martes, 20 de diciembre de 2011

Bertolt Brecht - El analfabeto político.


El peor analfabeto es el analfabeto político

No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.

No sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas.

El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.

No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos, que es el político corrupto, estafador y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Helvert Barrabás - Canto Deshuesado.


Aleksandr Ródchendko, 1891 - 1956


I
CANTO
DESHUESADO

“El año que es abundante en poesía,
suele serlo de hambre.”
Miguel de Cervantes

Círculo trágico de colibríes & helicópteros / cáncer de hombre / hueles a modernidad empobrecida / con miserables calles-sogas que te estrangulan / entre edificios que apuñalan el cielo / y una horda patética de hombrecillos que te circundan / dibujando fronteras con puñales / imbéciles / devorándote paulatinamente / con sus zarpas metálicas / te desgarran / te sofocan / oh! madre mía / te lloro & te contemplo / y en mi actitud desconcertada te brindo cuchilladas

En los circuitos del sistema colosal / trastabillas como procesión de borracho alcohólico / fatigado e inconcluso / que cae como escalera / en el abismo de monumentos derrocados / de la esclavitud institucionalizada / de una soberanía soterrada

Hombre amargo / con el rostro arrastrado en kilómetros / sabes a uva de invierno / despojado & humillado / arrojado como presa rancia a los cuarteles reclutados / con el nogal del verdugo en la garganta / embrutecido / fustigado / condenado por la miseria del hombre

Mi canto es el de una Rokha bruta / himno nefasto enterrado veintiún pies bajo tierra / pintarrajeado de una historia sanguinaria & mentirosa / poblada de patíbulos & guillotinas / millones de cuerpos incinerados / millones de mujeres en la pira / millones de niños en orfanatos / por la brutalidad de las religiones / por la brutalidad de las repúblicas / por la brutalidad del silencio de las multitudes

El huaso va henchido como sapo / con la garganta tiesa de vino / con una voz que raja el cielo / como estadio atiborrado / de metralletas & calabozos / en una América dictatorial / con cadáveres en el Pacífico & el Atlántico imponentes / con la sonrisa del arzobispo & del militar / y el llanto acumulado de las madres sin patria

Chiquillos torpes de ciudades claustrofóbicas / se arrinconan como huracanes reprimidos en las academias mercantilistas / maniatados con camisas de seda & estrangulados de corbatas burguesas / rebosados de insignias & galardones en los manicomios anglosajones

La estrella se cose cada año en la bandera / como tradición parásita de una aristocracia arrancada de un burdel / apátrida & patriótica / exclamatoria de que la muchedumbre bruta se degüelle en nombre de fantasmas desempolvados / vociferando la guerra en banquetes suntuosos / mientras el pobre diablo se ametralla en la incomprensión

La multitud insólita / se deslumbra con desfiles aeronáuticos / ocultando en los bolsillos / los crepúsculos & el azote de las lluvias ancestrales / contemplando los cielos en busca de satélites & aviones supersónicos / olvidando las constelaciones & las galaxias infinitas


Hombre necio / la ciencia adivina tus pasos / la publicidad horripilante del siglo nefasto te venda el pensamiento / te arroja como carnada a los buitres del capital / que alzan sus manos desbordadas de cornucopias / en el edén acuchillado por las máquinas

lunes, 5 de diciembre de 2011

Juan Luis Martínez - Quien Soy.



Espero que la sombra me separe del día
y que fuera del tiempo, bajo un cielo sin techo
la noche me acoja donde mejor sé morir.

Si mi destino está sobre la tierra, entre los hombres,
preciso será aceptar en mí aquello que me definió,
puesto que no quiero ser otro que yo mismo.

Mi nombre, mi rostro, todo aquello que no me pertenece
lo doy como forraje al público insaciable,
mi verdad la comparto con los míos.

No vivo en la superficie, mi morada está más profunda
el malentendido no viene de mí:
nada tengo que ocultar si no sé adónde voy,
sé con quién voy.

Mi parte del trabajo es asumir mi libertad
lo digo a fin que más tarde nadie se asombre:
lucharé hasta que me reconozcan vivo.

Mi patria está sin nombre, sin tachas
hay una verdad en la subversión
que nos devolverá nuestra pureza escarnecida.

Y si debiera equivocarme, eso nada cambiaría
Hacer reventar los sistemas es el único juego aceptable,
el movimiento es la única manera de permanecer vivos.

Mi amor lo doy al hombre o a la mujer
quien me acompañará en este periplo incierto
donde velan la angustia y la soledad.
Y no cerraré los ojos, ni los bajaré.

Charles Bukowski - Consejos amistosos a un montón de jóvenes.



Consejos amistosos a un montón de jóvenes.


Vayan al Tibet.
Monten en camello.
Lean la bíblica.
Tiñan sus zapatos de azul.
Déjense la barba.
Den la vuelta al mundo en una canoa de papel.
Suscríbanse al Saturday Evening Post.
Mastiquen sólo por el lado izquierdo de la boca.
Cásense con una mujer que tenga una sola pierna
Y aféitense con navaja.
Y graben sus nombres en el brazo de ella.
Lávense los dientes con gasolina.
Duerman todo el día y trepen a los árboles por la noche.
Sean monjes y beban perdigones y cerveza.
Mantengan la cabeza bajo el agua y toquen el violín.
Bailen la danza del vientre delante de velas rosas.
Maten a su perro.
Preséntense al Alcalde.
Vivan en un barril.
Pártanse la cabeza con un hacha.
Planten tulipanes bajo la lluvia.

Pero no escriban poesía.

viernes, 2 de diciembre de 2011

George Georgiou - Hidden: Psychiatric Hospitals.












Miles Davis - Berlín 1973.

                                   

Pablo de Rokha - Todos los caminos.



Pablo de Rokha, seudónimo de Carlos Díaz Loyola, nació en Licantén, localidad de la VII región, un 17 de octubre de 1894 y se suicidó en Santiago, el 10 de diciembre de 1968, después de una vida turbulenta y trágica como su propia obra. Sus primeros años transcurrieron, en su mayor parte, en la zona central, donde acompañó a su padre, José Ignacio Díaz, en variados y esporádicos trabajos, entre otros, administrador de fundos o jefe de aduanas y de límites cordilleranos. De esta manera se forjó el poeta que produjo una de las obras más rupturistas y polémicas de las vanguardias latinoamericanas de comienzos del siglo XX.
Su juventud fue conflictiva y rebelde, siempre en contradicción con el conservadurismo cultural y político de su región natal. Sufrió el rechazo de sus educadores, tanto en la Escuela Pública N° 3 de Talca, como en el Seminario Conciliar de San Pelayo, del que fue expulsado por leer y compartir con sus compañeros -quienes lo apodaban el Amigo Piedra-, libros considerados de autores blasfemos, como Nietzsche, Rabelais o Voltaire. Esta expulsión fue la oportunidad para que el poeta emigrara a Santiago y trabara amistad y relación con otros intelectuales vanguardistas de la época, como Pedro Sienna -también cineasta-, Ángel Cruchaga Santa María y Vicente Huidobro, entre otros.
En 1920, ya dirigía la revista Numen y publicó en Claridad su obra “El folletín del Diablo”, al que le precede un extenso poema paródico titulado “Sátira”. Posteriormente fundó su propia editorial: Multitud. Pablo de Rokha participó del movimiento anarquista y también se sumergió en la lectura de los “malditos”, sobre todo Friedrich Nietzsche en filosofía, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y el Conde de Lautréamont en poesía. Pero jamás se alejó de su muy particular “chilenidad”.
En una época convulsa, Pablo de Rokha produjo también una poesía similar, en la que se entretejen el optimismo revolucionario, la protesta social, el amor desgarrado por la muerte de su mujer Winett de Rokha -en su texto Fuego negro- y la incorporación de elementos propios de la modernidad de los que se apropia la vanguardia, como los tranvías, el automóvil, el telégrafo sin hilos, etc. Pero siempre en un contexto que busca incorporar lo nuevo a las raíces propias de lo chileno, en obras tales como Los gemidos, Mundo a mundo, Escritura de Raimundo Contreras, Morfología del espanto, Epopeya de las bebidas y comidas de Chile y Canto al macho anciano. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1965 por una obra siempre fiel a su visión de mundo: anárquica y contestataria, rupturista y polémica.
En 1969, un año después de su muerte, se publica Mis grandes poemas: antología, que amplía la primera recopilación poética del autor, Pablo de Rokha. Antología: 1916-1953, publicada en 1954.
(Extraído de Memoria Chilena)

Todos los caminos 

(Extraído de Escritura de Raimundo Contreras, 1929)




entra pisando niebla / tocando tambores de piel de fantasma / sonando y tronando / enriqueciendo lo imaginario / con aquella tal hechura de castaño nublado / cargado de pól­vora y sol / Raimundo
apenas le cuelga el poema / mismamente que la enfermedad a los terrenos
arrastra la creencia muerta / rodeando a una escuadra de velámenes americanos / y el dios podrido del triste / le envuelve en hu­maredas de difuntos / ese tremendo traje de laureles derrotados
huele a duraznos artificiales / esqueleto de naftalina / parecido a la muñeca muerta de los manicomios
viejos gansos rojos / echan a volar desde la cruz / emigran en situación de banderas difíciles / arbolando los extenuados ocasos / entonces y / además / tiene toda la vida metida adentro del sexo / ¡ oh! / adentro del sexo de todas las mujeres / él / Raimundo Contreras / como una dual lengua crecida / que anda lamiendo el suceder de ese pez alegre / incandescente / entremedio / mojada la cara en jugos de frutas grandemente negras / como quebrándose huevos de tinta azul en la espada indominada / o como pasado a co­sas viscosas / redondas / en redondez de vi­nos en desnudez que se repite de alegría in­combustible
alguien / desde antes de la infancia / le llama llorando: ¡ Raimundo!... / él se respon­de / él le responde a la mujer desaparecida / quebrando los actos en razones / con heliotropos llovidos / despertándose / agarrándose a las tinajas del instinto
va gimiendo / adentro de su actitud de mujeres abiertas / mordiendo y oliendo sombras / que parecen / que le parecen grandes matas de plátanos de obscuridad / acorralado de terrores genitales / semejante a aque­llos a quienes les crece una uva única y enorme / demorosa / más solapada que reloj de ladrón / y les traslada la energía desproporcionándolos / haciéndoles un órgano / rama de viento / que se retuerce / arran­cándose del vacío
vigila su condición / Contreras / su corazón rural como un huevo de perdiz / con miedo eterno
es una especie de canto de gallo amarillo / en día lluvioso / o de quejido de paloma de cementerio / o de lamento de enfermos / pero de bastantes / bastantes enfermos / ese que él expele y le envuelve / apartándole / encerrándole / aislándole e independizándole a heridas
digamos que deviene cargado con pensamiento / con un pozo o con un hoyo / cargado con la ausencia de la carga / y / eso es infame / cargado con abismos metafísicos / con religión caída / fe hedionda a tumba abstracta / con libertad / con soledad muy errante / que abre ciudades / cortadas a pico / de espanto en espanto / horizontes verticales y lamentables / que zanjan tanta situación a cuchillo / y / no obstante / oscilan como antenas
continúa la huasa amarga / que lo dejó cubierto de mujer / dolorido y pegajoso de mujer / empapado de mujer / e inmensa­mente atónito / enfermo a ombligo / a inti­midad / a sobaco / al pobre Raimundo Con­treras / que amanece desflorido / que ama­nece deshojado / solo / entre las rosas manchadas
Corina González / rajada / culo de po­tranca azul / con los pechazos libres / cimbrando carcajadas de material caliente / co­mo dos insultos o dos zapallos de substancia tremenda / y / un sexo pujante y oceánico / que arrastra / retrotrayendo bielas de suplicio / a horcajadas encima de Raimundo / hilando sus ganas / enajenándolo aún a setenta leguas / con tanta evidente forma turbia / montada en Raimundo / tendida en Raimundo / desde los lenocinios talquinos / atornillándole la belleza desaforada de la inmundicia / besándolo y manchándolo / en la orgía de llanto
ahora un onanismo / que embriaga co­mo los cigarros malos / tiritándolo y estucándolo de borrachera / borrachera de cuba de vino / volcada en incendios de ciruelos nue­vos
niña rubia / rima de lluvia de los poetas románticos / que confunde al cazador entre los guairabos / al domador de bestias alegres / al joven soberbio y moreno / cabeza de po­tro / que nada cantando / a la siga de las felices truchas / y / le entrega la ceniza de los primeros libros / un color funeral de choclo muy maduro o diario muy antiguo
trenzas de colegio / en oración de madre­selvas provincianas / marchita la vecina de Raimundo / y piernas gruesas de tonta
sin embargo / la chiquilla a pata pelada / meando los naranjos del conventillo / pu­chas que levanta entusiasmado a Raimundo Contreras / en ese entonces enladrillado co­mo con ópalos de historia de bandido
porque las noches de Raimundo / no se estiran encima de los cuatro silencios / parecidas a inmensas yeguas / nó / echan agua negra / enervándolo / dominándolo / ahogándolo
ahora / él quiere situarse / existir haciendo palanca del hecho y del sueño / obrar en dirección / e iguales a guindas maduras / se le pudren los actos / se le pierden los gestos copiosos / quiere todo viaje / agarra la posibilidad de todos los prólogos / toma todas las fórmulas / y se le abre la mano ardiente / como cacho de granada
crece un ateo en la ansiedad / forma de vidrio de grandes cristales pálidos / que ascienden desde la llaga / y antiguos acordeo­nes le enternecen el porvenir
o anda brillante / a topadas / rodeado de locura / mordiendo tics funestos / adentro de La Capital / desenfadado aeroplano de artista / hiriendo otoños pintados de prostitutas / todo solo

martes, 29 de noviembre de 2011

Jorge Luis Borges - Emma Zunz.



El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Zdzisław Beksínski. (1929 - 2005)


Zdzisław Beksinski (1929 - 2005) era un pintor y fotógrafo polaco de gran renombre. Sus pinturas contenían elementos surrealistas de visión apocaliptica y de gran detalle, con paisajes llenos de cadáveres, figuras deformes o grandes desiertos. A pesar de ello el decía que eran mal interpretadas, y que tenían un elemento algo optimista y hasta humorístico. Sus exposiciones siempre fueron grandes aciertos, y es con una de ellas en Varsovia en 1964 cuando su fama se extendió a nivel mundial. En los años 80 su nombre y su obra eran reconocidos en Francia, Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Antes de trasladarse a Varsovia en 1977, quemó una selección de sus trabajos en su propio patio trasero, sin dejar ninguna documentación de ellos. Más adelante diría que algunos de esos trabajos eran “demasiado personales”, mientras que otros eran insatisfactorios, y él no quería que la gente los viera. A finales de los 90 descubrió los ordenadores, Internet y la fotografía digital, lo cual amplió su trabajo.

Para Beksinski su arte se dividía en Barroco y Gótico, siendo en su mayoría este último estilo el que dominará su obra, sobre todo en sus últimos 5 años. En 1998 muere su esposa Sofia y un año más tarde aparecería muerto por suicidio su hijo Thomas encontrado por el mismo artista que nunca asimiló esa muerte. El día 21 de febrero del 2005 le encontraron muerto en su casa con 17 puñaladas en su cuerpo.

Beksinski nunca participó en la vida artística como miembro y partícipe de este grupo, ni tan siquiera en sus exposiciones era participativo, de ahí que a pesar de no tener una biografía destacable por su vida social resulte tan extraña su muerte. El arte del pintor era melancólico y severo, aunque los que le conocían decian de él que era una persona agradable y conversadora. El nunca puso títulos a sus cuadros. Aborrecía el silencio y siempre escuchaba música clásica mientras pintaba, adoraba esa música. Casi nunca visitaba museos ni exposiciones, incluso rehuía acudir a las suyas.

(Texto extraído de: http://rockabilyhorror.blogspot.es) 
















Guy de Maupassant - Idilio.



Idilio.


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y como el vino, embriagador.
El tren iba muy despacio, como entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba a cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas blancas, y en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo, después de haber lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase dicho que el mundo entero dormitaba, sin decidirse a dar un paso en aquella cálida mañana de primavera.
La gruesa mujer cerraba de cuando en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al sentir que la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se amodorraba de nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba con dificultad, como si la acometiese una opresión dolorosa.
El joven había dejado caer la cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.
Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de vino y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
También el joven se había despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto de cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados, fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los labios.
Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbo de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.
Se lo tragó todo: el pan, los huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el joven cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó el corpiño. El joven volvió súbitamente a mirar.
Sin preocuparse por ello, la mujer se fue desabrochando el vestido; la fuerte presión de sus senos apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura creciente, algo de la ropa blanca interior y un trozo de piel.
Cuando la campesina se sintió más a sus anchas, dijo en italiano:
-No se puede respirar, de tanto calor como hace.
El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:
-Hace un tiempo hermoso para viajar.
Ella le preguntó:
-¿Es usted del Piamonte?
-Soy de Asti.
-Y yo de Casale.
Eran de pueblos cercanos, trabaron conversación.
Se dijeron la sarta de vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que bastan para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes. Hablaron de sus pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y a medida que descubrían una nueva persona conocida de los dos, iba creciendo su amistad. Las frases salían rápidas, precipitadas, de sus labios, con las sonoras terminaciones y el acento cantarín del idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.
Ella estaba casada y había dejado sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque había encontrado colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una buena señora francesa, en Marsella.
Él iba en busca de trabajo. Le habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba mucho.
Después guardaron silencio.
El calor se iba haciendo terrible, pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el perfume de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al paladar, como si se espesase y adquiriese más pesadez.
Otra vez se volvieron a dormir los dos viajeros.
Se despertaron casi a un tiempo. El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y parecía más ligero.
La nodriza, con el corpiño abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y exclamó con voz fatigosa:
-Desde ayer no he dado el pecho, y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.
El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:
-Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.
Él murmuró:
-Sí. Es una desgracia. Eso debe de molestarla mucho.
En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:
-Con sólo apretar encima, sale la leche como de una fuente. Es un espectáculo curioso. Parece increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.
-¡Ah, sí! -exclamó el joven.
-Como lo oye. Se lo haría ver a usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no sale toda la cantidad que en este momento necesitaría.
No dijo más.
El tren se detuvo. En pie, junto a una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era encanijada y harapienta.
La nodriza, que la contemplaba, dijo con voz de lástima:
-Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, mi familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.
Se calló otra vez. Luego se pasó varias veces la mano febril por la frente sudorosa, y se lamentó:
-No puedo aguantar más. Creo que me voy a morir.
Y se abrió completamente el corpiño con gesto inconsciente.
Surgió a la vista el seno derecho, enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:
-¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo?
El tren se había puesto otra vez en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se descubría un barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul, con sus blancas velas inmóviles, reflejándose en el agua como si hubiese otro barco boca abajo.
El joven, confuso, balbució:
-Señora... Tal vez yo mismo... podría aliviarla.
Ella le contestó con voz entrecortada:
-Desde luego...; si es usted tan amable. Me haría usted un gran favor. No puedo resistir más; no puedo resistir más.
El joven se arrodilló delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche. El joven se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada, Y se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular.
Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.
De pronto le dijo ella:
-Ya me ha descargado bastante de ésta. Coja ahora la otra.
La cogió, con docilidad.
La mujer había puesto sus dos manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las corrientes de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los vagones.
-¡Qué bien huele! -dijo ella.
El joven no contestó; seguía bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para saborear mejor.
Ella lo apartó con suavidad.
-Basta. Me siento mejor. Esto me ha dado vida y tranquilidad.
Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano.
Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
-Me ha hecho usted un gran favor. Se lo agradezco mucho, señor.
Pero el joven le contestó con acento reconocido:
-Soy yo quien le da las gracias, señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!