Por qué escribo
Siempre me he quedado pensando por qué escribo. Para escribir no existe ninguna necesidad de ir a la Universidad, ni de frecuentar los conservatorios. La profesión de escritor es la profesión más libre que hay en el mundo. Jamás podría alguien siquiera imaginar que un poeta vaya a una academia a aprender a escribir sonetos, pongo por caso. Yo, al menos, aprendí a escribir sonetos cuando tenía doce años y me costó muchos dolores de cabeza el darme cuenta de que un soneto perfecto debe estar compuesto en versos iguales. Mi padre, que no quería saber nada de sonetos, expresaba su espantosa discrepancia y me decía: muchacho, te va a ir mal.
En el mundo latino, los escritores no tenemos nada que hacer. Nos pagan mal, nos acusan de comunistas y nos molestan. Yo estoy acostumbrado a eso. Como no represento a nadie y como, además, pertenezco a un mundo espiritual sin estructura, a esta desgraciada clase media chilena que todos ustedes conocen, cada vez que firmo un artículo hay por lo menos cien que protestan. Por otra parte, me encanta saber que existe gente que protesta cuando yo respiro.
Hace muchos años, no tenia doce años aún, me ocurrió la idea de meterme en el escritorio de mi padre. Como este caballero, ferroviario antiguo, para que lo sepáis de una vez por todas, era propietario de una máquina de escribir, yo me di cuenta de que había que aprovecharla. Me puse a escribir como un loco. Como un loco lo sigo haciendo todavía. Creo que, para hablar con honradez, ningún escritor verdadero podría declarar otra cosa. Nunca he podido, por eso mismo, saber para quién escribo. Se escribe, en último término, para un adolescente de provincia, magnánimo y generoso que todavía cree en los escritores. Para un adolescente como yo era hace veinte años, cuando todavía creía en los poemas cubistas de Juan Marín, cuando me encantaba con los relatos de Salvador Reyes; cuando, en fin, era inocente. En esa época, entre malón y malón penquista, me metía en la biblioteca de la Universidad de Concepción, bajo la sombra poderosa de don Enrique, a quien a pesar de todo sigo considerando el más grande de los chilenos, y allí, golpeado por el hálito estremecido de Ortega y Gasset, de Unamuno y Pérez de Ayala, me divertía pergeñando versos. Ahora, cuando escribo versos, no me divierto nada. Incluso me da un poco de vergüenza.
¿Por qué escribo? ¿Para quién escribo? Mi conciencia profesional, si es que la tengo, no es otra cosa que copia de ese acto inicial de hace veintisiete años. Tengo la impresión de que mi conciencia no está arrendada a nadie. No soy comunista, no soy partidario de nadie. Gózome, en cambio, refugiándome en propia vida. Desde allí, como un francotirador, disparo a voluntad sobre el mundo. Llorando, porque esa es la única actitud digna del ser humano, religioso sin religión, partidario sin partido, simpatizante sin objeto loable de simpatía, así soy yo. No hago otra cosa que llorar.
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