miércoles, 16 de enero de 2013

Antonin Artaud.


Leopoldo María Panero - En el obscuro jardín del manicomio.




I
Dérisoires martyrs...
STÉPHANE MALLARMÉ

En el obscuro jardín del manicomio
Los locos maldicen a los hombres
Las ratas afloran a la Cloaca Superior
Buscando el beso de los Dementes.

Un loco tocado de la maldición del cielo
Canta humillado en una esquina
Sus canciones hablan de ángeles y cosas
Que cuestan la vida al ojo humano
La vida se pudre a sus pies como una rosa
Y ya cerca de la tumba, pasa junto a él
Una Princesa.

Los ángeles cabalgan a lomos de una tortuga
Y el destino de los hombres es arrojar piedras a la rosa
Mañana morirá otro loco:
De la sangre de sus ojos nadie sino la tumba
Sabrá mañana nada.

El loquero sabe el sabor de mi orina
Y yo el gusto de sus manos surcando mis mejillas
Ello prueba que el destino de las ratas
Es semejante al destino de los hombres.

Wayne Shorter - Night Dreamer.

miércoles, 9 de enero de 2013

Antonin Artaud - Carta al señor legislador de la ley sobre estupefacientes.




Señor legislador de la ley 1916 aprobada por el decreto de Julio de 1917 sobre estupefacientes, eres un castrado.
Tu ley no sirve más que para fastidiar la farmacia mundial sin provecho alguno para el nivel toxicómano de la nación porque:

1º El número de los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias es ínfimo.
2º Los verdaderos toxicómanos no se aprovisionan en las farmacias.
3º Los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias son todos enfermos.
4º El número de de los toxicómanos enfermos es ínfimo en relación a los toxicómanos voluptuosos.
5º Las restricciones farmacéuticas de la droga no reprimirán jamás a los toxicómanos voluptuosos y organizados.
6º Habrá siempre traficantes.
7º Habrá siempre toxicómanos por vicio de forma, por pasión.
8º Los toxicómanos enfermos tienen sobre la sociedad un derecho imprescriptible que es el que se los deje en paz.

Es por sobre todo una cuestión de conciencia.
La ley sobre estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de la salud pública el derecho de disponer del dolor de los hombres; en una pretensión singular de la medicina moderna querer imponer sus reglas a la conciencia de cada uno. Todos los balidos oficiales de la ley no tienen poder de acción frente a este hecho de conciencia; a saber, que más aún que de la muerte, yo soy el dueño de mi dolor físico, o también de la vacuidad mental que pueda honestamente soportar.
Lucidez o no lucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad me arrebatará jamás, es aquella que me dicta el sentimiento de mi vida física. Y si yo he perdido mi lucidez la medicina no tiene otra cosa que hacer sino darme las sustancias que me permitan recobrar el uso de esta lucidez.
Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia ustedes son unos pedantes roñosos: hay una cosa que debieran considerar mejor; el opio es esta imprescriptible e imperiosa sustancia que permite retornar a la vida de su alma a aquellos que han tenido la desgracia de haberla perdido.
Hay un mal contra el cual el opio es soberano y este mal se llama Angustia, en su forma mental, médica, psicológica o farmacéutica, o como Uds. quieran.

La Angustia que hace a los locos.
La Angustia que hace a los suicidas.
La Angustia que hace a los condenados.
La Angustia que la medicina no conoce.
La Angustia que vuestro doctor no entiende.
La Angustia que quita la vida.
La Angustia que corta el cordón umbilical de la vida.

Por vuestra ley inicua ustedes ponen en manos de personas en las que no tengo confianza alguna, castrados en medicina, farmacéuticos de porquería, jueces fraudulentos, doctores, parteras, inspectores doctorales, el derecho a disponer de mi angustia, de una angustia que es en mí tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno.
Temblores del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita a quien me mire. Llegar a una evaluación de mi dolor más precisa, que aquella, fulminante, de mi espíritu..
Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser. Soy el único juez de lo que está en mí.
Vuelvan a sus buhardillas, médicos parásitos, y tú también Legislador Moutonier, que no es por amor a los hombres que deliras; es por tradición de imbecilidad.
Tu ignorancia de aquello que es un hombre sólo es comparable a tu estupidez pretendiendo limitarlo. Deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, sobre tu madre, sobre tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y mientras tanto, soporto tu ley.

Andréi Voznesensky - Yo Soy Goya.



Allen Ginsberg & Andrei Voznesensky. Mexico City, 1981.


Yo soy Goya
del campo yermo, excavado por el pico de escoplo del enemigo
hasta que los cráteres de mis ojos se abran
Estoy triste.

Soy la lengua
de la guerra, las ascuas de ciudades,
sobre la nieve del año 1941
Estoy hambriento
Soy el gaznate
de una mujer colgada cuyo cuerpo como una campana
oscilaba sobre una plaza desierta
Yo soy Goya.

¡Oh uvas de la ira!
¡He lanzado hacia el oeste
las cenizas del visitante no invitado!
y como clavos martillé estrellas entre el memorioso firmamento
Yo soy Goya.

César Vallejo - Solía escribir...



Solía escribir con su dedo grande en el aire:
"¡Viban los compañeros! Pedro Rojas»,
de Miranda de Ebro, padre y hombre,
marido y hombre, ferroviario y hombre,
padre y más hombre, Pedro y sus dos muertes.

Papel de viento, lo han matado: ¡pasa!
Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa!
¡Abisa a todos compañeros pronto!

Palo en el que han colgado su madero,
lo han matado;
¡lo han matado al pie de su dedo grande!
¡Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!

¡Viban los compañeros
a la cabecera de su aire escrito!
¡Viban con esta b del buitre en las entrañas de Pedro
y de Rojas, del héroe y del mártir!

Registrándole, muerto, sorprendiéronle
en su cuerpo un gran cuerpo, para
el alma del mundo,
y en la chaqueta una cuchara muerta.

Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y vivir dulcemente
en representación de todo el mundo.
Y esta cuchara anduvo en su chaqueta,
despierto o bien cuando dormía, siempre,
cuchara muerta viva, ella y sus símbolos.

¡Abisa a todos compañeros pronto!
¡Viban los compañeros al pie de esta cuchara para siempre!

Lo han matado, obligándole a morir
a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquél
que nació muy niñín, mirando al cielo,
y que luego creció, se puso rojo
y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.

Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vásquez,
a la hora del fuego, al año del balazo
y cuando andaba cerca ya de todo.

Pedro Rojas, así, después de muerto,
se levantó, besó su catafalco ensangrentado,
lloró por España .
y volvió a escribir con el dedo en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas».

Su cadáver estaba lleno de mundo.

Jorge Teillier - Cuando todos se vayan.



Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.

martes, 8 de enero de 2013

Miles Davis - Kind Of Blue.

León Tolstoi - Cuánta tierra necesita un hombre.




Erase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
"Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."
Así que decidió hablar con su esposa.
-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
"¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo".
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
"Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades."
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
"Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte."
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.
-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado."
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
"No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
"Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra."
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
"Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento."
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
"Bien -pensó-, debo descansar."
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: "Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo".
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.". Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
"¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
"No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.".
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.
"Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?"
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
"Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
"Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

viernes, 4 de enero de 2013

Pablo de Rokha - Canto del Macho Anciano.




CANTO DEL MACHO ANCIANO
      
          (1961)

Sentado a la sombra inmortal de un sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial herido a la manera de palomas
            que se deshojan como congojas,
escarbo los últimos atardeceres.

Como quien arroja un libro de botellas tristes a la Mar-Océano
o una enorme piedra de humo echando sin embargo espanto a los acantilados
            de la historia
o acaso un pájaro muerto que gotea llanto,
voy lanzando los peñascos inexorables del pretérito
contra la muralla negra.

Y como ya todo es inútil,
como los candados del infinito crujen en goznes mohosos,
su actitud llena la tierra de lamentos.

Escucho el regimiento de esqueletos del gran crepúsculo,
del gran crepúsculo cardíaco o demoníaco, maníaco de los enfurecidos ancianos,
la trompeta acusatoria de la desgracia acumulada,
el arriarse descomunal de todas las banderas, el ámbito terriblemente pálido
de los fusilamientos, la angustia
del soldado que agoniza entre tizanas y frazadas, a quinientas leguas abiertas
del campo de batalla, y sollozo como un pabellón antiguo.

Hay lágrimas de hierro amontonadas, pero
por adentro del invierno se levanta el hongo infernal del cataclismo personal,
            y catástrofes de ciudades
que murieron y son polvo remoto, aúllan.

Ha llegado la hora vestida de pánico
en la cual todas las vidas carecen de sentido, carecen de destino, carecen de
            estilo y de espada,
carecen de dirección, de voz, carecen
de todo lo rojo y terrible de las empresas o las epopeyas o las vivencias
            ecuménicas,
que justificarán la existencia como peligro y como suicidio; un mito enorme,
equivocado, rupestre, de rumiante
fue el existir; y restan las chaquetas solas del ágape inexorable, las risas caídas
            y el arrepentimiento invernal de los excesos,
en aquel entonces antiquísimo con rasgos de santo y de demonio,
cuando yo era hermoso como un toro negro y tenías las mujeres que quería
y un revólver de hombre a la cintura.

Fallan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo rabioso, se recoge a la medida del
            abatimiento o atardeciendo
araña la perdida felicidad en los escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a limones desesperados;
yo ando lamiendo su ternura,
pero ella se diluye en la eternidad, se confunde en la eternidad, se destruye en
            la eternidad y aunque existo porque batallo y “mi poesía es mi
            militancia”,
todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando desde la otra orilla.

Busco los musgos, las cosas usadas y estupefactas,
lo postpretérito y difícil, arado de pasado e infinitamente de olvido, polvoso
            y mohoso como las panoplias de antaño, como las familias de antaño,
            como las monedas de antaño,
con el resplandor de los ataúdes enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros muertos, o aquello únicamente aquello
que se está cayendo en las formas,
el yo público, la figura atronadora del ser
que se ahoga contradiciéndose.

Ahora la hembra domina, envenenada,
y el vino se burla de nosotros como un cómplice de nosotros, emborrachándonos,
            cuando nos llevamos la copa a la boca dolorosa,
acorralándonos y aculatándonos contra nosotros mismos como mitos.

Estamos muy cansados de escribir universos sobre universos
y la inmortalidad que otrora tanto amaba el corazón adolescente, se arrastra
como una pobre puta envejeciendo;
sabemos que podemos escalar todas las montañas de la literatura como en la
            juventud heroica, que nos aguanta el ánimo
el coraje suicida de los temerarios, y sin embargo yo,
definitivamente viudo, definitivamente solo, definitivamente viejo, y apuñalado
            de padecimientos,
ejecutando la hazaña desesperada de sobrepujarme,
el autorretrato de todo lo heroico de la sociedad y la naturaleza me abruma;
¿qué les sucede a los ancianos con su propia ex-combatiente sombra?
se confunden con ella ardiendo y son fuego rugiendo sueño de sombra hecho
            de sombra,
lo sombrío definitivo y un ataúd que anda llorando sombra sobre sombra.

Viviendo del recuerdo, amamantándome
del recuerdo, el recuerdo me envuelve y al retornar a la gran soledad de la
            adolescencia,
padre y abuelo, padre de innumerables familias,
rasguño los rescoldos, y la ceniza helada agranda la desesperación
en la que todos están muertos entre muertos,
y la más amada de las mujeres, retumba en la tumba de truenos y héroes
labrada con palancas universales o como bramando.

¿En qué bosques de fusiles nos esconderemos de aquestos pellejos ardiendo?
porque es terrible el seguirse a sí mismo cuando lo hicimos todo, lo quisimos
            todo, lo pudimos todo y se nos quebraron las manos,
las manos y los dientes mordiendo hierro con fuego;
y ahora como se desciende terriblemente de lo cuotidiano a lo infinito, ataúd
            por ataúd,
desbarrancándonos como peñascos o como caballos mundo abajo,
vamos con extraños, paso a paso y tranco a tranco midiendo el
            derrumbamiento general,
calculándolo, a la sordina,
y de ahí entonces la prudencia que es la derrota de la ancianidad;
vacías restan las botellas,
gastados los zapatos y desaparecidos los amigos más queridos, nuestro viejo
            tiempo, la época
y tú, Winétt, colosal e inexorable.

Todas las cosas van siguiendo mis pisadas, ladrando desesperadamente,
como un acompañamiento fúnebre, mordiendo el siniestro funeral del mundo,
            como el entierro nacional
de las edades, y yo voy muerto andando.

Infinitamente cansado, desengañado, errado,
con la sensación categórica de haberme equivocado en lo ejecutado
            o desperdiciado o abandonado o atropellado al avatar del destino
en la inutilidad de existir y su gran carrera despedazada;
comprendo y admiro a los líderes,
pero soy el coordinador de la angustia del universo, el suicida que apostó su
            destino a la baraja
de la expresionalidad y lo ganó perdiendo el derecho a perderlo,
el hombre que rompe su época y arrasándola, le da categoría y régimen,
pero queda hecho pedazos y a la expectativa;
rompiente de jubilaciones, ariete y símbolo de piedra,
anhelo ya la antigua plaza de provincia
y la discusión con los pájaros, el vagabundaje y la retreta apolillada en los
            extramuros.

Está lloviendo, está lloviendo, está lloviendo,
¡ojalá siempre esté lloviendo, esté lloviendo siempre y el vendaval desenfrenado
            que yo soy íntegro, se asocie
a la personalidad popular del huracán!

A la manera de la estación de ferrocarriles,
mi situación está poblada de adioses y de ausencia, una gran lágrima enfurecida
derrama tiempo con sueño y águilas tristes;
cae la tarde en la literatura y no hicimos lo que pudimos,
cuando hicimos lo que quisimos con nuestro pellejo.

El aventurero de los océanos deshabitados,
el descubridor, el conquistador, el gobernador de naciones y el fundador de
            ciudades tentaculares,
como un gran capitán frustrado,
rememorando lo soñado como errado y vil o trocando en el escarnio celestial
            del vocabulario
espadas por poemas, entregó la cuchilla rota del canto
al soñador que arrastraría adentro del pecho universal muerto, el cadáver de
            un conductor de pueblos,
con su bastón de mariscal tronchado y echando llamas.

El “ borracho, bestial, lascivo e iconoclasta” como el cíclope de Eurípides,
queriendo y muriendo de amor, arrasándola
a la amada en temporal de besos, es ya nada ahora más que un león herido y
            mordido de cóndores.

Caduco en la “la República asesinada”
y como el dolor nacional es mío, el dolor popular me horada la palabra,
            desgarrándome,
como si todos los niños hambrientos de Chile fueran mis parientes;
el trágico y el dionisíaco naufragan en este enorme atado de lujuria en
            angustia, y la acometida agonal
se estrella la cabeza en las murallas enarboladas de sol caído,
trompetas botadas, botellas quebradas, banderas ajadas, ensangrentadas por el
            martirio del trabajo mal pagado;
escucho la muerte roncando por debajo del mundo
a la manera de las culebras, a la manera de las escopetas apuntándonos a la
            cabeza, a la manera
de Dios, que no existió nunca.

Hueso de estatua gritando en antiguos panteones, amarillo
y aterido como crucifijo de prostituta,
llorando estoy, botado, con el badajo de la campana del corazón hecho pedazos,
entre cabezas destronadas, trompetas enlutadas y cataclismos,
como carreta de ajusticiamiento, como espada de batallas perdidas en montañas,
            desiertos y desfiladeros, como zapato loco.

Anduve todos los caminos preguntando por el camino,
e intuyó mi estupor que una sola ruta, la muerte adentro de la muerte
edificaba su ámbito adentro de la muerte,
reintegrándose en olaje oscuro a su epicentro;
he llegado a donde partiera, cansado y sudando sangre como el Jesucristo
            de los olivos, yo que soy su enemigo;
y sé perfectamente que no va a retornar ninguno
de los actos pasados o antepasados, que son el recuerdo de un recuerdo como
            lloviendo años difuntos del agonizante ciclópeo,
porque yo siendo el mismo soy distinto, soy lo distinto mismo y lo mismo
            distinto;
todo lo mío ya es irreparable;
y la gran euforia alcohólica en la cual naufragaría el varón conyugal de
            entonces,
conmemorando los desbordamientos felices,
es hoy por hoy un vino terrible despedazando las vasijas o clavo ardiendo.

Tal como esos molos muertos del atardecer, los deseos y la ambición
            catastrófica,
están rumiando verdad desecha y humo en los sepulcros de los estupendos
            panteones extranjeros, que son ríos malditos
a la orilla del mar de ceniza que llora abriendo su boca de tromba.

El garañón desenfrenado y atrabiliario, cuyos altos y anchos veinte años
            meaban las plazas públicas del mundo,
dueño del sexo de las doncellas más hermosas y de los lazos trenzados de
            doce corriones,
de la lástima humillatoria del cazador de leones decrépito y dramático, al
            cual la tormenta de las pasiones acumuladas como culebras en un
            torreón hundido, lo azota;
me repugna la sexualidad pornográfica, y el cadáver de Pan enamorado de
            la niña morena;
pero el viejo es de intuición y ensoñación e imaginación cínica como el
            niño o el gran poeta a caballo en el espanto,
tremendamente amoral y desesperado, y como es todo un hombre a esas
            alturas, anda
levantándoles las polleras a las hembras chilenas e internacionales y cayendo
            de derrota en derrota en la batalla entre los hechos y los sueños;
es mentira la ancianidad agropecuaria y de égloga, porque el anciano se
está vengando, cuando el anciano se está creando en Pirámide;
como aquellos vinos añejos, con alcohol reconcentrado en sus errores y ecos
            de esos que rugen como sables o como calles llenas de suburbio,
desgarraríamos los toneles si pudiese la dinamita adolorida del espíritu arrasar
            su condensación épica, y sol caído, su concentración trágica,
pero los abuelos sonríen en equivalentes frustrados, no porque son gangochos
            enmohecidos, sino rol marchito, pero con fuego adentro del ánimo.

Sabemos que tenemos el coraje de los asesinados y los crucificados por ideas,
la dignidad antigua y categórica de los guerreros de religión,
pero los huesos síquicos flaquean, el espanto cruje de doliente y se caen de
            bruces los riñones, los pulmones, los cojones de las médulas
            categóricas.

            Agarrándonos a la tabla de salvación de la poesía, que es una gran
            máquina negra,
somos lo santos carajos y desocupados de aquella irreligiosidad horrenda
            que da vergüenza porque desapareció cuando desapareció el último
            “dios” de la tierra,
y la nacionalidad de la personalidad ilustre, se pudre de eminente y de
            formidable como divino oro judío;
todo lo miramos en pasado, y el pasado, el pasado, el pasado es porvenir
            de los desengañados y los túmulos;
yo, en este instante, soy como un navío
que avanza mar afuera con todo lo remoto en las bodegas
y acordeones de navegaciones;
querríamos arañar la eternidad y a patadas, abofeteándola, agujerear su
            acerbo y colosal acero;
olorosos a tinajas y a tonelería o a la esposa fiel, a lágrima deshabitada,
a lo chileno postpretérito o como ruinoso y relampagueante, nuestros viejos
            sueños de antaño ya ogaño son delirio, nuestros viejos sueños de
            antaño,
son llanto usado y candelabros de espantajos, valores de orden y categorías
            sin vivencias.

Envejeciendo con nosotros, la época en desintegración entra en coma, entra
            en sombra, entra toda
la gran tiniebla de quien rodase periclitando, pero por adentro le sacamos
            los nuevos estilos contra los viejos estilos arrastrándolos del infierno
            de los cabellos,
restableciendo lo inaudito de la juventud, el ser rebelde, insurgente, silvestre
            e iconoclasta.

La idolatrábamos, e idolatrándola, nos revolcábamos,
en la clandestinidad de la mujer ajena y retornábamos como sudando lo
            humano, chorreando lo humano, llorando lo humano,
            o despavoridos
o acaso más humanos que lo más humano entre lo más humano, más bestias
            humanas, más error, más dolor, más terror,
porque el hombre es precisamente aquello, lo que deviene sublimidad en la
            gran caída, flor de victorias – derrotas llamando, gritando, llorando
            por lo desaparecido, como grandes, tremendos mares – océanos
            degollándose en oleajes,
criatura de aventura contra el destino, voz de los naufragios en los naufragios
            resplandeciendo, estrella de tinieblas,
ahora no caemos porque no podemos y como caemos, a la misma altura,
            morimos, porque el cuero del cuerpo, como los viejos veleros, se
            prueba en la tormenta;
del dolor del error salió la poesía, del dolor del error
y el hombre enorme, contradictorio, aforme, acumulado, el hombre es el
            eslabón perdido de una gran cadena de miserias, el hombre
            expoliado y azotado por el hombre,
y hoy devuelvo a la especie la angustia individual;
adentro del corazón ardiendo nosotros la amamantamos con fracasos que
            son batallas completamente ganadas en literatura, contra
            la literatura;
la amamos y la amábamos con todo lo hondo del espíritu,
furiosos con nosotros, hipnotizados, horrorizados, idiotizados, con el ser
            montañés que éramos
agrario-oceánicos de Chile, ahora es ceniza,
ceniza y convicción materialista, ceniza y desesperación helada, lo trágico
            enigmático, paloma del mundo e historia del mundo, y aquella
            belleza inmensa e idolatrada, Luisa Anabalón,
como una gran águila negra, nos está mordiendo como recuerdo las entrañas.

Ruge la muerte con la cabeza ensangrentada y sonríe pateándonos,
y yo estoy solo, terriblemente solo, medio a medio de la multitud que amo
            y canto, solo y funeral como en la adolescencia, solo, solo entre
            los grandes murallones de las provincias despavoridas,
solo y vacío, solo y oscuro, solo y remoto, solo y extraño, solo y tremendo,
enfrentándome a la certidumbre de hundirme para siempre en las tinieblas
            sin haberla inmortalizado con barro llorado,
y extraño como un lobo de mar en las lagunas.

Los años náufragos escarban, arañan, espantan,
son demoníacos y ardientes como serpientes de azufre, porque son besos
            rugiendo, pueblos blandiendo la contradicción, gestos mordiendo,
el pan candeal quemado del presente, esta cosa hueca y siniestra de saberse
            derrumbándose,
cayendo al abismo abierto por nosotros mismos, adentro de nosotros mismos,
            con nosotros mismos
que nos fuimos cavando y alimentando de vísceras.

Así se está rígido, en círculo, como en un ataúd redondo y como de ida y
            vuelta,
aserruchando sombra, hachando sombra, apuñalando sombra,
viajando en un tren desorbitado y amargo que anda tronchado en tres
            mitades y llora inmóvil,
sin itinerario ni línea, ni conductor, ni brújula,
y es como si todo se hubiese cortado la lengua entera con un pedazo de
            andrajo.

Muertas las personas, las costumbres, las palabras, las ciudades en las que
            todas las murallas están caídas, como guitarras de desolación, y
            las hojas profundas, yertas,
yo ando tronando, desorientado, y en gran cantidad
melancólicamente uncido a antiguas cosas arcaicas que periclitaron, a maneras
de ser que son yerbajos o lagartos de ruinas,
y me parece que las vías públicas son versos añejos y traicionados o cirios
            llovidos;
la emotividad épica se desgarra universalmente
en el asesinato general del mundo, planificado por los verdugos de los pueblos,
            a la espalda de los pueblo entre las grandes alcantarillas de dólares,
o cuando miramos al mixtificador, ahíto de banquetes episcopales
hartarse de condecoraciones y dinero con pelos, hincharse y doparse
            enmascarándose en una gran causa humana y refocilándose como un
            gran demonio y un gran podrido y un gran engendro de Judas,
            condecorado
de bienestar burgués sobre el hambre gigante de las masas, relajándolas
            y humillándolas.

Encima de bancos de palos que resuenan como tabernas, como mítines, como
            iglesias
o como sepulcros, como acordeones de ladrones de mar en las oceanías de las
            cárceles o como átomos en desintegración,
sentados los ancianos me aguardan desde cinco siglos hace con los brazos
            cruzados a la espalda,
a la espalda de las montañas huracanadas que les golpean los testículos,
            arrojándolos a la sensualidad de la ancianidad, que es terrible,
            arrojándolos
a patadas de los hogares y de las ciudades, porque estos viejos lesos son
            todos trágicos,
arrojándolos, como guiñapos o pingajos, a la nada quebrada de los apátridas
            a los que nadie quiere, porque nadie teme.

Entiendo el infierno universal, y como no estoy viviendo en el techo del
            cielo, me ofende personalmente la agresión arcangélica de la
            Iglesia y del Estado,
el “nido de ratas”, y la clínica metafísica de “el arte por el arte”,
la puñalada oscuramente aceitada de flor y la cuchillada con serrucho de los
            contemporáneos, que son panteón de arañas,
el ojo de lobo del culebrón literario, todo amarillo,
elaborando con desacatos la bomba cargada de versiones horizontales,
            la manzana y la naranja envenenada;
contemplo los incendios lamiendo los penachos muertos,
apuñalada la montaña en el estómago y el torreón de los extranjeros
            derrumbándose,
veo como fuegos de gas formeno, veo como vientos huracanados los fenómenos,
y desde adentro de las tinieblas a las que voy entrando por un portalón
            con intuición de desesperación y costillares de ataúdes,
la antigua vida se me revuelve en las entrañas.

La miseria social me ofende personalmente,
y al resonar en mi corazón las altas y anchas masas humanas, las altas y
            anchas masas de hoy,
como una gran tormenta me va cruzando, apenas
soy yo mismo íntegro, porque soy mundo humano, soy el retrato bestial de la
            sociedad partida en clases,
y hoy por hoy trabajo mi estilo arando los descalabros.

Las batallas ganadas son heridas marchitas, pétalos
de una gran rosa sangrienta,
por lo tanto combato de acuerdo con mi condición de insurgente, dando al
            pueblo voz y estilo,
sabiendo que perderé la guerra eterna,
que como el todo me acosa y soy uno entero, mientras más persona del
            cosmos asuma,
será más integral la última ruina;
parece que encienden lámparas en otro siglo del siglo, en otro
mundo del mundo ya caído, el olvido
echa violetas muertas en las tumbas y todo lo oscuro
se reúne en torno a mi sombra,
mi sombra, mi sombra a edad remota comparable o a batea de aldea en la
            montaña,
y el porvenir es un sable de sangre.

No atardeciendo paz, sino el sino furioso de los crepúsculos guillotinados,
la batalla campal de los agonizantes,
y la guerra oscura del sol contra sí mismo, la matanza
que ejecuta la naturaleza inmortal
y asesina, como comadrona de fusilamientos.

Esculpí el mito del mundo en las metáforas,
la imagen de los explotados y los azotados de mi época y di vocabulario
al ser corriente sometido al infinito,
multitudes y muchedumbres al reflejar mi voz su poesía, la poesía se sublimó
            en expresión de todos los pueblos,
el anónimo y el decrépito y el expósito hablaron su lengua
y emergió desde las bases la mitología general de Chile y el dolor colonial
            enarbolando su ametralladora;
militante del lenguaje nuevo, contra el lenguaje viejo enfilo mi caballo;
ahora las formas épicas que entraron en conflicto con los monstruos usados
            como zapatos de tiburón muerto,
o dieron batalla a los sirvientes de los verdugos de los sirvientes,
transforman las derrotas en victorias, que son derrotas victoriosas y son
            victorias derrotosas, el palo de llanto del fracaso en una rosa negra,
pero yo estoy ansioso a la ribera del suceder dialéctico, que es instantáneamente
            pretérito,
sollozando entre vinos viejos, otoños, viejos, ritos viejos de las viejas maletas
            de la apostasía universal, protestando y pateando,
y el pabellón de la juventud resplandece de huracanes
despedazados, su canción vecinal y trágica como aquella paloma enferma,
            como un puñal de león enfurecido, como una sepultura viuda
o un antiguo difunto herido que se pusiera a llorar a gritos.

Ya no se trilla a yeguas ni se traduce a Heráclito, y Demócrito es desconocido
            del gran artista, nadie ahora lee a Teognis de Megara, ni topea
            en la ramada coral, amamantando con la guañaca rural de la
            República,
el subterráneo familiar es la sub-conciencia o la in-conciencia que alumbran
            pálidas o negras lámparas,
y todos los viajeros de la edad estamos como acuchillados y andamos como
            ensangrentados de fantasmas y catástrofes,
quemados, chorreados apaleados del barro con llanto de la vida,
con la muleta de la soledad huracanando las veredas y las escuelas.

Avanza el temporal de los reumatismos
y las arterias endurecidas son látigos que azotan el musgoso y mohoso y
            lúgubre
caminar del sesentón, su cara de cadáver apaleado,
porque se van haciendo los viejos piedras de sepulcros, tumba y respetuosidad,
es decir: la hoja caída y la lástima,
el sexo del muerto que está boca-arriba adentro de la tierra,
como vasija definitivamente vacía.

Como si fuera otro volveré a las aldeas de la adolescencia,
y besaré la huella difunta de su pie florido y divino como el vuelo de un
            picaflor o un prendedor de brillantes,
pero su cintura de espiga melancólica ya no estará en mis brazos.

No bajando, sino subiendo al final secular, gravita la senectud despavorida,
son los dientes caídos como antiguos acantilados a la orilla del mar
            innumerable que deviene un panteón ardiendo,
la calavera erosionada y la pelambrera
como de choclo abandonado en las muertas bodegas, esas que están heladas y
            telarañosas
en las que el tiempo aúlla como perro solo, y el velamen
de los barcos sonando a antaño está botado en las alcantarillas del gusano;
es inútil ensillar la cabalgadura
de otrora, y galopar por el camino real llorando y corcoveando con caballo
            y todo
o disparar un grito de revólver,
los aperos crujen porque sufren como el costillar del jinete
que no es la bestia chilena y desenfrenada
con mujeres sentadas al anca, estremeciendo los potreros de sus capitanías.

La Gran Quimera de la vida humana
como un lobo crucificado o aquella dulce estrella a la cual mataran todos
            lo hijos
yace como yacen yaciendo los muertos adentro del universo.
“Caín, Caín, ¿qué hiciste de tu hermano?”,
dice el héroe de la senectud cavando con ensangrentado estupor su sepulcro,
            la historia
le patea la cabeza como una vaca rubia derrumbándolo barranca abajo,
pero es leyenda él, categoría, sueño del viento acariciando los naranjos
            atrabiliarios de su juventud,
don melancólico, y la última cana del alma
se le derrama como la última hoja del álamo o la última gota de luz
            estremeciendo los desiertos.

Parten los trenes del destino, sin sentido como navío de fantasmas.

Los victoriosos están muertos, los derrotados están muertos,
cuando la ancianidad apunta la escopeta negra, estupenda, en los órganos
            desesperados como caballo de soldado desertor,
todos, no nosotros en lo agonal agonizantes, todos están agonizando, todos
pero el agonizante soy yo, soy yo el agonizante entre batallas, entre congojas,
            entre banderas y fusiles, solo, completamente solo, y lúgubre, sin
            editor, plagiado y abandonado en el abismo,
peleando con escombros azotados,
peleando con el pretérito, por el pretérito, adentro del pretérito, en pretensiones
            horribles,  
peleando con el futuro, completamente desnudo
hasta la cintura, peleando y peleando con todos vosotros,
por la grandeza y la certeza de la pelea,
peleando y contrapeleando a la siga maldita de la inmortalidad ajusticiada.

Entre colchones que ladran y buques náufragos con dentadura de prostitutas
            enfurecidas o sapos borrachos, ladrones y cabrones empapelados
            con pedazos de escarnio,
agarrándose a una muralla por la cual se arrastran enormes arañas con
            ojo viscoso
o hermafroditas con cierto talento de caracol haciendo un arte mínimo con
            pedacitos de atardecer amarillo, nos batimos a espada con el oficio
            del estilo,
cuando en los andamios de los transatlánticos
como pequeños simios con chaleco despavorido, juegan a la ruleta los
            grandes poetas de ahora.

Cien puñales de mar me apuñalaron
y la patada estrangulada
de lo imponderable fue la ley provincial del hombre pobre que se opone
            al pobre hombre y es maldito,
vi morir, refluir a la materia enloquecida, llorando
a la más amada de las mujeres, tronchado, funerario, estupefacto, mordido
            de abismos,
baleado y pateado por los fusileros del horror, y en todos instantes
espero los acerbos días de la calavera que adviene cruzando los relámpagos
            con la cuchilla entre los dientes.

Voy a estallar adentro del sepulcro suicidándome en cadáver.

Como si rugiera desde todo lo hondo de los departamentos y las provincias
de pétalos y jergones de aldea o mediaguas
descomunales, o por debajo de los barrios sobados como látigos de triste
            jinete, embadurnados con estiércol de ánimas
o siúticos ajusticiados, con sinuosidades y bellaquerías de una gran mala
            persona,
acomodado a las penumbras y las culebras, clínico, el complejo de inferioridad
            y resentimiento
se asoma roncando en las amistosidades añejas,
con el gran puñal-amistad chorreado de vino, chorreado de adulaciones,
            chorreado de sebo comunal,
y al agarrar la misericordia, y azotar con afecto al fantasma,
sonríe el diente de oro de la envidia, la joroba social, lo inhibidísimo, la
            discordia total, subterránea, en la problemática del fracasado,
escupiéndonos los zapatos abandonados en las heroicas bravuras antiguas.

Todos los ofidios hacen los estilos disminuidos de las alcobas e invaden la
            basura de la literatura,
de la literatura universal, que es la pequeña cabeza tremenda del jíbaro
            de la época, agarrándose del cogote del mundo, agarrándose de
            los calzoncillos de “Dios”, agarrándose de los estropajos del sol,
            de la literatura del éxito,
el aguardiente pálido y pornográfico de los académicos o formalistas u onanistas
            o figuristas o asesinos descabezados o pervertidos
sexuales con el vientre rugiente como una catedral o una diagonal entre
            Sodoma y Gomorra, la cama de baba con las orejas negras como
            un huevo de difunto
o un veneno letal administrado por carajos eclesiásticos,
y el Arte Grande y Popular les araña la guata de murciélagos del infierno
            con fierros ardiendo, el abdomen
de rana o de ramera para el día domingo.

Aquestas personas horrendas, revolcándose
en el pantano de los desclasados del idealismo o masturbándose o suicidándose
            a patadas ellos contra ellos,
mientras el denominador común humano total se muere de hambre
en las cavernas de la civilización, y “la cultura capitalista” desgarra a dentelladas
            la desgracia de la infancia proletaria con el Imperialismo,
            o la tuberculosis
es una gran señora que se divierte fotografiando los moribundos
estimulándose las hormonas con la caridad sádico-metafísica, especie de
            brebaje de degolladores,
y la clase rectora, tan idiota como habilísima e imbécil,
nos alarga un litro de vino envenenado o un gobierno de carabinas…

Medio a medio de este billete con heliotropos agusanados
o demagogos de material plástico o borrachosos antidionysíacos, simoníacos
            o demoníacos,
nuestra heroicidad vieja de labriegos
se afirma en los estribos huracanados y afila la cuchilla, pero la pelea con la
            propia, terrible sombra
enfrentándose al cosmopolita
desde todo lo hondo de la nacionalidad a la universalidad lanzada
y estrujándose el corazón, se extrae el lenguaje.

La soledad heroica nos confronta con la ametralladora y el ajenjo del
            inadaptado
y nos enfrenta a la bohemia del piojo sublime del romanticismo,
entonces, o ejecutamos como ejecutamos, la faena de la creación oscura y
            definitiva en el anonimato universal arrinconándonos, o caemos
de rodillas en el éxito por el éxito, aclamados y coronados
por pícaros y escandalosos, vivientes y sirvientes del banquete civil, acomodados
            a la naipada, comedores en panteones de panoplias y botellas
            metafísicas,
porque el hombre ama la belleza y la mujer retratándolas
y retratándose como proceso y como complejo, en ese vórtice que sublima
            lo cuotidiano en lo infinito.

Completamente ahítos como queridos de antiguos monarcas más o menos
            pelados, desintegrados y rabones,
caminan por encima de la realidad gesticulando,
creyendo que el sueño es el hecho, que disminuyendo se logran síntesis
            y categorías, que la manea es la grandeza
y aplaudidos por enemigos nos insultan,
como cadáveres de certámenes enloquecidos que se pusiesen de pie de
            repente, rajando los pesados gangochos en los que estaban forrados
            y amortajados a la manera de antaño,
llorando y pataleando, gritando y pataleando en mares de sangre inexorable
dopados con salarios robados en expoliaciones milenarias y cavernarias
            ejecuciones de cómplices.

El aullido general de la miseria imperialista da la tónica a mi rebelión,
            escribo con cuchillo
y pólvora, a la sombra de las pataguas de Curicó, anchas como vacas
los padecimientos de mi corazón y del corazón de mi pueblo, adentro del
            pueblo y los pueblos del mundo y el relincho de los caballos
            desensillados o las bestias chúcaras.

Y como yo ando buscando los pasos perdidos de lo que no existió nunca,
o el origen del hombre en el vocabulario, la raíz animal de la Belleza con
            estupor y errores labrada, y la tónica de las altas y anchas
            muchedumbres en las altas y anchas multitudes del país secular de
            Chile,
el ser heroico está rugiendo en nuestra épica nueva, condicionado por el
            espanto nacional del contenido;
como seguramente lloro durmiendo a lágrimas piramidales que estallan, las
            escrituras que son sueño sujeto a una cadena inexorable e imagen
            que nadie deshace ni comprendió jamás, arrastran las napas de
            sangre
que corren por debajo de la Humanidad y al autodegollarse en el lenguaje,
            organizándolo, el lenguaje mío
me supera, y mi cabeza es un montón de escombros que se incendian, una
            guitarra muerta, una gran casa de dolor abandonada;
el Junio o Julio helados, me abrigan de sollozos
y aunque estos viejos huesos de acero vegetal se oponen a la invasión de
            la nada que avanza con su matraca espeluznante,
comprendo que transformo fuerzas por aniquilamiento y devengo otro suceso
            en la naturaleza.

¡Oh! antiguo esplendor perdido entre monedas y maletas de cementerio,
            ¡oh! pathos clásico,
¡oh! atrabiliario corazón enamorado de una gran bandera despedazada,
la desgracia total, definitiva está acechándonos con su bandeja de cabezas
            degolladas en el desfiladero.

Retornan los vacunos del crepúsculo tranco a tranco,
a los establos lugareños, con heno tremendo, porque los asesinarán a la
            madrugada,
y rumiando se creen felices al aguardar la caricia de la cuchilla,
el hombre, como el toro o como el lobo se derrumba en su lecho que es
            acaso su sepulcro,
contento como jumento de panadería.

Si todos los muertos se alzasen de adentro de todos los viejos, entre matanzas
            y campanas,
se embanderaría de luz negra la tierra, e iría
como un ataúd cruzando lo oceánico con las alas quebradas de las arboladuras.

A la agonía de la burguesía, le corresponde esta gran protesta social de la
            poesía revolucionaria, y los ímpetus dionysíacos tronchados o como
            bramando
por la victoria universal del comunismo,
o relampagueando a la manera de una gran espada o cantando como el
            pan en la casa modesta
emergen de la sociedad en desintegración que reflejo
en acusaciones públicas, levantadas como barricadas en las encrucijadas
            del arte;
mis poemas son banderas y ametralladoras,
salen del hambre nacional hacia la entraña  de la explotación humana,
y como rebota en Latinoamérica
el imperio mundial de la infinita energía socialista que asoma en las auroras
            del proletariado rugiente,
saludo desde adentro del anocheciendo la calandria madrugadora;
y aunque me atore de adioses que son espigas y vendimias de otoños muy
            maduros,
el levantamiento general de las colonias, los azotados y los fusilados de la
            tierra encima del ocaso de los explotadores y la caída de la
            esclavitud contra los propios escombros de sus verdugos,
con una gran euforia auroral satura mis padecimientos
y resuena la trompeta de la victoria en los quillayes y los maitenes del sol
            licantenino.

Parezco un general caído en las trincheras,
ajusticiado y sin embargo acometedor en grande coraje: capaz de matar
            por la libertad o la justicia,
dolorido y convencido de todo lo heroico del “Arte Grande”,
bañando de recuerdos tu sepulcro que se parece a una inmensa religión atea,
a plena conciencia de la inutilidad de todos los lamentos,
porque ya queda apenas de la divina, peregrina, grecolatina flor, la voz de las
            generaciones.

Indiscutiblemente soy pueblo ardiendo,
entraña de roto y de huaso, y la masa humana me duele, me arde, me ruge
en la médula envejecida como montura de inquilino del Mataquito,
por eso comprendo al proletariado no como pingajo de oportunidades bárbaras,
sino como hijo y padre de esa gran fuerza concreta de todos los pueblos,
que empuja la historia con sudor heroico y terrible
sacando del arcano universal la felicidad del hombre, sacando del andrajo
            espigas y panales.

Los demonios enfurecidos con un pedazo de escopeta en el hocico, o el antiguo
            y eximio
caimán de terror desensillándose, revolcándose, refocilándose,
entre escobas de fuego y muelas de piedra y auroras de hierro gasificado
piden que me fusilen,
y mis plagiarios que me ahorquen con un sapo de santo en el cogote.

Luchando con endriagos y profetas
emboscados en grandes verdades, con mártires de títeres
hechos con zapatos viejos
en material peligrosísimo y de pólvora, usados por debajo del cinturón
reglamentario,
enfermó mi estupor cordillerano de civilización urbana;
en tristes, terribles sucesos, no siembro trigo como los abuelos, siembro gritos
            de rebelión en los pueblos hambrientos,
la hospitalidad provincial empina la calabaza y nos emborrachamos
como dioses que devienen pobres, se convierten en atardeceres públicos y echan
            la pena afuera
dramáticamente, caballos de antaño,
y emerge el jinete de la épica social americana todo creando solo;
recuerdo al amigo Rabelais y al compadre
Miguel de Cervantes, tomando mi cacho labrado en los mesones de las tabernas
            antiquísimas, las bodegas y las chinganas flor de invierno, y agarro
de la solapa de la chaqueta a la retórico-poética del siútico edificado con
            escupitajos de cadáver,
comparto con proletarios, con marineros, con empleados, con campesinos de
            “3° clase”, mi causeo y mi botella,
bebo con arrieros y desprecio a la intelectualidad podrida.

A la aldea departamental llegaron los desaforados, y un sigilo de alpargatas
se agarró del caserón de los tatarabuelos,
entre las monturas y las coyundas sacratísimas del polvoso antepasado remoto,
la culebra en muletas del clandestinaje habita,
el tinterillo y el asesino legal hacen sonar sus bastones de ladrones y de
            camaleones de la gran chancleta
y la mala persona arrojó a las mandíbulas del can aventurero,
la heredad desgarradoramente familiar de las montañas de Licantén y las vegas
            nativas de los costinos en donde impera la lenteja real de Jacob y
            Esaú y la pregunta blanca de la gaviota.

Como billete sucio en los bolsillos del pantalón del alma
el tiempo inútil va dejando su borra de toneles desocupados y echando
claveles de acaeceres marchitos a la laguna de la amargura;
buscamos lo rancio en las despensas y en la tristeza: el queso viviendo muerto
            en los múltiplos de las oxidaciones que estallan como palancas, las
            canciones
arcaicas y la penicilina de los hongos remotos, con sombrero de catástrofes.

El nombre rugiente va botado, encadenado, ardiendo
como revólver rojo a la cintura del olvido, como ramo de llanto, como hueso
            de viento, como saco de cantos o consigna ineluctable,
como biblioteca sin bibliotecario, como gran botella
oceánica, como bandera de quijadas de oro, y dicen las gentes por debajo
            del poncho:
“renovó con “Los Gemidos” la literatura castellana”,
como quien hablara de un muerto ilustre a la orilla del mar desaparecido.

Contra la garra bárbara de Yanquilandia,
que origina la poesía del colonialismo en los esclavos y los cipayos ensangrentados,
contra la guerra, contra la bestia imperial, yo levanto
el realismos popular constructivo, la epopeya embanderada de dolor insular,
            heroica y remota en las generaciones,
sirvo al pueblo en poemas y si mis cantos son amargos y acumulados de
            horrores ácidos y trágicos o atrabiliarios como océanos en libertad,
yo doy la forma épica al pantano de sangre caliente clamando por debajo
            en los temarios americanos;
la caída fatal de los imperios económicos refleja en mí su panfleto de cuatrero
            vil, yo lo escupo transformándolo en imprecación y en acusación
            poética, que emplaza las masas en la batalla por la liberación humana,
            y tallando
el escarnio bestial del imperialismo
lo arrojo a la cara de la canalla explotadora, a la cara de la oligarquía mundial,
            a la cara de la aristocracia feudal de la República
y de los poetas encadenados con hocico de rufianes intelectuales;
gente de fuerte envergadura, opongo la bayoneta de la insurgencia colonial
            a la retórica capitalista,
el canto del macho anciano, popular y autocrítico
tanto al masturbador artepurista, como al embaucador populachista, que entretiene
            las muchedumbres y frena las masas obreras,
y al anunciar la sociedad nueva, al poema enrojecido de dolor nacional, le
            emergen
por adentro de las rojas pólvoras, grandes guitarras dulces, y la sandía colosal
            de la alegría.

No ingresaremos al huracán de silencio con huesos
de las jubilaciones públicas, a conquistar criadas y a calumniar los polvorosos
            ámbitos
jamás, el corazón sabrá rajarse en el instante preciso y definitivo
como la castaña muy madura haciendo retumbar los extramuros, haciendo
rodar, bramando, llorar la tierra inmensa de las sepulturas.

Si no fui más que un gran poeta con los brazos quebrados
y el acordeón del Emperador de los aventureros o el espanto del mar me
            llamaban al alma,
soy un guerrero del estilo como destino, apenas,
un soñador acongojado de haber soñado y estar soñando, un “expósito” y un
            “apátrida”
de mi época, y el arrepentimiento
de lo que no hicimos, corazón, nos taladra las entrañas
como polilla del espíritu, aserruchándonos.

A la luz secular de una niña muerta, madre de hombres y mujeres, voy
            andando y agonizando.

El cadáver del sol y mi cadáver
con la materia horriblemente eterna, me azotan la cara desde todo lo hondo
            de los siglos, y escucho
aquí, llorando, así, la espantosa clarinada migratoria.

No fui dueño de fundo, ni marino, ni atorrante, ni contrabandista o arriero
            cordillerano,
mi voluntad no tuvo caballos ni mujeres en la edad madura
y a mi amor lo arrasó la muerte azotándolo con su aldabón tronchado,
            despedazado e inútil y su huracán oliendo a manzana asesinada.

Contemplándome o estrellándome
en todos los espejos rotos de la nada, polvoso
y ultrarremoto desde el origen.

El callejón de los ancianos muere donde mueren las últimas águilas…

Soy el abuelo y tú una inmensa sombra,
el gran lenguaje de imágenes inexorables, nacional-internacional, inaudito
y extraído del subterráneo universal, engendra
la calumnia, la difamación, la mentira, rodeándome de chacales ensangrentados
            que me golpean la espalda,
y cuando yo hablo ofendo el rencor anormal del pequeño;
he llegado a esa altura irreparable en la que todos estamos solos, Luisa
            Anabalón,
y como yo emerjo acumulando toda la soledad que me dejaste
derrumbándote, destrozándote, desgarrándose contra la nada en un clamor
            de horror, me rodea la soledad definitiva;
sé perfectamente que la opinión pública de Chile y todo lo humano están
            conmigo,
que el pulso del mundo es mi pulso y por adentro de mi condición fatal galopa
            el potro del siglo la carretera de la existencia,
que la desgarrada telaraña literaria
está levantando un monumento a nuestra antigua heroicidad,
pero no puedo superar lo insuperable.

Como los troncos añosos de la vieja alameda muerta, lleno de nidos y panales,
voy amontonando inviernos sobre inviernos
en las palabras ya cansadas con el peso tremendo de la eternidad…

Traqueo los pueblos rugiendo libros, sudando libros, mordiendo libros y
            terrones
contra un régimen que asesina niños, mujeres, viejos con macabro trabajo
            esclavo, arrinconando en su ataúd
a la pequeña madre obrera en la flor de su ternura,
ando y hablo entre mártires tristes y héroes de la espoliación, sacando mi
            clarinada a la vanguardia de las épocas, oscura e imprecatoria
de adentro del espanto local que levanta su muralla de puñales y de fusiles.

El Díaz y el Loyola de los arcaicos genes iberovascos están muriendo en mí
            como murieron cuando agonizaba tu perfil colosal, marino, greco-
            latino, vikingo,
las antiguas diosas mediterráneas de los Anabalones del Egeo y las Walkirias
            de Winétt – hidromiel,
¡adiós!... cae la noche herida en todo lo eterno por los balazos del sol
            decapitado que se derrumba gritando cielo abajo… … …