Hasta que
comienza a firmarse gonzaloarango y se encuentra con Amílcar en La Bastilla,
que es un café de Medellín.
Cuando el joven
Gonzalo Arango Arias abandonó la universidad para entregarse a la literatura,
se retiró a una finquita de unos parientes suyos, acompañado por un perro viejo
y una calavera, robada en el cementerio de San Pedro de Medellín, que le
recordara sus ensueños de gloria. Solamente comían naranjas, me contaba, él y
el perro porque la otra ya había comido; don Paco Arango, su padre, fue a
visitarlo, preocupado. Y no le gustó ni cinco lo que vio: el joven poeta
macilento y amarillo, el amasijo de huesos ácidos amargamente despelambrado, se
entregaba a escribir una novela. El título decía todo. Se llamaba Después del
hombre.
En esos pueblos
necesitados de Antioquia entonces, parroquias mineras agotadas, pedreros de ilusiones,
cafetales, y entre esas gentes cerreras y desconfiadas, breñosas y prácticas,
un escritor era un bicho de lo más raro, una pérdida de tiempo. Don Paco que
era como todos los pacos de esos pueblos, cándido, crédulo, sensato y obvio, le
rogó compungidamente que se dejara de pendejadas, que volviera a la universidad
más bien, que terminara el derecho. Gonzalo permaneció inflexible. Tenía que
terminar de escribir esa novela antes de pensar en otra cosa. Mi vida está
puesta ahora en la literatura, papá, no hay nada que hacer, le dijo. Don Paco
resignado le contestó: Bueno mijo, entonces siga escribiendo si quiere;
solamente le voy a pedir una cosa: que sea siempre un hombre bueno.
No conocí a don
Paco pero me lo imagino, trabajador y piadoso. La anécdota lo pinta de alma
entera. De Gonzalo puedo decir que no es fácil hallar en este mundo cuadrado
personas desplegadas como él, sin pliegues. Siempre intentó ser fiel al ruego
de su padre.
Es difícil
aceptar que los amigos se mueren y que pasarán estas montañas; no me acostumbro
a pensar que es ahora un puñado de cosas inertes, azufre y cal, el polvo que
levantan los veranos. Nunca podré convertirlo en potasio literario. Para mí es
irremediablemente más que una ficha bibliográfica, que una mosca en la sopa de
letras, que un poeta fichado y alfabéticamente muerto. También es el soplo de
la presencia arrebatada de mi lado por la irresponsabilidad de los dioses, la
gracia de un amigo sobre esta tierra ametrallada de odios, con quien
compartimos el privilegio de un instante dorado que pasó, no, que permanece en
el tiempo de la memoria por el milagro del amor. La palabra inventada por
Gonzalo y que nosotros también convertiríamos en nuestro santo y seña,
nadaísmo, no es apenas una simple aventura literaria en la cual comprometimos
el alma hasta el último hueso, sino el negocio afortunado y azaroso en el que
invertimos la moneda de oro de la vida. No me costará esfuerzo ser imparcial.
El amor nos permitirá ser desapasionados.
El proyecto es
el de una realidad separada, preparada, contra los trazos marchitos de la
costumbre, la blanda cortesía del acomodamiento, el código del reloj geométrico
y productivo que nos vampiriza, el sopor mecánico de las esponjosas apariencias
rutinarias donde estamos atrapados como moscas hasta que se produce la
revelación de la poesía de lo maravilloso cotidiano. La biografía de un
artista, la más exhaustiva como el menor boceto, toda imagen provisional de él,
debería reflejar el desarrollo de la construcción singular, la generación y la
parábola de este ambiente mejorado. El artista es el hombre, el alma y el
sentido drásticamente impuestos a la naturaleza.
El nadaísmo fue
para Gonzalo Arango el espacio inventado, suficiente y gastado, de la brega por
conquistarse contra las sucesivas ilusiones de sí mismo. Su obra es el hombre
que consiguió hacerse. La algarabía, el manifiesto porfiado de la propia
presencia, la afirmación desvergonzada que no tiene miedo de equivocarse
mientras arde, el hervidero de volubilidades son las quimeras de camino de uno
que se persiguió encarnizadamente. “Ser cada día diferente es la manera de ser
fiel a sí mismo.” (Adangelios, Bogotá, Editorial Montaña Mágica). Que recoge el
eco de su brujo mentor, Fernando González: “El hombre que no se contradice es
porque está muerto”.
Los amigos de
Gonzalo Arango fuimos testigos próximos y atónitos de las trágicas erosiones de
sus entusiasmos, el desmoronamiento de los galopes en la sima, del recambio de
piel de cada año; inexplicablemente para nosotros, a veces una simple palabra
recogida del aire, la charla ocasional de un panadero, un verso o el encuentro
con una mujer lo revolcaba todo en él... y simplemente cambiaba de dirección y
de vida, como si la rebelión y el asco contra el estado de cosas por la utopía
de sí mismo, comprendiera la ciega confianza también, la sumisión a los guiños
de la realidad que nos atrae a la secreta vocación. El propósito está impreso
detrás del caleidoscópico fluir de las tentaciones y los augurios que hay que
saber leer, seguir... o preceder como a las cruces. Cada día es una alucinación
nueva. Todo mañana utopía. Cada instante la entrada en una isla sagrada que
tampoco existe. Ninguna dura. Porque el ser es la búsqueda. De encantamiento en
desencanto de sirenas. Un día me dijo frente a un cementerio: La muerte no
existe. ¡El colmo de las ganas de inventarse!
Los que se
sienten encarnados en un destino parecen desvalidos y sombríos, pero son
contagiosos e impregnantes. Y tienen un intenso poder para alterar la vida de
aquéllos que se les acercan atraídos por el tormento del sediento. Gonzalo
Arango suscitaba desde la universidad adhesiones apasionadas y mezquinos
rencores, celos y entusiasmo. Por su parte sabe distinguir a sus amigos y
buscar a sus enemigos donde los necesitaran sus incendios justicieros. El
Profeta, se hizo llamar. No era una broma nadaísta. Se sentía sembrado en el
poder de la misión.
El nadaísmo era
una técnica también, para la percepción de lo maravilloso cotidiano. El hábito
exaltado. No tenemos sentido. La maguería era darnos sentido y sacarle el jugo
a las incertidumbres.
“Son de
Medellín, más de cuatro, pero sólo sobresalen cuatro por ahora. gonzaloarango,
agitador principal del movimiento y el mayor del grupo (26 años) que escribe su
nombre y apellido en una sola palabra y con minúscula, y Amíncar (sic),
Guillermo y Alberto, que no usan apellido. Se llaman nadaístas porque no creen
en la nada y porque todo les importa nada, excepto la poesía. Son poetas, al
menos de confesión y están escribiendo su poesía. Todavía no tienen una
definición completa de doctrina, la están elaborando y se encuentran en vías de
publicar el consabido manifiesto, inédito aún por falta de plata, según ellos
dicen”. Con notas como ésta aparecida en Cromos el 28 de julio de 1958
(ilustrada con fotos de Alberto Escobar, Guillermo Trujillo, Amílcar Osorio y
Gonzalo), comenzó a irradiarse el nadaísmo en Colombia, eso que nadie supo lo
que fue, si un cuerpo de ideas, un brote de locura, la poesía nueva, un
fenómeno sociológico de la miseria o un perfume en una fábrica de martillos.
Gonzalo Arango había nacido en Andes, Antioquia, en 1931, en una de esas
familias antioqueñas como dicen allá, de blancos pero honrados y honrados pero
pobres, su padre era el telegrafista del pueblo, se llamaba Francisco y le
decían Paco, y la madre, doña Magdalena Arias se encargaba de las labores de la
casa que es como llaman en Antioquia el claro oficio de dar a luz y criar a los
hijos. Trece tuvo doña Magdalena. Gonzalo el menor. Una misionera seglar, no
faltan las gentes de iglesia entre estas castas, un contabilista, siempre
alguno ha de entender de números en estas familias incontables, uno que hacía
política en el Chocó, un comerciante en Buga, algunas señoras de costura y
chocolate... los Arango también tuvieron su loquito —o así lo veían ellos— la
ñaña, que se metió a poeta...
Las ovejas
negras (o poéticas) de estas aristocracias de la paciencia comienzan por ser
promesas de la estirpe, el pichón de cura que llegará a obispo o el cachorro de
abogado que ascenderá a intrigante. Gonzalo fue el cachorro hasta cuando
abandonó el derecho —por una siniestra inclinación a torcerlo todo, confesó más
tarde, y fascinado por los entierros ralos y dignos de los pobres que subían al
cementerio de San Lorenzo que era en Medellín el enterradero de la anónima
mayoría, los de ruana, detrás de cuyos féretros se iba, atisbando, como hubiera
dicho Fernando González, las agonías. Se empuerca cada vez más en la brega política
municipal. Debe esconderse como un criminal. Pierde su juventud, piensa en casa
consternado. Y de ñapa, les funda el nadaísmo (era como para que perdiera del
todo las esperanzas doña Magdalena) y en Medellín, para ajustar, la Ciudad
Pacata de Colombia, Eterna Primavera de la Hipocresía, la Asustadiza y Cruel y
Vengativa y Corrompida y Rezandera, Roma de las Rifas y las Trampas, regida
hasta hoy por los enredijos de rata del tanto por ciento y el cuánto me debés.
(Cómo la queremos.)
Por una diabólica
simplificación los antioqueños confunden el misterio de un destino con la
ramplonería del oficio, la vivencia con la supervivencia, un lugar en este
mundo con una casilla en la nómina; la meta es acomodarse y la virtud medrar.
Eldorado del paisa es culminar una carrera o alcanzar el éxito —que para ellos
es el triunfo en los tejemanejes del trueque, la compraventa y el contrabando.
Esto angustia, es tétrico e insalubre para crecer, afea y ennegrece la juventud
y el aprendizaje de la aritmética, ciencia esencial entre tenderos, reino de la
bárbara sensualidad, entendedor del mundo como acumulación y ruido, acción y
excremento.
En Andes Gonzalo
se destaca entre sus condiscípulos por su dedicación, en la universidad también
se gana los premios al mejor lector de la biblioteca, brilla su charla, atrae y
gusta. Pero el estudio sigue siendo lo único que importa, después de Dios y la
Patria, y como éstos, se soporta sin chistar, hay que tomarlo en serio. Somos
conscientes de la responsabilidad de amoldarse y de ser eficientes cumplidores.
Hasta cuando finalmente muchos libros comienzan a minar el rendimiento
académico y nos damos cuenta de que vivimos la muerte disimulada por los
espejos, el paisaje del pasado de repostería, las promesas del paraíso
final..., si aguantamos, y comprendemos que la mítica arcadia antioqueña de
todo el maíz y Gregorio Gutiérrez González, el heroísmo de la raza jamás
existieron o existen solamente para justificar vergüenzas, encubrir injusticias
añosas, callar solapadas violencias eternas. Dios no existía. El cielo está
vacío. O en todo caso nuestro Dios no podía ser el mismo que alumbraba la poca
caridad de los desequilibrios. A los fusilados se los tragaba la noche, los
ríos borrachos, para que no estorbaran de día sobre la tierra. Y los contaban
las campanas sin nombrarlos. Eso decían las sombras. Los silencios. Y los
cuentos de las viejas sirvientas venidas del campo. A veces el busto del Indio
Uribe del patio del Liceo amanece abatido por las hordas. Qué significa eso.
Uno no puede hacer nada. Uno asiste a la escuela. Canta los himnos consabidos.
E iza la bandera los sábados (si le va bien). Uno vagabundea por la plaza como
una hoja desprendida del árbol, va a la iglesia, es irreal, se santifica, peca,
duda, obedece, crece, no sabe si es bastante bueno y, sobre todo se aburre como
una piedra sobre una mesa, cuando no está temblando...
El río nos
lavaba la mugre racional, la costra de deberes del catecismo, la oratoria de
aludes de azufres dominicales consagrados. La libertad abierta del campo, los
vientos aromados, nos amparan momentáneamente de la norma mortal. Nos devolvían
el paraíso de la inocencia perdida en el juego de las negras obligaciones.
Así aprendimos a
sentir la vida intelectual como padecimiento. La reflexión singular acerca del
mundo como rebeldía. La sensación limpia del cuerpo como pecado. Las
aspiraciones al ser como orgullo. En el callejón sin salida, el problema era
cómo convertir el sentimiento de pecado en inocencia... Para Gonzalo Arango,
arrancado de la naturaleza, de su pueblo en el campo, el arte realiza la única
libertad posible. Es su nostalgia de la desnudez antigua: “helechos con olor a
leche / leche con olor a madre... y el amor como una puerta que abre la casa
del alma.” (Fuego en el altar, Plaza y Janés.) La naturaleza contra el arte, la
naturalidad frente a la disciplina moral, el amor por la madre, el regreso al
útero de Dios, a veces se sublima en manifiesto de lo primitivo: “Éramos reyes
y nos volvieron esclavos / Éramos hijos del sol y nos consolaron con medallas
de lata / Éramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras / Éramos
felices y nos civilizaron / ¿Quién refrescará la memoria de la tribu? / ¿Quién
revivirá nuestros dioses?/ Que la salvaje esperanza siempre sea tuya, querida
alma inamansable”.
Éramos más o
menos conscientes de que vivíamos una cultura de la muerte, el aburrimiento de
los cadáveres amojonados. Los horribles cuentos del folclor europeo que
arrullaban los insomnios de la primera infancia con malignidades, regalos envenenados,
manzanas de doble filo y criminales abandonos, y las otras narraciones densas
de nuestro folclor de monstruosidades, crueles descuartizamientos, cortes de franela,
antropófagas matanzas sacrílegas y grises vilezas corroboraban la opacidad del
sentimiento. Contra esta desesperanzadora negación de la felicidad de la carne,
contra esta civilización que se horroriza ante el amor, surgió el nadaísmo con
el poder de la juventud de acero del león y la alegre voluntad de encantar la
realidad, con ensalmos poéticos la norma letal desangrante, el degradante
sonambulismo vacío de fantasmas del orden establecido. Fernando González nos
decía: —Nacen para estudiar, estudian para conseguir trabajo, trabajan para
casarse, se casan para tener hijos y tienen hijos para morirse. Están muertos
desde el principio.
El nadaísta
tenía que ser la otracosa-nocosa, aunque fuera un fracaso florido de hombre
pero no la turbia expectativa del cadáver con los pasos contados en la
estadística, que se las tira de vivo en el circo del respeto humano.
La obra y la
vida de gonzaloarango y del Gonzalo Arango de después, están desgarradas por la
nostalgia del Gonzalo Arango de antes, de la libertad del río materno de la
adolescencia andina. El espléndido poeta urbano de los albores románticos del
nadaísmo no nos engaña: su goce de la ciudad es el padecimiento, la acepta y
cansa... pero el sentimiento está en la añoranza de las piedras del río del
salvaje sentir, la entrega a la pureza solar sin la elaborada malicia del
pensamiento, que purifica los pecados lunares y nocturnos del egoísmo lunar y
la razón. “Sería tan feliz allá, tan aterradoramente feliz, pero al precio de
mi alma. Desgraciadamente carezco de la hermosa virtud de preferir la felicidad
al sufrimiento creador. En fin, soy así y me rindo a la fatalidad irremediable
de no poderme soportar sin sentirme padecer en los infiernos del arte” (Cromos,
agosto de 1969).
—Y no traigas
libros—, me advertía cuando me invitaba a que rodáramos los ríos negros de las
selvas húmedas llenas de loros dadaístas, a las islas salvajes de las místicas
fantasías ecuatoriales, a siestear como lagartos o a cazar tesoros en el páramo
(demasiado superficiales siempre para las palas de dos poetas tan profundos o
al contrario).
Agricultor de
vocación, se declara en uno de sus primeros textos nadaístas.
La desgarrada
condición es auténtica, no simple mímesis de lecturas necias, sartrismo
tropical; arrojado en la ciudad-laberinto, desterrado viajero en las palabras,
prisionero de la jaula de conceptos culturales, cultuales, su condición es la
del niño-poeta-campesino-con-las-alas-del-río-cortadas, trasplantado a la ruda
ciudad competitiva y floreciente, a la cual no conseguirá adaptarse del todo ni
puede renunciar a ésta porque lo necesita, porque tiene una misión por cumplir
aquí. La palabra que la salvará de sí misma reside en él. Hasta el día de su
muerte los edificios de lánguidas culatas, encolmenados de ventanas iguales, le
recordarán tumbas ricas y pobres de la misma simétrica muerte rasera y
miserable del tener o no tener. El reino del poeta no es lo congelado, es la
montaña navegante, cambiante. Teme la ciudad rumbosa, se sumerge en ella
rencorosamente, es un extraño allí, pero allá solamente podrá entregar su
profecía de dudas y razones, la miel del miedo, el profeta bautizado en el río
pueblerino y que intenta regresar a éste por caminos tortuosos, sesgados,
haciéndose nadie, nada, ninguno, desolación, (¿Todos somos Ulises? ¿Cada vida
es un gran regreso? Algunos de nuestros amigos terminaron ciertamente
convertidos en unos cerdos incurables. Otros debieron perder la memoria porque
no puedo acordarme de ellos. Algunos se ahogaron en el naufragio de la
literatura. Gonzalo no sabía bailar. En cambio nadaba como un pez.)
Ve la ciudad,
(Fuego en el altar, página 94) como acorralamiento, enervamiento, alienación
enfermiza. Es la batalla encarnizada que hay que dar en el aire de armagedón de
las imprentas y las disputas, en las plazas patibularias, en el teatro de las
prostituciones convenidas... pero todos los años el cuerpo olvidado necesita
ser recuperado en el río, extraído de las tortuosas preguntas de tierra firme
de la trascendencia, los problemas del arte, las razones de la historia, el
espejismo del hombre moderno, la patria de la escritura. A cualquier parte, a
cualquier parte, con tal que sea fuera de este mundo, que decía el otro, a las
selvas de la locura, a las sierras adustas, al desierto de las iguanas, a los
hornos de Puertoberrío, a las bucólicas bahías, a las escarpadas desmesuras
antioqueñas llenas de tesoros, al Vaupés de árboles desgarbados y caños míticos
con nombres de dioses y diablos, al Amazonas donde dicen que nacen las nubes, a
los llanos monótonos como platos vacíos, a las islas donde los mares se muerden
la cola, a Villadeleyva. Lejos de los intelectuales, esa peste. Yo soy de otra
raza, me escribe un día.
Generoso en
todo, era también generoso con los dones líricos de la inocencia del río.
Regresaba siempre con las maletas llenas de cocos, con jaulas de loros y de
micos, hamacas, para sus amigos y para sus amores, trofeos de totumas, corbatas
chistosas, tabacos de contrabando, yerbas brujas, ron pirata.
Pero no tiene
escapatoria. La vida crítica, el compromiso, envenena el ángel contemplativo.
La inteligencia atormenta al animal feliz. El desapegado siempre volverá por el
oropel de sus sufrimientos. Siente el despojamiento como la deserción del deber
superior, ineluctablemente. La felicidad de las islas la contamina el
remordimiento de la claudicación. A veces el nudo intenta desatarse. Entonces
el poeta siente que poetiza el camino con la presencia, que es él mismo el
mensaje y el texto. La escritura está justificada si el poeta es defensor de
oficio de la vida, no el ocio de la palabra sino su acción. Y sin embargo, en
el mismo Fuego en el altar donde anuncia esta fe consigna: “Apacíguate guerrero
/ que no tendrás un pensamiento más / ni escribirás una palabra más / ni darás
a luz una esperanza nueva / de lo que está prescrito desde siempre en la
universal armonía. / Serénate viajero que aunque quieras / no engendrarás un sueño
más / ni morirás dos veces” (página 137).
Estos últimos
textos a fuerza de ser simples pizcas de un estado, representan para mí también
la ruptura esperada de Gonzalo Arango con la literatura después de haber
hundido el nadaísmo, son el testamento de un estado terminal del espíritu
egoísta, adonde había apuntado el pasado en sombras y atisbos. El texto deja de
ser según categorías estéticas: poema, sentencia, epigrama son ilusiones
diablistas y trampas de retorcida vanidad retórica, transmite sin adornos una
telegrafía de urgencia apocalíptica, sin tiempo para los versos adjetivos, o
huesos de apariencias: “No estamos aquí de paso / para pisotear las rosas / Ni
marchitar su aliento / de aromas sagrados / con nuestra razonable epilepsia
inquisidora / porque la tierra reverdecerá sin nosotros / pero nosotros sin
ella / no viviremos un instante” (Providencia).
El sexo es otra
puerta a la naturalidad salvaje. El deseo pica precozmente. Desgraciadamente el
amor como la literatura que es silencio y mensaje, solidaridad y soledad, ruido
y sentido, tiene dos caras: la entrega y el sacrificio. O construimos el deseo
o nos abandonamos a los objetos de sus ilusiones. El infierno lo venden las
prostitutas de la parroquia. Rita Machuca. “Vivía en el Cedrón donde tenía un
rancho de paja e iban los andinos a hacer sus primeras armas para la guerra y
bajaba todos los domingos ‘a surtir’ y de paso se pegaba unas perras del carajo
que paraban con la pobre Rita de culos en la cárcel, y otras veces se les
escapaba a los tombos y les gritaba como un ángel exterminador: policías
cacorros, coman culo, para coger a la Machuca tienen que comer mucho culo,
etc., dicho lo cual se perdía en los platanales, o sea en el agro, como diría
el agropecuario Manuel Mejía Nadal. Me acuerdo mucho de la Rita porque todos
los chicos del pueblo le hacíamos procesión hasta que los tombos la agarraban
de patas y manos, cual larga era, como de dos metros la maldita, de la familia
de los sauces llorones o de los ataúdes donde doy la medida de mi muerte. Amén.
La Machuca fue el pecado capital de mi infancia y juventud, no porque la haya
encamado, si no por lo mismo: porque todo se me fue en paja recordando su culo.
Olvidaba decirte que la Rita, cuando bajaba al pueblo, no usaba calzones para
hacerla propaganda a su trasero, la muy puta, que lo tenía muy bello, o al
menos a mí me parecía el infierno. Como sabes, mi mamá le había dedicado mi
castidad a la Santísima Virgen, pero ella se las arreglaba bien con el
telegrafista de Andes, o sea con don Paco, mi padre, que le hizo trece de
tacada, uno por cuaresma, sin contar los días festivos y las vacaciones de
diciembre.” (Gonzalo Arango, Correspondencia Violada, Colcultura, 1980, carta a
Jotamario, página 166). Que es como decir el estado espiritual del muchacho
antioqueño, allá y entonces, suspendido como cheque sin fondos entre el
infierno y el hechizo, el miedo cerrero al pecado y la belleza del placer del
condenado. Dragones y ángeles. Monstruos, lo mismo...
Mientras tanto,
el condenado lee todo lo que es posible leer en Andes, (allá, y en estos
tiempos): ripios de Freud, Vargas Vila, el Zaratustra de Nietzsche, Dumas,
D’annunzio, Alexis Carrel, Víctor Hugo, la tímida biblioteca de la parroquia,
la cándida e insuficiente del colegio que según el informante era una vitrina
con doscientos libros, donados por las viudas que no saben qué hacer con los
estorbos del doctor. Publica su primer trabajo en el periódico de su amigo
—amistad que se prolongará toda la vida— Jaime Jaramillo Escobar, sobre el
Quijote. Construye en el solar de su casa un nimia guarida de tablas donde se
encierra a leer. La caseta se llama La Isla. La Isla que será en su juventud el
nadaísmo. Y en su madurez la utopía de Providencia. Porque ante todo, para
hacerse el Otro es necesario permanecer idéntico a sí mismo en el cambio.
La violencia
encubierta, la falta de oportunidades, la estupidez de las persecuciones
políticas que dejan cesante al padre, la necesidad de educar adecuadamente a
los hijos, obligan a los Arango a emigrar a Medellín donde Gonzalo Arango
terminará el bachillerato en el liceo de la universidad de Antioquia. Allí se
hace amigo de Fernando Botero cuya desmesurada ambición paisa de entonces
consiste en comprarse algún día una tienda en Sonsón para poder pintar sin
preocupaciones, y pierde su virginidad intelectual, según dirá más tarde, con
la lectura de un tal Lamartine. Es un chiste. La lectura ocupa cada vez más
espacio en su vida. Sin embargo, aún aspira a diplomarse de abogado, y se
esfuerza en eso. Más Verlaine, Kafka, Mallarmé, Crimen y Castigo. Aliocha lo
deslumbra. Muchos años después firmaría como Aliocha su columna de la revista
Cromos. También, se hace bohemia dura. Persiste el anhelo de embrutecerse para
olvidar las dudas espinosas de la filosofía, los turbios paraísos artificiales
de la cultura. Entre las presiones del arte y el deber y la compulsión de vivir
su libertad inútil, siempre...
Un grupo de
estudiantes, escritores en ciernes algunos, frecuentan su tertulia. Sus
profesores lo aprecian y distinguen, alcanza cierta notoriedad en el ámbito
universitario. Le gusta impugnar, filosofar, descifrar. Participa activamente
en política durante la dictadura del general Rojas Pinilla, hace un programa en
la emisora de la universidad y publica en su revista, en los periódicos
provinciales, noticias acerca de libros y exposiciones, sobre su amigo Botero y
García Márquez y Faulkner, Mahfud Massis, Francoise Sagan, etc. Adhiere al Man,
Movimiento Amplio Nacional, es corresponsal del diario oficial en Antioquia,
suplente de la Asamblea Nacional Constituyente. Se inscribe en un pomposo
sindicato de artistas comprometidos con el dictador, conspira: Los jóvenes
escritores del sindicato conformado mayoritariamente por eminentes mamasantos,
sonetistas de arriería, narradores de costumbre, fraguadores de castas odas
marianas en los suplementos dominicales, aprovechan el puente que se toman en
sus fincas las momias clericales para asaltar la mesa directiva: en el peor
momento. Las vacas viejas gozan de la indiferencia de sus piscinas campestres
por lo que han olido: el general tambalea, el general está por caerse, el
general se cae, y hay desbandada general. Gonzalo es el único que se queda
cándidamente colgado de la brocha. Y se convierte por empecinamiento en el
blanco cordero expiatorio de la jauría frentenacionalista. Sitian su oficina.
El joven poeta Alberto Escobar Angel lo alimenta subrepticiamente. Una mañana
violan la oficina donde permanece escondido de la recocha democrática y se
salva al esconderse en el sanitario de las secretarias. Escapa al Chocó, al
Arma, disfruta del exilio selvático en fincas de sus amigos, siestea, vegeta.
Pronto el asilo selvático, el feliz ostracismo, la soledad, se llenará de
infelicidad. La exaltación de la naturaleza, el ocio gratuito del animal feliz
bajo el cielo ciego, se marchitan ante la angustia del futuro, le es
obligatorio pensar en lo que hará cuando el extrañamiento agrario se vuelva
insostenible. Prueba en Cali. Sobrevive mal. Duerme donde lo coge la noche, en
cantinas, plazas, oficinas de amigos, hoteluchos de putería. Se enamora y se
desenamora, lee, poesía francesa, los surrealistas, se hastía. Hace vida social
también, con los viejos rojistas ricos, arrepentidos y recién lavados, se
alimenta de café negro y desesperanza, costumbre a la que se aferra durante la
vigilia nadaísta que vendrá después, hasta cuando aparece Angelita para
cambiarle drásticamente la dieta recalcitrante con hígados de pollo, té inglés
y perversiones vegetarianas como la sopa de habas. En el fondo sabe que no le
quedará a la larga otro remedio que regresar a Medellín, y la perspectiva de
volver derrotado, vaciado de porvenir le hace retrasar el regreso. Tiene 25
años. Y el deshonor de haber servido a una causa perdida. Reviso su vida y me
doy cuenta de que lo apasionan estas causas. Se les apuntaba siempre fatalmente
(y además con una fe envidiable), a las candidaturas fracasadas, a los
presidentes corroídos por el desprestigio —al cual había contribuido a veces
con sus propios ácidos—, a la defensa en fin de los escritores olvidados o
repudiados, a los debates sin esperanza de justicia. Terco, agotaba la pólvora
sin importarle el costo, hasta exprimirse de argumentos y vaciar los cartuchos.
Alma difícil de crucificar. Tozudo, no podía resistir la tentación del aire de
los caminos equivocados. ¿Fundar el nadaísmo no es el colmo del amor por los
amargos abismos?
El primer
escándalo famoso de los nadaístas, fue la quema de sus bibliotecas personales
en la plazuela de San Ignacio de Medellín. La María, La vorágine, Carrasquilla.
Y también la primera novela de Gonzalo Arango, inédita y gastada. La última
quema purificadora de archivos, notas, poemas de una vida vieja, fue antes de
escribir Providencia. Uno de los primeros textos nadaístas compara al jinete
Pablo Alquinta con don Quijote. No es mera gana de joder. Es el deseo de
cambiar el tiempo en aventura aunque relinche Rocinante y tengamos que voltear
el resto patasarriba hacia una nueva esperanza.
Del general
Rojas Pinilla le había gustado su proyecto de romper la camisa de fuerza del
bipartidismo. Sus enemigos le enrostraron más tarde muchas veces esta
folclórica efusión juvenil. Lo cierto es que entonces muchos jóvenes
inteligentes habían esperado del general un cambio positivo en las costumbres
políticas colombianas. A veces las fuerzas progresistas son secretadas por los
partidos reaccionarios. Del partido del general habría de surgir después uno de
los grupos guerrilleros más activos de la historia de las guerrillas
colombianas. Cuántas veces también las regresiones más oscuras son supuradas
por partidos de izquierda.
No puede
permanecer en Cali. Ni tiene a donde ir. Los caminos están cerrados. La
corrupción que le echan en cara al general no cesa, se enmascara y enquista. El
país es una changua turbia de encubrimientos y conformidades insidiosas,
sórdida liturgia en la cual todos se lavan las manos en los chorros de las
nobles palabras y los voceados arrepentimientos mientras empujan por un cupo en
los palcos borlados de honores del poder. Y esa noche desvelada en la
contemplación del lenocinio, en la oficina de un amigo que le prestaba un sofá
para descansar, le trajo la idea que cambió su vida y a nosotros también iba a
darnos de carambola propósito y sentido. Qué tenía. Se preguntó. Nada.
Nadaísmo. Alumbró el futuro sobre la ruina. Decidió que se levantaría en rebeldía
contra la horrible lascitud. Regresa a Medellín, reanimado, literalmente. El
proyecto es ciertamente confuso todavía pero ya tenía la densidad del tufo y
sobre todo, era la última oportunidad que se daba sobre la tierra. Al fin y al
cabo nada es algo para no regresar con las manos vacías al pueblo de
mercaderes, de antiguos agricultores arrancados del terrón patriarcal, atraídos
por el señuelo titilante de la electricidad, sin saber que llegarían a levantar
con sudor y esfuerzo y un puñado de virtudes inútiles, un infierno envidriado,
una impía prosperidad desalmada... pero llena de poetas también como si los
poetas proliferaran mejor en la podredumbre, como los lotos.
Hace los
primeros contactos. Se reúne con Alberto Escobar, voy a fundar una cosa que se
llamará el nadaísmo, le dice, un gran movimiento intelectual para la juventud.
Yo estoy listo, le dijo Alberto. No, vos y yo no hacemos nada solos,
necesitamos gente. Alberto se acordó de uno que había conocido esos días;
enseñaba literatura en un colegio de muchachos, por la tarde, y por las mañanas
servía tinto en el café de un tío suyo; admiraba a Ovidio Rincón, y había leído
a Ovidio, en latín, en el seminario; a veces fumaba un narguilé
sofisticadísimo, gorgoteaba un francés arrabalero de lavamanos obstruido
perfeccionado en las canciones de Rimbaud cuyas obras completas conservaba
impregnadas en Vetiver de Carven...
El hijo de Rubén
Osorio, dentista empírico, y doña Elvira Gómez, no tiene todavía el aire que
cultivará durante el nadaísmo, de aburrimiento imperfecto, de baldosa limpia.
El exseminarista recién llegado de su pueblo, un pueblo parecido a Andes pero
más importante porque tenía obispo, es un muchacho robusto y tímido, adornado
temprano por la escoliosis del lector consuetudinario, tiene 17 años apenas.
Llegó puntualmente a la cita vestido de negro como un joven muerto que ha
salido a pasear su perro y con la marca de un sensacional guante blanco cosido
en la ancha solapa pasada de moda. Gonzalo no reconoce al muchacho que le
servía los tintos matinales en el cafetucho que frecuentaba por la Plazuela
Nutibara, menos, metido en ese vestido de duelo de su padre. Amílcar confesaría
más tarde los esfuerzos que había realizado para que su cliente lo tomara en
cuenta. Gonzalo está ahora desconcertado con la aparición del adolescente en la
puerta, iluminado por la inocente bufonada del luto una talla más grande y el
guante cosido sobre el corazón. Eso es el nadaísmo, se dice. Eso, no babosa
filosofía libresca, discurso hueco, acidez intelectual, rebote culto,
elaboración erudita, esterilidad. Cultivará la sorpresa, el desenfado y el
desafío, altiva actitud, un gesto como el de ese muchacho que se atrajo a todas
las miradas del Café La Bastilla cuando entró parsimoniosamente con su disfraz
extemporáneo de difunto.
Amílcar se
convierte enseguida en el segundo de a bordo de la chalupa pandillesca para
tres. Se hacen grandes amigos, aunque Gonzalo le lleva al jericoano —nacido en
Santa Rosa de Cabal pero vivido en Jericó— nueve años. Inventan y se inventan,
se enriquecen mutuamente. Amílcar comienza a peinarse como una escoba, a
firmarse Amílcar U —y por qué U, le preguntan y contesta: Porque Amílcar O
sonaría feo—, y usa camisetas bisexuales que bombardean el machismo católico de
la ciudad industrial. Proclaman la exaltación de lo maravilloso cotidiano, esa
fórmula; a veces Gonzalo Arango pasea a su amigo atado a una cadena por los
bares, lo alimenta como a un mono amaestrado; cuando Amílcar se cansa de hacer
el mono, compran un mono de verdad. Y escriben poemas a dos manos, manifiestos
procaces que envían por correo. Se sienten felices de ser jóvenes, e
irresponsables. Y los hijos de Paco y Magdalena, y de Rubén y Elvira, están
jodidos para siempre de remate... unidos por el amor a la poesía, en la renuncia
desventurada de todo por nada. Unos pocos años más tarde habrán de separarse,
agriamente. Hasta la víspera de la muerte de Gonzalo Arango, cuando vuelven a
reconciliarse... por azar, por una noche: Gonzalo muere el día siguiente.
Fuente:
Gonzalo Arango.
Eduardo Escobar, Bogotá, Procultura (Colección Clásicos Colombianos. Nº 7),
1989.
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