Yo,
Bertolt Brecht, vengo de la Selva Negra.
Mi
madre me llevó a las ciudades
estando
aún en su vientre. El frío de los bosques
en
mí lo llevaré hasta que muera.
Me
siento como en casa en la ciudad de asfalto. Desde el principio
me
han provisto de todos los sacramentos de muerte:
periódicos,
tabaco, aguardiente.
En
resumen, soy desconfiado y perezoso, y satisfecho al fin.
Con
la gente soy amable. Me pongo
un
sombrero según su costumbre.
Y
me digo: son bichos de olor especial.
Pero
pienso: no importa, también yo lo soy.
Por
la mañana, a veces, en mis mecedoras vacías,
me
siento entre un par de mujeres.
Las
miro indiferentes y les digo:
con
éste no tenéis nada que hacer.
Al
atardecer reúno en torno mío hombres
y
nos tratamos de gentleman mutuamente.
Apoyan
sus pies en mis mesas.
Dicen:
«Nos irá mejor». Y yo no pregunto: «¿Cuándo?»
Al
alba los abetos mean en el gris del amanecer
y
sus parásitos, los pájaros, empiezan a chillar.
A
esa hora en la ciudad, me bebo mi vaso,
tiro
la colilla del puro, y me duermo tranquilo.
Generación
sin peso, nos han establecido
en
casas que se creía indestructibles
(así
construimos los largos edificios de la isla de Manhattan
y
las finas antenas que al Atlántico entretienen).
De
las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas.
La
casa hace feliz al que come, y él es quien la vacía.
Sabemos
que estamos de paso
y
que nada importante vendrá después de nosotros.
En
los terremotos del futuro, confío
no
dejar que se apague mi puro “Virginia” por exceso de amargura,
yo,
Bertolt Brecht, arrojado a las ciudades de asfalto
desde
la Selva Negra, dentro de mi madre, hace tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario