miércoles, 25 de abril de 2012

Juan Rulfo - El Hombre.



El Hombre.

Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.
"Pies planos-dijo el que lo seguía-. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. “Así que será fácil."
La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: "No el mío sino el de él", dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.
Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: "Voy a lo que voy", volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
"Subió por aquí, rastrillando el monte -dijo el que lo perseguía-“.
Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia.
Y el ansia deja huellas siempre. “Eso lo perderá."
Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba.
Sacó el machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz.
Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje.
Se chupó los dientes y volvió a escupir. El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: "Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas".
Oyó allá atrás su propia voz.
"Lo señaló su propio coraje -dijo el perseguidor-. El ha dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca... "Eso sucederá cuando yo te encuentre."
Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche. La tierra se había caído para el otro lado.
Miró la casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo.
Se enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
El que lo perseguía dijo: "Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños; después del 'Descansen en paz', cuando se suelta la vida en manos de la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe".
"No debí matarlos a todos -dijo el hombre-".”Al menos no a todos".
Eso fue lo que dijo.
La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde.
No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo.
El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se persignó hasta tres veces. "Discúlpenme", les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación y el machete estaba mellado: "Ustedes me han de perdonar", volvió a decirles.
"Se sentó en la arena de la playa -eso dijo el que lo perseguía-.”
Se sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.
"El hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda."
"No debí haberme salido de la vereda -pensó el hombre.” Por allá hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo.
Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó". Luego añadió:"No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro."
"Te cansarás primero que yo”. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí -dijo el que iba detrás de él-. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues."
"Este no es el lugar -dijo el hombre al ver el río-“Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca".
Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.
"Caminaré más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar."
"Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte”.
“Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos".
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca.
La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. "Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1 vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración.
Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme.
Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano."
"No debí matarlos a todos -iba pensando el hombre-“. No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara...
Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.
“La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche."
El hombre entró a la angostura del río por la tarde. El sol no había salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era después del mediodía.
"Estás atrapado -dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río-“. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala.
Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición.
Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días.
“No importa el tiempo. Tengo paciencia."
El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. "Tendré que regresar", dijo.
El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.
"Hijo -dijo el que estaba sentado esperando-: no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo."
El hombre recorrió un largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre.
"Creí que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa."
"Discúlpenme la apuración", les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.


Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones.
Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después rebasó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que alguien lo estaba espiando.
Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.
"¿Qué traerá este hombre?", me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga.
Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá abajo, echando buches de agua hasta desentriparse.
Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido.
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.
Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí bien tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted.
No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.
La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.
Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrimó y me dijo:"¿Son tuyas esas borregas?" Y yo le dije que no. "Son de quien las parió", eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar.
Con decirle que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.
¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi?
De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las piernas: "Camino y camino y ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros." Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.
Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.
"El animalito murió de enfermedad", le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no sé nada. ¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ahora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y dice usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa.
Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo.
¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino.
El sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.
Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.  

lunes, 16 de abril de 2012

Vladimir Maiakovski - Adolescente.



Adolescente.

La juventud tiene mil ocupaciones.
Estudiamos gramática hasta atontarnos.
A mí,
me echaron del quinto año,
y fui a apolillar las cárceles de Moscú.

En nuestro pequeño mundo doméstico,
para las camas aparecen poetas de pelo rizado.
¿Qué saben estos líricos anémicos?

A mí, pues,
me enseñaron a amar en la cárcel.
¿Qué vale comparado con esto,
la tristeza del bosque de Boulogne?
¿Qué vale comparado con esto,
los suspiros ante un paisaje de mar?

Yo, pues,
me enamoré de la ventanilla de la cámara 103,
de la "oficina de pompas fúnebres".

Hay gente que mira al sol todos los días
y se enorgullece.
"No valen mucho sus rayos" -dicen.
Pero yo,
entonces,
por un rayito de sol amarillo,
reflejado sobre mi pared,
hubiera dado todo en el mundo.

domingo, 15 de abril de 2012

Charles Baudelaire - ¡A palos con los pobres!



¡A palos con los pobres!


Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.
Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.

viernes, 13 de abril de 2012

Conde de Lautréamont. (1846 - 1870)



(Extraído del Canto I de los Cantos de Maldoror, 1869)


El hermano de la sanguijuela caminaba a lentos pasos por el bosque. Se detiene varias veces, abriendo la boca para hablar. Pero, cada vez que lo intenta, se le hace un nudo en la garganta y reprime el abortado esfuerzo. Por último, exclama: «Hombre, cuando encuentres un perro muerto boca arriba, apretado contra una esclusa que le impide partir, no vayas, como los demás, a tomar con tu mano los gusanos que brotan de su hinchado vientre para mirarlos con asombro, abrir una navaja, y despedazarlos en gran número diciéndote que tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio buscas? Ni yo ni las cuatro aletas natatorias del oso marino del océano Boreal hemos podido resolver el problema de la vida. Ten cuidado: la noche se acerca y estás ahí desde la mañana. ¿Qué dirá tu familia, con tu pequeña hermanita, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, y reemprende el camino que lleva a donde duermes... ¿Quién es ese ser, allí, en el horizonte, que osa aproximarse a mí, sin miedo, a saltos oblicuos y accidentados? ¡Qué majestad, mezclada de una dulzura tan serena! Su mirada, aunque dulce, es profunda. Sus enormes párpados juegan con la brisa, y parecen vivir. No le conozco. Al mirar fijamente sus ojos monstruosos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez desde que succioné los secos pechos de aquello que denominan madre. Tiene como una aureola de deslumbrante luz a su alrededor. Cuando ha hablado, toda la naturaleza ha enmudecido y ha experimentado un gran estremecimiento. Puesto que le place venir a mí, como atraído por un imán, no me opondré a ello. ¡Qué hermoso eres! Me disgusta decirlo. Debes de ser poderoso, pues tienes un rostro más que humano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas; prefiero ver una serpiente, enroscada alrededor de mi cuello desde el comienzo de los tiempos, que tus ojos. Pero... ¡cómo!... ¡Eres tú, sapo!... ¡enorme sapo!... ¡infortunado sapo!... ¡Perdóname!... ¡perdóname!... ¿Qué vienes a hacer a esta tierra donde moran los malditos? ¿Y qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas para tener tan dulce aspecto? Cuando descendiste de lo alto, por una orden superior, con la misión de consolar a las diversas razas de seres existentes, te abatiste sobre la tierra, con la rapidez del milano, sin tener las alas fatigadas por esa larga, magnífica carrera; ¡yo te vi! ¡Pobre sapo! Cómo pensé, entonces, en el infinito al mismo tiempo que en mi debilidad. "Uno más que es superior a los de esta tierra –me dije–; y eso, por voluntad divina. ¿Por qué no yo también? ¿A qué viene esa injusticia de los decretos supremos? ¿Tan insensato es el Creador? Sin embargo, es también el más fuerte, cuya cólera es terrible." Desde que ante mí apareciste, monarca de los estanques y los pantanos, cubierto de una gloria que sólo a Dios pertenece, me has en parte consolado; ¡pero mi razón vacilante se abisma ante tanta grandeza! ¿Quién eres pues? ¡Quédate, oh, quédate todavía en esta tierra! Repliega tus blancas alas, y no mires a lo alto, con tus párpados inquietos... ¡Y si te vas, partamos juntos!». El sapo se sentó sobre sus muslos posteriores (que tanto se parecen a los del hombre) y, mientras las babosas, las cochinillas y los caracoles huían ante la vista de su enemigo mortal, tomó la palabra en estos términos: «Maldoror, escúchame. Observa mi rostro, calmo como un espejo; creo poseer una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde entonces, nunca he traicionado la confianza que en mí habías depositado. No soy más que un simple habitante de los cañaverales, es cierto, pero, gracias a tu propio contacto, tomando sólo aquello que de bello había en ti, mi razón se ha engrandecido, y puedo hablarte. Me acerqué a ti para apartarte del abismo. Aquellos que se dicen tus amigos te observan golpeados por una gran consternación cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias, o apretando, con dos muslos nerviosos, ese caballo que sólo galopa en la noche mientras lleva a su dueño fantasma envuelto en un largo manto negro. Abandona esos pensamientos, que dejan tu corazón vacío como un desierto: son más ardientes que el fuego. Tu espíritu está tan enfermo que no lo advierte, y crees hallarte en tu estado natural cada vez que de tu boca brotan palabras insensatas, aunque llenas de infernal grandeza. ¡Infortunado!, ¿qué has dicho desde el día de tu nacimiento? ¡Oh, triste resto de una inteligencia inmortal, que Dios había creado con tanto amor! No has engendrado nada salvo maldiciones, más horrendas que la visión de panteras hambrientas. ¡Preferiría tener los párpados cosidos, mi cuerpo privado de piernas y brazos, haber asesinado un hombre, antes que ser tú! Porque te odio. ¿Por qué tienes ese carácter que me asombra? ¿Con qué derecho vienes tú a esta tierra para ridiculizar a aquellos que la habitan, podrido despojo, agitado por el escepticismo? Si no estás a gusto, debes regresar a las esferas de las cuales has venido. Un habitante de las ciudades no debe residir en la aldea, como un forastero. Sabemos que, en los espacios, existen esferas más vastas que la nuestra, y cuyos espíritus tienen una inteligencia que nosotros no podemos siquiera concebir. Pues bien, ¡vete! ¡Retírate de este suelo móvil! ¡Muestra por fin tu esencia divina, que hasta hoy has ocultado, y dirige, lo antes posible, tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que nosotros no envidiamos, orgulloso de ti! Pues no he llegado a saber si eres un hombre o más que un hombre. Adiós pues; no esperes ya encontrar al sapo en tu camino. Has sido la causa de mi muerte. Parto hacia la eternidad, para implorar tu perdón».

sábado, 7 de abril de 2012

Friedrich Nietzsche - ¡Solamente loco! ¡Solamente poeta!




¡Solamente loco! ¡Solamente poeta!


(Extraído de Ditirambos Dionisíacos, 1888)


Con el desvanecerse de la luz,
cuando ya el consuelo del rocío
se filtra en la tierra,
invisible, inaudible
—pues delicado calzado lleva
el consolador rocío, como todo dulce consuelo—
entonces recuerdas, tú recuerdas, ardiente corazón
cuan sediento estuviste
de lágrimas celestes y gotas de rocío,
abrasado, cansado, sediento,
mientras en sendas de amarilla greda
miradas malignas del sol crepuscular
a través de la negra arboladura en torno a ti corrían,
deslumbrantes, maliciosas, abrasadoras miradas del sol.

«¿Tú el pretendiente de la verdad?» —así se burlaban—.
«¡No! ¡Sólo un poeta!
un animal astuto, saqueador, rastrero,
que ha de mentir,
que premeditadamente, intencionadamente
ha de mentir,
multicolor enmascarado,
máscara para sí mismo,
presa de sí mismo,
¿es eso el pretendiente de la verdad?...

¡Solamente loco! ¡Solamente poeta!
solamente un multicolor hablar,
hablar polícromo de enmascarado bufón,
que trepa por mendaces puentes de palabras,
sobre un arcoiris de mentiras
entre falsos cielos
deslizándose y divagando.
¡Solamente loco! ¡Solamente poeta!...

¿Es eso el pretendiente de la verdad?...
No inmóvil, rígido, liso, frío,
trocado en estatua,
pilar de dios;
no erigido ante templos,
atalaya de dios;
¡no! Hostil eres a tales ejemplos de virtud,
más recogido te hallas en el desierto que en los templos,
audaz como los gatos
saltas por todas las ventanas
¡husch! y en toda oportunidad,
husmeas toda selva virgen,
tú que por selvas vírgenes
entre fieras de polícromos pelajes
pecadoramente sano y bello y multicolor corrías,
con lascivos belfos,
feliz con el escarnio, feliz en el infierno, feliz y sanguinario
furtivo, ladrón, mentiroso corrías...
O semejante al águila
que fija su mirada largamen sus abismos...
—¡oh, girar como ella hacia abajo,
hacia el fondo, hacia adentro,
hacia profundidades más profundas cada vez!—

Entonces,
súbitamente,
en vuelo vertical,
trazo precipitado,
caer sobre corderos,
hacia abajo, voraz,
ávido de corderos,
odiando toda alma de cordero,
odiando furiosamente todo lo que parezca
virtuoso, borreguil, de lana rizada,
necio, con leche de oveja satisfecho...

Así,
aguileños, leopardinos,
son los anhelos del poeta,
son tus anhelos entre miles de máscaras,
¡tú, loco!, ¡tú, poeta!...

Tú que consideras al hombre
tanto dios como oveja—,
desgarrar al dios en el hombre
como a la oveja en el hombre
y desgarrando reír—
¡ésa, ésa es tu felicidad! ente en los abismos,
¡felicidad de leopardo y águila,
felicidad de loco y de poeta!»...

Con el desvanecerse de la luz,
mientras la hoz de la luna
se desliza verde y envidiosa
entre rojos purpúreos,
—hostil al día,
segando a cada paso
las guirnaldas de rosas
con sigilo, hasta que se hunden,
pálidas, en el seno nocturno:
así caí yo mismo alguna vez
desde mi desvarío de verdad,
desde mis días afanosos,
del día cansado, enfermo de luz,
—caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,
abrasado y sediento
de una verdad.

—¿recuerdas aún, recuerdas tú, ardiente corazón
cuan sediento estuviste?—
¡sea yo desterrado
de toda verdad!
¡Solamente loco! ¡Solamente poeta!...