lunes, 12 de mayo de 2014

Paul Lafargue - El Derecho a la Pereza


Nota del Autor

El Sr. Thiers[1], en el seno de la Comisión sobre enseñanza elemental de 1849, decía:

«Quiero hacer omnipotente la influencia del clero, porque cuento con él para la difusión de esa sana filosofía que enseña al hombre que está aquí abajo a sufrir, y no  esa otra filosofía que, por el contrario, dice a los hombres: ¡Gozad!».

El Sr. Thiers formuló con esto la moral de la clase burguesa, de la que él encarnaba el egoísmo feroz y la estupidez.

La burguesía, en su lucha contra la nobleza sostenida por el clero, enarboló la bandera del  libre  examen y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió  de  tono y de apariencia;  y hoy la  vemos  haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía  económica  y política. En  los siglos XV y XVI, la burguesía se  había revestido alegremente con las tradiciones del paganismo y glorificaba la carne y sus pasiones, algo reprobado por la moral cristiana; sin embargo, hoy, que nada entre las riquezas y los placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia para los asalariados. La moral capitalista, mezquina parodia de la moral cristiana, castiga con un solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en condenarle al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia.

Los socialistas revolucionarios deben, por consiguiente, volver a empezar la lucha sostenida en su tiempo por los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; y extirpar, de la mente de la clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben proclamar, a la faz de todos los hipócritas de la moral, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad comunista que nosotros fundaremos —pacíficamente, si es posible; si no, violentamente— las pasiones humanas tendrán rienda suelta, ya que «todas son buenas por naturaleza; sólo debemos evitar su mal uso y su exceso»[2], y esto último sólo se evitará con el contrabalanceo mutuo de las pasiones y con el desarrollo armónico del organismo humano, puesto que —dice el Dr. Beddoe—, «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo  físico llega también al más alto grado de su vigor moral»[3]. Tal era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin[4].

La refutación del Derecho al trabajo, que reedito con algunas notas adicionales, apareció en L'Egalíté semanario de 1880, serie segunda.

Paul Lafargue
Prisión de Saint Pélagie, 1883

Capitulo Uno
Un dogma desastroso.

«Seamos perezosos en todo,
 excepto en amar y en beber,
excepto en ser perezosos.»
Lessing

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos,  torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole.

En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacro-santificado el trabajo.

Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido.

Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencia del trabajo en la sociedad capitalista.

En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparad los purasangre de los establos de los Rothschild[5], servidos por una legión de  bímanos, con las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el abono y transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje que los misioneros del comercio y comerciantes de la religión no han corrompido aún con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mírese a continuación a nuestros miserables sirvientes de las máquinas[6].

Cuando en nuestra Europa civilizada se quiere encontrar un rastro de la belleza nativa del hombre  preciso ir a buscarlo en las naciones donde los prejuicios económicos no han desarraigado aún el odio  al trabajo. España, que, ¡ay!, también va degenerando, puede aún vanagloriarse de poseer menos fabricas que nosotros prisiones y cuarteles; pero el artista goza al admirar al audaz andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como un tronco de acero; y nuestro corazón se estremece oyendo al mendigo, soberbiamente arropado en su capa  agujereada, tratando de amigo[7] a los duques de Osuna.

Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes[8]. Al igual que los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por el trabajo: solamente  a los esclavos les estaba permitido trabajar; el hombre libre no conocía más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia.

Fue aquel el tiempo de un Aristóteles, de un Fidias, de un Aristófanes; el tiempo en que un  puñado  de   bravos  destruía  en  Maratón  las  hordas  del  Asia,  que  Alejandro conquistaría rápidamente.

Los filósofos de la Antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esta degradación del hombre libre; los poetas cantaban la pereza, ese regalo de los dioses: O Melibae, Deus nobis hoec otia fecit[9].

Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza:

«Contemplad cómo crecen los lirios de los campos; ellos no trabajan, ni hilan, y sin  embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su gloria, no estuvo más espléndidamente vestido».[10]

Jehová, el dios barbudo y de aspecto poco atractivo, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad.

¿Cuáles son, en cambio, las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses[11] en Francia; los escoceses, esos auverneses de las islas británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses de Asia.

En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo? Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus tierras, sepultados los otros  en sus negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse nunca más para contemplar a su gusto la naturaleza.

Y también el proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase que,  emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo.

Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo.

Capitulo Dos
Bendiciones del trabajo.

En el año 1770 apareció en Londres un escrito anónimo bajo el título An Essay on Trade and  Commerce (Un ensayo sobre la industria y el comercio), que en aquella época hizo cierto ruido. Su autor, un gran filántropo, se indignaba porque:

«(...) a la plebe manufacturera inglesa se le había metido en la cabeza la idea fija de que, como ingleses, todos los individuos que la componen tienen por derecho de nacimiento el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier país de Europa. Esta idea puede ser útil respecto a los soldados, porque estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos los obreros de las manufacturas de tal idea, tanto mejor será para ellos mismos y para el estado. Los obreros no deberían nunca considerarse independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso alentar tales caprichos en  un estado comercial como el nuestro, donde tal vez las siete octavas partes de la población poseen muy poca o ninguna propiedad. La cura no se completará hasta que los pobres de la industria se resignen a trabajar seis días por la cantidad que ahora ganan en cuatro».

Así pues, un siglo antes de Guizot[12] ya se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como freno a las nobles pasiones del hombre.

«Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios tendrán  —escribía Napoleón desde Orterode—. Yo soy la autoridad..., y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, pasada la hora del servicio divino, se reabrieran los negocios y volvieran los obreros a su trabajo.»

Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que ella engendra, el autor de An Essay on Trade and Commerce propuso encerrar a los pobres

«en casas ideales de trabajo» (ideal workhouses), que se convertirían en «casas de terror, donde se obligaría a trabajar catorce horas diarias, de modo que, descontando el tiempo de las comidas, quedarían siempre doce horas de trabajo llenas y enteras».

Doce horas de trabajo por día; he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra!

Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de  corrección; donde se encarcela a las masas obreras, donde no sólo se condena a trabajos forzados de doce y catorce horas diarias a los hombres, sino también a las mujeres y a los niños.[13]

¡Y decir que los hijos de los héroes de la época de la Terreur se han dejado degradar por la  religión del trabajo hasta el punto de aceptar, en 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que  limitaba el trabajo en las fábricas a doce horas por día! Proclamaban como un principio revolucionario el derecho al trabajo. ¡Vergüenza para el proletariado francés! Solamente esclavos  podían ser capaces de semejante bajeza. Veinte años de civilización capitalista necesitaría un griego de los tiempos antiguos para concebir tanta degradación. Si los dolores de los trabajos forzados y las torturas del hambre han caído sobre el proletariado en mayor cantidad que las langostas de la Biblia, es porque él las ha llamado.

El mismo trabajo que en junio de 1848 reclamaron los obreros con las armas en la mano, lo han impuestos ellos a sus familias; ellos han entregado a los barones de la industria sus mujeres y sus hijos Con sus propias manos han demolido su hogar doméstico, con sus propias manos han agotado la leche de sus mujeres. Las desgraciadas, embarazadas y amamantando a sus bebés, han tenido que ir a las minas y a las manufacturas a partirse el lomo y a agotar sus nervios. Ellos, con sus propias manos, han destrozado la vida y el vigor de sus hijos.

¡Vergüenza para los proletarios! ¿Dónde están, aquellas comadres osadas, alegres y amantes  de  la  diva  botella, de quienes hablan nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos? ¿Dónde están aquellas mujeres despreocupadas, siempre tratando, siempre cocinando, siempre sembrando la vida, generando  la alegría, pariendo sin dolor hijos sanos y vigorosos?[14] ¡Hoy tenemos a las niñas y las mujeres de las fábricas, enfermizas flores de colores pálidos, de sangre descolorida, de estómago arruinado, de miembros languidecidos!...  El  placer  robusto  es  para  ellas  desconocido  y  no  sabrían  contar alegremente cómo salieron del cascarón.

¿Y los niños? ¡Doce horas de trabajo a los niños! ¡Oh miseria! Todos los Jules Simón[15] de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germiny[16] de la jesuítica, no habrían podido inventar un vicio más atrofiante para la inteligencia de los niños, más corruptor de  sus  instintos ni más destructor de su organismo que el  trabajo  en la atmósfera viciada del taller capitalista.

Nuestro siglo —dicen— es el siglo del trabajo. En efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de la  corrupción. Y, sin embargo, los filósofos y economistas burgueses, desde el  penosamente confuso  Augusto Comte  hasta el  ridículamente claro  Leroy- Beaulieu[17], los literatos burgueses, desde el charlatanamente romántico Víctor Hugo hasta el  ingenuamente grotesco Paul de Kock[18],  todos  han entonado cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo. Escuchándolos, se podría creer que la felicidad empezaba a reinar en la tierra, que ya se sentía  su  llegada. Han ido a los siglos pasados a revolver el polvo y las miserias feudales para ahuyentar las delicias de los tiempos presentes. ¡Cómo nos han hastiado esos saciados, recién salidos de la servidumbre de los grandes señores y convertidos hoy en siervos de la pluma de la burguesía, abundantemente estipendiados; cómo nos han hastiado con el típico agricultor del retórico La Bruyère!

¡Pues bien! Vamos a mostrarles el brillante cuadro de los goces proletarios en el año del progreso capitalista 1840; cuadro pintado por uno de los suyos, por el doctor Villermé[19], miembro del Instituto, el mismo que en 1848 formó parte de esa sociedad de sabios, en la cual figuraban Thiers[20], Cousin[21], Passy[22], Blanqui, el académico[23], y que propagó en las masas obreras las pamplinas de la economía y de la moral burguesas.

El doctor Villermé se refiere a la Alsacia manufacturera, a la Alsacia de los Kestner y de los Dollfus[24], de esas flores de la filantropía y del republicanismo industriales.

Pero antes de que el doctor nos presente el cuadro de las miserias proletarias, oigamos a un  manufacturero  alsaciano, a Sr. Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, quien describe la situación del artesano de la antigua industria:

«En Mulhouse, cincuenta años atrás, en 1813, cuando empezaba a nacer la industria  mecánica moderna, los obreros eran todos hijos del país, habitaban las ciudades y los pueblos próximos y poseían casi todos una casa y muchas veces un pequeño campo»[25].

Era la edad de oro del trabajador. Pero la industria alsaciana todavía no había inundado el mundo con sus géneros de algodón, ni hecho millonarios a sus Dollfus y Koechlin[26].

Cuando, veinticinco años después, el doctor Villermé visitó la Alsacia, el moderno minotauro, la fabrica capitalista, ya había conquistado el país; en su bulimia de trabajo humano, había arrancado los obreros de sus hogares para estrujarlos mejor y exprimirles el trabajo que contenían. Los obreros acudían por millares al silbido de las máquinas.

«Un gran número —dice Villermé—, cinco mil sobre diecisiete mil, estaban obligados, por el elevado precio de los alquileres, a vivir en los pueblos próximos. Algunos vivían a dos leguas y cuarto de la fábrica donde trabajaban.»

En Mulhouse y en Dornach, el trabajo empezaba a las cinco de la mañana y concluía a las cinco de la tarde, tanto en verano como en invierno... Hay que verlos llegar todas las mañanas a la ciudad y partir todas las noches. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, descarnadas, que caminan descalzas  entre el barro y que, a falta de paraguas cuando llueve o nieva, llevan el delantal echado sobre la cabeza para preservarse la cara y el cuello; y un número aún más considerable de niños, no menos sucios y demacrados, cubiertos de harapos manchados de aceite de las máquinas que les cae encima durante el trabajo.

Estos niños, mejor preservados de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestidos, ni siquiera tienen, como las mujeres, una canasta al brazo donde llevar las provisiones del día; llevan en la mano, debajo  del saco o como pueden, el pedazo de pan que debe sustentarlos hasta que vuelven a sus casas.

Así, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga, de quince horas mínimo, estos desgraciados tienen que agregar la de las idas y venidas, tan penosas y tan frecuentes. Resulta que llegan por la noche a sus casas, agobiados por la necesidad de dormir, y que al día siguiente, sin estar  completamente  reposados,  tienen  que  levantarse  para encontrarse puntualmente en la fábrica a la hora de la apertura.

Con respecto a los barrios en que deben amontonarse los que viven en la ciudad, dice:

«Yo he visto en Mulhouse, en Dornach y en las casas próximas, aquellos miserables albergues donde dormían dos familias cada una en un rincón sobre paja, tirada por el suelo, y separadas por dos tablas solamente... La miseria  en  que  viven  los  obreros  de  la  industria  algodonera  en  el Departamento del Alto Rhin es tal, que mientras en las familias de los fabricantes, negociantes, directores de talleres, etc., la mitad de los niños llega a los veintiún años, esta misma mitad deja de existir antes de cumplir el segundo año en las familias de los tejedores y de los obreros de las hiladoras de algodón...»

Hablando del trabajo de las fábricas agrega:

«Aquello no es un trabajo, una tarea; es una tortura que se impone a niños de seis  a ocho años... Este largo suplicio es lo que mina cotidianamente a los obreros de las hiladoras de algodón.»[27]

A  propósito  de  la  duración  del  trabajo,  Villermé  observaba  que  los  presidiarios condenados a trabajos forzados no trabajaban más de diez horas; los esclavos de las Antillas, una media de nueve; mientras que en Francia, en la nación que había hecho la revolución de 1789 y proclamado los pomposos Derechos del Hombre[28], había «fabricas donde la jornada era de dieciséis horas, en las cuales no se concedía a los obreros más que una hora y media de pausa para las comidas»[29].

¡Oh, miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh, lúgubre presente de su dios Progreso! Los filántropos llaman bienhechores de la humanidad a los que, para enriquecerse sin trabajar, dan trabajo a los pobres. Más valdría sembrar la peste o envenenar las aguas que erigir una fábrica en medio de una población rural.

Introducid el trabajo fabril, y adiós alegrías, salud, libertad; adiós todo lo que hace bella la vida y digna de ser vivida[30].

Y los economistas no se cansan de repetir a los obreros: «¡Trabajad, trabajad para aumentar  la  fortuna  social!»  Sin  embargo,  un  economista,  Destut  de  Tracy[31], les contesta:

«Las naciones pobres son aquellas en que el pueblo vive con comodidad; las naciones ricas son aquellas en que, por lo regular, vive en la estrechez.»

Y su discípulo Cherbuliez[32] añade:

«Los trabajadores, al cooperar con la acumulación de capitales productivos, contribuyen por sí mismos al acontecimiento que, tarde o temprano, deberá privarles de una parte de sus salarios.»

Pero los economistas, aturdidos e idiotizados por sus propios aullidos, responden:

«Trabajad, trabajad sin descanso para crear vuestro propio bienestar.»

Y en nombre de la mansedumbre cristiana, un cura anglicano, el reverendo Towsend, salmodia:

«Trabajad, trabajad noche  y día; trabajando, vosotros aumentáis vuestra miseria,  y vuestra miseria nos ahorra tener que imponeros el trabajo por la fuerza de las leyes. La imposición legal del trabajo es  demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es  no solamente una presión pacífica, silenciosa, incesante, sino que, siendo el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos más potentes.»

Trabajad,  trabajad, proletarios, para  aumentar la  fortuna  social  y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón  de  trabajar  y  de  ser  miserables.  Tal  es  la  ley  inexorable  de  la  producción capitalista.

Los proletarios, prestando atención a las falaces palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción  que  trastornan  el organismo social[33]. Entonces,  como  hay  abundancia de mercancías  y  escasez  de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las poblaciones obreras con su látigo de mil correas.

Los proletarios, atrofiados y embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que la causal de su miseria presente es el sobretrabajo que se impusieron en los tiempos de pretendida prosperidad; en su lugar corren a los graneros de trigo y gritar: «¡Tenemos hambre y queremos comer!... Cierto es que  no tenemos un céntimo; pero aún así, mendigos como somos fuimos nosotros quienes cosechamos el trigo y vendimiamos la uva...» En vez de sitiar los depósitos del Sr. Bonnet de Jujurieux —el inventor de los conventos industriales— y proclamar:

«Sr.  Bonnet,  aquí  están  vuestras  obreras  ovalistas,  torcedoras  de  seda,  hilanderas, tejedoras, que  tiemblan de frío bajo sus ropas de algodón, tan remendadas, que hasta podrían conmover a un judío[34]; y, sin embargo, son ellas quienes han hilado y tejido los vestidos de seda de las cocottes de toda la  cristiandad. Las infelices, trabajando trece horas  por  día,  no  tenían  tiempo  de  atender  sus  toilettes;  pero  ahora,  como  están desocupadas, pueden coquetear un poco con los géneros de seda que ellas mismas han trabajado. Nada más perder los dientes de leche se dedicaron a hacer vuestra fortuna y han vivido en la abstinencia; pero ahora que están ociosas quieren gozar del fruto de su trabajo. Venga, Sr. Bonnet, entregue sus sedas; el Sr. Harmel dará sus muselinas; el Sr. Pouyer-Quertier[35]  sus calicós;  el  Sr.  Pinet,  sus  botines  para  sus  piececitos  fríos  y húmedos...

Vestidas  de  pies  a  cabeza  y  saltando  de  alegría,  será  un  gusto  para  ustedes contemplarlas. Ánimo, no tergiverséis las cosas: vosotros sois amigos de la humanidad y cristianos, por añadidura, ¿no es cierto?... pues bien: poned a disposición de vuestras obreras la fortuna que os han edificado con la carne de su carne.
¿No  sois  amigos  del  comercio?  Pues,  entonces,  facilitad  la  circulación  de  las mercancías; he  aquí consumidores fácilmente encontrados: no tenéis más que abrirles créditos ilimitados. Estáis obligados a abrirlos a negociantes que no conocéis de nada, que no os han dado nada, ni un vaso de agua siquiera. Vuestras obreras se las apañarán como puedan; si el día del vencimiento, gambetizan[36] y no cumplen con sus firmas, las declararéis en quiebra, y si no halláis nada que embargar exigiréis que os paguen con plegarias: ellas os enviarán al paraíso mejor que vuestros abates negros con las narices llenas de rapé.»

En vez de aprovecharse de los momentos de crisis |para una distribución general de los productos y para un goce universal, los obreros, muriéndose de hambre, van a golpear con sus cabezas las puertas de las fábricas. Con los rostros descarnados y los cuerpos enflaquecidos, asaltan a los fabricantes humildemente, haciendo lo posible por excitar su compasión:

«Buen Sr. Chagot, dulce Sr. Schneider[37], dadnos trabajo; no es el hambre, sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta.»

Y esos miserables, que apenas tienen fuerzas para sostenerse en pie, venden doce o catorce horas de trabajo por la tercera parte del precio que exigían cuando tenían trabajo de sobra. Y los filántropos de la industria se aprovechan de estas crisis para fabricar más barato.

Si las crisis industriales suceden a los períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, arrastrando consigo el desempleo forzoso y la miseria sin salida, también producen la bancarrota inexorable.
Mientras el fabricante tiene crédito, alienta sin cesar la pasión del trabajo, acumulando deudas sobre  deudas para proveer de materia prima a sus obreros. Hace producir sin pensar que el mercado se  satura, y que, si sus mercancías no llegan a venderse, sus pagares llegarán al vencimiento. Acorralado, va a implorar al judío, se le arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. «Un poquito de oro  haría  mejor mi negocio —responde el Rothschild—; tenéis veinte mil pares de medias en depósito: valen veinte sueldos, yo las compro a cuatro.»

Obtenidas las medias, el judío las vende a seis u ocho sueldos y se embolsa rutilantes monedas de cien sueldos que no deben nada a nadie; pero el fabricante ha retrocedido para saltar mejor. Llega,  finalmente, la quiebra, y los depósitos desbordan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana,  que no se comprende cómo hayan podido entrar por la puerta. Se calcula en centenares de millones el  valor de las mercancías destruidas; en el siglo XVIII se quemaban o echaban al mar[38].

Pero antes de tomar esta decisión, los fabricantes recorren el mundo entero buscando una salida para las mercancías que se amontonan; obligan a sus gobiernos a anexionarse Congos, a conquistar el Tonk,  la Eritrea, el Dahomey, y a demoler a cañonazos las murallas de la China, con el único fin de poder  despachar sus géneros de algodón. Durante los últimos siglos, tuvo lugar un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra para decidir quién gozaría del privilegio exclusivo de vender en América y en las  Indias. Millares de hombres jóvenes y vigorosos han tenido que enrojecer el mar con su sangre en las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.

Los  capitales  abundan  como  las  mercancías.  Los  financieros  no  saben  ya  dónde colocarlos,  y van, por eso, a las naciones  felices  que  gandulean  al  sol  fumando tranquilamente, a construir  ferrocarriles, a erigir fabricas, a importar la maldición del trabajo. Y esta exportación  de  capitales   franceses termina un buen día   con complicaciones diplomáticas —como en Egipto, donde poco  faltó para que Francia, Inglaterra y Alemania se agarraran de los pelos para averiguar a qué usureros se debería pagar antes—, o con guerras como la de Méjico, donde se mandan soldados franceses a hacer el oficio de alguaciles para cobrar malas deudas[39].

Estas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean y por eternas que parezcan si desvanecerán, como las hienas y los chacales al acercar se el león, cuando el proletariado diga:

«Yo lo quiero.»

Pero para que llegue a la conciencia de su fuerza es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de  la moral «cristiana», económica y librepensadora; es necesario que vuelva a sus instintos naturales, que proclame los Derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar más de tres horas diarias, holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche.

Hasta aquí  mi  tarea  ha  sido  fácil;  sólo he  tenido que  describir males  reales,  bien conocidos, ¡ay!, por todos nosotros. Mas convencer al proletariado de que los propósitos que  se  le  han  inculcado son  perversos;  que  el  trabajo  desenfrenado al  cual  se  ha entregado desde principios de siglo, es el más terrible azote que jamás ha castigado a la humanidad, .y que el trabajo se convertirá en un condimento de los placeres de la pereza, en un ejercicio benéfico al organismo humano y en una pasión útil al organismo social cuando sea sabiamente regularizado y limitado a un máximo de tres horas, es una tarea ardua  y  superior  a  mis  fuerzas.  Solamente  fisiólogos,  higienistas,  y  economistas comunistas podrían emprenderla.

En las páginas siguientes me limitaré a demostrar que, dados los medios modernos de producción y su potencia reproductiva ilimitada, es necesario dominar la extravagante pasión  de  los  obreros  por  el  trabajo,  y  obligarlos  a  consumir  las  mercancías  que producen.

Capitulo Tres
Lo que sigue al exceso de producción.

Un poeta  griego  de  la  época  de  Cicerón  —Antíparos— cantaba  en  los  siguientes términos la invención del molino de agua (para la molienda del trigo), iba a emancipar a las mujeres esclavas y a traer la edad de oro:

«¡Ahorrad el brazo que hace girar la piedra, oh molineras, y dormid tranquilamente! ¡Que en vano os advierta el gallo que es de día! Dánae ha impuesto a las ninfas el trabajo de las esclavas, y ahí están brincando alegremente sobre la rueda, y ahí está el eje sacudido que con sus rayos hace girar la pesada piedra. Vivamos de  la vida de nuestros padres y gocemos ociosos de los dones que la diosa concede.»

Pero, ¡ay!, los ocios que el poeta pagano anunciaba no han llegado todavía.

La pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en instrumento de esclavitud de los hombres libres: su productividad los empobrece.

Una  buena  obrera  no  hace  con  su  huso  más  de  cinco  mallas  por  minuto;  ciertas máquinas hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto de la máquina equivale, por consiguiente, a cien horas de trabajo de la obrera, o, lo que es igual: cada minuto de trabajo de la máquina concede a la obrera diez días de reposo.

Lo que es cierto para la industria de los tejidos lo es, más o menos, para todas las industrias renovadas por la máquina moderna.

Pero ¿qué vemos? A medida que la máquina se perfecciona y sustituye con una rapidez y precisión cada vez mayor al trabajo humano, el obrero, en vez de aumentar su reposo en la misma cantidad, redobla  aún  más su esfuerzo, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Oh competencia absurda y asesina!

Para dar libre curso a esta competencia entre el hombre y la máquina, los proletarios han abolido  las  sabias  leyes  que  limitaban  el  trabajo  de  los  artesanos  de  las  antiguas corporaciones, y han suprimido los días de fiesta[40].

Pero ¿acaso se cree, que porque los obreros trabajaran entonces cinco días sobre siete, vivían sólo de aire y agua fresca, como cuentan los mentirosos economistas? ¡Venga ya! Ellos tenían ocios para probar  los goces de la tierra, para hacer el amor y reírse, y banquetear alegremente en honor a la jubilosa diosa Holgazanería.

La sombría Inglaterra, convertida en la mojigata del protestantismo, se llamaba entonces la «alegre Inglaterra» (Merry England).

Rabelais, Quevedo, Cervantes, los autores desconocidos de las novelas picarescas, nos hacen la boca  agua con las escenas de aquellas monumentales comilonas con que se regalaban en aquella época entre  dos batallas y dos devastaciones y en las que no se escatimaba en nada[41]. Jordáens y la escuela flamenca de pintura nos las han reproducido en sus telas vivaces.

Sublimes  estómagos  gargantuescos,  ¿qué  os  ha  pasado?  Sublimes  cerebros  que encerraban todo el pensamiento humano, ¿dónde habéis ido a parar? ¡Cuánto hemos degenerado y  empequeñecido! La vaca rabiosa, la patata, el vino adulterado y el aguardiente prusiano combinados con los trabajos forzosos, han debilitado nuestros cuerpos y encogido nuestras mentes. ¡Y es precisamente entonces cuando el hombre restringe su estómago y la máquina aumenta su productividad, cuando los economistas predican la teoría malthusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo! Tendríamos que arrancarles la lengua y tirársela a los perros.

Como la clase trabajadora, en su ingenuidad y buena fe, se ha dejado adoctrinar, y se ha arrojado ciegamente, con su impetuosidad nativa, al trabajo y a la abstinencia, la clase capitalista se ve  condenada a la pereza y al goce forzado, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el sobretrabajo del proletariado aniquila su carne y atenaza sus nervios, el exceso de consumo no es menos fecundo en sufrimientos para el burgués.

La  abstinencia, a la cual se condena la  clase  productora obliga a los  burgueses a consagrarse al sobreconsumo de los productos que fabrica desordenadamente.

Al principio de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre ordenado, de costumbres moderadas y pacíficas; se contentaba con su mujer o casi, bebía cuando tenía sed, comía cuando tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y cortesanas las nobles virtudes de la vida disoluta.

Hoy día, no existe burgués que no se llene de capones con trufas y de Lafite[42], para alentar a los criadores de animales de La Fleche, y a los vinicultores bordeleses; ni hijo de advenedizo enriquecido que no se crea en la obligación de desarrollar la prostitución y de mercurializar su cuerpo, a fin de  encontrar un objetivo a los trabajos que se imponen los obreros de las minas de mercurio.

En este oficio el organismo se deteriora rápidamente; los cabellos caen; los dientes se aflojan; el  tronco  se deforma; la barriga se hincha; la respiración se entorpece; los movimientos  se  vuelven  pesados;  las  articulaciones  se  anquilosan;  las  falanges  se anudan.

Otros, demasiado enclenques para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de la joroba del proudhonismo, atrofian sus cerebros en elucubrar, como los Garnier de la economía política y los Acollas de la filosofía Jurídica[43], gruesos libros soporíferos, y dar así ocupación a los encuadernadores y a los tipógrafos.

Las mujeres mundanas llevan una vida de mártires. Para probar  y dar valor a los mágicos  vestidos  que se  esfuerzan  en  confeccionar las  modistas, las  pobres pasan continuamente de uno a otro traje; entregan sus cabezas vacías, durante horas y horas, a los artistas del pelo, quienes ansían saciar la construcción de falsos moños. Apretadas en sus corsés y en sus botines estrechos, y escotadas a  punto de hacer ruborizar a un zapador, giran en sus bailes de caridad, durante noches enteras, a fin de recoger algunos céntimos para el mundo pobre. ¡Santas almas!

Para cumplir con su doble función social de improductor y de sobreconsumidor, el burgués  no  sólo  tiene  que  violentar  sus  gustos  modestos,  perder  sus  costumbres laboriosas de hace dos siglos, y darse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y a las disoluciones sifilíticas, sino que tiene que sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres, para procurarse ayuda.

He aquí algunas cifras que prueban lo colosal que es esa pérdida de fuerzas productivas.

Según  el  censo  de  1861,  la  población  de  Inglaterra  y  del  país  de  Gales  era  de 20.066.244 personas, de las cuales 9.776.279 del sexo masculino, y 10.289.965 del sexo femenino. Si se deducen los muy viejos o los muy jóvenes para trabajar; las mujeres, los adolescentes y los niños  improductivos; luego, las profesiones ideológicas, como los gobernantes, la policía, el clero, la magistratura, el ejército, los sabios, los artistas, etc., y, tras éstos, a la gente ocupada exclusivamente en  comerse el trabajo de los demás, bajo  forma de alquileres, intereses, dividendos, etc.; y por  último  los  pobres,  los vagabundos, los criminales, etc., quedan unos 8.000.000 de individuos de ambos sexos y de toda edad, incluidos los capitalistas que funcionan en la producción, el comercio, las finanzas, etc.

En estos 8.000.000 se cuentan:

—Agricultores 1.098.261 (incluidos los pastores, los criados y las mozas de posada, que viven en las granjas)
—Obreros de  las  fábricas  de  algodón,  lana,  cáñamo, lino, seda,  tejidos,  yute,  etc. 642.607
—Obreros de las minas de carbón y metal 565.835
—Obreros metalúrgicos 396.998 (fundidores, laminadores, etc.)
—Clase doméstica 1.208.648

Si sumamos los trabajadores de las fabricas de tejidos y los de las minas de carbón y de metal, obtenemos la cifra de 1.208.442; si hacemos otro tanto con los primeros y los de todas las industrias metalúrgicas, nos da un total de 1.039.605; es decir, en cada suma, el número de individuos es siempre menor que el de los esclavos domésticos modernos. He ahí el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas»[44].

A toda esta clase doméstica, cuyo gran número indica el grado de desarrollo alcanzado por  la  civilización capitalista, hay que añadir la numerosa clase de los infelices consagrados exclusivamente a satisfacer los gustos dispendiosos y fútiles de las clases ricas: pulidores de  diamante, costureras de encajes, bordadoras, modistas de lujo, encuadernadores de lujo, decoradores de residencias secundarias, etc.[45]

Una vez acurrucada en la pereza absoluta y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar de los males que le acarreó su nuevo estilo de vida, se acomodó en él, mirando con horror desde entonces  todo cambio. Las miserables condiciones de existencia aceptadas resignadamente por la clase obrera, y la degradación orgánica engendrada por la depravada pasión del trabajo, aumentaron  aun más su repugnancia por toda imposición de trabajo y cualquier restricción de goces.

Y precisamente entonces, sin tener en cuenta la desmoralización que, como un deber social, se había impuesto la burguesía, los proletarios se propusieron imponer el trabajo a los capitalistas. ¡Ingenuos!  Tomaron en serio las teorías de los economistas y los moralistas sobre el trabajo, y se obstinaron en llevarla a la práctica, imponiéndola a los capitalistas. El proletariado enarboló la divisa: Quien no  trabaja,  no come; Lyon, en 1831, se sublevó al grito de morir combatiendo o vivir trabajando;  los federados de marzo de 1871 declararon que su rebelión era la Revolución del trabajo.

A estos desencadenamientos de bárbaro furor, destructores de todo goce y toda pereza burguesa, los  capitalistas no podían contestar más que con la represión feroz; pero sabían que aunque habían podido sofocar estas explosiones revolucionarias, no habían ahogado, en la sangre de sus gigantescas masacres, la absurda idea del proletariado de querer imponer el trabajo a las clases ociosas y saciadas; y sólo con el fin de alejar este peligro,  la  burguesía  se rodea de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa.

Ya no se puede tener ilusiones sobre el carácter de los ejércitos modernos; se mantienen permanentemente con el único fin de contener al enemigo del interior.

Por eso se construyeron los fuertes de París y Lyon; no para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastarla en caso de revuelta. Y si se quiere un ejemplo que no admita  réplica,  citaremos  al ejército de Bélgica, país  Jauja  del  capitalismo.  Su neutralidad está garantizada por las potencias  europeas, y, sin embargo su ejército es uno de los más fuertes proporcionalmente a su población. Los  gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las llanuras del Borinage y de Charleroi;  en  la sangre de los mineros y de los obreros desarmados el oficial belga bautiza su espada y gana sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios: protegen a los capitalistas contra el furor popular que quisiera condenarlos a diez horas de mina o de hiladora.

La clase obrera, al encoger su vientre, ha desarrollado desmesuradamente el vientre de la burguesía, condenándola al sobreconsumo.

Para ser aliviada en su penoso trabajo, la burguesía ha retirado de las clases obreras una masa de hombres mucho mayor a la que queda consagrada a la producción útil, y la ha condenado, a su vez, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no alcanza a consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maniáticos, sin quererlas consumir y sin pensar siquiera si se encontrarán suficientes personas para consumirlas.

Ante esta doble locura de los obreros, de matarse trabajando con exceso y de vegetar en la abstinencia, el  gran problema de la producción capitalista no es ya el de encontrar productores  y de duplicar sus  fuerzas, sino de descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias.

Como los obreros europeos, temblando de frío y de hambre se niegan a vestirse con lo que han tejido,  a  consumir el vino que han cosechado; los pobres fabricantes se ven obligados a correr a los  antípodas en busca quienes quieran vestirlos y beberlos. Se cuentan por centenas de millones y de  millardos los valores que exporta anualmente Europa a los cuatro vientos, por no saber qué hacer con ellos[46].

Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan países vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África, con el lago del Sahara, con el ferrocarril del Sudán; siguen con ansiedad los progresos  de  los Livingstone, los Stanley, los du Chaillu, los de Brazza[47]; escuchan boquiabiertos las maravillosas historias de estos viajeros valerosos.

¡Qué de maravillas desconocidas no encierra ese «continente negro»! Campos inmensos están cubiertos  de dientes de elefantes; ríos de aceite de coco corren sobre lechos de arenas de oro; millones de culos  negros, desnudos como la cara de Dufaure[48] o de Girardin,  esperan  los  géneros  europeos  para  aprender  la  decencia,  las  botellas  de aguardiente y las biblias, para conocer las virtudes de la civilización.

Mas todo es inútil: burgueses que se empachan, clase doméstica que supera a la clase productora,  naciones extranjeras y bárbaras que se inundan de mercancías europeas; nada, nada puede acabar con las montañas de productos amontonados, enormes como las Pirámides de Egipto.

La productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo derroche. Los fabricantes, enloquecidos, ya no saben qué hacer, viéndose en la imposibilidad de encontrar suficiente materia prima para satisfacer la desordenada y depravada pasión de sus obreros por el trabajo. Ciertos industriales compran jirones de lana sucia, a medio pudrir, y fabrican con ella un paño llamado  renaissance,  que dura tanto como las promesas electorales. En Lyon, en lugar de dejar a la fibra de la seda su pureza y su flexibilidad natural, se la recarga de sales minerales que la hacen más pesada, mucho más frágil y de menos uso. Todos nuestros productos son alterados a fin de facilitar su salida y abreviar su existencia.

Nuestra época será llamada la edad de la falsificación, como las primeras épocas de la humanidad recibieron los nombres de edad de piedra y edad de bronce, por el carácter de su producción.

Algunos ignorantes acusan de  fraude a  nuestros caritativos industriales, cuando en realidad lo que les impulsa es dar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados.

Estas falsificaciones, que tienen como única motivación un sentimiento humanitario, pero que producen soberbias ganancias a los fabricantes que las practican, si bien son desastrosas por la calidad  de las mercancías y constituyen una fuente inagotable del derroche del trabajo humano, demuestran la ingeniosidad filantrópica de los burgueses y la horrible perversión de los obreros que, por satisfacer su vicio por el trabajo, obligan a los industriales a sofocar los gritos de su conciencia y a violar hasta las  leyes de la honradez comercial.

Y, sin  embargo,  a  pesar  de  la  sobreproducción  de  mercancías,  no  obstante  las falsificaciones  industriales, los obreros llenan el mercado en cantidades sin número, implorando ¡trabajo! ¡trabajo! Tanta sobreabundancia debería obligarlos a sofocar su pasión; al contrario, esto los lleva al paroxismo. Allí donde apenas surge una posibilidad de trabajo, allí se precipitan, y una vez que lo han obtenido, reclaman doce o catorce horas para poderse saciar; al día siguiente se encuentran de nuevo en la calle sin tener ya con qué alimentar su vicio por el trabajo.

Todos los años, en todas las industrias. Se repiten las huelgas obligatorias con la regularidad de  las  estaciones. Al sobre trabajo que aniquila el organismo, sucede el reposo absoluto durante 2 ó 4 meses, y. ¡sin trabajo no hay pan!.

Ya que el vicio del trabajo está diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros, ya que sus  exigencias ahogan todos los demás instintos de la naturaleza, y, por otra parte, ya que la cantidad de trabajo pedida por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y por la existencia de materias primas, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo un año? ¿Por qué no distribuirlo uniformemente entre los doce meses del año, y obligar a cada obrero a conformarse con seis o cinco horas diarias durante todo el año, en vez de tomar indigestiones de doce horas de trabajo por día durante seis meses?

Teniendo segura su parte diaria de trabajo, los obreros no tendrán ya celos entre sí, ni se pelearán por arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca. Así, descansados de cuerpo y espíritu, empezarían a practicar las virtudes de la pereza.

Embrutecidos por su vicio, los obreros no han podido llegar a comprender que para que haya trabajo para todos es preciso racionarlo como el agua en un navío en peligro. Sin embargo, los industriales, en  nombre de la explotación capitalista, han pedido desde hace mucho tiempo una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 sobre la enseñanza profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el Sr. Boucart, de Guebwiller, declaraba:

«Que la jornada de doce horas era excesiva, debiendo ser reducida a once, y que el  sábado debía cesar el trabajo a las dos. Yo aconsejo la adopción  de  esta  medida,  aunque  parezca  onerosa  a  primera vista; nosotros la hemos experimentado durante cuatro años en  nuestros establecimientos industriales, y nos hallamos satisfechos: la producción media, lejos de haber disminuido, ha aumentado.»

En su estudio sobre las máquinas, el Sr. E Passy cita la carta siguiente de un gran industrial belga, Sr. M. Ottevaere:

«Nuestras máquinas, a pesar de ser iguales a las de las fábricas inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que producirían si estuvieran en Inglaterra, aunque  trabajan dos horas menos al día. [...] Nosotros trabajamos  dos  largas   horas  de  más;  estoy  convencido  de  que  si trabajáramos  once  horas,  en  vez  de  trece,   tendríamos  la  misma producción y produciríamos, por consiguiente, más económicamente.»

Por otra parte, afirma el Sr. Leroy-Beaulieu que «ha observado un gran manufacturero belga que en las semanas donde hay un día feriado, no es inferior la producción a la de las semanas ordinarias»[49]

Lo que no ha osado jamás el pueblo, engañado en su simpleza por los moralistas, lo ha osado un gobierno aristocrático. El gobierno inglés, despreciando las altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como aves de mal agüero, gritaban  que disminuir una sola hora de trabajo era decretar la ruina de la industria inglesa, prohibió con  una ley estrictamente observada trabajar más de diez horas por día; e Inglaterra continuó siendo, como antes, la primera nación industrial del mundo.

La gran experiencia inglesa, lo mismo que la de algunos capitalistas inteligentes, está ahí, demostrando irrefutablemente que para aumentar la potencia de la productividad humana es necesario  reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de paga y de fiesta; y el pueblo francés aún no está convencido de esto.

Mas si una miserable reducción de dos horas ha aumentado en diez años casi en un tercio la  producción inglesa[50], ¿qué marcha vertiginosa no imprimirá a la producción francesa una reducción de la jornada de trabajo a tres horas? ¿No pueden comprender los obreros que matándose a trabajar  agotan sus fuerzas y las de su progenitura; que aniquilándose llegan prematuramente a ser incapaces de todo trabajo; que absorbidos y embrutecidos por un solo vicio no son ya hombres, sino troncos de hombres; que matan en ellos todas las bellas facultades para dejar únicamente en pie la locura furibunda, y lujuriosa, del trabajo?

¡Ah!  Como  loros  de  Arcadia  repiten  la  lección  de  los  economistas:  «Trabajemos, trabajemos para aumentar la riqueza nacional.» ¡Oh idiotas!

Precisamente  porque  trabajáis  demasiado  se  desarrolla  con  lentitud  el  maquinismo industrial. Parad de rebuznar y escuchad a un economista; no es un águila, no es más que el señor Reybaud, a quien hemos tenido la fortuna de perder hace pocos meses:

«Es, generalmente, sobre las condiciones de la mano de obra como se regula la revolución en los métodos de trabajo. Mientras la mano de obra ofrece sus servicios a bajo precio, se la prodiga; cuando se encarece, se procura hacerla innecesaria.»[51]

Para forzar a los capitalistas a perfeccionar sus maquinas de madera y de hierro, es preciso elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso ¿Pruebas en apoyo? Se  pueden dar a centenares. El oficio automático del self acting mule de las fabricas de tejidos fue inventado y puesto en práctica en Manchester porque los tejedores se negaban a trabajar tanto tiempo como antes.

En los Estados Unidos, la máquina invade todos los ramos de la producción agrícola, desde la fabricación de la mantequilla hasta la siembra del trigo. ¿Por qué? Porque el americano, libre y  perezoso, preferiría mil muertes a la vida bovina del campesino francés.

La labranza, tan penosa en la gloriosa Francia como rica en agujetas, es en el Oeste americano un  agradable pasatiempo, que se goza sentados y al aire libre, y fumando negligentemente en pipa.

Capitulo Cuatro
A nuevo aire, nueva canción.

Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso  ejército  de  fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada  así  de  su  tarea  de consumidora universal, se apresurará a licenciar esa turba de soldados, y en su caso, a despedir magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar.

El mercado del trabajo estará entonces desbordante y habrá necesidad de imponer una ley de hierro  para prohibirlo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud humana, más numerosa que  los  piojos en el bosque y hasta ahora improductiva. Y después habrá que pensar en todos los que proveían a sus necesidades y a sus gustos fútiles y dispendiosos.

Cuando no  haya  más  lacayos,  ni  generales que  galardonar, ni  prostitutas  libres  ni casadas que cubrir con encajes, ni cañones que horadar, ni palacios que construir, será preciso imponer, bajo leyes  severas, a los obreros y obreras de la pasamanería, del encaje, del hierro, de la construcción... regatas higiénicas y ejercicios coreográficos para la conservación de su salud y el perfeccionamiento de la raza.

En el momento en que los productos europeos se consuman donde se fabrican y no se envíen a la otra punta del mundo, los marineros, los mozos de cordel, los recadistas, los cocheros, deberán empezar a  sentarse y a aprender a estar de brazos cruzados. Los felices habitantes de la Polinesia podrán entregarse entonces al amor libre, sin temer las iras de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea.

Aún más, para encontrar trabajo suficiente a todos los no-valores de la sociedad actual, y lograr que el utillaje industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía,   violentar sus inclinaciones a la abstinencia y desarrollar indefinidamente sus capacidades consumidoras. En  vez de comer una o dos onzas de carne dura al día, cuando las come, deberá comer jugosos beefsteaks de una o dos libras, y en lugar de beber modestamente malos vinos, más católicos que el  Papa, beberá a grandes sorbos bordeaux y bourgogne, sin bautizo industrial, y dejará el agua para las bestias.

Los proletarios han dado en la extraña idea de querer imponer a los capitalistas diez horas de  fundición  o de refinería; éste es el gran error, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Será necesario prohibir, y no imponer, el trabajo.

A los Rothschild, a los Say[52], les será permitido presentar las pruebas de haber sido holgazanes durante toda su vida, y si, a pesar del entrenamiento general para el trabajo, ellos persisten en vivir como verdaderos holgazanes, serán anotados y recibirán cada mañana una moneda de veinte francos para sus caprichos.

Las discordias sociales desaparecerán. Los capitalistas y los rentistas serán los primeros en aliarse al  partido popular, una vez convencidos de que, lejos de hacerles daño, se quiere, por el contrario, liberarlos del trabajo de sobreconsumo y de derroche a que han estado sujetos desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses, incapaces de probar sus títulos de holgazanería, se les dejará seguir sus instintos. Hay suficientes ocupaciones desagradables para colocarlos. Dufaure, por ejemplo, limpiaría  las letrinas públicas; Galliffet mataría los cerdos y los caballos roñosos; los miembros de la Comisión  de gracias, enviados a Poissy[53], marcarían el ganado en los mataderos públicos, y los senadores podrían servir de enterradores en las ceremonias fúnebres. Para los demás, se buscarían oficios al  alcance  de sus inteligencias. Lorgeril  y Broglie  taponarían las botellas de champagne, pero se les  pondría de antemano un bozal para evitar que se embriagasen. Ferry, Freycinet y Tirard[54] destruirían las chinches y los demás insectos de los ministerios y de otros albergues públicos. No obstante se deberá poner fuera del alcance de los burgueses el dinero público para evitar que sigan ejerciendo  ciertas costumbres adquiridas.

Pero  dura  y  terrible  será  la  venganza  sobre  los  moralistas  que  han  pervertido  la naturaleza humana; sobre los mojigatos, los farsantes, los hipócritas y «otras sectas de individuos que han hecho uso de máscaras y disfraces para engañar al mundo. Han dado a entender al pueblo que sólo viven para  ayunos y maceraciones de la sensualidad, desde la contemplación y la devoción, para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad: pero nos la han dado por culo. ¡Bien sabe Dios! et Curios simulant sed Bacchanalia vivunt[55]. Podéis leerlo en grandes letras de falso brillo, en sus rojos hocicos y sus desmesurados vientres cuando se perfuman con azufre»[56]

En los días de las grandes fiestas populares, cuando, en vez de engullir polvo, como en los 15 de agosto y 14 de julio de la burguesía, los comunistas y colectivistas se sacien de perfumes, de suculentos  jamones y generosos vasos de vino, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los clérigos de frac y de sotana de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagandistas del malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, todos  ellos, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán en el hambre junto a las mujeres galas y las mesas cargadas de carne, de frutas y flores, y morirán de sed junto a grandes toneles  desbordantes de vino. Los abogados  y los legisladores sufrirán la misma pena.

En nuestro régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá  espectáculos y representaciones teatrales permanentemente. Es este un trabajo adecuado a nuestros legisladores, quienes, organizados en cuadrillas, irán por las ferias y los villorrios dando representaciones legislativas.

Los generales, con sus botas de jinete, el pecho cruzado de cordones y escarapelas, y cubierto de cruces de la legión de honor, irán por las calles reclutando a gente para el espectáculo. Gambetta y  Cassagnac[57] su compadre, se encargarán de la charlatanería inicial.  Cassagnac,  en  traje  de  matamoros  girando  los  ojos,  torciendo  el  bigote, escupiendo estopa en llamas, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre, y desaparecerá por un agujero apenas se le enseñe el  retrato de  Lullier[58]; Gambetta discurrirá sobre política  extranjera,  sobre  la  pequeña  Grecia,  que  a  la  vez  que  lo adoctrina, daría fuego a toda Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia, que se burla de  él  con  el  revoltijo que promete hacer  con Prusia,  y que desea heridas  y chichones al Oeste de Europa para hacer su labor en el Este, y ahogar así el nihilismo en el interior de su país; sobre Bismark, cuya bondad le ha permitido pronunciarse sobre la amnistía..., y después, desnudando su gran panza  pintada con tres colores, le tocará llamada y enumerará los deliciosos animalitos, las aves hortelanas, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem, que han engullido para fomentar la agricultura y contentar a los electores de Belleville.
En la barraca comenzará la Farsa electoral.

Delante de los electores de cabeza de serrín y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos  de  payasos  y  cubiertos  de  programas  electorales  de  múltiples  promesas, ejecutarán la danza de las libertades políticas y hablarán con lágrimas en los ojos, de las miserias del pueblo, y, con voz sonora,  de  las miserias de la patria. Y los electores cabeza de serrín rebuznarán a coro, fuerte y sostenido: ¡ih! ¡oh!, ¡ih! ¡oh! Acto seguido, empezará la función: «El Robo de los bienes de la nación.»

La Francia capitalista, esa enorme hembra de cara vellosa y de cabeza calva, deformada como una vaca,  de carnes flojas, hinchadas y descoloridas, con los ojos apagados, se recuesta sobre un sofá de  terciopelo. A sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con máscara de mono, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la Banca, con el hocico de garduña, el cuerpo de hiena y las manos de arpía, le roba rápidamente las perras chicas. Hordas de miserables proletarios, descarnados y andrajosos, escoltados por gendarmes que llevan la espada desenvainada, empujados por las furias  que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías de todas clases, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois[59], con los calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro de cuentas entre los dientes, se planta a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Apenas han dejado los fardos, los obreros son arrojados a culatazos y bayonetazos, y se abren las puertas a los industriales, comerciantes y banqueros, quienes se precipitan sobre los objetos de valor, engullendo géneros de algodón, sacos de  trigo, lingotes de oro y vaciando toneles de vino. No pudiendo tragar más, sucios, asquerosos, se hunden en sus despojos y en sus vómitos... Finalmente, estalla el temporal: la tierra se sacude y se abre; la Fatalidad histórica surge. Con pie de hierro aplasta las cabezas de los que hipan, titubean, caen y ya no pueden huir, y con su larga mano abate a la Francia capitalista, aturdida y que suda de miedo.

Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo...

Pero ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril?

¡Como Cristo, la doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres, los niños del proletariado suben arrastrándose desde hace un siglo por el duro calvario del dolor: desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos, destruye sus carnes y atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hombre desgarra sus vísceras y alucinan sus cerebros! ¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!

Apéndice

Nuestros moralistas son gente muy modesta. Si bien han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, satisfacer la mente y mantener el buen funcionamiento de los riñones y de otros órganos; quieren experimentar con las masas populares, in anima vili, antes de aplicarlo a  los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de explicar y autorizar.

Pero, ¿por qué, filósofos de pacotilla, atormentáis tanto vuestro cerebro para elucubrar una  moral cuya práctica no osáis aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver ridiculizado y deshonrado ese dogma del trabajo, por el cual os mostráis tan orgullosos? Consultad la  historia de los pueblos  antiguos y los escritos de sus filósofos y legisladores.

«Yo no podría afirmar —dice el padre de la Historia, Heródoto— que los griegos hayan recibido de los egipcios el desprecio al trabajo, por cuanto encuentro establecido el  mismo desprecio entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes; en una palabra,  porque en la mayoría de los bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas y también sus hijos, son considerados como los últimos de los ciudadanos... Todos los  griegos han sido educados en este principio, particularmente los lacedemonios»[60].

«En  Atenas,  los  ciudadanos  eran  verdaderos  nobles,  que  no  debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes  de los cuales descendían. Debiendo tener todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos. Lo mismo  sucedía  en  Lacedemonia,  donde  a  las  mujeres  les   estaba prohibido hilar y tejer, so pena de quedarse derogada su nobleza»[61].

Los romanos sólo conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Todos los ciudadanos vivían de derecho a expensas del tesoro, sin poder ser obligados a proveer su subsistencia con ninguna de las sordidae artes, como designaban ellos a los oficios, que estaban reservados únicamente para los esclavos. Cuando Bruto, el antiguo, quiso levantar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de haber convertido a libres ciudadanos en artesanos y albañiles[62].

Los filósofos antiguos se disputaban el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba de aborrecer el trabajo. «La naturaleza —escribe Platón en su utopía social,  en  su  República  modelo—  no  ha  hecho  al  zapatero  ni  al  herrero;  tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los  derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se degrada con los negocios comerciales debe ser castigado por este delito. Si está convicto, será condenado a un año de prisión, y la pena será doblada cada vez que reincida»[63].

En su obra El económico, Jenofonte escribe: «Las personas que se dan a los trabajos manuales nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. Condenados casi siempre a estar sentados todo el día y a soportar, algunos, un fuego continuo, no pueden menos que tener el cuerpo alterado, y es bien difícil que el espíritu no se resienta».

«¿Qué puede salir de honorable de un negocio?» —exclama Cicerón—. «¿Y qué puede producir de  honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre  honrado...  Los  negociantes  no  pueden  ganar  sin  mentir,  y  ¿qué  hay  más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero, se vende y se pone a nivel de los esclavos[64].

Proletarios embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿oís el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un crimen que merece años de prisión.

La tartufería cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de  las Repúblicas antiguas, quienes, discurriendo como hombres libres, hablaban ingenuamente de su pensamiento.

Platón y Aristóteles, estos pensadores gigantes, a quienes nuestros filósofos de moda, los Cousin, los Caro, los Simón, etcétera, apenas les llegan al tobillo apoyándose sobre la punta de los pies, querían que los ciudadanos de sus Repúblicas ideales viviesen en el mayor ocio, ya que, como decía Jenofonte: «el trabajo ocupa todo el tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos».

Según Plutarco,  «el  gran título de Licurgo —el más sabio de los hombres— a la admiración  de  la  posteridad  era  el  haber  concedido  ocios  a  los  ciudadanos  de  la República, prohibiéndoles toda clase de oficio»[65].

«Pero —responderán los Bastiat, los Dupanloup[66], los Beaulieu, y todos los moralistas cristiano-capitalistas—  esos  pensadores,  esos  filósofos  preconizaban  la  esclavitud». Muy  cierto,  pero  ¿podía  ser  de  otra  manera  dadas  las  condiciones  económicas  y políticas de su época? La  guerra era el estado normal de las sociedades antiguas: el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir las leyes del Estado y a velar por su defensa. Los oficios eran entonces demasiado primitivos y groseros para poder cumplir, ejercitándolos, con su propia misión de soldado y ciudadano.

Para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y los legisladores antiguos toleraban a los  esclavos  en  sus  Repúblicas  heroicas.  Pero  los  moralistas y economistas del capitalismo, ¿no preconizan el asalariado, la esclavitud moderna? Y ¿a quiénes otorga ocios la  esclavitud capitalista? A los Rothschild, a los Schneider,  a  las  Madame Boucicaut[67], inútiles y nocivos, esclavos de sus vicios y de sus domésticos.

«El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y de Pitágoras», se ha escrito desdeñosamente, y, sin embargo, Aristóteles pensaba que «si todo instrumento pudiera ejecutar por sí  solo su propia función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se dedicaban espontáneamente a su trabajo sagrado; si, por ejemplo, los husos de los tejedores tejieran por sí solos, ni el maestro tendría necesidad de ayudantes, ni el patrono de esclavos».

El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, miembros de acero, infatigables, y de fecundidad maravillosa, inagotable, cumplen dócilmente y por sí mismas su  trabajo sagrado, y, a pesar de esto, el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del asalariado, la peor de las esclavitudes. Aún no han alcanzado a  comprender que la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sórdidas artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad.



[1] Cito aquí al Sr. Thiers no por su mérito científico, cuya nulidad es sólo comparable con su bajeza, sino porque esta pulga, que ha vivido en la camisa de todos los gobiernos, es la personificación ideal de la burguesía moderna (N. del A.).
 [2] DESCARTES: Les passions de l'áme (N del A).
[3] DR. BEDDOE: Memoirs of the anthropological Society (N. del A.)
[4] CHARLES DARWIN: Descent of man (N del A).
[5] ROTSHCHILD, poderosa familia de banqueros, de origen alemán y a la vez judío, que estableció una de las más importantes bancas privadas del siglo XIX en París. Lafargue fue contemporáneo de la tercera generación de la familia, y sus alusiones parecen dirigirse especialmente a uno de los miembros de esta generación, Alphonse de Rothschild (1827-1905): jefe de la Casa de París, regente del Banco de Francia y presidente del Consejo de Administración de los Ferrocarriles del Norte (N. del E.).
[6] Los exploradores europeos se detienen asombrados ante la belleza física y el altivo talante de los hombres de las tribus primitivas, que no han sido contaminadas aún por lo que Eduard Poeppig llama el «aliento envenenado de la civilización». Hablando de los aborígenes de las islas de Oceanía, Lord George Campbell escribe:
«No hay pueblo en el mundo que impresione tanto a primera vista. Su piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo; sus cabellos dorados y rizados; su risueño y hermoso rostro; en una palabra, toda su persona, presenta un nuevo y espléndido modelo del genus homo; su aspecto físico nos da la impresión de una raza superior a la nuestra.»
«No hay pueblo en el mundo que impresione tanto a primera vista. Su piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo; sus cabellos dorados y rizados; su risueño y hermoso rostro; en una palabra, toda su persona, presenta un nuevo y espléndido modelo del genus homo; su aspecto físico nos da la impresión de una raza superior a la nuestra.»
Con la misma admiración, los civilizados de la antigua Roma, los Césares y los Tácitos, contemplaban a los germanos de las tribus comunistas: que invadían el imperio romano.
De la misma manera que Tácito, Salviano −el cura del siglo V− a quien apodaron «el maestro de los obispos», presentaba a los bárbaros como modelo a los civilizados y cristianos: «Somos impúdicos, en comparación  a los bárbaros, más castos que nosotros. Aun más, los bárbaros se ofenden ante nuestra falta de pudor. Los godos no permiten entre ellos a los libertinos de su nación; entre ellos, sólo los romanos poseen el derecho a ser impuros por el triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre, [La pederastia estaba entonces de moda entre los paganos y los cristianos...] Los oprimidos se van con los bárbaros en busca de humanidad y protección.» (De Gobernatione Dei.)
La vieja civilización y este naciente cristianismo corrompieron a los bárbaros del viejo mundo, como las prácticas del cristianismo decadente y la moderna civilización capitalista corrompen a los salvajes del nuevo mundo.
Sr.  F.  Le  Play*,  cuyo  talento  de  observación  se  debe  reconocer,  aun  cuando  no  se  acepten  sus conclusiones sociológicas, impregnadas de prudhonismo filantrópico y cristiano, dice en su libro Los obreros europeos (1855):
«La propensión de los bachkires a la pereza, (los bachkires son pastores seminómadas de la vertiente asiática de los Urales); los goces de la vida nómada; las costumbres de la meditación que surgen en los individuos mejor dotados, dan a éstos, generalmente, una distinción de modales, una claridad de inteligencia y de juicio que rara vez se nota en el mismo nivel social de una civilización superior... Lo que más les repugna son los trabajos agrícolas, hacen cualquier cosa antes que aceptar el oficio de agricultor.» En efecto, la agricultura es la primera manifestación del trabajo servil de la humanidad. [Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, es agricultor] (N. del A.).
*PIERRE-GUILLAUME  FRÉDERIC LE PLAY (1806-1882): ingeniero, economista y  sociólogo francés, creador de la revista La Reforme social, y autor de numerosos estudios sobre los problemas sociales (Les Ouvriers européens, La Reforme sociale en France...). Su doctrina, la «economía social», se basa en un claro «paternalismo cristiano»: considera que la autoridad del patrono en la empresa, equivalente a la del padre en la familia, es imprescindible para el progreso social (N. del E.)
[7] En castellano en el original (N. del E )
[8] Hay un proverbio español que dice: Descansar es salud* (N. del A.).
* En castellano en el original. Pese a haber permanecido en España entre 1871 y 1872, la visión que Lafargue ofrece, está más próxima a las observaciones de los viajeros románticos que a lo que su propia experiencia pudo enseñarle. Reproduce aquí algunos tópicos literarios por su utilidad para la argumentación general del panfleto, y sin preocuparse por contrastarlos con sus conocimientos sobre la situación de la clase obrera madrileña, con la que convivió en la temporada citada (N del E)
[9] Oh Melibea, un Dios nos ha dado estos ocios, (Ver apéndice pág.61) (N. del A.)
[10] El Evangelio según San Mateo, capítulo VI (N. del A.).
[11] Procedente de Auvernia: región administrativa que comprende varios departamentos, con capital  en Clermont-Ferrand. Lafargue se refiere a ellos como testarudos currantes; aplicados y trabajadores (N del E)
[12] FRANÇOIS-PIERRE-GUILLAUME  GUIZOT  (1787-1874): historiador  y político  francés,  autor  de  obras como la Historia de la Civilización en Europa, o los Ensayos sobre la Historia de Francia. Comenzó su vida política como miembro del partido doctrinario; fue ministro del Interior de 1830 a 1837 y de Asuntos Exteriores a partir de 1840, adoptando una política cada vez más conservadora, hasta que fue derrocado por la Revolución de 1S48 (N del E).
[13] En el Congreso de Beneficencia, celebrado en Bruselas en 1857, uno de los más ricos manufactureros de Marquette, cerca de Lille, Sr. Scrive, decía entre los aplausos de los miembros del Congreso y con la satisfacción de un deber cumplido:
«Hemos introducido algunos medios de distracción para los niños. Les enseñamos a cantar durante el trabajo y a contar igualmente trabajando; esto los distrae y les hace soportar con valor esas doce horas de trabajo que necesitan para poder subsistir».
¡Doce horas de trabajo!; y ¡qué trabajo! ¡Impuesto a niños que aún no tienen doce años! ¡Los materialistas deplorarán  siempre  que  no  exista  un  infierno  para  esos  cristianos,  para  esos  filántropos,  para  esos verdugos de b infancia!* (N. del A.).
* En un artículo sobre «La mujer» (Le Citoyen, 15-VHI-1882; recogido en Giranft, o. c., pág. 173.)., después de describir los sufrimientos de las mujeres empleadas en la industria, señala, de forma similar a este texto: Somos materialistas, pero lamentamos que no exista un infierno para encerrar en él a los capitalistas industriales, verdugos de mujeres y niños.» (N del E).
[14] Sea cual sea el estatuto de los hombres del s. xix, casi todos reafirman la inferioridad natural de  la mujer y la condenan al seno de una familia dominada por un marido. Reina la filosofía del  código napoleónico, agravada por la alianza entre la iglesia y la Restauración (1815-1830). En 1848, se excluye a las mujeres del restablecido sufragio universal, a pesar de la lucha del movimiento «Femmes de 1848». Deberán esperar la ley Duruy de 1867, que obliga a toda comunidad superior a 500 habitantes a tener una escuela para niñas, para que puedan acceder a la educación. El hombre más oprimido puede oprimir a un ser, su mujer. Ella es la proletaria del proletario, Flora Tristan (N. de la murga).
[15] JULES SIMÓN (1814-1896): profesor de Filosofía en la Sorbona y diputado republicano de oposición durante el Imperio de Napoleón III. Autor de varios estudios sobre la situación de la clase obrera (L' Ouvrière, Le Travail, L' Ouvrier de huit ans...), desempeñó un papel de importancia en los comienzos de la III República: fue senador, ministro de Instrucción Pública, presidente del Consejo en 1876..., y uno de los más caracterizados representantes del pensamiento de la burguesía republicana (N. del E.).
[16] CHARLES DE GERMINY: especialista en finanzas y miembro de la mayoría de las sociedades financieras, durante el II Imperio (según Girault) (N. del E.)
[17] PIERRE-PAUL LEROY-BEAULIEU (I843-1916): profesor de economía en el Colegio de Francia, fundador de L'Économiste français y autor de obras como Le Travail des femmes au xixe siècle, en las que defiende el liberalismo económico frente a los ataques proteccionistas y socialistas. De ahí que frecuentemente sus escritos provocaran réplicas de los escritores socialistas, entre ellos Lafargue (N. del E.).
[18] CHARLES-PAUL DE KOCK (1794-1871): novelista y autor teatral, escribió un gran número de obras de tono popular que le dieron renombre en Francia y el resto de Europa (N. del E.).
[19] LOUIS-RENÉ VILLERMÉ (1782-1863): médico y estadístico, miembro de las Academias de Medicina y Ciencias Morales. Por encargo de esta última, se dedicó al estudio de la situación obrera, sobre la que escribió varias obras. De ellas, la más importante, el Tableau de l'état physique et moral des ouvriers dans les fabriques de cotton, de laine et de soie (1840), representa un testimonio fundamental sobre las condiciones de vida y de trabajo del proletariado francés en la primera mitad del siglo xix (N. del E.).
[20] LOUIS-ADOLPHE THIERS (1797-1877): historiador y político, figura clave en la Monarquía de Julio, en la que fue presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones, y de la III República. En 1871 firmó los preliminares de paz en Versalles, por los que acababa con la rendición de Francia, la guerra franco- prusiana.  Conquistó  París  y  reprimió  duramente a  los  partidarios de la Comuna. Partidario  de una «República conservadora», se vio obligado a abandonar la presidencia de la República en 1873, ante las dificultades que su política encontró en la Asamblea Nacional (N. del E}.
[21] VÍCTOR COUSIN (1792-1867): profesor de Filosofía an la Sorbona y miembro de la Academia Francesa y de la Academia de Ciencias Morales, y ministro de instrucción Pública en 1840. Su  filosofía, que alcanzó cierta importancia en Francia, se caracterizaba por su «eclecticismo» (como él mismo denominó a su sistema): era una mezcla de tesis cartesianas, kantianas, idealistas o procedentes de la escuela escocesa, unidas en un esquema básico de carácter espiritualista (N. del E.).
[22] HYPPOLIT-PHILIBERT PASSY (1793-1880): economista y político, fue ministro de Comercio e Industria, y después dé Finanzas, durante la Monarquía de Julio, y escribió algunas obras, entre ellas, Des systémes de culture et de leur influence sur Véconomie sacíale, (1846) (N. del E.).
[23] JERÓME-ADOLPHE BLANQUI (1798-I  854): economista librecambista y miembro de la  Academia de Ciencias Morales, escribió, entre otras, una obra sobre la situación obrera en Francia. Lafargue le llama «Blanqui el académico» para distinguirle de Louis-Auguste Blanqui, revolucionario por el que nuestro autor sintió en su juventud gran admiración (N. del E.).
[24] DOLLFUS: familia de industriales alsacianos dedicada desde la Edad Moderna a la producción textil en la  zona  de  Mulhouse,  y  que  alcanzó  tan  gran  desarrollo  tras  la  aplicación  de  las  nuevas  técnicas aparecidas en el periodo de la revolución industrial (N. del E.).
KESTNER: familia protestante de republicanos dedicada a la industria química y textil con  importantes cargos políticos en la Asamblea y el Senado (N. de la murga).
[25] Discurso pronunciado en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos de Economía Social de París, en mayo de 1863, y publicado en el Economista Francés de la misma época (N. del A.).
[26] KOECHLIN: familia de industriales franceses, procedentes de Suiza, establecidos en  Mulhouse  y dedicados desde mediados del siglo XVIII a la industria algodonera (N. del E.).
[27] Como señala Girault, consecuencia del informe de Villermé fue la aprobación, al año siguiente, de una ley que limitaba el trabajo de los niños (N del E).
[28] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, marcó el fin del Antiguo Régimen y sirvió de preámbulo a la primera constitución de la Revolución Francesa, aprobada en 1791 (N. de la murga).
[29] L. R. VILLERMÉ: Cuadro del estado físico y moral de los obreros de las fábricas de algodón, lana y seda (1840). Y no se crea que porque Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos son republicanos, patriotas o filántropos, tratan así a sus obreros; pues Blanqui, el académico; Reybaud, el prototipo de Jerónimo Paturot*, y Jules Simón, el Gedeón político, han hecho constar las mismas delicias para la clase obrera en los fabricantes catolicísimos y monarquisísimos de Lille y Lyon.
Son virtudes capitalistas que se amoldan a las mil maravillas con todas las creencias políticas y religiosas (N. del E.).
* Louis REYBAUD (1799-1879): escritor y político; fue diputado y miembro de la Academia de Ciencias Morales. Escribió algunas obras sobre temas económicos, de tono reformista; pero su mayor éxito fue una novela satírica, Jérôme Paturot a la recherche d'une position sociale (1843), crítica de las costumbres de la época, protagonizada por un burgués autosuficiente, pero incapaz de hacer nada de provecho (N. del E.).
[30] Los indios de las tribus guerreras del Brasil matan a sus enfermos y a sus ancianos; así atestiguan su amistad poniendo fin a una vida que ya no se regocijará con los combates, las fiestas y las danzas. Todos los pueblos primitivos han dado estas pruebas de afecto a los suyos: los Masagetas del Mar  Caspio (Heródoto), lo mismo que los Wens en Alemania y los Celtas de la Galia. En las iglesias de  Suecia, incluso recientemente, se conservaban mazas, llamadas mazas familiares, destinadas a liberar a los padres de las tristezas de la vejez. ¡Qué degenerados están los proletarios modernos para aceptar con paciencia las espantosas miserias del trabajo fabril! *(N del A).
* Se suele considerar a esta nota como un anunció de las tendencias al suicidio de Lafargue, que culminó con su muerte en 1911 (N del E).
[31] ANTONIO - CÉSAR -VÍCTOR DESTUT DE TRACY (1781-1864): diputado durante la  restauración de la Monarquía de Julio, ministro de Marina primer gobierno de Luis Napoleón, se alejó posteriormente de la política por sus desacuerdos con éste. Según Girault, la cita del texto procede de su obra Lettres sur l’agriculture (N. del E.).
[32] VÍCTOR CHERBULIEZ (1829-1899): autor de novelas, obras de crítica literaria y ensayos políticos sobre algunos países europeos (N del E).
[33] En el texto publicado en 1880, seguía a esta frase una amplia cita de Engels, que, por su  interés, conviene reproducir:
«Desde 1825, año en que estalló la primera crisis general, el mundo industrial y comercial, la producción y el comercio de los pueblos civilizados y de sus anejos más o menos bárbaros, se deteriora cada diez años aproximadamente. El comercio se detiene, los mercados están atestados, los productos son tan abundantes como invendibles; la moneda se oculta, el crédito se desvanece, las fabricas se cierran, la población obrera se encuentra desprovista de medios de subsistencia por haberlos producido antes en exceso, las bancarrotas se suceden, lo mismo que las ventas a precios ínfimos. Durante años, se mantiene este exceso de artículos, se desperdician o destruyen, en gran cantidad, las fuerzas productivas y los productos sobrantes, hasta que desaparece el exceso de mercancías despreciadas y la producción y el intercambio recuperan progresivamente su ritmo. Poco a poco, el crecimiento se acelera se pone al trote, del trote industrial se pasa al galope y, por fin, al galope tendido de una carrera de obstáculos, en la que la industria, el comercio, crédito y la especulación, después de los saltos más arriesgados, acaban en el abismo de la crisis. Entonces, hay que volver a empezar. Hemos atravesado cinco crisis desde 1825 y acabamos de salir de la sexta. El carácter de estas crisis es tan claro, que Fourier ha acertado con una denominación general al llamar a la primera: «crisis de abundancia» (F. Engels, Socialisme utopique et socialisme scientifique. Bibliotéque Socialiste, 1880). (Reproducido en Marx-Engels: Obras escogidas, tomo II, Moscú, 1966, pág. 143) (N del E).
[34] En el siglo XIX, muchos judíos llegan a Europa Occidental. Aprovechando nuevas posibilidades del auge capitalista, se integran en la burguesía incipiente. Nace el estereotipo de judío explotador y usurero.
A finales de 1870, aparece el término «antisemitismo» (Nota a cuatro manos y dos cafés).
[35] BONNET DE JUJURIEUX: según Girauli, se trata de un fabricante de sedas que empleaba a un millar de trabajadores, y cuyas condiciones de trabajo fueron denunciadas repetidas veces (N. del E.).
LEÓN HARMEL (1829-1915): industrial asociado a Albert de Mun en la creación de Círculos Católicos de obreros, y promotor de la cooperación j cristiana, sobre la que escribió un Manual.
AUGUSTE-THOMAS POUYER-QUERTIER  (1820-1891): fabricante de algodón de Rouen, diputado  de la derecha dinástica en el Imperio I «Mitro de Finanzas en el primer gabinete Thiers (N. del E.).
[36] De LEÓN GAMBETTA (1838-1882): abogado y político, fue diputado de oposición en el período final del II Imperio y participó en las reuniones de las figuras republicanas en el Café Procope. Creador del partido republicano al comienzo de la III República, fue moderando progresivamente su radicalismo inicial hasta convertirse en partidario de las transacciones con los partidos moderados, lo que le  valió al suyo el calificativo de «oportunista». En  política exterior defendió la expansión colonial y la necesidad de una revancha frente a Alemania. Llegó a presidente del Consejo en 1881, pero fue derrotado al año siguiente, y murió súbitamente poco después (N del E).
[37] CHAGOT, SCHNEIDER: patronos conocidos por su paternalismo. La familia Chagot había organizado un conjunto de instituciones sociales para los obreros de su industria, que recibió un premio de la Academia de Ciencias Morales. Fue considerada por Albert de Mun como modelo de patronos cristianos. Eugéne y Adolphe Schneider fueron los creadores de una importante sociedad metalúrgica en Creusot, que llegó a convertirse en una de las primeras empresas del sector en el mundo.
Lafargue atacó con frecuencia a estos patronos, o a los mencionados en la nota anterior, por considerar que su paternalismo era la máscara que encubría una mayor explotación de los obreros de sus empresas (ver, por ejemplo, su artículo «Un Discours du Pompier», en Textes Choisis, tomo I, pág. 167-179) (N del E).
[38] En el Congreso Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se evaluó en quinientos sesenta y ocho millones de francos la perdida que tuvo la industria del hierro en Alemania durante la última crisis (N del A).
[39] La Justicia, del Sr. Clemenceau*, decía en su parte financiera:
«Hemos oído sostener esta opinión: que, a falta de Prusia, los millones de la guerra de 1870 habrían sido igualmente perdidos por Francia en forma de préstamos emitidos periódicamente para equilibrar los presupuestos de los estados extranjeros. Tal es también nuestra opinión.» En cinco millones se calculan las pérdidas de los capitales ingleses por los préstamos a las Repúblicas de la América del Sur. Los trabajadores franceses han producido, no sólo los cinco mil millones pagados a Bismarck, sino que continúan todavía pagando los intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a los Girardin, y a los Bazaine** (Ver pág.32), que fueron los causantes de la guerra y las derrotas. Sin embargo, les queda un consuelo: estos cinco mil millones no ocasionaron guerras para reconquistar territorios (N. del A.).
* GEORGES-BENJAMIN  CLEMENCEAU  (1841-1929):  médico,  periodista  (fue  director  de  La  Justice,  y después de L'Aurore) y dirigente de la extrema izquierda burguesa. Cuando Lafargue escribe su folleto era  diputado de Paris; posteriormente, alcanzó  los  más  altos cargos políticos: ministro  del  Interior, presidente del Consejo en 1906-1909, y en 1917 (N del E).
** EMILE OLLIVIER (1825-1913): abogado y político; fue nombrado por Napoleón III primer ministro en 1870. Se declaró partidario de entrar en guerra con Alemania; tras los primeros reveses, fue destituido de su cargo.
EMILE GIRARDIN (1806-1881): publicista y político, fundador y director de La Presse, (1836), el primer periódico político que se vendió a bajo precio, defendió, desde éste y otros periódicos, la  política del Imperio, la entrada en guerra contra Prusia, y, posteriormente, la política de Thiers.
ACHULE BAZAINE (1811-1888): mariscal de Francia, nombrado generalísimo al comienzo de la  guerra franco-prusiana. Retrocedió repetidamente ante las tropas alemanas, se refugió con su ejército en Metz, y acabó  capitulando  y  entregando  la  ciudad  sin  resistencia.  Condenado  a  muerte  en  1873  por  esta capitulación, consiguió evadirse en 1874, y se refugió en Madrid (N. del E.).
[40] En la Edad Media, las leyes de la iglesia garantizaban a los obreros 90 días de reposo al año (52 domingos y 38 días feriados) en los cuales estaba terminantemente prohibido trabajar. Fue éste el gran crimen del catolicismo, la causa primera de la irreligiosidad de la burguesía industrial y  comerciante. Durante la Revolución, apenas asumió el poder, abolió los días fiesta y reemplazó la  semana por la década, a fin de que el pueblo no tuviera más que un día de descanso cada diez. Libertó a los obreros del yugo de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. El odio contra los días feriados surge cuando la moderna burguesía industrial y comercial toma cuerpo, es decir, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al papa, quien se negó, por ser «una herejía en boga tocar los días de fiesta». (Carta del cardenal  de Ossat.) Pero, en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió  17 en su diócesis. El protestantismo,  que  era  la  religión  cristiana  acomodada  a  las  nuevas   necesidades  industriales  y comerciales de la burguesía, descuidó el reposo popular: destronó los  santos del cielo para abolir sus fiestas en la tierra. La reforma religiosa y el librepensamiento filosófico no fueron más que pretextos de los que se valió la burguesía jesuítica y rapaz para escamotear al pueblo los días festivos (N. del A.).
[41] Estas fiestas pantagruélicas duraban semanas enteras. Don Rodrigo de Lara conquistó a su  novia expulsando a los moros de Calatrava; y en el Romancero narra que: «Las bodas fueron en Burgos./Las tornabodas en Salas;/En bodas y tornabodas/Pasaron siete semanas./Tantas vienen de las gentes,/Que no caben por las plazas...»* Los hombres de aquel nupciales de 7 semanas fueron los heroicos soldados de las guerras de la Independencia** (N. del A.).
* En castellano en el original (N. del E.).
** De nuevo Lafargue recurre a ejemplos procedentes  de la literatura española  para consolidar  su argumentación. Como señala Morato, en su biografía de Lafargue, éste «gustó de nuestra literatura (...), sobre todo del Romancero»; afición que también había sido cultivada por Marx y su familia, como descubrió Anselmo Lorenzo en su viaje a Londres en 1871 (Ver J. J. Morato: Líderes del movimiento obrero español, pág, 130-131; y A. Lorenzo El Proletariado  Militante. Tolouse 1946-47, tomo I, pág. 186-87) (N del E).
[42] En vísperas de la revolución, se yergue como el exponente máximo de la jerarquía vinícola. En 1868, los Rothschild adquieren el Chateau Lafite. Ese mismo año el precio del barril asciende a 6.250 francos de la época, lo que equivaldría a más de 4.700 euros actuales (N. de la murga)
[43] CLÉMENT-JOSEPH GARNIER (1813-1882): economista y publicista, creador de la   «Sociedad   de Economía Política» y autor de numerosas obras, en las que defendió el pensamiento económico liberal. EMILE ACOLLAS (1826-1891): jurista, escritor y político francés, defensor de las doctrinas democráticas y promotor del I Congreso de la Paz. La Comuna le nombró decano de la Facultad de Derecho de París (N del E).
[44] CARLOS MARX: El capital, libro I, Cap. xv, SEC.6 (N del A).
[45] «La proporción en que la población de un país está empleada como doméstica al servicio de las clases acomodadas, indica su progreso en riqueza nacional y en civilización.» (R. M. Martín: Ireland before and after the Union, 1848.) Gambetta, que negaba la cuestión social desde que ya no era el abogado menesteroso del Café Procope, se refería, sin duda, a esta clase doméstica, siempre creciente, cuando reclamaba el advenimiento de las nuevas capas sociales (N. del A.).
[46] Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer a los campesinos de la India, quienes, a pesar de las hambres periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar la amapola, en vez del arroz y del trigo, ha tenido que emprender guerras sangrientas para imponer al gobierno chino la libre introducción del opio indiano.
Los salvajes de la Polinesia, a pesar de la mortandad que fue la consecuencia de su nuevo estilo de vida, tuvieron que vestirse y embriagarse a la inglesa para consumir los productos de las destilerías de Escocia y los tejidos de las fábricas de Manchester (N. del A.).
[47] DAVID LIVINGSTONE (1813-1873): viajero inglés, explorador del África austral y ecuatorial y autor de tres obras sobre sus descubrimientos, que fueron traducidas muy pronto al francés.
JOHN  ROWLAND  STANLEY  (1841-1904):  periodista  y  viajero  inglés  que  recorrió  en  1871  el África ecuatorial para encontrar a Livingstone, y tras la muerte de éste continuó sus exploraciones.
PAUL BELLPNI DU CHAILLU (1837-1903): viajero americano que exploró la zona del Gabón.
SAVORGNAN DE BRAZZA (1852-1905): explorador de origen italiano, nacionalizado francés, que exploró y organizó la colonización del Africa Ecuatorial francesa (N del E).
[48] ARNAND-JULES-STANISLAS  DUFAURE  (1789-1881): abogado y político, fue ministro  del Interior durante la Monarquía de Julio y ministro de Justicia en el primer gabinete Thiers de 1871. Desde este puesto intervino en la represión de los miembros de la Comuna. Presidente del Consejo en 1877-1879, hizo aprobar el decreto de amnistía para los condenados por aquellos sucesos, que permitió la vuelta a Francia a los socialistas exiliados (Lafargue entre ellos) (N del E).
[49] PAUL LEROY-BEAULIEU: La cuestión obrera en el siglo XIV (1872) (N. del A.).
[50] He aquí, según el célebre estadígrafo R. Giffen, de la Oficina de Estadística de Londres, la progresión creciente de la riqueza nacional de Inglaterra e Irlanda: En 1814 era de 55.000 millones de francos. En 1865 era de 162.500 millones de francos. En 1875 era de 212.500 millones de francos (N. del A.).
[51] LUIS REYBAUD: El algodón, su régimen, sus problemas (1863) (N del A).
[52] SAY: familia de industriales, economistas y políticos, Lafargue fue contemporáneo de Jean-Baptiste- Léon Say (1826-1896), ministro de Finanzas de varios gobiernos de la III República y decidido enemigo del pensamiento socialista, al que combatió en varias de sus obras (N. del E.).
[53] POISSY: prisión central (N. del A.).
[54] GASTON-ALEXANDRE-AUGUSTE GALLIFET (1830-1909): general de Caballería hecho  prisionero en Sedan  por  las  tropas  alemanas.  Tras  su  liberación  llegó  a  ser  presidente  del  Comité  del  Arma  de Caballería y gobernador militar de París.
LORGERIL: diputado legitimista y clerical, durante la III República.
JACQUES-VÍCTOR-ALBERT DE BROGLIE (1821-1901): miembro de una familia nobiliaria y dirigente de la oposición monárquica contra la política republicana de Thiers. Tras conseguir la caída  de éste, formó gobierno en 1873, y fue de nuevo presidente del Consejo en 1877.
JULES FERRY (1832-1-893): abogado y político francés, fue ministro de Instrucción Pública en la  III República y consiguió la aprobación de una ley que establecía el carácter obligatorio, laico y gratuito, de la enseñanza primaria (1882). Presidente del Consejo al año siguiente, defendió y promovió la expansión colonial francesa.
CHARLES-LOUIS DE SAULCES DE FREYCINET (1828-1923): ingeniero y político, fue  colaborador  de Gambetta y organizador de la Defensa Nacional al comienzo de la III República. Posteriormente fue ministro y presidente del Consejo en varias ocasiones.
PIERRE-EMMANUELTIRÁRD (1827-1893): político  que  desempeñó  diversos  puestos  durante   la  III República; había sido alcalde del segundo Distrito de París en 1870, y fue después diputado, ministro en varias ocasiones y presidente del Consejo en 1887 (N. del E.).
[55] «Aparentan ser Curios y viven como en las bacanales», Juvenal (N del A).
[56] Pantagruel. Libró II, capítulo LXXIV (N del A).
[57] PAUL DE CASSAGNAC (1843-1904): hijo de Bernard Granier de Cassagnac (bonapartista y  diputado durante el II Imperio y la III República), fue, a su vez, diputado en el período republicano (N. del E.).
[58] CHARLES-ERNEST LULLIER (1838-1891); militar nombrado general en jefe de las tropas de la Comuna. Detenido y condenado a muerte, tras la derrota de ésta, le fue conmutada la pena por la de trabajos a perpetuidad. En 1880 se benefició de la amnistía. Según Girault, en 1868 había abofeteado a Paul de Cassagnac, indignado por las convicciones antirrepublicanas de éste. Cassagnac, pese a ello, se negó a batirse en duelo (lo que explica la alusión de Lafargue).
Este párrafo, suprimido en la versión castellana de 1929, junto con las alusiones anteriores a Dufaure, Gallifer, etc., representa la sátira más violenta escrita por Lafargue de los personajes políticos de la III República francesa (N. del E.).
[59] J. A. LANGLOIS: discípulo y ejecutor testamentario de Proudhon, que, según Girault, fue  elegido diputado en 1871 y se mantuvo al margen de la actividad de la Comuna, sin apoyarla abiertamente (N. del E.).
[60] HERÓDOTO.Tomo II, traducción Larcher (1786) (N del A.)
[61] BIOT: De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente, 1840 (N. del A.)
[62] TITO LIVIO, Libro 1 (N. del A.).
[63] PLATÓN: República, Libro V (N. del A.).
[64] CICERÓN: De los deberes. Título II, capítulo XLII (N. del A.).
[65] PLATÓN: La República, V, y Las leyes, III; Aristóteles: Rep., II y VII; JENOFONTE: El económico, IV y VI; Plutarco: Vida de Licurgo (N. del A.).
[66] CIAUDE-FRÉDERIC BASTIAT (1801-1850): economista y político, defensor ardiente del librecambismo y crítico riguroso del proteccionismo y del socialismo. Murió dejando incompleta su obra principal, las Armonías económicas.
FELIX-ANTOINE-PHILIBERT DUPANLOUP (1802-1878): obispo de Orleáns y miembro de la Academia Francesa, fue,  durante el Imperio, defensor de la libertad de enseñanza y jefe de fila de los católicos liberales, y diputado y senador en la III República (N. del E.).
[67] MARGUERITE GUÉRIN (1816-1887): esposa de Jacques Aristide Boucicaut, propietario de  «Bon Marché»  y famoso  por su preocupación por el  bienestar  de sus empleados.  A su  muerte,  madame Boucicaut mantuvo la dirección  del negocio y continuó las obras filantrópicas de su marido. Fundó el Hospital Boucicaut de París. Como en otras ocasiones,  Lafargue dirige sus ataques a los burgueses más conocidos por su paternalismo, para señalar con la mayor claridad la diferencia de clase  que les separan del proletariado (N. del E).

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