miércoles, 16 de enero de 2013
Leopoldo María Panero - En el obscuro jardín del manicomio.
I
Dérisoires
martyrs...
STÉPHANE
MALLARMÉ
En el obscuro jardín del manicomio
Los locos maldicen a los hombres
Las ratas afloran a la Cloaca Superior
Buscando el beso de los Dementes.
Un loco tocado de la maldición del cielo
Canta humillado en una esquina
Sus canciones hablan de ángeles y cosas
Que cuestan la vida al ojo humano
La vida se pudre a sus pies como una
rosa
Y ya cerca de la tumba, pasa junto a él
Una Princesa.
Los ángeles cabalgan a lomos de una
tortuga
Y el destino de los hombres es arrojar
piedras a la rosa
Mañana morirá otro loco:
De la sangre de sus ojos nadie sino la
tumba
Sabrá mañana nada.
El loquero sabe el sabor de mi orina
Y yo el gusto de sus manos surcando mis
mejillas
Ello prueba que el destino de las ratas
Es semejante al destino de los hombres.
miércoles, 9 de enero de 2013
Antonin Artaud - Carta al señor legislador de la ley sobre estupefacientes.
Señor
legislador de la ley 1916 aprobada por el decreto de Julio de 1917 sobre
estupefacientes, eres un castrado.
Tu
ley no sirve más que para fastidiar la farmacia mundial sin provecho alguno
para el nivel toxicómano de la nación porque:
1º
El número de los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias es ínfimo.
2º
Los verdaderos toxicómanos no se aprovisionan en las farmacias.
3º
Los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias son todos enfermos.
4º
El número de de los toxicómanos enfermos es ínfimo en relación a los
toxicómanos voluptuosos.
5º
Las restricciones farmacéuticas de la droga no reprimirán jamás a los
toxicómanos voluptuosos y organizados.
6º
Habrá siempre traficantes.
7º
Habrá siempre toxicómanos por vicio de forma, por pasión.
8º
Los toxicómanos enfermos tienen sobre la sociedad un derecho imprescriptible
que es el que se los deje en paz.
Es
por sobre todo una cuestión de conciencia.
La
ley sobre estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de la salud
pública el derecho de disponer del dolor de los hombres; en una pretensión
singular de la medicina moderna querer imponer sus reglas a la conciencia de
cada uno. Todos los balidos oficiales de la ley no tienen poder de acción
frente a este hecho de conciencia; a saber, que más aún que de la muerte, yo
soy el dueño de mi dolor físico, o también de la vacuidad mental que pueda
honestamente soportar.
Lucidez
o no lucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad me arrebatará jamás, es
aquella que me dicta el sentimiento de mi vida física. Y si yo he perdido mi
lucidez la medicina no tiene otra cosa que hacer sino darme las sustancias que
me permitan recobrar el uso de esta lucidez.
Señores
dictadores de la escuela farmacéutica de Francia ustedes son unos pedantes roñosos:
hay una cosa que debieran considerar mejor; el opio es esta imprescriptible e
imperiosa sustancia que permite retornar a la vida de su alma a aquellos que
han tenido la desgracia de haberla perdido.
Hay
un mal contra el cual el opio es soberano y este mal se llama Angustia, en su
forma mental, médica, psicológica o farmacéutica, o como Uds. quieran.
La
Angustia que hace a los locos.
La
Angustia que hace a los suicidas.
La
Angustia que hace a los condenados.
La
Angustia que la medicina no conoce.
La
Angustia que vuestro doctor no entiende.
La
Angustia que quita la vida.
La
Angustia que corta el cordón umbilical de la vida.
Por
vuestra ley inicua ustedes ponen en manos de personas en las que no tengo
confianza alguna, castrados en medicina, farmacéuticos de porquería, jueces
fraudulentos, doctores, parteras, inspectores doctorales, el derecho a disponer
de mi angustia, de una angustia que es en mí tan aguda como las agujas de todas
las brújulas del infierno.
Temblores
del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita a quien me mire.
Llegar a una evaluación de mi dolor más precisa, que aquella, fulminante, de mi
espíritu..
Toda
la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que
puedo tener de mi ser. Soy el único juez de lo que está en mí.
Vuelvan
a sus buhardillas, médicos parásitos, y tú también Legislador Moutonier, que no
es por amor a los hombres que deliras; es por tradición de imbecilidad.
Tu
ignorancia de aquello que es un hombre sólo es comparable a tu estupidez
pretendiendo limitarlo. Deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, sobre tu
madre, sobre tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y mientras tanto,
soporto tu ley.
Andréi Voznesensky - Yo Soy Goya.
Allen Ginsberg & Andrei Voznesensky. Mexico
City, 1981.
Yo soy Goya
del campo
yermo, excavado por el pico de escoplo del enemigo
hasta que los
cráteres de mis ojos se abran
Estoy triste.
Soy la lengua
de la guerra,
las ascuas de ciudades,
sobre la nieve
del año 1941
Estoy
hambriento
Soy el gaznate
de una mujer colgada cuyo cuerpo como una campana
oscilaba sobre
una plaza desierta
Yo soy Goya.
¡Oh uvas de la ira!
¡He lanzado
hacia el oeste
las cenizas
del visitante no invitado!
y como clavos
martillé estrellas entre el memorioso firmamento
Yo soy Goya.
César Vallejo - Solía escribir...
Solía escribir
con su dedo grande en el aire:
"¡Viban
los compañeros! Pedro Rojas»,
de Miranda de
Ebro, padre y hombre,
marido y
hombre, ferroviario y hombre,
padre y más
hombre, Pedro y sus dos muertes.
Papel de
viento, lo han matado: ¡pasa!
Pluma de
carne, lo han matado: ¡pasa!
¡Abisa a todos
compañeros pronto!
Palo en el que
han colgado su madero,
lo han matado;
¡lo han matado
al pie de su dedo grande!
¡Han matado, a
la vez, a Pedro, a Rojas!
¡Viban los
compañeros
a la cabecera
de su aire escrito!
¡Viban con esta
b del buitre en las entrañas de Pedro
y de Rojas,
del héroe y del mártir!
Registrándole,
muerto, sorprendiéronle
en su cuerpo
un gran cuerpo, para
el alma del
mundo,
y en la
chaqueta una cuchara muerta.
Pedro también
solía comer
entre las
criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y
vivir dulcemente
en
representación de todo el mundo.
Y esta cuchara
anduvo en su chaqueta,
despierto o
bien cuando dormía, siempre,
cuchara muerta
viva, ella y sus símbolos.
¡Abisa a todos
compañeros pronto!
¡Viban los
compañeros al pie de esta cuchara para siempre!
Lo han matado,
obligándole a morir
a Pedro, a
Rojas, al obrero, al hombre, a aquél
que nació muy
niñín, mirando al cielo,
y que luego
creció, se puso rojo
y luchó con
sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.
Lo han matado
suavemente
entre el
cabello de su mujer, la Juana Vásquez,
a la hora del
fuego, al año del balazo
y cuando
andaba cerca ya de todo.
Pedro Rojas,
así, después de muerto,
se levantó,
besó su catafalco ensangrentado,
lloró por
España .
y volvió a
escribir con el dedo en el aire:
«¡Viban los
compañeros! Pedro Rojas».
Su cadáver
estaba lleno de mundo.
Jorge Teillier - Cuando todos se vayan.
Cuando todos
se vayan a otros planetas
yo quedaré en
la ciudad abandonada
bebiendo un
último vaso de cerveza,
y luego
volveré al pueblo donde siempre regreso
como el
borracho a la taberna
y el niño a
cabalgar
en el balancín
roto.
Y en el pueblo
no tendré nada que hacer,
sino echarme
luciérnagas a los bolsillos
o caminar a
orillas de rieles oxidados
o sentarme en
el roído mostrador de un almacén
para hablar
con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña
que recorre
los mismos
hilos de su red
caminaré sin
prisa por las calles
invadidas de
malezas
mirando los
palomares
que se vienen
abajo,
hasta llegar a
mi casa
donde me
encerraré a escuchar
discos de un
cantante de 1930
sin cuidarme
jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por
los cohetes en el espacio.
martes, 8 de enero de 2013
León Tolstoi - Cuánta tierra necesita un hombre.
Erase una vez un
campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su
familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la
pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra
-pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada
propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."
Ahora bien,
cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que
poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la
noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo
compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la
mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
"Qué te
parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."
Así que decidió
hablar con su esposa.
-Otras personas
están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La
vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a
pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos.
Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos
como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un
cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom
escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la
dama e hizo la compra.
Así que ahora
Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una
buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y
su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y
alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a
mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba
que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las
de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier
otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom
estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le
preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el
Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre
comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban
viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el
centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña
formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus
manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de
Pahom se colmó de anhelo.
"¿Por qué
he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes?
Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré
todo nuevo".
Pahom vendió su
tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su
nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom
estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y
pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en
el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero
cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería
sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó
más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así
que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se
cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para
ahorrar el dinero.
"Si todas
estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas
incomodidades."
Un día un
vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la
lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por
sólo mil rublos.
-Sólo debes
hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y
alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la
tierra por una bicoca.
"Vaya
-pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo
probar suerte."
Pahom encomendó
a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su
criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos,
como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de
quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs
habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron
a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le
dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó
presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de
tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar
con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó
un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
-De acuerdo.
Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el
precio? -preguntó Pahom.
-Nuestro precio
es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no
comprendió.
-¿Un día? ¿Qué
medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
-No sabemos
calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a
pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó
sorprendido.
-Pero en un día
se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.
El jefe se echó
a reír.
-¡Será toda
tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde
comenzaste, pierdes el dinero.
-¿Pero cómo debo
señalar el camino que he seguido?
-Iremos a
cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese
sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres
necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego
iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero
antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la
tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba
alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss,
comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom
una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la
mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del
amanecer.
Pahom se quedó
acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran
extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por
día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros
representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las
dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos
yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré
a la siembra y en el resto criaré ganado."
Por la puerta
abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de
despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó,
despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y
fue a despertar a los bashkirs.
-Es hora de ir a
la estepa para medir las tierras -dijo.
Los bashkirs se
levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más
kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir,
vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se
prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros.
Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a
la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de
carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y
extendió el brazo hacia la planicie.
-Todo esto,
hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le
relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la
mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos
pastizales.
El jefe se quitó
la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
-Ésta será la
marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el
dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su
chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el
vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella
de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se
dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones
eran tentadoras.
-No importa
-dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia
el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
"No debo
perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está
fresco."
Los rayos del
sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro,
se internó en la estepa.
Pahom caminaba a
paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones
de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido
el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás.
La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las
relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había
caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó
al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de
pensar en el desayuno.
-He recorrido el
primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para
virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.
Se sentó, se
quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora
caminaba con soltura.
"Seguiré
otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es
tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la
tierra."
Siguió derecho
por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las
personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
"Ah -pensó
Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy
sudando, y muy sediento."
Se detuvo, cavó
un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda.
Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a
cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
"Bien
-pensó-, debo descansar."
Se sentó, comió
pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de
estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y
sentía sueño, pero continuó, pensando: "Una hora de sufrimiento, una vida
para disfrutarlo".
Avanzó un largo
trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un
fecundo valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino
crecería bien aquí.". Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado
antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con
el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
"¡Ah!
-pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y
siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a
mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros
del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
"No
-pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea
recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.".
Pahom cavó un
pozo de prisa.
Echó a andar
hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y
magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba
descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no
espera a nadie, y se hundía cada vez más.
"Cielos
-pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si
llego tarde?"
Miró hacia la loma
y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al
horizonte.
Pahom siguió
caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero
todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la
botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
"Ay de mí.
He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se
ponga el sol."
El temor le
quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones
empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba
como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si
no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de
agotamiento.
Aunque temía la
muerte, no podía detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán
un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse
oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más
el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y
brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo,
pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma,
agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en
el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
"Hay
tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido
la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"
Pahom miró el
sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el
paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían
sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol
se había puesto! Pahom dio un alarido.
"Todo mi
esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los
bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que
el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena
bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y
vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un
grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las
manos.
-¡Vaya, qué
sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de
Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre
de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs
chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó
la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la
cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.
viernes, 4 de enero de 2013
Pablo de Rokha - Canto del Macho Anciano.
CANTO DEL MACHO ANCIANO
(1961)
Sentado a la sombra inmortal de un
sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial
herido a la manera de palomas
que
se deshojan como congojas,
escarbo los últimos atardeceres.
Como quien arroja un libro de botellas
tristes a la Mar-Océano
o una enorme piedra de humo echando sin
embargo espanto a los acantilados
de
la historia
o acaso un pájaro muerto que gotea llanto,
voy lanzando los peñascos inexorables
del pretérito
contra la muralla negra.
Y como ya todo es inútil,
como los candados del infinito crujen en
goznes mohosos,
su actitud llena la tierra de lamentos.
Escucho el regimiento de esqueletos del
gran crepúsculo,
del gran crepúsculo cardíaco o
demoníaco, maníaco de los enfurecidos ancianos,
la trompeta acusatoria de la desgracia
acumulada,
el arriarse descomunal de todas las
banderas, el ámbito terriblemente pálido
de los fusilamientos, la angustia
del soldado que agoniza entre tizanas y
frazadas, a quinientas leguas abiertas
del campo de batalla, y sollozo como un
pabellón antiguo.
Hay lágrimas de hierro amontonadas, pero
por adentro del invierno se levanta el
hongo infernal del cataclismo personal,
y
catástrofes de ciudades
que murieron y son polvo remoto, aúllan.
Ha llegado la hora vestida de pánico
en la cual todas las vidas carecen de
sentido, carecen de destino, carecen de
estilo
y de espada,
carecen de dirección, de voz, carecen
de todo lo rojo y terrible de las
empresas o las epopeyas o las vivencias
ecuménicas,
que justificarán la existencia como
peligro y como suicidio; un mito enorme,
equivocado, rupestre, de rumiante
fue el existir; y restan las chaquetas
solas del ágape inexorable, las risas caídas
y
el arrepentimiento invernal de los excesos,
en aquel entonces antiquísimo con rasgos
de santo y de demonio,
cuando yo era hermoso como un toro negro
y tenías las mujeres que quería
y un revólver de hombre a la cintura.
Fallan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo
rabioso, se recoge a la medida del
abatimiento
o atardeciendo
araña la perdida felicidad en los
escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a
limones desesperados;
yo ando lamiendo su ternura,
pero ella se diluye en la eternidad, se
confunde en la eternidad, se destruye en
la
eternidad y aunque existo porque batallo y “mi poesía es mi
militancia”,
todo lo eterno me rodea amenazándome y
gritando desde la otra orilla.
Busco los musgos, las cosas usadas y
estupefactas,
lo postpretérito y difícil, arado de
pasado e infinitamente de olvido, polvoso
y
mohoso como las panoplias de antaño, como las familias de antaño,
como
las monedas de antaño,
con el resplandor de los ataúdes
enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros
muertos, o aquello únicamente aquello
que se está cayendo en las formas,
el yo público, la figura atronadora del
ser
que se ahoga contradiciéndose.
Ahora la hembra domina, envenenada,
y el vino se burla de nosotros como un
cómplice de nosotros, emborrachándonos,
cuando
nos llevamos la copa a la boca dolorosa,
acorralándonos y aculatándonos contra
nosotros mismos como mitos.
Estamos muy cansados de escribir
universos sobre universos
y la inmortalidad que otrora tanto amaba
el corazón adolescente, se arrastra
como una pobre puta envejeciendo;
sabemos que podemos escalar todas las
montañas de la literatura como en la
juventud
heroica, que nos aguanta el ánimo
el coraje suicida de los temerarios, y
sin embargo yo,
definitivamente viudo, definitivamente
solo, definitivamente viejo, y apuñalado
de
padecimientos,
ejecutando la hazaña desesperada de
sobrepujarme,
el autorretrato de todo lo heroico de la
sociedad y la naturaleza me abruma;
¿qué les sucede a los ancianos con su
propia ex-combatiente sombra?
se confunden con ella ardiendo y son
fuego rugiendo sueño de sombra hecho
de
sombra,
lo sombrío definitivo y un ataúd que
anda llorando sombra sobre sombra.
Viviendo del recuerdo, amamantándome
del recuerdo, el recuerdo me envuelve y
al retornar a la gran soledad de la
adolescencia,
padre y abuelo, padre de innumerables
familias,
rasguño los rescoldos, y la ceniza
helada agranda la desesperación
en la que todos están muertos entre
muertos,
y la más amada de las mujeres, retumba
en la tumba de truenos y héroes
labrada con palancas universales o como
bramando.
¿En qué bosques de fusiles nos
esconderemos de aquestos pellejos ardiendo?
porque es terrible el seguirse a sí
mismo cuando lo hicimos todo, lo quisimos
todo,
lo pudimos todo y se nos quebraron las manos,
las manos y los dientes mordiendo hierro
con fuego;
y ahora como se desciende terriblemente
de lo cuotidiano a lo infinito, ataúd
por
ataúd,
desbarrancándonos como peñascos o como
caballos mundo abajo,
vamos con extraños, paso a paso y tranco
a tranco midiendo el
derrumbamiento
general,
calculándolo, a la sordina,
y de ahí entonces la prudencia que es la
derrota de la ancianidad;
vacías restan las botellas,
gastados los zapatos y desaparecidos los
amigos más queridos, nuestro viejo
tiempo,
la época
y tú, Winétt, colosal e inexorable.
Todas las cosas van siguiendo mis
pisadas, ladrando desesperadamente,
como un acompañamiento fúnebre,
mordiendo el siniestro funeral del mundo,
como
el entierro nacional
de las edades, y yo voy muerto andando.
Infinitamente cansado, desengañado,
errado,
con la sensación categórica de haberme
equivocado en lo ejecutado
o
desperdiciado o abandonado o atropellado al avatar del destino
en la inutilidad de existir y su gran
carrera despedazada;
comprendo y admiro a los líderes,
pero soy el coordinador de la angustia
del universo, el suicida que apostó su
destino
a la baraja
de la expresionalidad y lo ganó
perdiendo el derecho a perderlo,
el hombre que rompe su época y
arrasándola, le da categoría y régimen,
pero queda hecho pedazos y a la
expectativa;
rompiente de jubilaciones, ariete y
símbolo de piedra,
anhelo ya la antigua plaza de provincia
y la discusión con los pájaros, el
vagabundaje y la retreta apolillada en los
extramuros.
Está lloviendo, está lloviendo, está
lloviendo,
¡ojalá siempre esté lloviendo, esté
lloviendo siempre y el vendaval desenfrenado
que
yo soy íntegro, se asocie
a la personalidad popular del huracán!
A la manera de la estación de
ferrocarriles,
mi situación está poblada de adioses y
de ausencia, una gran lágrima enfurecida
derrama tiempo con sueño y águilas
tristes;
cae la tarde en la literatura y no
hicimos lo que pudimos,
cuando hicimos lo que quisimos con
nuestro pellejo.
El aventurero de los océanos
deshabitados,
el descubridor, el conquistador, el
gobernador de naciones y el fundador de
ciudades
tentaculares,
como un gran capitán frustrado,
rememorando lo soñado como errado y vil
o trocando en el escarnio celestial
del
vocabulario
espadas por poemas, entregó la cuchilla
rota del canto
al soñador que arrastraría adentro del
pecho universal muerto, el cadáver de
un
conductor de pueblos,
con su bastón de mariscal tronchado y
echando llamas.
El “ borracho, bestial, lascivo e
iconoclasta” como el cíclope de Eurípides,
queriendo y muriendo de amor,
arrasándola
a la amada en temporal de besos, es ya
nada ahora más que un león herido y
mordido
de cóndores.
Caduco en la “la República asesinada”
y como el dolor nacional es mío, el
dolor popular me horada la palabra,
desgarrándome,
como si todos los niños hambrientos de
Chile fueran mis parientes;
el trágico y el dionisíaco naufragan en
este enorme atado de lujuria en
angustia,
y la acometida agonal
se estrella la cabeza en las murallas
enarboladas de sol caído,
trompetas botadas, botellas quebradas,
banderas ajadas, ensangrentadas por el
martirio
del trabajo mal pagado;
escucho la muerte roncando por debajo
del mundo
a la manera de las culebras, a la manera
de las escopetas apuntándonos a la
cabeza,
a la manera
de Dios, que no existió nunca.
Hueso de estatua gritando en antiguos
panteones, amarillo
y aterido como crucifijo de prostituta,
llorando estoy, botado, con el badajo de
la campana del corazón hecho pedazos,
entre cabezas destronadas, trompetas
enlutadas y cataclismos,
como carreta de ajusticiamiento, como
espada de batallas perdidas en montañas,
desiertos
y desfiladeros, como zapato loco.
Anduve todos los caminos preguntando por
el camino,
e intuyó mi estupor que una sola ruta,
la muerte adentro de la muerte
edificaba su ámbito adentro de la
muerte,
reintegrándose en olaje oscuro a su
epicentro;
he llegado a donde partiera, cansado y
sudando sangre como el Jesucristo
de
los olivos, yo que soy su enemigo;
y sé perfectamente que no va a retornar
ninguno
de los actos pasados o antepasados, que
son el recuerdo de un recuerdo como
lloviendo
años difuntos del agonizante ciclópeo,
porque yo siendo el mismo soy distinto,
soy lo distinto mismo y lo mismo
distinto;
todo lo mío ya es irreparable;
y la gran euforia alcohólica en la cual
naufragaría el varón conyugal de
entonces,
conmemorando los desbordamientos
felices,
es hoy por hoy un vino terrible
despedazando las vasijas o clavo ardiendo.
Tal como esos molos muertos del
atardecer, los deseos y la ambición
catastrófica,
están rumiando verdad desecha y humo en
los sepulcros de los estupendos
panteones
extranjeros, que son ríos malditos
a la orilla del mar de ceniza que llora
abriendo su boca de tromba.
El garañón desenfrenado y atrabiliario,
cuyos altos y anchos veinte años
meaban
las plazas públicas del mundo,
dueño del sexo de las doncellas más
hermosas y de los lazos trenzados de
doce
corriones,
de la lástima humillatoria del cazador
de leones decrépito y dramático, al
cual
la tormenta de las pasiones acumuladas como culebras en un
torreón
hundido, lo azota;
me repugna la sexualidad pornográfica, y
el cadáver de Pan enamorado de
la
niña morena;
pero el viejo es de intuición y
ensoñación e imaginación cínica como el
niño
o el gran poeta a caballo en el espanto,
tremendamente amoral y desesperado, y
como es todo un hombre a esas
alturas,
anda
levantándoles las polleras a las hembras
chilenas e internacionales y cayendo
de
derrota en derrota en la batalla entre los hechos y los sueños;
es mentira la ancianidad agropecuaria y
de égloga, porque el anciano se
está vengando,
cuando el anciano se está creando en Pirámide;
como aquellos vinos añejos, con alcohol
reconcentrado en sus errores y ecos
de
esos que rugen como sables o como calles llenas de suburbio,
desgarraríamos los toneles si pudiese la
dinamita adolorida del espíritu arrasar
su
condensación épica, y sol caído, su concentración trágica,
pero los abuelos sonríen en equivalentes
frustrados, no porque son gangochos
enmohecidos,
sino rol marchito, pero con fuego adentro del ánimo.
Sabemos que tenemos el coraje de los
asesinados y los crucificados por ideas,
la dignidad antigua y categórica de los
guerreros de religión,
pero los huesos síquicos flaquean, el
espanto cruje de doliente y se caen de
bruces
los riñones, los pulmones, los cojones de las médulas
categóricas.
Agarrándonos
a la tabla de salvación de la poesía, que es una gran
máquina
negra,
somos lo santos carajos y desocupados de
aquella irreligiosidad horrenda
que
da vergüenza porque desapareció cuando desapareció el último
“dios”
de la tierra,
y la nacionalidad de la personalidad
ilustre, se pudre de eminente y de
formidable
como divino oro judío;
todo lo miramos en pasado, y el pasado,
el pasado, el pasado es porvenir
de
los desengañados y los túmulos;
yo, en este instante, soy como un navío
que avanza mar afuera con todo lo remoto
en las bodegas
y acordeones de navegaciones;
querríamos arañar la eternidad y a
patadas, abofeteándola, agujerear su
acerbo
y colosal acero;
olorosos a tinajas y a tonelería o a la
esposa fiel, a lágrima deshabitada,
a lo chileno postpretérito o como
ruinoso y relampagueante, nuestros viejos
sueños
de antaño ya ogaño son delirio, nuestros viejos sueños de
antaño,
son llanto usado y candelabros de espantajos,
valores de orden y categorías
sin
vivencias.
Envejeciendo con nosotros, la época en
desintegración entra en coma, entra
en
sombra, entra toda
la gran tiniebla de quien rodase
periclitando, pero por adentro le sacamos
los
nuevos estilos contra los viejos estilos arrastrándolos del infierno
de
los cabellos,
restableciendo lo inaudito de la
juventud, el ser rebelde, insurgente, silvestre
e
iconoclasta.
La idolatrábamos, e idolatrándola, nos
revolcábamos,
en la clandestinidad de la mujer ajena y
retornábamos como sudando lo
humano,
chorreando lo humano, llorando lo humano,
o
despavoridos
o acaso más humanos que lo más humano
entre lo más humano, más bestias
humanas,
más error, más dolor, más terror,
porque el hombre es precisamente
aquello, lo que deviene sublimidad en la
gran
caída, flor de victorias – derrotas llamando, gritando, llorando
por
lo desaparecido, como grandes, tremendos mares – océanos
degollándose
en oleajes,
criatura de aventura contra el destino,
voz de los naufragios en los naufragios
resplandeciendo,
estrella de tinieblas,
ahora no caemos porque no podemos y como
caemos, a la misma altura,
morimos,
porque el cuero del cuerpo, como los viejos veleros, se
prueba
en la tormenta;
del dolor del error salió la poesía, del
dolor del error
y el hombre enorme, contradictorio,
aforme, acumulado, el hombre es el
eslabón
perdido de una gran cadena de miserias, el hombre
expoliado
y azotado por el hombre,
y hoy devuelvo a la especie la angustia
individual;
adentro del corazón ardiendo nosotros la
amamantamos con fracasos que
son
batallas completamente ganadas en literatura, contra
la
literatura;
la amamos y la amábamos con todo lo
hondo del espíritu,
furiosos con nosotros, hipnotizados,
horrorizados, idiotizados, con el ser
montañés
que éramos
agrario-oceánicos de Chile, ahora es
ceniza,
ceniza y convicción materialista, ceniza
y desesperación helada, lo trágico
enigmático,
paloma del mundo e historia del mundo, y aquella
belleza
inmensa e idolatrada, Luisa Anabalón,
como una gran águila negra, nos está
mordiendo como recuerdo las entrañas.
Ruge la muerte con la cabeza
ensangrentada y sonríe pateándonos,
y yo estoy solo, terriblemente solo,
medio a medio de la multitud que amo
y
canto, solo y funeral como en la adolescencia, solo, solo entre
los
grandes murallones de las provincias despavoridas,
solo y vacío, solo y oscuro, solo y
remoto, solo y extraño, solo y tremendo,
enfrentándome a la certidumbre de
hundirme para siempre en las tinieblas
sin
haberla inmortalizado con barro llorado,
y extraño como un lobo de mar en las
lagunas.
Los años náufragos escarban, arañan,
espantan,
son demoníacos y ardientes como
serpientes de azufre, porque son besos
rugiendo,
pueblos blandiendo la contradicción, gestos mordiendo,
el pan candeal quemado del presente,
esta cosa hueca y siniestra de saberse
derrumbándose,
cayendo al abismo abierto por nosotros
mismos, adentro de nosotros mismos,
con
nosotros mismos
que nos fuimos cavando y alimentando de
vísceras.
Así se está rígido, en círculo, como en
un ataúd redondo y como de ida y
vuelta,
aserruchando sombra, hachando sombra,
apuñalando sombra,
viajando en un tren desorbitado y amargo
que anda tronchado en tres
mitades
y llora inmóvil,
sin itinerario ni línea, ni conductor,
ni brújula,
y es como si todo se hubiese cortado la
lengua entera con un pedazo de
andrajo.
Muertas las personas, las costumbres,
las palabras, las ciudades en las que
todas
las murallas están caídas, como guitarras de desolación, y
las
hojas profundas, yertas,
yo ando tronando, desorientado, y en
gran cantidad
melancólicamente uncido a antiguas cosas
arcaicas que periclitaron, a maneras
de ser que son yerbajos o lagartos de
ruinas,
y me parece que las vías públicas son
versos añejos y traicionados o cirios
llovidos;
la emotividad épica se desgarra
universalmente
en el asesinato general del mundo,
planificado por los verdugos de los pueblos,
a
la espalda de los pueblo entre las grandes alcantarillas de dólares,
o cuando miramos al mixtificador, ahíto
de banquetes episcopales
hartarse de condecoraciones y dinero con
pelos, hincharse y doparse
enmascarándose
en una gran causa humana y refocilándose como un
gran
demonio y un gran podrido y un gran engendro de Judas,
condecorado
de bienestar burgués sobre el hambre gigante
de las masas, relajándolas
y
humillándolas.
Encima de bancos de palos que resuenan
como tabernas, como mítines, como
iglesias
o como sepulcros, como acordeones de
ladrones de mar en las oceanías de las
cárceles
o como átomos en desintegración,
sentados los ancianos me aguardan desde
cinco siglos hace con los brazos
cruzados
a la espalda,
a la espalda de las montañas huracanadas
que les golpean los testículos,
arrojándolos
a la sensualidad de la ancianidad, que es terrible,
arrojándolos
a patadas de los hogares y de las
ciudades, porque estos viejos lesos son
todos
trágicos,
arrojándolos, como guiñapos o pingajos,
a la nada quebrada de los apátridas
a
los que nadie quiere, porque nadie teme.
Entiendo el infierno universal, y como
no estoy viviendo en el techo del
cielo,
me ofende personalmente la agresión arcangélica de la
Iglesia
y del Estado,
el “nido de ratas”, y la clínica
metafísica de “el arte por el arte”,
la puñalada oscuramente aceitada de flor
y la cuchillada con serrucho de los
contemporáneos,
que son panteón de arañas,
el ojo de lobo del culebrón literario,
todo amarillo,
elaborando con desacatos la bomba
cargada de versiones horizontales,
la
manzana y la naranja envenenada;
contemplo los incendios lamiendo los
penachos muertos,
apuñalada la montaña en el estómago y el
torreón de los extranjeros
derrumbándose,
veo como fuegos de gas formeno, veo como
vientos huracanados los fenómenos,
y desde adentro de las tinieblas a las
que voy entrando por un portalón
con
intuición de desesperación y costillares de ataúdes,
la antigua vida se me revuelve en las
entrañas.
La miseria social me ofende
personalmente,
y al resonar en mi corazón las altas y
anchas masas humanas, las altas y
anchas
masas de hoy,
como una gran tormenta me va cruzando,
apenas
soy yo mismo íntegro, porque soy mundo
humano, soy el retrato bestial de la
sociedad
partida en clases,
y hoy por hoy trabajo mi estilo arando
los descalabros.
Las batallas ganadas son heridas
marchitas, pétalos
de una gran rosa sangrienta,
por lo tanto combato de acuerdo con mi
condición de insurgente, dando al
pueblo
voz y estilo,
sabiendo que perderé la guerra eterna,
que como el todo me acosa y soy uno
entero, mientras más persona del
cosmos
asuma,
será más integral la última ruina;
parece que encienden lámparas en otro
siglo del siglo, en otro
mundo del mundo ya caído, el olvido
echa violetas muertas en las tumbas y
todo lo oscuro
se reúne en torno a mi sombra,
mi sombra, mi sombra a edad remota
comparable o a batea de aldea en la
montaña,
y el porvenir es un sable de sangre.
No atardeciendo paz, sino el sino
furioso de los crepúsculos guillotinados,
la batalla campal de los agonizantes,
y la guerra oscura del sol contra sí
mismo, la matanza
que ejecuta la naturaleza inmortal
y asesina, como comadrona de
fusilamientos.
Esculpí el mito del mundo en las
metáforas,
la imagen de los explotados y los
azotados de mi época y di vocabulario
al ser corriente sometido al infinito,
multitudes y muchedumbres al reflejar mi
voz su poesía, la poesía se sublimó
en
expresión de todos los pueblos,
el anónimo y el decrépito y el expósito
hablaron su lengua
y emergió desde las bases la mitología
general de Chile y el dolor colonial
enarbolando
su ametralladora;
militante del lenguaje nuevo, contra el
lenguaje viejo enfilo mi caballo;
ahora las formas épicas que entraron en
conflicto con los monstruos usados
como
zapatos de tiburón muerto,
o dieron batalla a los sirvientes de los
verdugos de los sirvientes,
transforman las derrotas en victorias,
que son derrotas victoriosas y son
victorias
derrotosas, el palo de llanto del fracaso en una rosa negra,
pero yo estoy ansioso a la ribera del
suceder dialéctico, que es instantáneamente
pretérito,
sollozando entre vinos viejos, otoños,
viejos, ritos viejos de las viejas maletas
de
la apostasía universal, protestando y pateando,
y el pabellón de la juventud resplandece
de huracanes
despedazados, su canción vecinal y
trágica como aquella paloma enferma,
como
un puñal de león enfurecido, como una sepultura viuda
o un antiguo difunto herido que se
pusiera a llorar a gritos.
Ya no se trilla a yeguas ni se traduce a
Heráclito, y Demócrito es desconocido
del
gran artista, nadie ahora lee a Teognis de Megara, ni topea
en
la ramada coral, amamantando con la guañaca rural de la
República,
el subterráneo familiar es la
sub-conciencia o la in-conciencia que alumbran
pálidas
o negras lámparas,
y todos los viajeros de la edad estamos
como acuchillados y andamos como
ensangrentados
de fantasmas y catástrofes,
quemados, chorreados apaleados del barro
con llanto de la vida,
con la muleta de la soledad huracanando
las veredas y las escuelas.
Avanza el temporal de los reumatismos
y las arterias endurecidas son látigos
que azotan el musgoso y mohoso y
lúgubre
caminar del sesentón, su cara de cadáver
apaleado,
porque se van haciendo los viejos
piedras de sepulcros, tumba y respetuosidad,
es decir: la hoja caída y la lástima,
el sexo del muerto que está boca-arriba
adentro de la tierra,
como vasija definitivamente vacía.
Como si fuera otro volveré a las aldeas
de la adolescencia,
y besaré la huella difunta de su pie
florido y divino como el vuelo de un
picaflor
o un prendedor de brillantes,
pero su cintura de espiga melancólica ya
no estará en mis brazos.
No bajando, sino subiendo al final
secular, gravita la senectud despavorida,
son los dientes caídos como antiguos
acantilados a la orilla del mar
innumerable
que deviene un panteón ardiendo,
la calavera erosionada y la pelambrera
como de choclo abandonado en las muertas
bodegas, esas que están heladas y
telarañosas
en las que el tiempo aúlla como perro
solo, y el velamen
de los barcos sonando a antaño está
botado en las alcantarillas del gusano;
es inútil ensillar la cabalgadura
de otrora, y galopar por el camino real
llorando y corcoveando con caballo
y
todo
o disparar un grito de revólver,
los aperos crujen porque sufren como el
costillar del jinete
que no es la bestia chilena y
desenfrenada
con mujeres sentadas al anca,
estremeciendo los potreros de sus capitanías.
La Gran Quimera de la vida humana
como un lobo crucificado o aquella dulce
estrella a la cual mataran todos
lo
hijos
yace como yacen yaciendo los muertos
adentro del universo.
“Caín, Caín, ¿qué hiciste de tu
hermano?”,
dice el héroe de la senectud cavando con
ensangrentado estupor su sepulcro,
la
historia
le patea la cabeza como una vaca rubia
derrumbándolo barranca abajo,
pero es leyenda él, categoría, sueño del
viento acariciando los naranjos
atrabiliarios
de su juventud,
don melancólico, y la última cana del
alma
se le derrama como la última hoja del
álamo o la última gota de luz
estremeciendo
los desiertos.
Parten los trenes del destino, sin
sentido como navío de fantasmas.
Los victoriosos están muertos, los
derrotados están muertos,
cuando la ancianidad apunta la escopeta
negra, estupenda, en los órganos
desesperados
como caballo de soldado desertor,
todos, no nosotros en lo agonal
agonizantes, todos están agonizando, todos
pero el agonizante soy yo, soy yo el
agonizante entre batallas, entre congojas,
entre
banderas y fusiles, solo, completamente solo, y lúgubre, sin
editor,
plagiado y abandonado en el abismo,
peleando con escombros azotados,
peleando con el pretérito, por el
pretérito, adentro del pretérito, en pretensiones
horribles,
peleando con el futuro, completamente
desnudo
hasta la cintura, peleando y peleando
con todos vosotros,
por la grandeza y la certeza de la
pelea,
peleando y contrapeleando a la siga
maldita de la inmortalidad ajusticiada.
Entre colchones que ladran y buques
náufragos con dentadura de prostitutas
enfurecidas
o sapos borrachos, ladrones y cabrones empapelados
con
pedazos de escarnio,
agarrándose a una muralla por la cual se
arrastran enormes arañas con
ojo
viscoso
o hermafroditas con cierto talento de
caracol haciendo un arte mínimo con
pedacitos
de atardecer amarillo, nos batimos a espada con el oficio
del
estilo,
cuando en los andamios de los
transatlánticos
como pequeños simios con chaleco
despavorido, juegan a la ruleta los
grandes
poetas de ahora.
Cien puñales de mar me apuñalaron
y la patada estrangulada
de lo imponderable fue la ley provincial
del hombre pobre que se opone
al
pobre hombre y es maldito,
vi morir, refluir a la materia
enloquecida, llorando
a la más amada de las mujeres,
tronchado, funerario, estupefacto, mordido
de
abismos,
baleado y pateado por los fusileros del
horror, y en todos instantes
espero los acerbos días de la calavera
que adviene cruzando los relámpagos
con
la cuchilla entre los dientes.
Voy a estallar adentro del sepulcro
suicidándome en cadáver.
Como si rugiera desde todo lo hondo de
los departamentos y las provincias
de pétalos y jergones de aldea o
mediaguas
descomunales, o por debajo de los
barrios sobados como látigos de triste
jinete,
embadurnados con estiércol de ánimas
o siúticos ajusticiados, con
sinuosidades y bellaquerías de una gran mala
persona,
acomodado a las penumbras y las
culebras, clínico, el complejo de inferioridad
y
resentimiento
se asoma roncando en las amistosidades
añejas,
con el gran puñal-amistad chorreado de
vino, chorreado de adulaciones,
chorreado
de sebo comunal,
y al agarrar la misericordia, y azotar
con afecto al fantasma,
sonríe el diente de oro de la envidia,
la joroba social, lo inhibidísimo, la
discordia
total, subterránea, en la problemática del fracasado,
escupiéndonos los zapatos abandonados en
las heroicas bravuras antiguas.
Todos los ofidios hacen los estilos
disminuidos de las alcobas e invaden la
basura
de la literatura,
de la literatura universal, que es la
pequeña cabeza tremenda del jíbaro
de
la época, agarrándose del cogote del mundo, agarrándose de
los
calzoncillos de “Dios”, agarrándose de los estropajos del sol,
de
la literatura del éxito,
el aguardiente pálido y pornográfico de
los académicos o formalistas u onanistas
o
figuristas o asesinos descabezados o pervertidos
sexuales con el vientre rugiente como
una catedral o una diagonal entre
Sodoma
y Gomorra, la cama de baba con las orejas negras como
un
huevo de difunto
o un veneno letal administrado por
carajos eclesiásticos,
y el Arte Grande y Popular les araña la
guata de murciélagos del infierno
con
fierros ardiendo, el abdomen
de rana o de ramera para el día domingo.
Aquestas personas horrendas,
revolcándose
en el pantano de los desclasados del
idealismo o masturbándose o suicidándose
a
patadas ellos contra ellos,
mientras el denominador común humano
total se muere de hambre
en las cavernas de la civilización, y
“la cultura capitalista” desgarra a dentelladas
la
desgracia de la infancia proletaria con el Imperialismo,
o
la tuberculosis
es una gran señora que se divierte
fotografiando los moribundos
estimulándose las hormonas con la
caridad sádico-metafísica, especie de
brebaje
de degolladores,
y la clase rectora, tan idiota como
habilísima e imbécil,
nos alarga un litro de vino envenenado o
un gobierno de carabinas…
Medio a medio de este billete con
heliotropos agusanados
o demagogos de material plástico o
borrachosos antidionysíacos, simoníacos
o
demoníacos,
nuestra heroicidad vieja de labriegos
se afirma en los estribos huracanados y
afila la cuchilla, pero la pelea con la
propia,
terrible sombra
enfrentándose al cosmopolita
desde todo lo hondo de la nacionalidad a
la universalidad lanzada
y estrujándose el corazón, se extrae el lenguaje.
La soledad heroica nos confronta con la
ametralladora y el ajenjo del
inadaptado
y nos enfrenta a la bohemia del piojo
sublime del romanticismo,
entonces, o ejecutamos como ejecutamos,
la faena de la creación oscura y
definitiva
en el anonimato universal arrinconándonos, o caemos
de rodillas en el éxito por el éxito,
aclamados y coronados
por pícaros y escandalosos, vivientes y
sirvientes del banquete civil, acomodados
a
la naipada, comedores en panteones de panoplias y botellas
metafísicas,
porque el hombre ama la belleza y la
mujer retratándolas
y retratándose como proceso y como
complejo, en ese vórtice que sublima
lo
cuotidiano en lo infinito.
Completamente ahítos como queridos de
antiguos monarcas más o menos
pelados,
desintegrados y rabones,
caminan por encima de la realidad
gesticulando,
creyendo que el sueño es el hecho, que
disminuyendo se logran síntesis
y
categorías, que la manea es la grandeza
y aplaudidos por enemigos nos insultan,
como cadáveres de certámenes
enloquecidos que se pusiesen de pie de
repente,
rajando los pesados gangochos en los que estaban forrados
y
amortajados a la manera de antaño,
llorando y pataleando, gritando y
pataleando en mares de sangre inexorable
dopados con salarios robados en
expoliaciones milenarias y cavernarias
ejecuciones
de cómplices.
El aullido general de la miseria
imperialista da la tónica a mi rebelión,
escribo
con cuchillo
y pólvora, a la sombra de las pataguas
de Curicó, anchas como vacas
los padecimientos de mi corazón y del corazón
de mi pueblo, adentro del
pueblo
y los pueblos del mundo y el relincho de los caballos
desensillados
o las bestias chúcaras.
Y como yo ando buscando los pasos
perdidos de lo que no existió nunca,
o el origen del hombre en el
vocabulario, la raíz animal de la Belleza con
estupor
y errores labrada, y la tónica de las altas y anchas
muchedumbres
en las altas y anchas multitudes del país secular de
Chile,
el ser heroico está rugiendo en nuestra
épica nueva, condicionado por el
espanto
nacional del contenido;
como seguramente lloro durmiendo a
lágrimas piramidales que estallan, las
escrituras
que son sueño sujeto a una cadena inexorable e imagen
que
nadie deshace ni comprendió jamás, arrastran las napas de
sangre
que corren por debajo de la Humanidad y
al autodegollarse en el lenguaje,
organizándolo,
el lenguaje mío
me supera, y mi cabeza es un montón de
escombros que se incendian, una
guitarra
muerta, una gran casa de dolor abandonada;
el Junio o Julio helados, me abrigan de
sollozos
y aunque estos viejos huesos de acero
vegetal se oponen a la invasión de
la
nada que avanza con su matraca espeluznante,
comprendo que transformo fuerzas por
aniquilamiento y devengo otro suceso
en
la naturaleza.
¡Oh! antiguo esplendor perdido entre
monedas y maletas de cementerio,
¡oh!
pathos clásico,
¡oh! atrabiliario corazón enamorado de
una gran bandera despedazada,
la desgracia total, definitiva está
acechándonos con su bandeja de cabezas
degolladas
en el desfiladero.
Retornan los vacunos del crepúsculo
tranco a tranco,
a los establos lugareños, con heno
tremendo, porque los asesinarán a la
madrugada,
y rumiando se creen felices al aguardar
la caricia de la cuchilla,
el hombre, como el toro o como el lobo
se derrumba en su lecho que es
acaso
su sepulcro,
contento como jumento de panadería.
Si todos los muertos se alzasen de
adentro de todos los viejos, entre matanzas
y
campanas,
se embanderaría de luz negra la tierra,
e iría
como un ataúd cruzando lo oceánico con
las alas quebradas de las arboladuras.
A la agonía de la burguesía, le
corresponde esta gran protesta social de la
poesía
revolucionaria, y los ímpetus dionysíacos tronchados o como
bramando
por la victoria universal del comunismo,
o relampagueando a la manera de una gran
espada o cantando como el
pan
en la casa modesta
emergen de la sociedad en desintegración
que reflejo
en acusaciones públicas, levantadas como
barricadas en las encrucijadas
del
arte;
mis poemas son banderas y
ametralladoras,
salen del hambre nacional hacia la
entraña de la explotación humana,
y como rebota en Latinoamérica
el imperio mundial de la infinita
energía socialista que asoma en las auroras
del
proletariado rugiente,
saludo desde adentro del anocheciendo la
calandria madrugadora;
y aunque me atore de adioses que son
espigas y vendimias de otoños muy
maduros,
el levantamiento general de las
colonias, los azotados y los fusilados de la
tierra
encima del ocaso de los explotadores y la caída de la
esclavitud
contra los propios escombros de sus verdugos,
con una gran euforia auroral satura mis
padecimientos
y resuena la trompeta de la victoria en
los quillayes y los maitenes del sol
licantenino.
Parezco un general caído en las
trincheras,
ajusticiado y sin embargo acometedor en
grande coraje: capaz de matar
por
la libertad o la justicia,
dolorido y convencido de todo lo heroico
del “Arte Grande”,
bañando de recuerdos tu sepulcro que se
parece a una inmensa religión atea,
a plena conciencia de la inutilidad de
todos los lamentos,
porque ya queda apenas de la divina,
peregrina, grecolatina flor, la voz de las
generaciones.
Indiscutiblemente soy pueblo ardiendo,
entraña de roto y de huaso, y la masa
humana me duele, me arde, me ruge
en la médula envejecida como montura de
inquilino del Mataquito,
por eso comprendo al proletariado no
como pingajo de oportunidades bárbaras,
sino como hijo y padre de esa gran
fuerza concreta de todos los pueblos,
que empuja la historia con sudor heroico
y terrible
sacando del arcano universal la
felicidad del hombre, sacando del andrajo
espigas
y panales.
Los demonios enfurecidos con un pedazo
de escopeta en el hocico, o el antiguo
y
eximio
caimán de terror desensillándose,
revolcándose, refocilándose,
entre escobas de fuego y muelas de
piedra y auroras de hierro gasificado
piden que me fusilen,
y mis plagiarios que me ahorquen con un
sapo de santo en el cogote.
Luchando con endriagos y profetas
emboscados en grandes verdades, con
mártires de títeres
hechos con zapatos viejos
en material peligrosísimo y de pólvora,
usados por debajo del cinturón
reglamentario,
enfermó mi estupor cordillerano de
civilización urbana;
en tristes, terribles sucesos, no
siembro trigo como los abuelos, siembro gritos
de
rebelión en los pueblos hambrientos,
la hospitalidad provincial empina la calabaza
y nos emborrachamos
como dioses que devienen pobres, se
convierten en atardeceres públicos y echan
la
pena afuera
dramáticamente, caballos de antaño,
y emerge el jinete de la épica social
americana todo creando solo;
recuerdo al amigo Rabelais y al compadre
Miguel de Cervantes, tomando mi cacho
labrado en los mesones de las tabernas
antiquísimas,
las bodegas y las chinganas flor de invierno, y agarro
de la solapa de la chaqueta a la
retórico-poética del siútico edificado con
escupitajos
de cadáver,
comparto con proletarios, con marineros,
con empleados, con campesinos de
“3°
clase”, mi causeo y mi botella,
bebo con arrieros y desprecio a la
intelectualidad podrida.
A la aldea departamental llegaron los
desaforados, y un sigilo de alpargatas
se agarró del caserón de los
tatarabuelos,
entre las monturas y las coyundas
sacratísimas del polvoso antepasado remoto,
la culebra en muletas del clandestinaje
habita,
el tinterillo y el asesino legal hacen
sonar sus bastones de ladrones y de
camaleones
de la gran chancleta
y la mala persona arrojó a las
mandíbulas del can aventurero,
la heredad desgarradoramente familiar de
las montañas de Licantén y las vegas
nativas
de los costinos en donde impera la lenteja real de Jacob y
Esaú
y la pregunta blanca de la gaviota.
Como billete sucio en los bolsillos del
pantalón del alma
el tiempo inútil va dejando su borra de
toneles desocupados y echando
claveles de acaeceres marchitos a la
laguna de la amargura;
buscamos lo rancio en las despensas y en
la tristeza: el queso viviendo muerto
en
los múltiplos de las oxidaciones que estallan como palancas, las
canciones
arcaicas y la penicilina de los hongos
remotos, con sombrero de catástrofes.
El nombre rugiente va botado,
encadenado, ardiendo
como revólver rojo a la cintura del
olvido, como ramo de llanto, como hueso
de
viento, como saco de cantos o consigna ineluctable,
como biblioteca sin bibliotecario, como
gran botella
oceánica, como bandera de quijadas de
oro, y dicen las gentes por debajo
del
poncho:
“renovó con “Los Gemidos” la literatura
castellana”,
como quien hablara de un muerto ilustre
a la orilla del mar desaparecido.
Contra la garra bárbara de Yanquilandia,
que origina la poesía del colonialismo
en los esclavos y los cipayos ensangrentados,
contra la guerra, contra la bestia
imperial, yo levanto
el realismos popular constructivo, la
epopeya embanderada de dolor insular,
heroica
y remota en las generaciones,
sirvo al pueblo en poemas y si mis
cantos son amargos y acumulados de
horrores
ácidos y trágicos o atrabiliarios como océanos en libertad,
yo doy la forma épica al pantano de
sangre caliente clamando por debajo
en
los temarios americanos;
la caída fatal de los imperios
económicos refleja en mí su panfleto de cuatrero
vil,
yo lo escupo transformándolo en imprecación y en acusación
poética,
que emplaza las masas en la batalla por la liberación humana,
y
tallando
el escarnio bestial del imperialismo
lo arrojo a la cara de la canalla
explotadora, a la cara de la oligarquía mundial,
a
la cara de la aristocracia feudal de la República
y de los poetas encadenados con hocico
de rufianes intelectuales;
gente de fuerte envergadura, opongo la
bayoneta de la insurgencia colonial
a
la retórica capitalista,
el canto del macho anciano, popular y autocrítico
tanto al masturbador artepurista, como
al embaucador populachista, que entretiene
las
muchedumbres y frena las masas obreras,
y al anunciar la sociedad nueva, al
poema enrojecido de dolor nacional, le
emergen
por adentro de las rojas pólvoras,
grandes guitarras dulces, y la sandía colosal
de
la alegría.
No ingresaremos al huracán de silencio
con huesos
de las jubilaciones públicas, a
conquistar criadas y a calumniar los polvorosos
ámbitos
jamás, el corazón sabrá rajarse en el
instante preciso y definitivo
como la castaña muy madura haciendo
retumbar los extramuros, haciendo
rodar, bramando, llorar la tierra
inmensa de las sepulturas.
Si no fui más que un gran poeta con los
brazos quebrados
y el acordeón del Emperador de los
aventureros o el espanto del mar me
llamaban
al alma,
soy un guerrero del estilo como destino,
apenas,
un soñador acongojado de haber soñado y
estar soñando, un “expósito” y un
“apátrida”
de mi época, y el arrepentimiento
de lo que no hicimos, corazón, nos
taladra las entrañas
como polilla del espíritu,
aserruchándonos.
A la luz secular de una niña muerta,
madre de hombres y mujeres, voy
andando
y agonizando.
El cadáver del sol y mi cadáver
con la materia horriblemente eterna, me
azotan la cara desde todo lo hondo
de
los siglos, y escucho
aquí, llorando, así, la espantosa
clarinada migratoria.
No fui dueño de fundo, ni marino, ni
atorrante, ni contrabandista o arriero
cordillerano,
mi voluntad no tuvo caballos ni mujeres
en la edad madura
y a mi amor lo arrasó la muerte
azotándolo con su aldabón tronchado,
despedazado
e inútil y su huracán oliendo a manzana asesinada.
Contemplándome o estrellándome
en todos los espejos rotos de la nada,
polvoso
y ultrarremoto desde el origen.
El callejón de los ancianos muere donde
mueren las últimas águilas…
Soy el abuelo y tú una inmensa sombra,
el gran lenguaje de imágenes
inexorables, nacional-internacional, inaudito
y extraído del subterráneo universal,
engendra
la calumnia, la difamación, la mentira,
rodeándome de chacales ensangrentados
que
me golpean la espalda,
y cuando yo hablo ofendo el rencor
anormal del pequeño;
he llegado a esa altura irreparable en
la que todos estamos solos, Luisa
Anabalón,
y como yo emerjo acumulando toda la
soledad que me dejaste
derrumbándote, destrozándote,
desgarrándose contra la nada en un clamor
de
horror, me rodea la soledad definitiva;
sé perfectamente que la opinión pública
de Chile y todo lo humano están
conmigo,
que el pulso del mundo es mi pulso y por
adentro de mi condición fatal galopa
el
potro del siglo la carretera de la existencia,
que la desgarrada telaraña literaria
está levantando un monumento a nuestra
antigua heroicidad,
pero no puedo superar lo insuperable.
Como los troncos añosos de la vieja
alameda muerta, lleno de nidos y panales,
voy amontonando inviernos sobre
inviernos
en las palabras ya cansadas con el peso
tremendo de la eternidad…
Traqueo los pueblos rugiendo libros,
sudando libros, mordiendo libros y
terrones
contra un régimen que asesina niños,
mujeres, viejos con macabro trabajo
esclavo,
arrinconando en su ataúd
a la pequeña madre obrera en la flor de
su ternura,
ando y hablo entre mártires tristes y
héroes de la espoliación, sacando mi
clarinada
a la vanguardia de las épocas, oscura e imprecatoria
de adentro del espanto local que levanta
su muralla de puñales y de fusiles.
El Díaz y el Loyola de los arcaicos
genes iberovascos están muriendo en mí
como
murieron cuando agonizaba tu perfil colosal, marino, greco-
latino,
vikingo,
las antiguas diosas mediterráneas de los
Anabalones del Egeo y las Walkirias
de
Winétt – hidromiel,
¡adiós!... cae la noche herida en todo
lo eterno por los balazos del sol
decapitado
que se derrumba gritando cielo abajo… … …
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