jueves, 9 de enero de 2014

Enrique Verástegui - Si te quedas en mi país.


En mi país la poesía ladra
suda orina tiene sucias las axilas.
La poesía frecuenta los burdeles
escribe cantos silba danza mientras se mira
ociosamente en la toilette
y ha conocido el sabor dulzón del amor
en los parquecitos de crepé
bajo la luna
de los mostradores.
Pero en mi país hay quienes hablan con su botella de vino
sobre la pared azulada.
Y la poesía rueda contigo de la mano
por estos mismos lugares que no son los lugares
para filmar una canción destrozada.
Y por la poesía en mi país
si no hablaste como esto
te obligan a salir
en mi país
no hay donde ir
pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado.
Y esto te urge más que una palabra perfecta.
En mi país la poesía te habla
como un labio inquietante al oído
te aleja de tu cuna culeca
te filma tu paisaje de Herodes
y la brisa remece tus sueños
-la brisa helada de un ventilador.
Porque una lengua hablará por tu lengua.
Y otra mano guiará a tu mano
si te quedas en mi país.

Helvert Barrabás - Sinfónica Caótica.


El administrador de este blog ha publicado un libro bajo el sello de Ediciones La Horca, editorial pirata que administra el mismo. El libro se titula “Sinfónica Caótica” y está constituido por una serie de poemas que deambulan entre lo elegíaco y lo funesto, lo agreste y lo miserable, lo grotesco y la crítica a lo establecido. El libro tiene un valor de $2.000 y si desea un ejemplar debe escribir a edicioneslahorca@gmail.com. En la actualidad el autor reside en la triste y deplorable ciudad de Talca, asentamiento ubicado en plena belleza de los valles maulinos, en donde el invierno azota de manera brutal y el sol golpea con todo su horror y majestuosidad en épocas caniculares. Desde acá nacen los más afectuosos abrazos a quién lee mis tristes versos. Agur!

miércoles, 8 de enero de 2014

Enrique Lihn - Mónologo del viejo con la muerte.


Y bien, eso era todo.
Aquí tiene la vida,
mírese en ella como en un espejo,
empáñela con su último suspiro.
Éste es Ud. de niño, entre otros niños de su edad;
¿se reconocería a simple vista?
le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,
le han pegado en la cara.
Allí está varios años después, con su abuelo
frente al primer cadáver de su vida.
Llora al viejo, parece que lo llora
pero es más bien el miedo a lo desconocido.
El vuelo de una mosca lo distrae.
Y aquí vienen sus vicios,
las pequeñas alegrías de un cuerpo reducido a su mínima expresión,
quince años de carne miserable;
y las virtudes, ciertamente, que luchan
con gestos más vacíos que ellas mismas.
Un gran amor la perla de su barrio
le roba el corazón alegremente
para jugar con él a la pelota.
El seminario, entonces,
le han pegado en la cara, Ud. pone la otra;
pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado
y helo aquí cometiendo una herejía.
Véase en ese trance, eso era todo:
asesinar a un muerto que le grita: no existo.
Existen Marx y el diablo.

Recuerde, ese es Ud. a los treinta años;
no ha podido casarse
con su mujer, con la mujer de otro.
Vive en un subterráneo, en una cripta
de lo que se le ofrece, sin oficio,
esqueléticamente, como un santo.
Del otro mundo viene ciertas noches
a visitarlo el padre de su padre:
-Vuelve sobre tus pasos, hijo mío, renuncia
al paraíso rojo que te chupa la sangre.
Total si el mundo cambia a cañonazos.
antes que nada morirán los muertos.
Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.
Todo empieza por casa.

Mírese bien, es Ud. ese hombre
que remienda su única camisa
llorando secamente en la penumbra.
Viene de la estación, se ha ido alguien,
pero no era el amor, sólo una enferma
de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo
en el momento mismo de ponerse en marcha.
Ud. se pone en su lugar. No sufre.

¿Eso era el amor? Y bien, sí, era eso.
Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo
Mírela bien. ¿Quién era? Ya no la reconoce,
es ella, la que odia sus calcetines rotos,
la que le exige y le rechaza un hijo,
la que finge dormir cuando Ud. llega a casa,
la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,
la que se ríe de sus libros viejos,
la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,
la que amenaza con entrar de monja,
la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre.

Y bien, eso era todo. Véase Ud. de viejo
entre otros viejos de su edad, sentado
profundamente en una plaza pública.
Agita Ud. los pies, le tiembla un ojo,
lo evitan las palomas que comen a sus pies
el pan que Ud. les da para atraérselas.
Nadie lo reconoce, ni Ud. mismo
se reconoce cuando ve su sombra.
Lo hace llorar la música que nada le recuerda.
Vive de sus olvidos
en el abismo de una vieja casa.
¿Por qué pues no morir tranquilamente?
¿A qué viene todo esto?
Basta, cierre los ojos;
no se agite, tranquilo, basta, basta.
Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte.

lunes, 6 de enero de 2014

Pablo de Rokha - Únicamente.


Fruta de tumbas o de imperios, sangre de medallas, sangre de aceitunas, sangre de banderas, y un Dios parido de cuchillas, todo lo mágico del vino, del amanecer, del hierro y las dulces torcazas, el pan trascendental, que crece, enorme y sangriento como una vaca, en los hornos de la vida, y canta aceites de gran luna cristiana, borneando pabellones enlutados, la leche lluviosa de los fusiles o las vendimias o los laureles, lo augusto y ultramarino de las criaturas del Apocalipsis, que son inmensos derramamientos de la materia cerebral de las estrellas...

Tu configuración de miel cristalinísima es tremendamente ardiente, como el pequeño palomar, que existe en los barcos náufragos o en el pecho de cielo de las vírgenes cosmogónicas, haces la tarde mirando el mar, y te defines, contra tu propia muerte, en canciones, en donde enormes acompañamientos fluviales arrastran la carroza de un picaflor joven, que se ahorcó con la liga de su novia de humo, y a cuyos lagares van a apagar su sed de hambre gigante los proletarios y los campesinos sin posada porque en ti la unidad relampaguea en equivalencia entre el pétalo y el ácido, los dos pechos inmensos de una misma fruta; sí, desde el Paraíso Terrenal corren tus pulsos en tumulto, surgen los toros tremendos, tremendamente tremendos, que braman en la cuna de las niñas morenas, la brigada floral que maúlla entre sus mantillas, el puñado de vino que se derrama, gritando íncubo y súcubos, precisamente, en el vientre candente y funeral de las criaturas extraordinarias —coronando sus rajadas noches gigantes—, y a las que guiará la oveja ciega de Jehová, por los abismos; tu juventud se acoraza de plata repujada, como un volcán, en el que se enterraron los primeros sueños del sexo, y un aroma a comedor de antepasados circunda tu actitud sublacustre; pero la niña herida de genio y divinidad que fuiste, porque el terror del amor te llamaba desde las amazonas de las epopeyas, y la doncellez te quemaba las entrañas, nombrándome, ríe aun, entre tus azucenas desgarradas por mis besos de varón de pelo en pecho, con aquella alegría redonda e invernal de las castañas, o las soperas esplendorosas del onomástico.

El hogar te protege, como el oriente de sangre a los héroes, como la cadena incendiada y tenebrosa del primer cristiano, o lo mismo, exactamente lo mismo que un jardín familiar, crecido entre mortajas y pirámides.

Winétt, panal, arteria de lirio o revólver iluminado, piscina de hondos ramajes, en la cual habita un pez negro con la mirada terriblemente roja, tonada de campo, en las aldeas, en la que una gran ventana de familia da a la sociedad sin clases, que parece la franca montaña llena de yeguas coloradas y potros, que son mundo rabiosos, vihuela de Licantén, en la cual se desnudan las chichas más sagradas del futuro, yo te destino aqueste canto de macho nacional, cabalgando el universo, asentado en su montura de bruto, terrosamente chapeada en pellejo de difunto amarillo, chapeada en el cuero del pueblo del país, que sostiene agarradas las entrañas del puñal de los setenta dioses.

Tu cruz humano social corresponde a la golondrina, que arrendó el corazón de la ametralladora, y al clarín del fusil adentro del cual hay una violeta bañándose, o a la heredad escolar, en donde relucen todas las cenizas de todos los ojos de América.

Conduces tu ideal omnipotente, por el engranaje negro del siglo y una abeja blanca pone un olivo de rubí en la tendida mano del Todo-poderoso, ceñido del horrendo frac, tuna llovida, de garzón o de poeta burocrático, tú sonríes a la mañana marcial y ecuménica, tú, en donde el huevo del sol te ofrece su gran antología, y todos los novios del año, entre los cuales relampaguean sus vírgenes, viene a saludar a nuestros jóvenes hijos, trayendo un ternero de inmortalidad, que pestañea, como los ópalos, cuando les van a degollar un cabello.

Pero es la naranja y su perro regalón, es la manzana y su pie de cristal de canción de gran ciudad submarina, atlántico- pacífica, es la castaña y su asno bramador, o la ciruela encinta, quien te resume, bajo su poncho de dignidad agreste, por eso aquello tan sacrosanto que envuelve al maternal mugido del establo, en la catedral colosal de la pesebrera estupenda, aquello, de aquello, de aquello, del carbón vegetal, durmiendo entre milenios, te ciñe y te unge de divinidad, entre las madres del universo y sus banderas.

Hay una campana azul echada en tu pelo, amiga, y tu cabeza está formada de golondrinas dolorosas, o del gran mar de invierno de Talca, y, cuando sonríes, retornas a la muchacha de catorce años, que se rompía las rodillas en las novelas; las gallinas extranjeras, moribundas de Jericó, te vienen a obsequiar un árbol de llanto, y los sagrados gallos de Judá te saludan desde la cumbre del Gólgota, enarbolando la flor de los volcanes, el puñal de Dios, que es la misma cabeza de Dios, convertida en amapola; tu corazón está lleno de mosto caliente, es decir, atravesado de espadas, lo mismo que la rosa más roja de las montañas, o como la vida íntima de Jesucristo.

Un libro de leche campestre bala en tu felicidad blanca, y la agricultura te bendice, con el lenguaje de sus bueyes, porque la santidad de los surcos preñados da el acorde justo a tus epifanías.

Relinchan mis caballos originales en tu juventud, incendiándote, desgarrándote, arrasándote, y los búfalos y las águilas de mi desesperación heroica escriben tu epopeya en mi epopeya, con una gran pluma de león americano, en la cual van talladas las armas de tus antepasados piratas, y un buitre inmenso de Inglaterra, todo como de bronce y sangre de espada, todo de como un metal ardiente como la palabra HORROR, o un pétalo del pecho de las doncellas.

Pequeña eres, pero las más rotundas catedrales se te parecen exactamente, su espanto elemental, tremendo, de bosque enorme y de caverna de Dios, su atmósfera de relámpagos, su actitud de mundo y de fruta de sol te rodean, a ti, preñada, embarazada de iluminación y congoja.

El amor sangre, el dolor sangre, el terror sangre, el fuego sangre, el agua sangre, ruge en el clan mínimo y de flor, que es tu cuerpo, a cuyo potencial de número, todas las fuerzas del universo convergen, de la misma manera de las ovejas al matadero, exactamente como el toro al cual van a degollar escupe el cuero del lazo, y gozan las palomas, orinando al atardecer lugareño, a la orilla de las enormes e hirvientes marmitas.

Una gran mirada negra echa a volar azúcar y habas santas, desde tu faz querida, en la cual comienza el crepúsculo a afilar su cuchara de armiño, y la lluvia madura te cubre con su vestido de naranjas, mientras las hojas caídas del mundo te picotean los zapatos desesperados.

Yo era un joven mancebo y un guerrero de Satanás, tú, aquella siempre heroína triste, acribillada por los sueños espesos y desesperados, de la gran alga marina que se engendró con el horror que es el sexo y es el miedo y es el pavor de la infancia, atribulada por la virginidad, y los símbolos, acongojada por la mucha angustia, que significa la alegría, entre los cuales madura la profunda noche oriental, entre los cuales se desnudan las señoritas, entre los cuales un acordeón acaricia a una paloma, y emerge un potro rojo, acariciando yeguas negras, adentro del potrero de tabaco y anémonas, que, como un lobo que se mordiese el corazón, empieza a la ribera del lecho de fuego de los adolescentes, cruzado por un río de vino, en el que retozan cien amantes; te rodeé de caricias indescriptibles y canto de tinajas, que hervían amargos caldos milenarios, medio a medio de la inmensa noche coagulada, rugiendo, de formidables animales de la antigüedad y grandes fantasmas, que alargan la garganta funeral, por dentro de la tempestad de doctrinas y murallas que, inmensamente, se derrumban, generando el aparato del estilo, como el corazón de Dios entre ortigas podridas; los sapos plagiarios, los culebrones que ordeñan cocodrilos, que educan tiburones, para escribir como elefantes, el orangután versificador, las ranas sagradas nos arrinconaron, nos mordieron, nos acorralaron contra nosotros, fuera de la ley, como vagabundos o santos, furiosos o extranjeros o asesinos de la sociedad, o héroes, nos ladraron, animándonos su gran perro amarillo, su gran cielo invertido de batracios, y nos engrandecieron, nos chorrearon de infinito y padecimiento, otorgándonos el origen de la inmortalidad y el destino, con todo su odio, adentro del cual gruñía el chanchito de Sardanápalo; así, enormes, sobre razones acumuladas, nos crecieron estos tremendos elementos del lenguaje, que son finados despellejados, que aúllan, amamantados por antiguos dioses, cosas y climas sin desfigurarse, clamando, y, entre cuyos dientes, brillan la pupila de la unidad y sus síntesis, sangrienta y atronadora; mamando leche de serpientes o degolladores, nos criamos, pastoreando chacales y leones rojos, aunque un gallo bramaba, en todo lo tremendo del maderámen, hacia los cuatro vientos y los cuatro mundos de la humanidad, grandiosamente, heroicamente, furiosamente, cuando tú llorabas a la inmortalidad, echada en su automóvil incendiado, a las riberas del gran clan familiar, circularon las arañas declamando una gran tiniebla, que les salía del estómago, el alacrán pelado y antropófago del calumniador y el difamador, en puntillas, el que él arrastra, ensombrecido, las entrañas de Dios, gritando, entre las magníficas, mortales mandíbulas, el comerciante en corazones, nos aulló en los grandes crepúsculos verdes, y el cadáver del dolor nos bramó, desde los tejados, entre murciélagos y anónimos, descolgándose, desde el Poniente, con bastante y mucha gran furia.

Huevo de violeta, laguna de aguja, puño de cigarra, a ti convergen los niños difuntos de Bernardo O’Higgins, a pedir su ración de palomas y novelas, yo te comparo, gran incomparable, a la Revolución Bolchevique.

Tragedia de sol, espada, el orégano de las victorias te destina sus augustas admoniciones.

El toronjil y el arrayán del arrollado clamoroso y sacrosanto, la hierbabuena, que parece una viuda de pueblo o una cuba de trigo feudal, y las pataguas con su conversación de señoras del Sur, la dichosa canción del cedrón provinciano, del limón y los canelos de religión, lagrimeada por la alfalfa, los queltehues, en blanco y negro de aterrada manta araucana, y los pidenes que remuelen, grandiosamente, el anochecer nacional, enarbolando su escupitajo, como los soldados de la República, el vestido de greda de pena de la menta acariciado por las loceras de Quirihue, los rotos con tordos y matico del país, te sonríen, en familiar gramática, a la cual responde la cueca morena del matrimonio, que inventamos, desde el origen del entendimiento.

Un bramido frutal fue tu vientre, cruzado de alas, cargado de savias elementales, si el buitre del Señor te mordió las entrañas con la maternidad copiosa del castaño, y el horror nos persiguió desde los cementerios, mi corazón te exprime como un racimo de guitarras.

Recuerdas la cabellera del océano, olorosa a libertad y a mundo mundo, la sal animal del mar, sus vientos sexuales, cargados de orígenes y cochayuyos venturosos, de universos sepultados y enormes palomas de substancia, el gran cristal quebrado en los mariscos, que son la risa bendita y las vísceras, entregándose, boldos o pianos submarinos de la forma, ella, que emerge, sola, sangrienta, rota, atronadora, desde la multiplicidad de lo discontinuo, clamando el cosmos por el caos por el cosmos, ansiando la matemática y el terrible orden, como un animal muerto, a la siga de su madre, o Thor saliendo solo del todo, y haces resollar la humanidad en la naturaleza, enormemente organizada como mito.

Tú, en las placentas de la vida bárbara, escuchando el crecimiento de las apariencias, la mística feroz de los fenómenos, el español de ladridos tremendos, que estalla en imágenes.

Aldea de domingo, tinaja de agosto, religión de Chile, escarbo los vocabularios lacustres, para decirte la bestial medalla despavorida, rememoro los alfabetos místicos, donde los dioses son cebollas o choapinos o culebras, o lagos inmensos, habitados por castellanos de alcohol, poblados de presagio de lo fabuloso macabro y las tinieblas de Dios, o andrajos o colchones desventurados, que deslumbran.

Terror del animal tabú, lo voy siéndolo, tabú, todo congojoso como el retrato del hombre, drama de plata, tú, y cumbre marina, gritando los peldaños de la Atlántida.

Pabellón de tristes y pobres, bayoneta colorada de la liberación comunista, figura polar, dilema y número.

Canto tu canto de ilustre material catedralicio, y te ofrezco, Winétt, mis manos cortadas de capitán, bramando estas letras negras del conjuro...

viernes, 3 de enero de 2014

Enrique Lihn - Monólogo de un padre con su hijo de meses.


Nada se pierde con vivir, ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu medida
Lo hemos hecho en sombra por amor a las artes de la carne
pero también en serio
pensando en tu visita como en un nuevo juego gozoso y doloroso;
por amor a la vida, por temor a la muerte y a la vida,
por amor a la muerte
para ti o para nadie.

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta como a nosotros este doble regalo que
te hemos hecho y que nos hemos hecho.
Cierto, tan sólo un poco del vergonzante barro original,
la angustia y el placer en un grito de impotencia.
Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza del huevo,
a plena luz, ligero y jubiloso, sólo un hombre:
la fiera vieja del nacimiento, vencida por las moscas, babeante y rebosante.

Pero vive y verás el monstruo que eres con benevolencia
abrir un ojo y otro así de grandes,
encasquetarse el cielo, mirarlo todo como por adentro,
preguntarle a las cosas por sus nombres
reír con lo que ríe,
llorar con lo que llora,
tiranizar a gatos y conejos.

Nada se pierde con vivir, tenemos todo el tiempo del tiempo por delante
para ser el vacío que somos en el fondo.
Y la niñez, escucha:
no hay loco más feliz que un niño cuerdo
ni acierta el sabio como un niño loco.
Todo lo que vivimos lo vivimos ya a los diez años más intensamente;
los deseos entonces se dormían los unos en los otros.
Venía el sueño a cada instante,
el sueño que restablece en todo el perfecto desorden
a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;
allí en ese castillo movedizo eras el rey, la reina, tus secuaces,
el bufón que se ríe de sí mismo,
los pájaros, las fieras melodiosos.

Para hacer el amor allí estaba tu madre
y el amor era el beso de otro mundo en la frente,
con que se reanima a los enfermos,
una lectura a media voz,
la nostalgia de nadie y nada que nos da la música.

Pero pasan los años por los años y he aquí que eres ya un adolescente.
Bajas del monte como Zaratustra a luchar por el hombre contra el hombre:
grave misión que nadie te encomienda;
en tu familia inspiras desconfianza,
hablas de Dios en un tono sarcástico, llegas a casa al otro día, muerto.
Se dice que enamoras a una vieja, te han visto dando saltos en el aire,
prolongas tus estudios con estudios de los que se resiente tu cabeza.
No hay alegría que te alegre tanto como caer de golpe en la tristeza
ni dolor que te duela tan a fondo como el placer de vivir sin objeto.
Grave edad, hay algunos que se matan porque no pueden soportar la muerte,
quienes se entregan a una causa injusta en su sed sanguinaria de justicia.
Los que más bajo caen son los grandes,
a los pequeños les perdemos el rumbo.
En el amor se traicionan todos,
el amor es el padre de sus vicios.
Si una mujer se enternece contigo le exigirás te siga hasta la tumba,
que abandone en el acto a sus parientes,
que instale en otra parte su negocio.

Pero llega el momento fatalmente en que tu juventud te da la espalda
y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues a salto de ojo,
inmóvil, en una silla negra.
Ha llegado el momento de hacer algo parece que te dice todo el mundo
y tú dices que sí, con la cabeza.
En plena decadencia metafísica caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,
impecablemente vestido,
con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida,
dispuesto a todo.
El esquema que te hiciste de las cosas hace aire
y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio.
De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua.
Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives:
eres, por fin, un hombre entre los hombres.

Y así llegas a viejo como quien vuelve a su país de origen después de un viaje interminable
corto de revivir, largo de relatar,
te espera en ti la muerte, tu esqueleto con los brazos abiertos,
pero tú la rechazas por un instante,
quieres mirarte larga y sucesivamente en el espejo que se pone opaco.
Apoyado en lejanos transeúntes vas y vienes de negro,
al trote, conversando contigo mismo a gritos, como un pájaro.
No hay tiempo que perder, eres el último de tu generación en apagar el sol
y convertirte en polvo.

No hay tiempo que perder en este mundo embellecido por su fin tan próximo.
Se te ve en todas partes dando vueltas en torno a cualquier cosa como en éxtasis.
De tus salidas a la calle vuelves con los bolsillos llenos de tesoros absurdos:
guijarros, florecillas.
Hasta que un día ya no puedes luchar a muerte con la muerte y te entregas a ella,
a un sueño sin salida, más blanco cada vez, sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida,
lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio,
pensando en tu visita
para ti o para nadie.