosos,
han debilitado nuestros cuerpos y encogido nuestras mentes. ¡Y es precisamente
entonces cuando el hombre restringe su estómago y la máquina aumenta su
productividad, cuando los economistas predican la teoría malthusiana, la
religión de la abstinencia y el dogma del trabajo! Tendríamos que arrancarles
la lengua y tirársela a los perros.
Como la clase
trabajadora, en su ingenuidad y buena fe, se ha dejado adoctrinar, y se ha arrojado
ciegamente, con su impetuosidad nativa, al trabajo y a la abstinencia, la clase
capitalista se ve condenada a la pereza
y al goce forzado, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el
sobretrabajo del proletariado aniquila su carne y atenaza sus nervios, el
exceso de consumo no es menos fecundo en sufrimientos para el burgués.
La abstinencia, a la cual se condena la clase
productora obliga a los burgueses
a consagrarse al sobreconsumo de los productos que fabrica desordenadamente.
Al principio de la
producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre
ordenado, de costumbres moderadas y pacíficas; se contentaba con su mujer o
casi, bebía cuando tenía sed, comía
cuando tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y cortesanas las nobles virtudes
de la vida disoluta.
Hoy día, no existe
burgués que no se llene de capones con trufas y de Lafite[42],
para alentar a los criadores de animales de La Fleche, y a los vinicultores
bordeleses; ni hijo de advenedizo enriquecido que no se crea en la obligación
de desarrollar la prostitución y de mercurializar su cuerpo, a fin de encontrar un objetivo a los trabajos que se
imponen los obreros de las minas de mercurio.
En este oficio el
organismo se deteriora rápidamente; los cabellos caen; los dientes se aflojan;
el tronco se deforma; la barriga se hincha; la
respiración se entorpece; los movimientos
se vuelven pesados;
las articulaciones se
anquilosan; las falanges
se anudan.
Otros, demasiado
enclenques para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de la
joroba del proudhonismo, atrofian sus cerebros en elucubrar, como los Garnier
de la economía política y los Acollas de la filosofía Jurídica[43],
gruesos libros soporíferos, y dar así ocupación a los encuadernadores y a los
tipógrafos.
Las mujeres mundanas
llevan una vida de mártires. Para probar
y dar valor a los mágicos
vestidos que se esfuerzan
en confeccionar las modistas, las
pobres pasan continuamente de uno a otro traje; entregan sus cabezas
vacías, durante horas y horas, a los artistas del pelo, quienes ansían saciar
la construcción de falsos moños. Apretadas en sus corsés y en sus botines
estrechos, y escotadas a punto de hacer
ruborizar a un zapador, giran en sus bailes de caridad, durante noches enteras,
a fin de recoger algunos céntimos para el mundo pobre. ¡Santas almas!
Para cumplir con su
doble función social de improductor y de sobreconsumidor, el burgués no
sólo tiene que
violentar sus gustos
modestos, perder sus
costumbres laboriosas de hace dos siglos, y darse al lujo desenfrenado,
a las indigestiones trufadas y a las disoluciones sifilíticas, sino que tiene
que sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres, para procurarse
ayuda.
He aquí algunas cifras
que prueban lo colosal que es esa pérdida de fuerzas productivas.
Según el
censo de 1861,
la población de
Inglaterra y del
país de Gales
era de 20.066.244 personas, de
las cuales 9.776.279 del sexo masculino, y 10.289.965 del sexo femenino. Si se
deducen los muy viejos o los muy jóvenes para trabajar; las mujeres, los
adolescentes y los niños improductivos;
luego, las profesiones ideológicas, como los gobernantes, la policía, el clero,
la magistratura, el ejército, los sabios, los artistas, etc., y, tras éstos, a
la gente ocupada exclusivamente en
comerse el trabajo de los demás, bajo
forma de alquileres, intereses, dividendos, etc.; y por último
los pobres, los vagabundos, los criminales, etc., quedan
unos 8.000.000 de individuos de ambos sexos y de toda edad, incluidos los
capitalistas que funcionan en la producción, el comercio, las finanzas, etc.
En estos 8.000.000 se
cuentan:
—Agricultores 1.098.261
(incluidos los pastores, los criados y las mozas de posada, que viven en las
granjas)
—Obreros de las fábricas de
algodón, lana, cáñamo, lino, seda, tejidos,
yute, etc. 642.607
—Obreros de las minas
de carbón y metal 565.835
—Obreros metalúrgicos
396.998 (fundidores, laminadores, etc.)
—Clase doméstica
1.208.648
Si sumamos los
trabajadores de las fabricas de tejidos y los de las minas de carbón y de
metal, obtenemos la cifra de 1.208.442; si hacemos otro tanto con los primeros
y los de todas las industrias metalúrgicas, nos da un total de 1.039.605; es
decir, en cada suma, el número de individuos es siempre menor que el de los
esclavos domésticos modernos. He ahí el magnífico resultado de la explotación
capitalista de las máquinas»[44].
A toda esta clase
doméstica, cuyo gran número indica el grado de desarrollo alcanzado por la
civilización capitalista, hay que añadir la numerosa clase de los
infelices consagrados exclusivamente a satisfacer los gustos dispendiosos y
fútiles de las clases ricas: pulidores de
diamante, costureras de encajes, bordadoras, modistas de lujo,
encuadernadores de lujo, decoradores de residencias secundarias, etc.[45]
Una vez acurrucada en
la pereza absoluta y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar
de los males que le acarreó su nuevo estilo de vida, se acomodó en él, mirando
con horror desde entonces todo cambio.
Las miserables condiciones de existencia aceptadas resignadamente por la clase
obrera, y la degradación orgánica engendrada por la depravada pasión del
trabajo, aumentaron aun más su
repugnancia por toda imposición de trabajo y cualquier restricción de goces.
Y precisamente
entonces, sin tener en cuenta la desmoralización que, como un deber social, se
había impuesto la burguesía, los proletarios se propusieron imponer el trabajo
a los capitalistas. ¡Ingenuos! Tomaron
en serio las teorías de los economistas y los moralistas sobre el trabajo, y se
obstinaron en llevarla a la práctica, imponiéndola a los capitalistas. El
proletariado enarboló la divisa: Quien no
trabaja, no come; Lyon, en 1831,
se sublevó al grito de morir combatiendo o vivir trabajando; los federados de marzo de 1871 declararon que
su rebelión era la Revolución del trabajo.
A estos
desencadenamientos de bárbaro furor, destructores de todo goce y toda pereza
burguesa, los capitalistas no podían
contestar más que con la represión feroz; pero sabían que aunque habían podido
sofocar estas explosiones revolucionarias, no habían ahogado, en la sangre de
sus gigantescas masacres, la absurda idea del proletariado de querer imponer el
trabajo a las clases ociosas y saciadas; y sólo con el fin de alejar este
peligro, la burguesía
se rodea de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos
en una improductividad laboriosa.
Ya no se puede tener
ilusiones sobre el carácter de los ejércitos modernos; se mantienen
permanentemente con el único fin de contener al enemigo del interior.
Por eso se construyeron
los fuertes de París y Lyon; no para defender la ciudad contra el extranjero,
sino para aplastarla en caso de revuelta. Y si se quiere un ejemplo que no
admita réplica, citaremos
al ejército de Bélgica, país
Jauja del capitalismo.
Su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y, sin embargo su ejército es uno
de los más fuertes proporcionalmente a su población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército
belga son las llanuras del Borinage y de Charleroi; en la
sangre de los mineros y de los obreros desarmados el oficial belga bautiza su
espada y gana sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos
nacionales, sino ejércitos mercenarios: protegen a los capitalistas contra el
furor popular que quisiera condenarlos a diez horas de mina o de hiladora.
La clase obrera, al
encoger su vientre, ha desarrollado desmesuradamente el vientre de la
burguesía, condenándola al sobreconsumo.
Para ser aliviada en su
penoso trabajo, la burguesía ha retirado de las clases obreras una masa de
hombres mucho mayor a la que queda consagrada a la producción útil, y la ha
condenado, a su vez, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño
de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no alcanza a consumir
todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo,
producen como maniáticos, sin quererlas consumir y sin pensar siquiera si se
encontrarán suficientes personas para
consumirlas.
Ante esta doble locura
de los obreros, de matarse trabajando con exceso y de vegetar en la
abstinencia, el gran problema de la
producción capitalista no es ya el de encontrar productores y de duplicar sus fuerzas, sino de descubrir consumidores,
excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias.
Como los obreros
europeos, temblando de frío y de hambre se niegan a vestirse con lo que han
tejido, a consumir el vino que han cosechado; los
pobres fabricantes se ven obligados a correr a los antípodas en busca quienes quieran vestirlos
y beberlos. Se cuentan por centenas de millones y de millardos los valores que exporta anualmente
Europa a los cuatro vientos, por no saber qué hacer con ellos[46].
Pero los continentes
explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan países vírgenes. Los
fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África, con el lago del Sahara,
con el ferrocarril del Sudán; siguen con ansiedad los progresos de los
Livingstone, los Stanley, los du Chaillu, los de Brazza[47];
escuchan boquiabiertos las maravillosas historias de estos viajeros valerosos.
¡Qué de maravillas
desconocidas no encierra ese «continente negro»! Campos inmensos están
cubiertos de dientes de elefantes; ríos
de aceite de coco corren sobre lechos de arenas de oro; millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure[48] o
de Girardin, esperan los
géneros europeos para
aprender la decencia,
las botellas de aguardiente y las biblias, para conocer
las virtudes de la civilización.
Mas todo es inútil:
burgueses que se empachan, clase doméstica que supera a la clase
productora, naciones extranjeras y
bárbaras que se inundan de mercancías europeas; nada, nada puede acabar con las
montañas de productos amontonados, enormes como las Pirámides de Egipto.
La productividad de los
obreros europeos desafía todo consumo, todo derroche. Los fabricantes,
enloquecidos, ya no saben qué hacer, viéndose en la imposibilidad de encontrar
suficiente materia prima para satisfacer la desordenada y depravada pasión de
sus obreros por el trabajo. Ciertos industriales compran jirones de lana sucia,
a medio pudrir, y fabrican con ella un paño llamado renaissance,
que dura tanto como las promesas electorales. En Lyon, en lugar de dejar
a la fibra de la seda su pureza y su flexibilidad natural, se la recarga de
sales minerales que la hacen más pesada, mucho más frágil y de menos uso. Todos
nuestros productos son alterados a fin de facilitar su salida y abreviar su
existencia.
Nuestra época será
llamada la edad de la falsificación, como las primeras épocas de la humanidad
recibieron los nombres de edad de piedra y edad de bronce, por el carácter de
su producción.
Algunos ignorantes
acusan de fraude a nuestros caritativos industriales, cuando en
realidad lo que les impulsa es dar trabajo a los obreros, que no pueden
resignarse a vivir de brazos cruzados.
Estas falsificaciones,
que tienen como única motivación un sentimiento humanitario, pero que producen
soberbias ganancias a los fabricantes que las practican, si bien son
desastrosas por la calidad de las
mercancías y constituyen una fuente inagotable del derroche del trabajo humano,
demuestran la ingeniosidad filantrópica de los burgueses y la horrible
perversión de los obreros que, por satisfacer su vicio por el trabajo, obligan
a los industriales a sofocar los gritos de su conciencia y a violar hasta las leyes de la honradez comercial.
Y, sin embargo,
a pesar de la sobreproducción de
mercancías, no obstante
las falsificaciones industriales,
los obreros llenan el mercado en cantidades sin número, implorando ¡trabajo!
¡trabajo! Tanta sobreabundancia debería obligarlos a sofocar su pasión; al
contrario, esto los lleva al paroxismo. Allí donde apenas surge una posibilidad
de trabajo, allí se precipitan, y una vez que lo han obtenido, reclaman doce o
catorce horas para poderse saciar; al día siguiente se encuentran de nuevo en la
calle sin tener ya con qué alimentar su vicio por el trabajo.
Todos los años, en
todas las industrias. Se repiten las huelgas obligatorias con la regularidad
de las
estaciones. Al sobre trabajo que aniquila el organismo, sucede el reposo
absoluto durante 2 ó 4 meses, y. ¡sin trabajo no hay pan!.
Ya que el vicio del
trabajo está diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros, ya que
sus exigencias ahogan todos los demás
instintos de la naturaleza, y, por otra parte, ya que la cantidad de trabajo pedida
por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y por la existencia
de materias primas, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo un año?
¿Por qué no distribuirlo uniformemente entre los doce meses del año, y obligar
a cada obrero a conformarse con seis o cinco horas diarias durante todo el año,
en vez de tomar indigestiones de doce horas de trabajo por día durante seis
meses?
Teniendo segura su
parte diaria de trabajo, los obreros no tendrán ya celos entre sí, ni se
pelearán por arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca. Así,
descansados de cuerpo y espíritu, empezarían a practicar las virtudes de la
pereza.
Embrutecidos por su
vicio, los obreros no han podido llegar a comprender que para que haya trabajo
para todos es preciso racionarlo como el agua en un navío en peligro. Sin
embargo, los industriales, en nombre de
la explotación capitalista, han pedido desde hace mucho tiempo una limitación
legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 sobre la enseñanza profesional,
uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el Sr. Boucart, de
Guebwiller, declaraba:
«Que la jornada de doce
horas era excesiva, debiendo ser reducida a once, y que el sábado debía cesar el trabajo a las dos. Yo
aconsejo la adopción de esta
medida, aunque parezca
onerosa a primera vista; nosotros la hemos
experimentado durante cuatro años en
nuestros establecimientos industriales, y nos hallamos satisfechos: la
producción media, lejos de haber disminuido, ha aumentado.»
En su estudio sobre las
máquinas, el Sr. E Passy cita la carta siguiente de un gran industrial belga,
Sr. M. Ottevaere:
«Nuestras máquinas, a
pesar de ser iguales a las de las fábricas inglesas, no producen lo que
deberían producir y lo que producirían si estuvieran en Inglaterra, aunque trabajan dos horas menos al día. [...]
Nosotros trabajamos dos largas
horas de más;
estoy convencido de
que si trabajáramos once
horas, en vez
de trece, tendríamos
la misma producción y
produciríamos, por consiguiente, más económicamente.»
Por otra parte, afirma
el Sr. Leroy-Beaulieu que «ha observado un gran manufacturero belga que en las
semanas donde hay un día feriado, no es inferior la producción a la de las
semanas ordinarias»[49]
Lo que no ha osado jamás
el pueblo, engañado en su simpleza por los moralistas, lo ha osado un gobierno
aristocrático. El gobierno inglés, despreciando las
altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como aves
de mal agüero, gritaban que disminuir una
sola hora de trabajo era decretar la ruina de la industria inglesa, prohibió
con una ley estrictamente observada
trabajar más de diez horas por día; e Inglaterra continuó siendo, como antes,
la primera nación industrial del mundo.
La gran experiencia inglesa,
lo mismo que la de algunos capitalistas inteligentes, está ahí, demostrando irrefutablemente que para
aumentar la potencia de la productividad humana es necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar
los días de paga y de fiesta; y el pueblo francés aún no está convencido de
esto.
Mas si una miserable
reducción de dos horas ha aumentado en diez años casi en un tercio la producción inglesa[50],
¿qué marcha vertiginosa no imprimirá a la producción francesa una reducción de
la jornada de trabajo a tres horas? ¿No pueden comprender los obreros que
matándose a trabajar agotan sus fuerzas
y las de su progenitura; que aniquilándose llegan prematuramente a ser
incapaces de todo trabajo; que absorbidos y embrutecidos por un solo vicio no
son ya hombres, sino troncos de hombres; que matan en ellos todas las bellas
facultades para dejar únicamente en pie la locura furibunda, y lujuriosa, del
trabajo?
¡Ah! Como
loros de Arcadia
repiten la lección
de los economistas:
«Trabajemos, trabajemos para aumentar la riqueza nacional.» ¡Oh idiotas!
Precisamente porque
trabajáis demasiado se
desarrolla con lentitud
el maquinismo industrial. Parad
de rebuznar y escuchad a un economista; no es un águila, no es más que el señor
Reybaud, a quien hemos tenido la fortuna de perder hace pocos meses:
«Es, generalmente,
sobre las condiciones de la mano de obra como se regula la revolución en los
métodos de trabajo. Mientras la mano de obra ofrece sus servicios a bajo
precio, se la prodiga; cuando se encarece, se procura hacerla innecesaria.»[51]
Para forzar a los
capitalistas a perfeccionar sus maquinas de madera y de hierro, es preciso
elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y
hueso ¿Pruebas en apoyo? Se pueden dar a
centenares. El oficio automático del self acting mule de las fabricas de
tejidos fue inventado y puesto en práctica en Manchester porque los tejedores
se negaban a trabajar tanto tiempo como antes.
En los Estados Unidos,
la máquina invade todos los ramos de la producción agrícola, desde la
fabricación de la mantequilla hasta la siembra del trigo. ¿Por qué? Porque el
americano, libre y perezoso, preferiría
mil muertes a la vida bovina del campesino francés.
La labranza, tan penosa
en la gloriosa Francia como rica en agujetas, es en el Oeste americano un agradable pasatiempo, que se goza sentados y
al aire libre, y fumando negligentemente en pipa.
Capitulo
Cuatro
A
nuevo aire, nueva canción.
Si disminuyendo las
horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción
social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un
inmenso ejército de
fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así
de su tarea
de consumidora universal, se apresurará a licenciar esa turba de
soldados, y en su caso, a despedir magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que
ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar.
El mercado del trabajo
estará entonces desbordante y habrá necesidad de imponer una ley de hierro para prohibirlo: será imposible encontrar
ocupación para esta multitud humana, más numerosa que los
piojos en el bosque y hasta ahora improductiva. Y después habrá que
pensar en todos los que proveían a sus necesidades y a sus gustos fútiles y
dispendiosos.
Cuando no haya
más lacayos, ni
generales que galardonar, ni prostitutas
libres ni casadas que cubrir con
encajes, ni cañones que horadar, ni palacios que construir, será preciso
imponer, bajo leyes severas, a los
obreros y obreras de la pasamanería, del encaje, del hierro, de la
construcción... regatas higiénicas y ejercicios coreográficos para la
conservación de su salud y el perfeccionamiento de la raza.
En el momento en que
los productos europeos se consuman donde se fabrican y no se envíen a la otra
punta del mundo, los marineros, los mozos de cordel, los recadistas, los
cocheros, deberán empezar a sentarse y a
aprender a estar de brazos cruzados. Los felices habitantes de la Polinesia
podrán entregarse entonces al amor libre, sin temer las iras de la Venus
civilizada y los sermones de la moral europea.
Aún más, para encontrar
trabajo suficiente a todos los no-valores de la sociedad actual, y lograr que
el utillaje industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá,
como la burguesía, violentar sus
inclinaciones a la abstinencia y desarrollar indefinidamente sus capacidades
consumidoras. En vez de comer una o dos
onzas de carne dura al día, cuando las come, deberá comer jugosos beefsteaks de
una o dos libras, y en lugar de beber modestamente malos vinos, más católicos
que el Papa, beberá a grandes sorbos
bordeaux y bourgogne, sin bautizo industrial, y dejará el agua para las
bestias.
Los proletarios han
dado en la extraña idea de querer imponer a los capitalistas diez horas de fundición
o de refinería; éste es el gran error, la causa de los antagonismos
sociales y de las guerras civiles. Será necesario prohibir, y no imponer, el
trabajo.
A los Rothschild, a los
Say[52],
les será permitido presentar las pruebas de haber sido holgazanes durante toda
su vida, y si, a pesar del entrenamiento general para el trabajo, ellos
persisten en vivir como verdaderos holgazanes, serán anotados y recibirán cada
mañana una moneda de veinte francos para sus caprichos.
Las discordias sociales
desaparecerán. Los capitalistas y los rentistas serán los primeros en aliarse
al partido popular, una vez convencidos
de que, lejos de hacerles daño, se quiere, por el contrario, liberarlos del
trabajo de sobreconsumo y de derroche a que han estado sujetos desde su
nacimiento. En cuanto a los burgueses, incapaces de probar sus títulos de
holgazanería, se les dejará seguir sus instintos. Hay suficientes ocupaciones
desagradables para colocarlos. Dufaure, por ejemplo, limpiaría las letrinas públicas; Galliffet mataría los
cerdos y los caballos roñosos; los miembros de la Comisión de gracias, enviados a Poissy[53],
marcarían el ganado en los mataderos públicos, y los senadores podrían servir
de enterradores en las ceremonias fúnebres. Para los demás, se buscarían oficios
al alcance de sus inteligencias. Lorgeril y Broglie
taponarían las botellas de champagne, pero se les pondría de antemano un bozal para evitar que
se embriagasen. Ferry, Freycinet y Tirard[54]
destruirían las chinches y los demás insectos de los ministerios y de otros
albergues públicos. No obstante se deberá poner fuera del alcance de los
burgueses el dinero público para evitar que sigan ejerciendo ciertas costumbres adquiridas.
Pero dura
y terrible será
la venganza sobre
los moralistas que han
pervertido la naturaleza humana;
sobre los mojigatos, los farsantes, los hipócritas y «otras sectas de
individuos que han hecho uso de máscaras y disfraces para engañar al mundo. Han
dado a entender al pueblo que sólo viven para
ayunos y maceraciones de la sensualidad, desde la contemplación y la
devoción, para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad:
pero nos la han dado por culo. ¡Bien sabe Dios! et Curios simulant sed
Bacchanalia vivunt[55].
Podéis leerlo en grandes letras de falso brillo, en sus rojos hocicos y sus
desmesurados vientres cuando se perfuman con azufre»[56]
En los días de las
grandes fiestas populares, cuando, en vez de engullir polvo, como en los 15 de
agosto y 14 de julio de la burguesía, los comunistas y colectivistas se sacien
de perfumes, de suculentos jamones y
generosos vasos de vino, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y
Políticas, los clérigos de frac y de sotana de la iglesia económica, católica,
protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagandistas del
malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa,
vestidos de amarillo, todos ellos,
sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán en el hambre junto a las
mujeres galas y las mesas cargadas de carne, de frutas y flores, y morirán de
sed junto a grandes toneles desbordantes
de vino. Los abogados y los legisladores
sufrirán la misma pena.
En nuestro régimen de
pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales
permanentemente. Es este un trabajo adecuado a nuestros legisladores, quienes,
organizados en cuadrillas, irán por las ferias y los villorrios dando
representaciones legislativas.
Los generales, con sus
botas de jinete, el pecho cruzado de cordones y escarapelas, y cubierto de
cruces de la legión de honor, irán por las calles reclutando a gente para el
espectáculo. Gambetta y Cassagnac[57]
su compadre, se encargarán de la charlatanería inicial. Cassagnac,
en traje de
matamoros girando los
ojos, torciendo el
bigote, escupiendo estopa en llamas, amenazará a todo el mundo con la
pistola de su padre, y desaparecerá por un agujero apenas se le enseñe el retrato de
Lullier[58];
Gambetta discurrirá sobre política
extranjera, sobre la
pequeña Grecia, que
a la vez
que lo adoctrina, daría fuego a
toda Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia, que se burla de él
con el revoltijo que promete hacer con Prusia,
y que desea heridas y chichones
al Oeste de Europa para hacer su labor en el Este, y ahogar así el nihilismo en
el interior de su país; sobre Bismark, cuya bondad le ha permitido pronunciarse
sobre la amnistía..., y después, desnudando su gran panza pintada con tres colores, le tocará llamada y
enumerará los deliciosos animalitos, las aves hortelanas, las trufas, los vasos
de Margaux y de Yquem, que han engullido para fomentar la agricultura y contentar
a los electores de Belleville.
En la barraca comenzará
la Farsa electoral.
Delante de los
electores de cabeza de serrín y orejas de burro, los candidatos burgueses,
vestidos de payasos
y cubiertos de
programas electorales de
múltiples promesas, ejecutarán la
danza de las libertades políticas y hablarán con lágrimas en los ojos, de las
miserias del pueblo, y, con voz sonora,
de las miserias de la patria. Y
los electores cabeza de serrín rebuznarán a coro, fuerte y sostenido: ¡ih!
¡oh!, ¡ih! ¡oh! Acto seguido, empezará
la función: «El Robo de los bienes de la nación.»
La Francia capitalista,
esa enorme hembra de cara vellosa y de cabeza calva, deformada como una
vaca, de carnes flojas, hinchadas y
descoloridas, con los ojos apagados, se recuesta sobre un sofá de terciopelo. A sus pies, el capitalismo
industrial, gigantesco organismo de hierro, con máscara de mono, devora
mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores
llenan el aire; la Banca, con el hocico de garduña, el cuerpo de hiena y las
manos de arpía, le roba rápidamente las perras chicas. Hordas de miserables
proletarios, descarnados y andrajosos, escoltados por gendarmes que llevan la
espada desenvainada, empujados por las furias
que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la
Francia capitalista montones de mercancías de todas clases, toneles de vino,
bolsas de oro y de trigo. Langlois[59],
con los calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro
de cuentas entre los dientes, se planta a la cabeza de los defensores de los
bienes de la nación y monta guardia. Apenas han dejado los fardos, los obreros
son arrojados a culatazos y bayonetazos, y se abren las puertas a los
industriales, comerciantes y banqueros, quienes se precipitan sobre los objetos
de valor, engullendo géneros de algodón, sacos de trigo, lingotes de oro y vaciando toneles de
vino. No pudiendo tragar más, sucios, asquerosos, se hunden en sus despojos y
en sus vómitos... Finalmente, estalla el temporal: la tierra se sacude y se
abre; la Fatalidad histórica surge. Con pie de hierro aplasta las cabezas de
los que hipan, titubean, caen y ya no pueden huir, y con su larga mano abate a
la Francia capitalista, aturdida y que suda de miedo.
Si desarraigando de su
corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se
alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que
son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el
Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar
una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas
diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría
agitarse en su seno un nuevo mundo...
Pero ¿cómo pedir a un
proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril?
¡Como Cristo, la
doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres,
los niños del proletariado suben arrastrándose desde hace un siglo por el duro
calvario del dolor: desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos,
destruye sus carnes y atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hombre
desgarra sus vísceras y alucinan sus cerebros! ¡Oh Pereza, apiádate de nuestra
larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el
bálsamo de las angustias humanas!
Apéndice
Nuestros moralistas son
gente muy modesta. Si bien han inventado el dogma del trabajo, dudan de su
eficacia para tranquilizar el alma, satisfacer la mente y mantener el buen
funcionamiento de los riñones y de otros órganos; quieren experimentar con las
masas populares, in anima vili, antes de aplicarlo a los capitalistas, cuyos vicios tienen la
misión de explicar y autorizar.
Pero, ¿por qué,
filósofos de pacotilla, atormentáis tanto vuestro cerebro para elucubrar
una moral cuya práctica no osáis
aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver ridiculizado y deshonrado ese dogma
del trabajo, por el cual os mostráis tan orgullosos? Consultad la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y
legisladores.
«Yo no podría afirmar
—dice el padre de la Historia, Heródoto— que los griegos hayan recibido de los
egipcios el desprecio al trabajo, por cuanto encuentro establecido el mismo desprecio entre los tracios, los
escitas, los persas y los árabes; en una palabra, porque en la mayoría de los bárbaros, los que
aprenden las artes mecánicas y también sus hijos, son considerados como los
últimos de los ciudadanos... Todos los
griegos han sido educados en este principio, particularmente los
lacedemonios»[60].
«En Atenas,
los ciudadanos eran
verdaderos nobles, que
no debían ocuparse más que de la
defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros
salvajes de los cuales descendían. Debiendo
tener todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por
los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos. Lo
mismo sucedía en
Lacedemonia, donde a
las mujeres les
estaba prohibido hilar y tejer, so pena de quedarse derogada su nobleza»[61].
Los romanos sólo
conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Todos los
ciudadanos vivían de derecho a expensas del tesoro, sin poder ser obligados a
proveer su subsistencia con ninguna de las sordidae artes, como designaban
ellos a los oficios, que estaban reservados únicamente para los esclavos.
Cuando Bruto, el antiguo, quiso levantar al pueblo, acusó sobre todo a
Tarquino, el tirano, de haber convertido a libres ciudadanos en artesanos y
albañiles[62].
Los filósofos antiguos
se disputaban el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba
de aborrecer el trabajo. «La naturaleza —escribe Platón en su utopía
social, en su
República modelo— no
ha hecho al
zapatero ni al
herrero; tales ocupaciones
degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que
son excluidos por su mismo estado de los
derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y
engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que
se degrada con los negocios comerciales debe ser castigado por este delito. Si
está convicto, será condenado a un año de prisión, y la pena será doblada cada
vez que reincida»[63].
En su obra El
económico, Jenofonte escribe: «Las personas que se dan a los trabajos manuales
nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. Condenados casi siempre a
estar sentados todo el día y a soportar, algunos, un fuego continuo, no pueden
menos que tener el cuerpo alterado, y es bien difícil que el espíritu no se
resienta».
«¿Qué puede salir de
honorable de un negocio?» —exclama Cicerón—. «¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama
negocio es indigno de un hombre
honrado... Los negociantes
no pueden ganar
sin mentir, y
¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto,
es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden
su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero,
se vende y se pone a nivel de los esclavos[64].
Proletarios
embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿oís el lenguaje de estos filósofos, que
se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero
se degrada al nivel de los esclavos; comete un crimen que merece años de
prisión.
La tartufería cristiana
y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las Repúblicas antiguas, quienes,
discurriendo como hombres libres, hablaban ingenuamente de su pensamiento.
Platón y Aristóteles,
estos pensadores gigantes, a quienes nuestros filósofos de moda, los Cousin,
los Caro, los Simón, etcétera, apenas les llegan al tobillo apoyándose sobre la
punta de los pies, querían que los ciudadanos de sus Repúblicas ideales viviesen
en el mayor ocio, ya que, como decía Jenofonte: «el trabajo ocupa todo el
tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos».
Según Plutarco, «el
gran título de Licurgo —el más sabio de los hombres— a la
admiración de la
posteridad era el
haber concedido ocios
a los ciudadanos
de la República, prohibiéndoles
toda clase de oficio»[65].
«Pero —responderán los
Bastiat, los Dupanloup[66],
los Beaulieu, y todos los moralistas cristiano-capitalistas— esos
pensadores, esos filósofos
preconizaban la esclavitud». Muy cierto,
pero ¿podía ser de otra
manera dadas las
condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades
antiguas: el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir las leyes del
Estado y a velar por su defensa. Los oficios eran entonces demasiado primitivos
y groseros para poder cumplir, ejercitándolos, con su propia misión de soldado
y ciudadano.
Para tener guerreros y
ciudadanos, los filósofos y los legisladores antiguos toleraban a los esclavos
en sus Repúblicas
heroicas. Pero los
moralistas y economistas del capitalismo, ¿no preconizan el asalariado,
la esclavitud moderna? Y ¿a quiénes otorga ocios la esclavitud capitalista? A los Rothschild, a los Schneider, a las
Madame Boucicaut[67],
inútiles y nocivos, esclavos de sus vicios y de sus domésticos.
«El prejuicio de la
esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y de Pitágoras», se ha escrito
desdeñosamente, y, sin embargo, Aristóteles pensaba que «si todo instrumento
pudiera ejecutar por sí solo su propia
función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se dedicaban
espontáneamente a su trabajo sagrado; si, por ejemplo, los husos de los
tejedores tejieran por sí solos, ni el maestro tendría necesidad de ayudantes,
ni el patrono de esclavos».
El sueño de Aristóteles
es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, miembros de acero,
infatigables, y de fecundidad maravillosa, inagotable, cumplen dócilmente y por
sí mismas su trabajo sagrado, y, a pesar
de esto, el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado
por el prejuicio del asalariado, la peor de las esclavitudes. Aún no han
alcanzado a comprender que la máquina es
la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sórdidas
artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad.
[1] Cito aquí al Sr.
Thiers no por su mérito científico, cuya nulidad es sólo comparable con su
bajeza, sino porque esta pulga, que ha vivido en la camisa de todos los
gobiernos, es la personificación ideal de la burguesía moderna (N. del A.).
[3] DR. BEDDOE: Memoirs of the anthropological Society
(N. del A.)
[4] CHARLES DARWIN: Descent of man (N del A).
[5] ROTSHCHILD,
poderosa familia de banqueros, de origen alemán y a la vez judío, que
estableció una de las más importantes bancas privadas del siglo XIX en París.
Lafargue fue contemporáneo de la tercera generación de la familia, y sus
alusiones parecen dirigirse especialmente a uno de los miembros de esta
generación, Alphonse de Rothschild (1827-1905): jefe de la Casa de París,
regente del Banco de Francia y presidente del Consejo de Administración de los
Ferrocarriles del Norte (N. del E.).
[6] Los exploradores
europeos se detienen asombrados ante la belleza física y el altivo talante de
los hombres de las tribus primitivas, que no han sido contaminadas aún por lo
que Eduard Poeppig llama el «aliento envenenado de la civilización». Hablando
de los aborígenes de las islas de Oceanía, Lord George Campbell escribe:
«No hay pueblo en el mundo que impresione tanto a
primera vista. Su piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo; sus cabellos
dorados y rizados; su risueño y hermoso rostro; en una palabra, toda su persona,
presenta un nuevo y espléndido modelo del genus homo; su aspecto físico nos da
la impresión de una raza superior a la nuestra.»
«No hay pueblo en el mundo que impresione tanto a
primera vista. Su piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo; sus cabellos
dorados y rizados; su risueño y hermoso rostro; en una palabra, toda su
persona, presenta un nuevo y espléndido modelo del genus homo; su aspecto
físico nos da la impresión de una raza superior a la nuestra.»
Con la misma
admiración, los civilizados de la antigua Roma, los Césares y los Tácitos,
contemplaban a los germanos de las tribus comunistas: que invadían el imperio
romano.
De la misma
manera que Tácito, Salviano −el cura del siglo V− a quien apodaron «el maestro
de los obispos», presentaba a los bárbaros como modelo a los civilizados y
cristianos: «Somos impúdicos, en
comparación a los bárbaros, más castos
que nosotros. Aun más, los bárbaros se ofenden ante nuestra falta de pudor. Los
godos no permiten entre ellos a los libertinos de su nación; entre ellos, sólo
los romanos poseen el derecho a ser impuros por el triste privilegio de su
nacionalidad y de su nombre, [La pederastia estaba entonces de moda entre
los paganos y los cristianos...] Los
oprimidos se van con los bárbaros en busca de humanidad y protección.» (De
Gobernatione Dei.)
La vieja
civilización y este naciente cristianismo corrompieron a los bárbaros del viejo
mundo, como las prácticas del cristianismo decadente y la moderna civilización
capitalista corrompen a los salvajes del nuevo mundo.
Sr. F.
Le Play*, cuyo
talento de observación
se debe reconocer,
aun cuando no
se acepten sus conclusiones sociológicas, impregnadas de
prudhonismo filantrópico y cristiano, dice en su libro Los obreros europeos
(1855):
«La propensión de los bachkires a la pereza, (los
bachkires son pastores seminómadas de la vertiente asiática de los Urales); los
goces de la vida nómada; las costumbres de la meditación que surgen en los
individuos mejor dotados, dan a éstos, generalmente, una distinción de modales,
una claridad de inteligencia y de juicio que rara vez se nota en el mismo nivel
social de una civilización superior... Lo que más les repugna son los trabajos
agrícolas, hacen cualquier cosa antes que aceptar el oficio de agricultor.» En efecto, la
agricultura es la primera manifestación del trabajo servil de la humanidad.
[Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, es agricultor] (N. del
A.).
*PIERRE-GUILLAUME FRÉDERIC LE PLAY (1806-1882): ingeniero,
economista y sociólogo francés, creador
de la revista La Reforme social, y autor de numerosos estudios sobre los
problemas sociales (Les Ouvriers européens, La Reforme sociale en France...).
Su doctrina, la «economía social», se basa en un claro «paternalismo
cristiano»: considera que la autoridad del patrono en la empresa, equivalente a
la del padre en la familia, es imprescindible para el progreso social (N. del
E.)
[7] En castellano en
el original (N. del E )
[8] Hay un proverbio
español que dice: Descansar es salud* (N. del A.).
* En castellano
en el original. Pese a haber permanecido en España entre 1871 y 1872, la visión
que Lafargue ofrece, está más próxima a las observaciones de los viajeros
románticos que a lo que su propia experiencia pudo enseñarle. Reproduce aquí
algunos tópicos literarios por su utilidad para la argumentación general del
panfleto, y sin preocuparse por contrastarlos con sus conocimientos sobre la
situación de la clase obrera madrileña, con la que convivió en la temporada
citada (N del E)
[9] Oh Melibea, un
Dios nos ha dado estos ocios, (Ver apéndice pág.61) (N. del A.)
[10] El Evangelio
según San Mateo, capítulo VI (N. del A.).
[11] Procedente de
Auvernia: región administrativa que comprende varios departamentos, con
capital en Clermont-Ferrand. Lafargue se
refiere a ellos como testarudos currantes; aplicados y trabajadores (N del E)
[12] FRANÇOIS-PIERRE-GUILLAUME GUIZOT
(1787-1874): historiador y
político francés, autor
de obras como la Historia de la
Civilización en Europa, o los Ensayos sobre la Historia de Francia. Comenzó su
vida política como miembro del partido doctrinario; fue ministro del Interior
de 1830 a 1837 y de Asuntos Exteriores a partir de 1840, adoptando una política
cada vez más conservadora, hasta que fue derrocado por la Revolución de 1S48 (N
del E).
[13] En el Congreso
de Beneficencia, celebrado en Bruselas en 1857, uno de los más ricos
manufactureros de Marquette, cerca de Lille, Sr. Scrive, decía entre los
aplausos de los miembros del Congreso y con la satisfacción de un deber
cumplido:
«Hemos introducido algunos medios de distracción
para los niños. Les enseñamos a cantar durante el trabajo y a contar igualmente
trabajando; esto los distrae y les hace soportar con valor esas doce horas de
trabajo que necesitan para poder subsistir».
¡Doce horas de
trabajo!; y ¡qué trabajo! ¡Impuesto a niños que aún no tienen doce años! ¡Los
materialistas deplorarán siempre que no exista
un infierno para
esos cristianos, para
esos filántropos, para
esos verdugos de b infancia!* (N. del A.).
* En un artículo
sobre «La mujer» (Le Citoyen, 15-VHI-1882; recogido en Giranft, o. c., pág.
173.)., después de describir los sufrimientos de las mujeres empleadas en la
industria, señala, de forma similar a este texto: Somos materialistas, pero
lamentamos que no exista un infierno para encerrar en él a los capitalistas
industriales, verdugos de mujeres y niños.» (N del E).
[14] Sea cual sea el
estatuto de los hombres del s. xix, casi todos reafirman la inferioridad
natural de la mujer y la condenan al
seno de una familia dominada por un marido. Reina la filosofía del código napoleónico, agravada por la alianza
entre la iglesia y la Restauración (1815-1830). En 1848, se excluye a las
mujeres del restablecido sufragio universal, a pesar de la lucha del movimiento
«Femmes de 1848». Deberán esperar la ley Duruy de 1867, que obliga a toda
comunidad superior a 500 habitantes a tener una escuela para niñas, para que
puedan acceder a la educación. El hombre más oprimido puede oprimir a un ser,
su mujer. Ella es la proletaria del proletario, Flora Tristan (N. de la murga).
[15] JULES SIMÓN
(1814-1896): profesor de Filosofía en la Sorbona y diputado republicano de
oposición durante el Imperio de Napoleón III. Autor de varios estudios sobre la
situación de la clase obrera (L' Ouvrière, Le Travail, L' Ouvrier de huit
ans...), desempeñó un papel de importancia en los comienzos de la III
República: fue senador, ministro de Instrucción Pública, presidente del Consejo
en 1876..., y uno de los más caracterizados representantes del pensamiento de
la burguesía republicana (N. del E.).
[16] CHARLES DE
GERMINY: especialista en finanzas y miembro de la mayoría de las sociedades
financieras, durante el II Imperio (según Girault) (N. del E.)
[17] PIERRE-PAUL
LEROY-BEAULIEU (I843-1916): profesor de economía en el Colegio de Francia,
fundador de L'Économiste français y autor de obras como Le Travail des femmes
au xixe siècle, en las que defiende el liberalismo económico frente a los
ataques proteccionistas y socialistas. De ahí que frecuentemente sus escritos
provocaran réplicas de los escritores socialistas, entre ellos Lafargue (N. del
E.).
[18] CHARLES-PAUL DE
KOCK (1794-1871): novelista y autor teatral, escribió un gran número de obras
de tono popular que le dieron renombre en Francia y el resto de Europa (N. del
E.).
[19] LOUIS-RENÉ
VILLERMÉ (1782-1863): médico y estadístico, miembro de las Academias de
Medicina y Ciencias Morales. Por encargo de esta última, se dedicó al estudio
de la situación obrera, sobre la que escribió varias obras. De ellas, la más
importante, el Tableau de l'état physique et moral des ouvriers dans les
fabriques de cotton, de laine et de soie (1840), representa un testimonio
fundamental sobre las condiciones de vida y de trabajo del proletariado francés
en la primera mitad del siglo xix (N. del E.).
[20] LOUIS-ADOLPHE
THIERS (1797-1877): historiador y político, figura clave en la Monarquía de
Julio, en la que fue presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones, y
de la III República. En 1871 firmó los preliminares de paz en Versalles, por
los que acababa con la rendición de Francia, la guerra franco- prusiana. Conquistó
París y reprimió
duramente a los partidarios de la Comuna. Partidario de una «República conservadora», se vio obligado
a abandonar la presidencia de la República en 1873, ante las dificultades que
su política encontró en la Asamblea Nacional (N. del E}.
[21] VÍCTOR COUSIN
(1792-1867): profesor de Filosofía an la Sorbona y miembro de la Academia
Francesa y de la Academia de Ciencias Morales, y ministro de instrucción
Pública en 1840. Su filosofía, que
alcanzó cierta importancia en Francia, se caracterizaba por su «eclecticismo»
(como él mismo denominó a su sistema): era una mezcla de tesis cartesianas,
kantianas, idealistas o procedentes de la escuela escocesa, unidas en un esquema
básico de carácter espiritualista (N. del E.).
[22]
HYPPOLIT-PHILIBERT PASSY (1793-1880): economista y político, fue ministro de
Comercio e Industria, y después dé Finanzas, durante la Monarquía de Julio, y
escribió algunas obras, entre ellas, Des systémes de culture et de leur
influence sur Véconomie sacíale, (1846) (N. del E.).
[23] JERÓME-ADOLPHE
BLANQUI (1798-I 854): economista
librecambista y miembro de la Academia
de Ciencias Morales, escribió, entre otras, una obra sobre la situación obrera
en Francia. Lafargue le llama «Blanqui el académico» para distinguirle de
Louis-Auguste Blanqui, revolucionario por el que nuestro autor sintió en su
juventud gran admiración (N. del E.).
[24] DOLLFUS: familia
de industriales alsacianos dedicada desde la Edad Moderna a la producción
textil en la zona de
Mulhouse, y que
alcanzó tan gran
desarrollo tras la
aplicación de las
nuevas técnicas aparecidas en el
periodo de la revolución industrial (N. del E.).
KESTNER: familia
protestante de republicanos dedicada a la industria química y textil con importantes cargos políticos en la Asamblea y
el Senado (N. de la murga).
[25] Discurso
pronunciado en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos de Economía
Social de París, en mayo de 1863, y publicado en el Economista Francés de la
misma época (N. del A.).
[26] KOECHLIN:
familia de industriales franceses, procedentes de Suiza, establecidos en Mulhouse
y dedicados desde mediados del siglo XVIII a la industria algodonera (N.
del E.).
[27] Como señala
Girault, consecuencia del informe de Villermé fue la aprobación, al año
siguiente, de una ley que limitaba el trabajo de los niños (N del E).
[28] La Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, marcó el fin del Antiguo
Régimen y sirvió de preámbulo a la primera constitución de la Revolución
Francesa, aprobada en 1791 (N. de la murga).
[29] L. R. VILLERMÉ:
Cuadro del estado físico y moral de los obreros de las fábricas de algodón,
lana y seda (1840). Y no se crea que porque Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes
alsacianos son republicanos, patriotas o filántropos, tratan así a sus obreros;
pues Blanqui, el académico; Reybaud, el prototipo de Jerónimo Paturot*, y Jules
Simón, el Gedeón político, han hecho constar las mismas delicias para la clase
obrera en los fabricantes catolicísimos y monarquisísimos de Lille y Lyon.
Son virtudes
capitalistas que se amoldan a las mil maravillas con todas las creencias
políticas y religiosas (N. del E.).
* Louis REYBAUD
(1799-1879): escritor y político; fue diputado y miembro de la Academia de
Ciencias Morales. Escribió algunas obras sobre temas económicos, de tono
reformista; pero su mayor éxito fue una novela satírica, Jérôme Paturot a la
recherche d'une position sociale (1843), crítica de las costumbres de la época,
protagonizada por un burgués autosuficiente, pero incapaz de hacer nada de
provecho (N. del E.).
[30] Los indios de
las tribus guerreras del Brasil matan a sus enfermos y a sus ancianos; así
atestiguan su amistad poniendo fin a una vida que ya no se regocijará con los
combates, las fiestas y las danzas. Todos los pueblos primitivos han dado estas
pruebas de afecto a los suyos: los Masagetas del Mar Caspio (Heródoto), lo mismo que los Wens en
Alemania y los Celtas de la Galia. En las iglesias de Suecia, incluso recientemente, se conservaban
mazas, llamadas mazas familiares, destinadas a liberar a los padres de las
tristezas de la vejez. ¡Qué degenerados están los proletarios modernos para
aceptar con paciencia las espantosas miserias del trabajo fabril! *(N del A).
* Se suele
considerar a esta nota como un anunció de las tendencias al suicidio de
Lafargue, que culminó con su muerte en 1911 (N del E).
[31] ANTONIO - CÉSAR
-VÍCTOR DESTUT DE TRACY (1781-1864): diputado durante la restauración de la Monarquía de Julio,
ministro de Marina primer gobierno de Luis Napoleón, se alejó posteriormente de
la política por sus desacuerdos con éste. Según Girault, la cita del texto
procede de su obra Lettres sur l’agriculture (N. del E.).
[32] VÍCTOR
CHERBULIEZ (1829-1899): autor de novelas, obras de crítica literaria y ensayos
políticos sobre algunos países europeos (N del E).
[33] En el texto
publicado en 1880, seguía a esta frase una amplia cita de Engels, que, por
su interés, conviene reproducir:
«Desde 1825, año
en que estalló la primera crisis general, el mundo industrial y comercial, la
producción y el comercio de los pueblos civilizados y de sus anejos más o menos
bárbaros, se deteriora cada diez años aproximadamente. El comercio se detiene,
los mercados están atestados, los productos son tan abundantes como
invendibles; la moneda se oculta, el crédito se desvanece, las fabricas se
cierran, la población obrera se encuentra desprovista de medios de subsistencia
por haberlos producido antes en exceso, las bancarrotas se suceden, lo mismo
que las ventas a precios ínfimos. Durante años, se mantiene este exceso de
artículos, se desperdician o destruyen, en gran cantidad, las fuerzas
productivas y los productos sobrantes, hasta que desaparece el exceso de
mercancías despreciadas y la producción y el intercambio recuperan
progresivamente su ritmo. Poco a poco, el crecimiento se acelera se pone al
trote, del trote industrial se pasa al galope y, por fin, al galope tendido de
una carrera de obstáculos, en la que la industria, el comercio, crédito y la
especulación, después de los saltos más arriesgados, acaban en el abismo de la
crisis. Entonces, hay que volver a empezar. Hemos atravesado cinco crisis desde
1825 y acabamos de salir de la sexta. El carácter de estas crisis es tan claro,
que Fourier ha acertado con una denominación general al llamar a la primera:
«crisis de abundancia» (F. Engels, Socialisme utopique et socialisme
scientifique. Bibliotéque Socialiste, 1880). (Reproducido en Marx-Engels: Obras
escogidas, tomo II, Moscú, 1966, pág. 143) (N del E).
[34] En el siglo XIX,
muchos judíos llegan a Europa Occidental. Aprovechando nuevas posibilidades del
auge capitalista, se integran en la burguesía incipiente. Nace el estereotipo
de judío explotador y usurero.
A finales de
1870, aparece el término «antisemitismo» (Nota a cuatro manos y dos cafés).
[35] BONNET DE
JUJURIEUX: según Girauli, se trata de un fabricante de sedas que empleaba a un
millar de trabajadores, y cuyas condiciones de trabajo fueron denunciadas
repetidas veces (N. del E.).
LEÓN HARMEL
(1829-1915): industrial asociado a Albert de Mun en la creación de Círculos
Católicos de obreros, y promotor de la cooperación j cristiana, sobre la que
escribió un Manual.
AUGUSTE-THOMAS
POUYER-QUERTIER (1820-1891): fabricante
de algodón de Rouen, diputado de la
derecha dinástica en el Imperio I «Mitro de Finanzas en el primer gabinete
Thiers (N. del E.).
[36] De LEÓN GAMBETTA
(1838-1882): abogado y político, fue diputado de oposición en el período final
del II Imperio y participó en las reuniones de las figuras republicanas en el
Café Procope. Creador del partido republicano al comienzo de la III República,
fue moderando progresivamente su radicalismo inicial hasta convertirse en
partidario de las transacciones con los partidos moderados, lo que le valió al suyo el calificativo de
«oportunista». En política exterior
defendió la expansión colonial y la necesidad de una revancha frente a
Alemania. Llegó a presidente del Consejo en 1881, pero fue derrotado al año
siguiente, y murió súbitamente poco después (N del E).
[37] CHAGOT,
SCHNEIDER: patronos conocidos por su paternalismo. La familia Chagot había
organizado un conjunto de instituciones sociales para los obreros de su
industria, que recibió un premio de la Academia de Ciencias Morales. Fue considerada
por Albert de Mun como modelo de patronos cristianos. Eugéne y Adolphe
Schneider fueron los creadores de una importante sociedad metalúrgica en
Creusot, que llegó a convertirse en una de las primeras empresas del sector en
el mundo.
Lafargue atacó con
frecuencia a estos patronos, o a los mencionados en la nota anterior, por
considerar que su paternalismo era la máscara que encubría una mayor
explotación de los obreros de sus empresas (ver, por ejemplo, su artículo «Un
Discours du Pompier», en Textes Choisis, tomo I, pág. 167-179) (N del E).
[38] En el Congreso
Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se evaluó en quinientos
sesenta y ocho millones de francos la perdida que tuvo la industria del hierro
en Alemania durante la última crisis (N del A).
[39] La Justicia, del
Sr. Clemenceau*, decía en su parte financiera:
«Hemos oído
sostener esta opinión: que, a falta de Prusia, los millones de la guerra de
1870 habrían sido igualmente perdidos por Francia en forma de préstamos
emitidos periódicamente para equilibrar los presupuestos de los estados
extranjeros. Tal es también nuestra opinión.» En cinco millones se calculan las
pérdidas de los capitales ingleses por los préstamos a las Repúblicas de la
América del Sur. Los trabajadores franceses han producido, no sólo los cinco
mil millones pagados a Bismarck, sino que continúan todavía pagando los
intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a los Girardin, y a los
Bazaine** (Ver pág.32), que fueron los causantes de la guerra y las derrotas.
Sin embargo, les queda un consuelo: estos cinco mil millones no ocasionaron
guerras para reconquistar territorios (N. del A.).
*
GEORGES-BENJAMIN CLEMENCEAU (1841-1929):
médico, periodista (fue
director de La
Justice, y después de L'Aurore) y
dirigente de la extrema izquierda burguesa. Cuando Lafargue escribe su folleto
era diputado de Paris; posteriormente,
alcanzó los más
altos cargos políticos: ministro
del Interior, presidente del
Consejo en 1906-1909, y en 1917 (N del E).
** EMILE OLLIVIER
(1825-1913): abogado y político; fue nombrado por Napoleón III primer ministro
en 1870. Se declaró partidario de entrar en guerra con Alemania; tras los
primeros reveses, fue destituido de su cargo.
EMILE GIRARDIN
(1806-1881): publicista y político, fundador y director de La Presse, (1836),
el primer periódico político que se vendió a bajo precio, defendió, desde éste
y otros periódicos, la política del
Imperio, la entrada en guerra contra Prusia, y, posteriormente, la política de
Thiers.
ACHULE BAZAINE
(1811-1888): mariscal de Francia, nombrado generalísimo al comienzo de la guerra franco-prusiana. Retrocedió
repetidamente ante las tropas alemanas, se refugió con su ejército en Metz, y
acabó capitulando y
entregando la ciudad
sin resistencia. Condenado
a muerte en
1873 por esta capitulación, consiguió evadirse en
1874, y se refugió en Madrid (N. del E.).
[40] En la Edad
Media, las leyes de la iglesia garantizaban a los obreros 90 días de reposo al
año (52 domingos y 38 días feriados) en los cuales estaba terminantemente
prohibido trabajar. Fue éste el gran crimen del catolicismo, la causa primera
de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comerciante. Durante la Revolución, apenas
asumió el poder, abolió los días fiesta y reemplazó la semana por la década, a fin de que el pueblo
no tuviera más que un día de descanso cada diez. Libertó a los obreros del yugo
de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. El odio contra los
días feriados surge cuando la moderna burguesía industrial y comercial toma
cuerpo, es decir, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al
papa, quien se negó, por ser «una herejía en boga tocar los días de fiesta».
(Carta del cardenal de Ossat.) Pero, en
1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió
17 en su diócesis. El protestantismo,
que era la
religión cristiana acomodada
a las nuevas
necesidades industriales y comerciales de la burguesía, descuidó el
reposo popular: destronó los santos del
cielo para abolir sus fiestas en la tierra. La reforma religiosa y el
librepensamiento filosófico no fueron más que pretextos de los que se valió la
burguesía jesuítica y rapaz para escamotear al pueblo los días festivos (N. del
A.).
[41] Estas fiestas
pantagruélicas duraban semanas enteras. Don Rodrigo de Lara conquistó a su novia expulsando a los moros de Calatrava; y
en el Romancero narra que: «Las bodas fueron en Burgos./Las tornabodas en
Salas;/En bodas y tornabodas/Pasaron siete semanas./Tantas vienen de las
gentes,/Que no caben por las plazas...»* Los hombres de aquel nupciales de 7
semanas fueron los heroicos soldados de las guerras de la Independencia** (N.
del A.).
* En castellano
en el original (N. del E.).
** De nuevo
Lafargue recurre a ejemplos procedentes
de la literatura española para
consolidar su argumentación. Como señala
Morato, en su biografía de Lafargue, éste «gustó de nuestra literatura (...),
sobre todo del Romancero»; afición que también había sido cultivada por Marx y
su familia, como descubrió Anselmo Lorenzo en su viaje a Londres en 1871 (Ver
J. J. Morato: Líderes del movimiento obrero español, pág, 130-131; y A. Lorenzo
El Proletariado Militante. Tolouse
1946-47, tomo I, pág. 186-87) (N del E).
[42] En vísperas de
la revolución, se yergue como el exponente máximo de la jerarquía vinícola. En
1868, los Rothschild adquieren el Chateau Lafite. Ese mismo año el precio del
barril asciende a 6.250 francos de la época, lo que equivaldría a más de 4.700
euros actuales (N. de la murga)
[43] CLÉMENT-JOSEPH
GARNIER (1813-1882): economista y publicista, creador de la «Sociedad
de Economía Política» y autor de numerosas obras, en las que defendió el
pensamiento económico liberal. EMILE ACOLLAS (1826-1891): jurista, escritor y
político francés, defensor de las doctrinas democráticas y promotor del I
Congreso de la Paz. La Comuna le nombró decano de la Facultad de Derecho de
París (N del E).
[44] CARLOS MARX: El
capital, libro I, Cap. xv, SEC.6 (N del A).
[45] «La proporción
en que la población de un país está empleada como doméstica al servicio de las
clases acomodadas, indica su progreso en riqueza nacional y en civilización.»
(R. M. Martín: Ireland before and after the Union, 1848.) Gambetta, que negaba
la cuestión social desde que ya no era el abogado menesteroso del Café Procope,
se refería, sin duda, a esta clase doméstica, siempre creciente, cuando
reclamaba el advenimiento de las nuevas capas sociales (N. del A.).
[46] Dos ejemplos: el
gobierno inglés, para complacer a los campesinos de la India, quienes, a pesar
de las hambres periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar la
amapola, en vez del arroz y del trigo, ha tenido que emprender guerras
sangrientas para imponer al gobierno chino la libre introducción del opio
indiano.
Los salvajes de
la Polinesia, a pesar de la mortandad que fue la consecuencia de su nuevo
estilo de vida, tuvieron que vestirse y embriagarse a la inglesa para consumir
los productos de las destilerías de Escocia y los tejidos de las fábricas de
Manchester (N. del A.).
[47] DAVID
LIVINGSTONE (1813-1873): viajero inglés, explorador del África austral y
ecuatorial y autor de tres obras sobre sus descubrimientos, que fueron
traducidas muy pronto al francés.
JOHN ROWLAND
STANLEY (1841-1904): periodista
y viajero inglés
que recorrió en
1871 el África ecuatorial para
encontrar a Livingstone, y tras la muerte de éste continuó sus exploraciones.
PAUL BELLPNI DU
CHAILLU (1837-1903): viajero americano que exploró la zona del Gabón.
SAVORGNAN DE
BRAZZA (1852-1905): explorador de origen italiano, nacionalizado francés, que
exploró y organizó la colonización del Africa Ecuatorial francesa (N del E).
[48]
ARNAND-JULES-STANISLAS DUFAURE (1789-1881): abogado y político, fue
ministro del Interior durante la
Monarquía de Julio y ministro de Justicia en el primer gabinete Thiers de 1871.
Desde este puesto intervino en la represión de los miembros de la Comuna.
Presidente del Consejo en 1877-1879, hizo aprobar el decreto de amnistía para
los condenados por aquellos sucesos, que permitió la vuelta a Francia a los
socialistas exiliados (Lafargue entre ellos) (N del E).
[49] PAUL
LEROY-BEAULIEU: La cuestión obrera en el siglo XIV (1872) (N. del A.).
[50] He aquí, según
el célebre estadígrafo R. Giffen, de la Oficina de Estadística de Londres, la
progresión creciente de la riqueza nacional de Inglaterra e Irlanda: En 1814
era de 55.000 millones de francos. En 1865 era de 162.500 millones de francos.
En 1875 era de 212.500 millones de francos (N. del A.).
[51] LUIS REYBAUD: El
algodón, su régimen, sus problemas (1863) (N del A).
[52] SAY: familia de
industriales, economistas y políticos, Lafargue fue contemporáneo de
Jean-Baptiste- Léon Say (1826-1896), ministro de Finanzas de varios gobiernos
de la III República y decidido enemigo del pensamiento socialista, al que
combatió en varias de sus obras (N. del E.).
[53] POISSY: prisión
central (N. del A.).
[54]
GASTON-ALEXANDRE-AUGUSTE GALLIFET (1830-1909): general de Caballería hecho prisionero en Sedan por
las tropas alemanas.
Tras su liberación
llegó a ser
presidente del Comité
del Arma de Caballería y gobernador militar de París.
LORGERIL:
diputado legitimista y clerical, durante la III República.
JACQUES-VÍCTOR-ALBERT
DE BROGLIE (1821-1901): miembro de una familia nobiliaria y dirigente de la
oposición monárquica contra la política republicana de Thiers. Tras conseguir
la caída de éste, formó gobierno en
1873, y fue de nuevo presidente del Consejo en 1877.
JULES FERRY
(1832-1-893): abogado y político francés, fue ministro de Instrucción Pública
en la III República y consiguió la
aprobación de una ley que establecía el carácter obligatorio, laico y gratuito,
de la enseñanza primaria (1882). Presidente del Consejo al año siguiente,
defendió y promovió la expansión colonial francesa.
CHARLES-LOUIS DE
SAULCES DE FREYCINET (1828-1923): ingeniero y político, fue colaborador
de Gambetta y organizador de la Defensa Nacional al comienzo de la III
República. Posteriormente fue ministro y presidente del Consejo en varias
ocasiones.
PIERRE-EMMANUELTIRÁRD
(1827-1893): político que desempeñó
diversos puestos durante
la III República; había sido
alcalde del segundo Distrito de París en 1870, y fue después diputado, ministro
en varias ocasiones y presidente del Consejo en 1887 (N. del E.).
[55] «Aparentan ser
Curios y viven como en las bacanales», Juvenal (N del A).
[56] Pantagruel.
Libró II, capítulo LXXIV (N del A).
[57] PAUL DE
CASSAGNAC (1843-1904): hijo de Bernard Granier de Cassagnac (bonapartista
y diputado durante el II Imperio y la
III República), fue, a su vez, diputado en el período republicano (N. del E.).
[58] CHARLES-ERNEST
LULLIER (1838-1891); militar nombrado general en jefe de las tropas de la
Comuna. Detenido y condenado a muerte, tras la derrota de ésta, le fue
conmutada la pena por la de trabajos a perpetuidad. En 1880 se benefició de la
amnistía. Según Girault, en 1868 había abofeteado a Paul de Cassagnac,
indignado por las convicciones antirrepublicanas de éste. Cassagnac, pese a
ello, se negó a batirse en duelo (lo que explica la alusión de Lafargue).
Este párrafo,
suprimido en la versión castellana de 1929, junto con las alusiones anteriores
a Dufaure, Gallifer, etc., representa la sátira más violenta escrita por
Lafargue de los personajes políticos de la III República francesa (N. del E.).
[59] J. A. LANGLOIS:
discípulo y ejecutor testamentario de Proudhon, que, según Girault, fue elegido diputado en 1871 y se mantuvo al
margen de la actividad de la Comuna, sin apoyarla abiertamente (N. del E.).
[60] HERÓDOTO.Tomo
II, traducción Larcher (1786) (N del A.)
[61] BIOT: De la
abolición de la esclavitud antigua en Occidente, 1840 (N. del A.)
[62] TITO LIVIO,
Libro 1 (N. del A.).
[63] PLATÓN:
República, Libro V (N. del A.).
[64] CICERÓN: De los
deberes. Título II, capítulo XLII (N. del A.).
[65] PLATÓN: La
República, V, y Las leyes, III; Aristóteles: Rep., II y VII; JENOFONTE: El
económico, IV y VI; Plutarco: Vida de Licurgo (N. del A.).
[66] CIAUDE-FRÉDERIC
BASTIAT (1801-1850): economista y político, defensor ardiente del librecambismo
y crítico riguroso del proteccionismo y del socialismo. Murió dejando
incompleta su obra principal, las Armonías económicas.
FELIX-ANTOINE-PHILIBERT
DUPANLOUP (1802-1878): obispo de Orleáns y miembro de la Academia Francesa,
fue, durante el Imperio, defensor de la
libertad de enseñanza y jefe de fila de los católicos liberales, y diputado y
senador en la III República (N. del E.).
[67] MARGUERITE
GUÉRIN (1816-1887): esposa de Jacques Aristide Boucicaut, propietario de «Bon Marché»
y famoso por su preocupación por
el bienestar de sus empleados. A su
muerte, madame Boucicaut mantuvo
la dirección del negocio y continuó las
obras filantrópicas de su marido. Fundó el Hospital Boucicaut de París. Como en
otras ocasiones, Lafargue dirige sus
ataques a los burgueses más conocidos por su paternalismo, para señalar con la
mayor claridad la diferencia de clase
que les separan del proletariado (N. del E).
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