Van Gogh, el
suicidado por la sociedad
En mayo de 1946
se interrumpe el confinamiento de Antonin Artaud en el psiquiátrico de Rodez,
pero sólo le quedan dos años de vida que serán especialmente fecundos.
"Artaud el Momo", "La cultura indiana" y "Van Gogh, el
suicidado por la sociedad", jalonan ese tiempo en el que también dibuja
rostros humanos y pronuncia o intenta pronunciar una conferencia en el Vieux
Colombier, que asombra aún a los espectadores sobrevivientes.
Introducción
Se puede
proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se
hizo asar una de las manos[1] y,
fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda[2],
en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa
verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del
sexo materno.
Y no se trata de
una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en
toda la extensión de la tierra.
Es así como se
mantiene -por delirante que pueda parecer tal afirmación -la vida presente en
su vieja atmósfera de estupro, de anarquía, de desorden, de desvarío, de
descalabro, de locura crónica, de inercia burguesa, de anomalía psíquica (pues
no es el hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal), de deshonestidad
deliberada e insigne hipocresía, de sucio desprecio por todo lo que presunta
nobleza, de reivindicación de un orden enteramente basado en el cumplimiento de
una primitiva injusticia, en resumen, de crimen organizado.
Las cosas van
mal porque le conciencia enferma tiene el máximo interés, en este momento, en
no salir de su enfermedad.
Así es como una
sociedad deteriorada inventó la psiquiatría para defenderse de las
investigaciones de algunos iluminados superiores cuyas facultades de
adivinación le molestaban.
Gerard de Nerval
no era loco, pero lo acusaron de serlo con la intención de arrojar descrédito
sobre determinadas revelaciones fundamentales que se aprestaba a hacer, y
además de acusarlo, una noche lo golpearon en la cabeza -materialmente golpeado
en la cabeza- para que perdiera el recuerdo de los hechos monstruosos que iba a
revelar y que, por efecto del golpe, pasaron, dentro de él, al plano
supranatural; porque toda la sociedad, secretamente confabulada contra su
conciencia, era bastante fuerte en ese momento como para hacerle olvidar su
realidad.
No, Van Gogh no
era loco [3],
pero sus cuadros constituían mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo ángulo
de visión, comparado con el de todas las pinturas que hacían furor en la época,
hubiera sido capaz de trastornar gravemente el conformismo larval de la
burguesía del Segundo Imperio, y de los esbirros de Thiers, de Gambetta, de Félix
Faure tanto como los de Napoleón III.
Porque la
pintura de Van Gogh no ataca a cierto conformismo de las costumbres, sino al de
las instituciones mismas. Y hasta la naturaleza exterior, con sus climas, sus
mareas y sus tormentas equinocciales, ya no puede, después del paso de Van Gogh
por la tierra, conservar la misma gravitación.
Con mayor motivo
en el plano de lo social, las instituciones se disgregan, y la medicina semeja
un cadáver inutilizable y descompuesto que declara loco a Van Gogh.
Frente a la
lucidez de Van Gogh en acción, la psiquiatría queda reducida a un reducto de
gorilas, realmente obsesionados y perseguidos, que sólo disponen, para mitigar
los más espantosos estados de angustia y opresión humana, de una ridícula
terminología, digno producto de sus cerebros viciados.
En efecto, no
hay psiquiatra que no sea un notorio erotómano.
Y no creo que la
regla de la erotomanía inveterada de los psiquiatras sea pasible de ninguna
excepción.
Conozco uno que
se rebeló, hace algunos años, ante la idea de verme acusar en bloque al
conjunto de insignes crápulas y embaucadores patentados al que pertenecía.
En lo que me a
mí respecta, señor Artaud -me decía- no soy erotómano, y lo desafío a que
presente una sola prueba para fundamentar su acusación.
No tengo más que
presentarlo a usted mismo, Dr. L...[4],
como prueba; lleva el estigma en la jeta, pedazo de cochino inmundo.
Tiene la facha
de quien introduce su presa sexual bajo la lengua y después le da vuelta como a
una almendra, para hacer la higa a su modo.
A esto lo llaman
sacar su buena tajada y quedar bien.
Si en el coito
no logra ese cloqueo de la glotis del modo que usted tan a fondo conoce, y al
mismo tiempo el gorgoteo de la faringe, el esófago, la uretra y el ano, usted
no se considera satisfecho.
En el curso de
esas sacudidas orgánicas internas, ha adquirido usted cierta propensión que es
testimonio encarnado de un estupro inmundo, que usted cultiva de año en año,
cada vez más, porque socialmente hablando, no cae bajo la férula de la ley, pero
cae bajo la férula de otra ley cuando sufre entera la conciencia lesionada,
porque al comportarse usted de ese modo, le impide respirar.
Mientras por un
lado usted dictamina que la conciencia en actividad constituye delirio, por
otro estrangula con su innoble sexualidad.
Y ése es,
precisamente, el plano en el que el pobre Van Gogh era casto, casto como no
pueden serlo ni un serafín ni una virgen, porque son precisamente ellos los que
han fomentado y alimentado en sus orígenes la gran máquina del pecado.
Por otra parte,
quizás pertenezca usted, Dr. L..., a la raza de los serafines inicuos, pero por
favor, deje a los hombres tranquilos, el cuerpo de Van Gogh, libre de todo
pecado, también estuvo libre de la locura que, por otra parte, sólo se origina
en el pecado.
Y conste que no
creo en el pecado católico, pero creo en el crimen erótico del que justamente
todos los genios de la tierra, los auténticos alienados de los asilos, se han
abstenido, o, en caso contrario, es porque no eran (auténticamente) alienados.
¿Qué se entiende
por auténtico alienado?
Es un hombre que
prefiere volverse loco -en un sentido social de la palabra- antes que traicionar
una idea superior del honor humano.
Pues un alienado
es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que
quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables.
Pero en este
caso la internación no es el arma exclusiva, porque la confabulación de los
hombres tiene otros medios para someter a las voluntades que pretende quebrar.
Fuera de las
pequeñas hechicerías de los brujos de pueblo están los grandes pases de hechizo
colectivo en los que toda la conciencia en estado de alarma interviene
periódicamente.
Así es como con
motivo de la guerra, de una revolución, de un cataclismo social todavía en
germen, la conciencia unánime es interrogada y se interroga, y llega a emitir
su propio juicio.
También puede
suceder que se le haya incitado a salir de sí misma en ciertos casos
individuales resonantes.
Así es como hubo
hechizos unánimes en los casos de Baudelaire, Edgar Poe, Gerard de Nerval,
Nietzsche, Kierkegaard, Hölderlin, Coleridge, y lo hubo en el caso de Van Gogh.
Eso puede
ocurrir durante el día, pero habitualmente ocurre de noche.
Así es como
extrañas fuerzas son elevadas y conducidas a la bóveda astral, a esa especie de
cúpula sombría que, por encima de la respiración humana general, configura la
venenosa agresividad del espíritu maléfico de la mayor parte de las gentes.
Así es como las
escasas y bien intencionadas voluntades lúcidas que ha tenido que debatirse en
la tierra, se ven a sí mismas, en ciertas horas del día o de la noche,
profundamente sumidas en auténticos estados de pesadilla en vela, rodeadas de
la formidable succión, de la formidable opresión tentacular de una especie de
magia cívica que no tardará en aparecer abiertamente en las costumbres.
Confrontado con
esa inmundicia unánime que de un lado tiene al sexo y del otro a la masa, u
otros análogos ritos psíquicos, como base o puntal, no es índice de ningún
delirio el pasearse de noche con un sombrero coronado por doce bujías[5]
para pintar un paisaje al natural; ¿pues de qué otro modo habría podido el
pobre Van Gogh iluminarse?, como bien lo hizo notar en cierta oportunidad
nuestro amigo el actor Roger Blin.
En lo que
respecta a la mano asada, se trata de un heroísmo puro y simple; y en cuanto a
la oreja cortada no se trata más que de lógica directa, e insisto: a un mundo
que tanto de día como de noche, y cada vez más, come lo incomible para dirigir
su maléfica voluntad al logro de sus fines, sobre este punto no le queda más
remedio que enmudecer.
Post-scriptum
Van Gogh no
murió a causa de una definida condición delirante, sino por haber llegado a ser
corporalmente el campo de acción de un problema a cuyo alrededor se debate,
desde los orígenes, el espíritu inicuo de esta humanidad, el del predominio de
la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne, o del espíritu sobre
uno u otra.
¿Y dónde está,
en este delirio, el lugar del yo humano?
Van Gogh buscó
el suyo durante toda su vida, con energía y determinación excepcionales.
Y no se suicidó
en un ataque de insania, por la angustia de no llegar a encontrarlo, por el
contrario, acababa de encontrarlo, y de descubrir qué era y quién era él mismo,
cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse
apartado de ella, lo suicidó.
Y esto le
aconteció a Van Gogh como acontece habitualmente con motivo de una bacanal, de
una misa, de una absolución, o de cualquier otro rito de consagración, de
posesión, de sucubación o de incubación.
Así se produjo
en su cuerpo. Esta sociedad absuelta, consagrada, santificada y poseída borró
en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir, y como una inundación
de cuervos negros en las fibras de su árbol interno, lo sumergió en una última
oleada, y tomando su lugar, lo mató.
Pues está en la
lógica anatómica del hombre moderno, no haber podido jamás vivir, ni pensar en
vivir, sino como poseído.
El suicidado por
la sociedad
Durante mucho
tiempo me apasionó la pintura lineal pura hasta que descubrí a Van Gogh, quien
pintaba, en lugar de líneas y formas, cosas de la naturaleza inerte como
agitadas por convulsiones.
E inerte.
Como bajo el
terrible embate de esa fuerza de inercia a la que todos se refieren con medias
palabras, y que nunca ha sido tan oscura como desde que la totalidad de la
tierra y de la vida presente se combinaron para esclarecerla.
Ahora bien, con
mazazos, realmente mazazos los que Van Gogh aplica sin cesar a todas las formas
de la naturaleza y a los objetos.
Cardados por el
punzón de Van Gogh, los paisajes exhiben su carne hostil, el encono de sus
entrañas reventadas, que no se sabe, por lo demás, qué fuerza insólita está
metamorfoseando.
Una exposición
de cuadros de Van Gogh es siempre una fecha culminante en la historia, no en la
historia de las cosas pintadas sino en la misma historia histórica.
Pues no hay
hambre, epidemia, erupción volcánica, terremoto, guerra, que aparten las
mónadas del aire, que retuerzan el pescuezo a la cara torva de fama fatum, el
destino neurótico de las cosas, como una pintura de Van Gogh, -expuesta a la
luz del día, colocada directamente ante la vista, el oído, el tacto, el aroma,
en los muros de una exposición-, lanzada por fin como nueva a la actualidad
cotidiana, puesta otra vez en circulación.
En la última
exposición en el Palacio de l'Orangerie no se exhibieron todas las telas de
gran formato del desventurado pintor. Pero había, entre las que estaban,
suficientes desfiles giratorios tachonados con penachos de plantas de carmín,
caminos desiertos coronados por un tejo, soles violáceos que giraban sobre
parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo"[6], y
retratos de Van Gogh por Van Gogh, para recordar de que mísera simplicidad de
objetos, personas, materiales, elementos, Van Gogh extrajo esas calidades de
sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa
"Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación.
Van Gogh extrajo
esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías
atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e
intempestiva transmutación.
Los cuervos
pintados dos días antes de su muerte no le abrieron más que sus otras telas, la
puerta de cierta gloria póstuma, pero abren a la pintura pintada, o más bien a
la naturaleza no pintada, la puerta oculta de un más allá posible, de una
permanente realidad posible, a través de la puerta abierta por Van Gogh hacia
un enigmático y pavoroso más allá.
No es frecuente
que un hombre, con un balazo en el vientre del fusil que lo mató, ponga en una
tela cuervos negros, y debajo una especie de llanura, posiblemente lívida, de
cualquier modo vacía, en la que el color de borra de vino de la tierra se
enfrenta locamente con el amarillo sucio del trigo.
Pero ningún otro
pintor, fuera de Van Gogh, hubiera sido capaz de descubrir, para pintar sus
cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "comilona fastuosa" y a la
vez como excremencial, de las alas de los cuervos sorprendidos por los
resplandores declinantes del crepúsculo.
¿Y de qué se
queja la tierra aquí, bajo las alas de los faustos cuervos, faustos sólo, sin
duda, para Van Gogh y, además, fastuoso augurio de un mal que ya no ha de
concernirle?
Pues hasta
entonces nadie como él había convertido a la tierra en ese trapo sucio empapado
en sangre y retorcido para escurrir vino.
En el cuadro hay
un cielo muy bajo, aplastado, violáceo como los márgenes del rayo.
La insólita
franja tenebrosa del vacío se eleva en relámpago.
A pocos
centímetros de lo alto y como proveniente de lo bajo de la tela Van Gogh soltó
los cuervos cual si soltara los microbios negros de su bazo suicida, siguiendo
el tajo negro de la línea donde el batir de su soberbio plumaje hace pesar
sobre los preparativos de la tormenta terrestre la amenaza de una sofocación
desde lo alto.
Y, sin embargo,
todo el cuadro es soberbio.
Cuadro soberbio,
suntuoso y sereno.
Digno
acompañamiento para la muerte de aquel que, en vida, hizo girar tantos soles
ebrios sobre tantas parvas rebeldes al exilio y que, desesperado, con un balazo
en el vientre, no pudo dejar de inundar con sangre y vino un paisaje, empapando
la tierra con una última emulsión, radiante y tenebrosa a un tiempo, que sabe a
vino agrio y a vinagre picado.
Por eso el tono
de la última tela pintada por Van Gogh, el más pintor de todos los pintores, es
que, sin salirse de lo que se denomina y es pintura, sin apartarse del tubo,
del pincel, del encuadre del motivo y de la tela sin recurrir a la anécdota, al
relato, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza intrínseca del tema y
del objeto, llegó a infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal
medida que cualquier cuento fabuloso de Edgar Poe, de Herman Melville, de Nathaniel
Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d'Arnim o de Hoffmann, no superan en
nada, dentro del plano psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos,
sus telas, por otra parte, casi todas de moderadas dimensiones, como
respondiendo a un propósito deliberado.
La candela
encendida, sobre el sillón de paja verde, pareciera indicar la línea de
demarcación luminosa que separa las dos individualidades antagónicas de Van
Gogh y Gauguin.
El motivo
estético de su disputa, podría no ofrecer interés si se lo relatara, pero
serviría para señalar una fundamental escisión humana entre las personalidades
de Van Gogh y Gauguin.
Pienso que
Gauguin creía que el artista debía buscar el símbolo, el mito, agrandar las
cosas de la vida hasta la dimensión del mito.
Mientras que Van
Gogh creía que hay que aprender a deducir el mito de las cosas más pedestres de
la vida, y según yo pienso, carajo que estaba en lo cierto.
Pues la realidad
es extraordinariamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a
cualquier divinidad, a cualquier superrealidad.
No se necesita
más que el genio de saber interpretarla.
Lo que ningún
pintor, antes que el pobre Van Gogh, había hecho, lo que ningún pintor volverá
a hacer después de él, pues yo creo que esta vez, hoy mismo, ahora, en este mes
de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la realidad misma, la
realidad mística misma, la que está en vías de incorporarse.
Así nadie,
después de Van Gogh, ha sabido sacudir el gran címbalo, el timbre suprahumano
según el orden rechazado que hace sonar los objetos de la vida real, cuando se
ha aprendido a aguzar suficientemente el oído para advertir la hinchazón de su
macareo.
De ese modo
resuena la luz de la candela, la luz de la candela como la respiración de un
cuerpo amante frente al cuerpo de un enfermo dormido.
Resuena como una
crítica extraña, un juicio profundo y sorprendente, del cual es probable que
Van Gogh pueda permitirnos presumir el fallo más tarde, mucho más tarde, el día
en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado sumergir totalmente el
cuadro.
Y no se pude
dejar de advertir esa cortadura de luz lila que muerde los travesaños del gran
sillón torvo, del viejo sillón esparrancado de paja verde, aunque no se la
descubra a la primer mirada.
Pues el foco
está como ubicado en otra parte, y su fuente es extrañamente oscura, como
secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la llave.
No necesito
interrogar a la Gran Plañidera para que me diga de qué supremas obras maestras
se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años,
pues no puedo resolverme, después de "Los cuervos", a creer que Van
Gogh hubiera pintado un cuadro más.
Creo que murió a
los 37 años porque había, ay, llegado al término de su fúnebre y lamentable
historia de agarrotado por un espíritu maléfico.
Pues no fue por
sí mismo, por efecto de su propia locura, que Van Gogh abandonó la vida.
Fue por la
presión, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico que se llamaba
doctor Gachet[7],
improvisado psiquiatra, causa directa, eficaz y suficiente de esa muerte.
Leyendo las
cartas de Van Gogh a su hermano he llegado a la firme y sincera convicción de
que el doctor Gachet, "psiquiatra", detestaba en realidad a Van Gogh,
pintor, y que lo detestaba como pintor, pero por encima de todo como genio.
Es casi
imposible ser a la vez médico y hombre honrado, pero es vergonzosamente
imposible ser psiquiatra sin estar al mismo tiempo marcado a fuego por la más
indiscutible insania: la de no poder luchar contra ese viejo reflejo atávico de
la turba que convierte a cualquier hombre de ciencia aprisionado en la turba,
en una especie de enemigo nato e innato de todo genio.
La medicina ha
nacido del mal, si no ha nacido de la enfermedad, y si, por el contrario, ha
provocado y creado por completo la enfermedad para darse una razón de ser; pero
la psiquiatría ha nacido de la turba plebeya de los seres que han querido
conservar el mal de la fuente de la enfermedad, y que han arrancado así de su
propia nada una especie de guardia suizo para liquidar en su base el impulso de
rebelión reivindicatoria que está en el origen de todo genio.
En el alienado
hay un genio incomprendido que cobija en la mente una idea que produce pavor, y
que sólo puede encontrar en el delirio un escape a las opresiones que le
prepara la vida.
El doctor Gachet
no le decía a Van Gogh que estaba allí para rectificar su pintura (como le oí
decir al doctor Gastón Ferdière[8],
médico-jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para rectificar mi poesía), pero
lo enviaba a pintar al natural, a sepultarse en un paisaje para evitarle la
tortura de pensar.
Ahora bien, tan
pronto como Van Gogh volvía la cabeza, el doctor Gachet le cerraba el
conmutador del pensamiento.
Como sin querer
la cosa, pero mediante uno de esos despectivos e insignificantes fruncimientos
de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha inscripto la
antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido.
Al hacer esto no
solamente el doctor Gachet impedía los daños del problema, sino la siembre
azufrada, el tormento del punzón que gira en la garganta del único paso, con el
que Van Gogh tetanizado. Van Gogh suspendido sobre el abismo del aliento,
pintaba.
Pues Van Gogh
era una sensibilidad terrible.
Para convencerse
no hay más que echar una mirada a su rostro siempre como jadeante, y, desde
cierto ángulo, también hechizante, de carnicero.
Como el del
antiguo carnicero tranquilizado, y ahora retirado de los negocios, ese rostro
en sombras me persigue.
Van Gogh se
representó a sí mismo en gran número de telas, y por bien iluminadas que
estuvieran siempre tuve la penosa impresión de que les habían hecho mentir
acerca de la luz, que habían quitado a Van Gogh una luz indispensable para
cavar y trazar su camino dentro de sí.
Y ese camino, no
era sin duda el doctor Gachet el capacitado para indicárselo.
Pero como ya
dije, en todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le
hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo.
Y no ignoro que
el doctor Gachet ha dejado en la historia, con relación a Van Gogh, que él
atendía, y que terminó por suicidarse en su casa, la impresión de haber sido su
último amigo en la tierra, algo así como un consolador providencial.
Sin embargo creo
más que nunca que es el doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh
debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, repito, el haber dejado
la vida, pues Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de lucidez superior,
que les permite, en cualquier circunstancia, ver más allá, infinita y
peligrosamente más allá de lo real inmediato y aparente de los hechos.
Quiero decir,
más allá de la conciencia que la conciencia ordinariamente conserva de los
hechos.
En el fondo de
sus ojos, como depilados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin descanso a
una de esas operaciones de alquimia sombría que toman a la naturaleza por
objeto y al cuerpo humano por marmita o crisol.
Y sé que según
el doctor Gachet esas cosas a Van Gogh lo fatigaban.
Lo que no era en
el doctor el resultado de una simple preocupación médica, sino la manifestación
de celos tan conscientes como inconfesados.
Porque Van Gogh
había alcanzado ese estado de iluminación en el cual el pensamiento en desorden
refluye ante las descargas invasoras de la materia, en el cual el pensar ya no
es consumirse, y ni siquiera es, y en el cual no queda más que reunir cuerpos,
mejor dicho.
Acumular cuerpos
No es el mundo
de lo astral sino el de la creación directa el que se recupera de ese modo, más
allá de la conciencia y del cerebro.
Y jamás vi que
un cuerpo sin cerebro se fatigara por paneles inertes.
Paneles de lo
inerte son esos puentes, esos girasoles, esos tejos, esas recolecciones de
olivas, esas siegas de heno. Ya no se mueven.
Están
congelados.
Pero quién
podría soñarlos más duros bajo el tajo seco que pone al descubierto su
impenetrable estremecimiento.
No, doctor
Gachet, un panel nunca ha fatigado a nadie. Son energías frenéticas en reposo,
que no determinan agitación.
Yo estoy como el
pobre Van Gogh; también he dejado de pensar, pero dirijo, cada día de más
cerca, formidables ebulliciones internas, y sería digno de verse que un médico
cualquiera viniera a reprocharme que me fatigo.
Alguien debía a
Van Gogh cierta suma de dinero, y a propósito de esto la historia nos dice que
Van Gogh se hacía mala sangre desde varios días atrás.
Las naturaleza
superiores son proclives -siempre situadas un tramo por encima de lo real-, a
explicarlo todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada es
debido al azar, y que todo lo que sucede de malo se debe a una voluntad
maléfica, consciente, inteligente y concertada.
Cosa que los
psiquiatras no creen jamás.
Cosa que los
genios creen siempre.
Cuando estoy
enfermo, es porque estoy embrujado, y no puedo considerarme enfermo si no
admito, por otra parte, que alguien tiene interés en arrebatarme la salud y
obtener provecho de mi salud.
También Van Gogh
creía estar embrujado y lo decía.
En lo que a mí
respecta creo firmemente que lo estuvo, y un día diré dónde y cómo sucedió.
El doctor Gachet
fue el grotesco cancerbero, el sanioso y purulento cancerbero, de chaqueta azul
y tela almidonada, puesto ante el mísero Van Gogh para arrebatarle sus sanas
ideas. Pues si tal manera de ver, que es sana, se difundiera universalmente, la
sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra encontrarían
su libertad.
Van Gogh no supo
sacudirse a tiempo esa especie de vampirismo de la familia, interesada en que
el genio de Van Gogh pintor se limitara a pintar, sin reclamar, al mismo
tiempo, la revolución indispensable para el desarrollo corporal y físico de su
personalidad de iluminado.
Y entre el
doctor Gachet y Théo, el hermano de Van Gogh, hubo muchos de esos hediondos
conciliábulos entre familiares y médicos jefes de los asilos de alienados,
concernientes al enfermo que tienen entre manos.
"Vigílelo
para que ya no tenga esa clase de ideas". "Te das cuenta, el doctor
lo ha dicho, tienes que desprenderte de esa clase de ideas". "Te hace
daño pensar siempre en ellas; te quedarás internado para toda la vida".
"Pero no,
señor Van Gogh, vamos, convénzase usted, todo es pura casualidad; y además no
está bien querer examinar así los secretos de la providencia. Yo conozco al
señor Fulano de Tal, es una excelente persona; su espíritu de persecución lo
lleva a usted a creer que él practica la magia en secreto".
"Le han
prometido pagarle esa suma y se la pagarán. No puede usted continuar obstinado
de tal modo en atribuir ese retardo a mala voluntad".
Todas ésas son
suaves pláticas de psiquiatra bonachón, que parecen inofensivas, pero que dejan
en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la lengüita negra
anodina de una salamandra venenosa.
Y algunas veces
no se necesita nada más para inducir a un genio a suicidarse.
Sobrevienen días
en que el corazón siente tan terriblemente la falta de salida, que lo
sorprende, como un mazazo en la cabeza, la idea de que ya no podrá ir adelante.
Pues fue
precisamente después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh,
como si nada pasara, entró en su cuarto y se suicidó.
Yo mismo he
estado 9 años en un asilo de alienados y nunca tuve la obsesión del suicidio,
pero sé que cada conversación con un psiquiatra, por la mañana a la hora de la
visita, me hacía surgir el deseo de ahorcarme, al comprender que no podría
degollarlo.
Y Théo era
quizás muy bueno para su hermano, desde el punto de vista material, pero eso no
le impedía considerarlo un delirante, un iluminado, un alucinado, y se
obstinaba, en lugar de acompañarlo en su delirio, en calmarlo.
Que después haya
muerto de pesar, no cambia en nada la cosa.
Lo que a Van
Gogh le importaba más en el mundo era su idea de pintor, su terrible idea
fanática, apocalíptica de iluminado.
El mundo debía
someterse al mandato de su propia matriz, retomar su ritmo comprimido,
antipsíquico de festival secreto en lugar público y, delante de todos, volver a
ser puesto en el crisol sobrecalentado.
Eso quiere decir
que el Apocalipsis, la consumación de un Apocalipsis se incuba en este momento
en las telas del viejo Van Gogh martirizado, y que la tierra tiene necesidad de
él para lanzar coces con pies y cabeza.
No hay nadie que
haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no
ser para salir del infierno.
Y para salir del
infierno prefiero las naturalezas de ese convulsionario tranquilo, a las
hormigueantes composiciones de Breughel el viejo o de Jerónimo Bosch que frente
a él no son más que artistas, allí donde Van Gogh no es sino un pobre ignorante
empeñado en no engañarse.
Pero cómo hacer
comprender a un sabio que hay algo definitivamente desordenado en el cálculo
diferencial, la teoría de los quanta o las obscenas y tan torpemente litúrgicas
ordalías de la precesión de los equinoccios, frente a ese edredón de un rosa de
camarones que Van Gogh hace espumar tan suavemente en el lugar elegido de su
cama, frente a la pequeña insurrección de un verde Veronés o de un azul que
empapa esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-sur-Oise se incorpora
después del trabajo, frente también a ese sol atornillado detrás del ángulo
gris del campanario del pueblo, en punta, allá en el fondo de esa enorme masa
de tierra que, en el primer plano de la música, busca la ola donde congelarse.
O VIO PROFE,
O VIO PROTO,
O VIO LOTO,
¡Para qué
describir un cuadro de Van Gogh! Ninguna descripción intentada por quienquiera
que sea podrá equipararse a la simple alineación de objetos naturales y de
tintas a la que se entrega Van Gogh mismo, tan grande escritor como pintor y
que transmite a propósito de la obra que describe la impresión de la más
desconcertante autenticidad.
23 de julio de 1890
"Quizás
veas ese croquis del jardinero de Daubigny -es de las telas en las que trabajé
con más ahínco-, e incluyo un croquis de viejas chozas, y los croquis de dos
telas de 30 que representan inmensas extensiones de trigo después de la
lluvia..."
"El jardín
de Daubigny con un primer plano de hierbas verde y rosa. A la izquierda un
matorral verde y lila y una cepa de planta con follaje blancuzco. En el centro,
un macizo de rosas, a la derecha un vallado, un muro y por encima del muro un
nogal de follaje violeta. Sigue un seto de lilas, una fila de redondeados tilos
amarillos, la casa en el fondo rosada, con techos de tejas azuladas. Un banco y
tres sillas, una figura negra con sombrero amarillo, y en el primer plano un
gato negro. Cielo verde pálido".
8 de septiembre de 1888
"En mi
cuadro 'Café por la noche', intenté expresar que el café es un sitio donde uno
puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En resumen busqué, mediante
contrastes de rosa tenue y rojo sangre y heces de vino, de verde suave Luis XV
y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blanquecinos duros,
todo junto en una atmósfera de horno infernal de azufre pálido, expresar algo
así como la potencia tenebrosa de una taberna".
"Y a pesar
de todo eso, asumiendo una apariencia de alegría japonesa unida a la candidez
de un Tartarín..."
"¿Qué
quiere decir dibujar? ¿Cómo se llega a hacerlo? Es la acción de abrirse paso a
través de un invisible muro de hierro que parece interponerse entre lo que se
siente y lo que es posible realizar. Cómo hacer para atravesar ese muro, pues
de nada sirve golpear fuertemente sobre él; para lograrlo se lo debe corroer
lenta y pacientemente con una lima, tal es mi opinión".
.................................................
Qué fácil parece
escribir así.
¡Y bien!
Probadlo entonces, y decidme si no siendo el autor de una tela de Van Gogh,
podríais describirla tan simplemente, sucintamente, objetivamente,
durablemente, válidamente, sólidamente, opacamente, masivamente, auténticamente
y milagrosamente, como en esa breve carta suya.
(Pues el
criterio del punzón separador no depende de la amplitud ni del crispamiento
sino del mero vigor personal del puño).
Por lo tanto, no
describiré un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero diré que Van
Gogh es pintor porque recolectó la naturaleza, porque la retranspiró y la hizo
sudar, porque salpicó sus telas, en haces, en monumentales gavillas de color,
la secular trituración de elementos, la terrible presión elemental de
apóstrofes, estrías, vírgulas, barras que, después de él nadie podrá discutir
que formen parte del aspecto natural de las cosas.
Y la barrera de
cuantos codeos reprimidos, choques oculares tomados del natural, parpadeos
tomados del tema, corrientes luminosas de las fuerzas que trabajan la realidad,
han tenido que derribar antes de ser por fin contenidos y como izados hasta la
tela y aceptados.
No hay fantasmas
en los cuadros de Van Gogh, ni visiones ni alucinaciones.
Sólo la tórrida
verdad de un sol de las dos de la tarde.
Una lenta
pesadilla genésica poco a poco elucidada.
Sin pesadilla y sin
afectos.
Pero allí está
el sufrimiento prenatal.
Es el ilustre
húmedo de un pasto, del tallo en un plano de trigo que está allí listo para la
extradición.
Y del que la
naturaleza un día rendirá cuentas.
Como también la
sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura.
Un plano de
trigo inclinado bajo el viento, por encima del cual las alas de un solo pájaro
dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera estrictamente pintor, podría
haber tenido la audacia de Van Gogh de dedicarse a un motivo de tan desarmante
simplicidad.
No, no hay
fantasmas en los cuadros de Van Gogh, no hay ni drama ni sujeto y yo diría que
ni siquiera objeto, pues el motivo mismo, ¿qué es?
A no ser algo
así como la sombra de hierro del motete de una indescriptible música antigua,
algo como el leit-motiv de un tema que desespera de su propio asunto.
Es naturaleza
pura y desnuda, vista tal como se revela cuando uno sabe aproximársele al
máximo.
Testimonio de
ello ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde
un enorme sol se apoya sobre techos tan abrumados por la luz que se encuentran
como en estado de descomposición.
Y no conozco
ninguna pintura apocalíptica, jeroglífica, fantasmagórica o patética que me
transmita esa sensación de secreta extrañeza, de cadáver de un hermetismo
inútil, que entrega con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución, su
secreto.
Al decir esto no
pienso en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño
donde pasa, en último término, un viejo encorvado con un paraguas colgado de la
manga como el gancho de un trapero.
Vuelvo a pensar
en los cuervos con alas de un negro de trufas lustrosas.
Vuelvo a pensar
en el campo de trigo: espigas y más espigas, y no hay más que decir, con
algunas pequeñas cabezas de amapolas discretamente sombreadas adelante, acre y
nerviosamente aplicadas allí, raleadas, deliberada y furiosamente punteadas y
desgarradas.
Sólo la vida
puede ofrecer similares denudaciones epidérmicas que hablan bajo una camisa
desabrochada; y no se sabe porqué la mirada se inclina a la izquierda más que a
la derecha, hacia el montículo de carne rizada.
Pero el hecho es
que es así.
Pero el hecho es
que está hecho así.
Su dormitorio
también oculto, tan adorablemente campesino e impregnado como de un olor capaz
de encurtir los trigos que se ven estremecerse en el paisaje, a lo lejos,
detrás de la ventana que los ocultaría.
También
campesino, el color del viejo edredón, de un rojo de mejillones, de mújol del
Mediterráneo, de un rojo de pimiento chamuscado.
Y es ciertamente
culpa de Van Gogh que el color del edredón de su lecho alcanzara ese grado de
realidad, y no conozco al tejedor capaz de trasplantar con indescriptible tinte
del modo como Van Gogh supo trasladar, desde lo profundo de su cerebro hasta la
tela, el rojo de ese indescriptible revestimiento.
Y no sé cuántos
curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu Santo, en
el oro ocre, el azul infinito de unos vitrales a su mozuela "María",
han sabido aislar en el aire, extraer de los nichos sarcásticos del aire esos
colores a lo que salga, que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada
de Van Gogh sobre la tela es peor que un acontecimiento.
Hay momentos en
que impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un toque
balsámico o un aroma que ningún benedictino podría volver a descubrir para
lograr el punto ideal de sus licores salutíferos.
(Esta habitación
hace pensar en la "Gran Obra" con su muro blanco de perlas claras,
del cual pende una toalla rugosa como un viejo amuleto campesino intocable pero
reconfortante.)
En otros
momentos impresiona como una simple parva aplastada por un enorme sol.
Hay unos tenues
blancos de tiza peores que antiguos suplicios, y nunca como en esta tela
aparece la clásica escrupulosidad operativa del mísero y grande Van Gogh.
Pues todo eso es
definitivamente Van Gogh; la escrupulosidad única del toque, sorda y
patéticamente aplicado. El color plebeyo de las cosas, pero tan justo, tan
amorosamente justo que no hay piedra preciosa que pueda igualar su rareza.
Pues Van Gogh
fue el más auténticamente pintor de todos los pintores, el único que no quiso
rebasar la pintura como medio estricto de su obra, y como marco estricto de sus
medios.
Y, por otra
parte, el único, absolutamente el único, que haya absolutamente rebasado la
pintura, el acto inerte de representar la naturaleza, para hacer surgir, de
este representación exclusiva de la naturaleza, una fuerza giratoria, un
elemento arrancado directamente del corazón.
Ha hecho, bajo
la representación, brotar un aspecto, y en ella encerrar un nervio que no están
en la naturaleza, que son de una naturaleza y un aspecto más verdadero que el
aspecto y el nervio de la naturaleza verdadera.
A la hora que
escribo estas líneas veo el rojo rostro ensangrentado del pintor venir hacia
mí, en una muralla de girasoles reventados, en una formidable combustión de
rescoldos de jacinto opaco y de hierbas de lapislázuli.
Todo esto en
medio de un bombardeo meteórico de átomos en el que se destaca cada grano, prueba
de que Van Gogh concibió sus telas como pintor, y únicamente como pintor, pero
que sería por esa misma razón un formidable músico.
Organista de una
tempestad detenida que ríe en la naturaleza límpida, apaciguada entre dos
tormentas, aunque, como Van Gogh mismo, esa naturaleza muestra a las claras que
está lista para partir.
Después de
mirarla, se puede volver la espalda a cualquier tipo de tela pintada, pues ninguna
tiene ya nada más que decirnos. La borrascosa luz de la pintura de Van Gogh
comienza sus sombríos recitados en el instante mismo en que se la deja de
mirar.
Únicamente
pintor, Van Gogh, y nada más; nada de filosofía, de mística, de rito, de
fiscurgia, ni de liturgia, nada de historia, ni literatura ni poesía; esos
girasoles de oro broncíneo están pintados; están pintados como girasoles y nada
más; pero para comprender un girasol en la realidad, será indispensable, en
adelante, recurrir a Van Gogh, lo mismo que para comprender una tormenta real, un
cielo tormentoso, una llanura real; ya no se podrá evitar el recurrir a Van
Gogh.
El mismo tiempo
tormentoso había en Egipto o sobre las llanuras de la Judea semita, quizás las
mismas caían en Caldea, en Mongolia o sobre los montes del Tibet, y nadie me ha
dicho que hayan cambiado de lugar.
Y sin embargo,
al mirar esa llanura de trigo o de piedras blancas como un osario enterrado,
sobre la que pesa un viejo cielo violáceo, ya no es posible creer en los montes
del Tibet.
Pintor, nada más
que pintor, Van Gogh adoptó los medios de la pura pintura y los rebasó.
Quiero decir
que, para pintar, no ha ido más allá de servirse de los medios que la pintura
le ofrecía.
Un cielo
tormentoso, una llanura color blanco de tiza, las telas, los pinceles, sus
cabellos rojos, los tubos, su mano amarilla, su caballete, pero todos los lamas
juntos del Tibet pueden sacudirse, bajo sus ropajes, el Apocalipsis que hayan
preparado,
Van Gogh nos
habrá hecho presentir con anticipación el peróxido de ázoe en una tela que
contiene la dosis suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos
orientemos.
Un día
cualquiera se le ocurrió no rebasar el motivo, pero cuando se ha visto un Van
Gogh, ya no se puede creer que haya algo menos rebasable que el motivo.
El simple motivo
de una candela encendida en un sillón de paja con armazón violáceo dice mucho
más, gracias a la mano de Van Gogh, que toda la serie de tragedias griegas, o
de dramas de Cyril Turner, de Webster o de Ford, que hasta ahora, por otra
parte, han permanecido irrepresentados.
Sin hacer
literatura, he visto el rostro de Van Gogh, rojo de sangre en los estallidos de
sus paisajes, venir hacia mí,
KOHAN
TAVER
TINSUR[10]
Sin embargo, en
un incendio, en un bombardeo, en un estallido, vengadores de esa piedra de
moler que el mísero Van Gogh el loco cargó toda su vida al cuello.
La piedra del
pintar sin saber porqué ni para dónde.
Pues no es para
este mundo, nunca es para esta tierra, que todos hemos siempre trabajado,
luchado, aullado el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de
asco, que todos fuimos envenenados, aunque todo eso nos haya embrujado, hasta
que por fin nos hemos suicidado, ¡pues acaso no somos todos, como el mísero Van
Gogh, suicidados por la sociedad!
Al pintar, Van
Gogh renunció a relatar historias; pero lo maravillo consiste en que este
pintor que no es nada más que pintor, y que es más pintor que los otros
pintores, por ser aquel en quien el material, la pintura misma, tiene un lugar
de primer plano, con el color tomado tal como surge del tubo, con la huella de
cada pelo del pincel en el color, con la textura de la pintura pintada, como
resaltando en la luz de su propio sol, con la i, la coma, el punto de la punta
del pincel barrenado directamente en el color, que se alborota y salpica en
pavesas, las que el pintor domina y amasa por todas partes, lo maravilloso
consiste en que este pintor, que no es nada más que pintor, es también, de todos
los pintores que existieron, aquel que más nos hace olvidar que estamos frente
a una pintura, a una pintura que representa el asunto por él escogido, y que
hace avanzar hasta nosotros, delante de la tela fija, el enigma puro, el puro
enigma de la flor torturada, del paisaje acuchillado, arado, estrujado por
todas partes por su pincel borracho.
Sus paisajes son
antiguos pecados que todavía no han encontrado sus Apocalipsis primitivos, pero
que no dejarán de encontrarlos.
¿Por qué las
pinturas de Van Gogh me dan la impresión de ser vistas como desde el otro lado
de la tumba de un mundo en el que, al fin de cuentas, habrán sido sus soles lo
único que giraba e iluminaba jubilosamente?
¿Pues no es la
historia completa de lo que un día se llamó el alma, la que vive y muere en sus
paisajes convulsionados y en sus flores?
El alma dio su
oreja al cuerpo, y que Van Gogh devolvió al alma de su alma, una mujer, con el
fin de vigorizar la siniestra ilusión, un día el alma no existió más, ni
tampoco el espíritu, en cuanto a la conciencia, nadie pensó jamás en ella, pero
dónde estaba, además, el pensamiento, en un mundo únicamente formado por
elementos en plena guerra, tan pronto destruidos como recompuestos, pues el
pensamiento es un lujo de la paz,
¿Y quién supera
al inverosímil Van Gogh, el pintor que comprendió el lado fenomenal del
problema, y para quien todo verdadero paisaje está potencialmente en el crisol
donde habrá de reconstituirse?
Entonces el
viejo Van Gogh era un rey contra quien, mientras dormía, se inventó el curioso
pecado denominado cultura turca, ejemplo, habitáculo, móvil del pecado de la
humanidad, la que no supo hacer nada mejor que devorar al artista en vivo para
rellenarse con su probidad.
¡Con lo que sólo
ha logrado consagrar ritualmente su cobardía!
Pues la
humanidad no quiere tomarse el trabajo de vivir, de tomar parte en ese codeo
natural entre las fuerzas que componen la realidad, con el objeto de obtener un
cuerpo que ninguna tempestad pueda ya perjudicar.
Siempre he
preferido meramente existir.
En lo que
respecta a la vida, acostumbra ir a buscarla en el genio mismo del artista.
En cambio a Van
Gogh, que puso a asar una de sus manos, nunca lo atemorizó la lucha para vivir,
es decir, para separar el hecho de vivir de la idea de existir, y por cierto
cualquier cosa puede existir sin tomarse el trabajo de ser, y todo puede ser,
sin tomarse el trabajo, como Van Gogh el desorbitado, de irradiar y rutilar.
Todo esto se lo
arrebató la sociedad para organizar la cultura turca que tiene la probidad por
fachada y el crimen por origen y puntal.
Y así fue que
Van Gogh murió suicidado, porque el consenso de la sociedad ya no pudo
soportarlo.
Pues si no había
ni espíritu, ni alma, ni conciencia, ni pensamiento, había materia explosiva,
volcán maduro, piedra de trance, paciencia, bubones, tumor cocido, y escara de
despellejado.
Y el rey Van
Gogh incubaba soñoliento el próximo alerta de la insurrección de la salud.
¿Cómo?
Por el hecho de
que la buena salud es una plétora de males acorralados, de un formidable anhelo
de vida con cien llagas corroídas que, a pesar de todo, es preciso hacer vivir,
que es preciso encaminar a perpetuarse.
Aquel que no
husmea la bomba en cocción y el vértigo comprimido no merece estar vivo.
Este es el
bálsamo que el mísero Van Gogh consideró su deber manifestar en forma de
deflagraciones.
Pero el mal que
lo atisbaba le hizo mal.
El Turco de
rostro honrado se acercó delicadamente a Van Gogh para extraerle su almendra
confitada, con el objeto de separar el confite (natural) que se formaba.
Y Van Gogh
consumió allí mil veranos.
Causa por la
cual murió a los 37 años, antes de vivir, pues todo mono ha vivido antes que él
de las fuerzas que él llegó a reunir.
Y que serán las
que ahora habrá que devolver para hacer posible la resurrección de Van Gogh.
Frente a la
humanidad de monos cobardes y perros mojados, la pintura de Van Gogh demostrará
haber pertenecido a un tiempo en que no hubo alma, ni espíritu, ni conciencia,
ni pensamiento; tan sólo elementos primeros, alternativamente encadenados y
desencadenados.
Paisajes de
intensas convulsiones, de traumatismos enloquecidos, como los de un cuerpo que
la fiebre atormenta para restituirlo a la perfecta salud.
Por debajo de la
piel el cuerpo es una usina recalentada, y por fuera, el enfermo brilla,
reluce, con todos sus poros, estallados, igual que un paisaje de Van Gogh al
mediodía.
Sólo la guerra
perpetua explica una paz que es únicamente tránsito, igual que la leche a punto
de derramarse explica la cacerola en que hervía.
Desconfiad de
los hermosos paisajes de Van Gogh remolinantes y plácidos, crispados y
contenidos.
Representan la
salud entre dos accesos de una insurrección de buena salud.
Un día la
pintura de Van Gogh armada de fiebre y de buena salud, retornará para arrojar
al viento el polvo de un mundo enjaulado que su corazón no podía soportar.
Antonin Artaud
Post scriptum
Retorno al
cuadro de los cuervos.
¿Alguien vio
alguna vez en esta tela, una tierra equiparable al mar?
Entre todos los
pintores Van Gogh es el que más a fondo nos despoja hasta llegar a la urdimbre,
pero al modo de quien se despioja de una obsesión[11].
La obsesión de
hacer que los objetos sean otros, la de atreverse al fin a arriesgar el pecado
del otro: y aunque la tierra no puede ostentar el color de un mar líquido, es
precisamente como un mar líquido que Van Gogh arroja su tierra como una serie
de golpes de azadón.
E infunde en la
tela un color de borra de vino; y es la tierra con olor a vino, la que todavía
chapotea entre oleadas de trigo, la que yergue una cresta de gallo oscuro
contra las nubes bajas que se agolpan en el cielo por todas partes.
Pero como ya he
dicho, lo lúgubre del asunto reside en la suntuosidad con que están
representados los cuervos.
Ese color de
almizcle, de nardo exuberante, de trufas que parecerían provenir de un gran
banquete.
En las olas
violáceas del cielo, dos o tres cabezas de ancianos de humo intentan una mueca
de Apocalipsis, pero allí están los cuervos de Van Gogh incitándolos a una
mayor decencia, quiero decir a una menor espiritualidad, y es justamente lo que quiso decir Van Gogh en
esa tela con un cielo rebajado, como pintada en el instante mismo en que él se
liberaba de la existencia, pues, esa tela tiene, además, un extraño color casi
pomposo de nacimiento, de boda, de partida, oigo los fuertes golpes de cimbal que producen
las alas de los cuervos por encima de una tierra cuyo torrente parece que Van
Gogh ya no podrá contener,
luego la muerte,
los olivos de
Saint-Rémy.
El ciprés solar.
El dormitorio.
La recolección
de las olivas.
Los Aliscamps de
Arlés.
El café de
Arlés.
El puente donde
le sobreviene a uno el deseo de hundir el dedo en el agua en un impulso de
violenta regresión infantil al que lo fuerza la mano prodigiosa de Van Gogh.
El agua azul,
no de un azul de
agua,
sino de un azul
de pintura líquida.
El loco suicida
pasó por allí y devolvió el agua de la pintura a la naturaleza, pero a él,
¿quién se la devolverá? ¿Acaso era loco Van Gogh?
Que quien alguna
vez supo contemplar un rostro humano contemple el autorretrato de Van Gogh, me
refiero a aquel del sombrero blando.
Pintado por el
Van Gogh extralúcido, esa cara de carnicero pelirrojo que nos inspecciona y
vigila; que nos escruta con mirada torva.
No conozco a un
solo psiquiatra capaz de escrutar un rostro humano con una fuerza tan
aplastante, disecando su incuestionable psicología como un estilete.
El ojo de Van
Gogh es el de un gran genio, pero por el modo como lo veo disecarme emergiendo
de la profundidad de la tela, ya no es el genio de un pintor el que en este
momento siento vivir en él, sino el de un filósofo como nunca supe de otro
igual en la vida.
No, Sócrates no
tenía esa mirada; únicamente el desventurado Nietzsche tuvo quizás antes que él
esa mirada que desviste el alma, libera al cuerpo del alma, desnuda al cuerpo
del hombre, más allá de los subterfugios del espíritu.
La mirada de Van
Gogh está colgada, soldada, vitrificada, detrás de sus párpados pelados, de sus
cejas finas y sin ceño.
Es una mirada
que penetra derecha, taladra, partiendo de ese rostro tallado a golpes como un
árbol cortado a escuadra.
Pero Van Gogh
aprisionó el momento en que la pupila va a volcarse en el vacío, en que esa
mirada lanzada hacia nosotros como el proyectil de un meteoro, toma el color
inexpresivo del vacío y de lo inerte que lo llena.
Mejor que
cualquier psiquiatra del mundo, el gran Van Gogh situó así su enfermedad.
Irrumpo,
comienzo, inspecciono, engancho, rompo el sello de clausura, mi vida muerta no
oculta nada, y la nada, por lo demás, nunca ha hecho daño a nadie; lo que me
impele a retornar a lo interno es esa desoladora ausencia que pasa y me hunde
por momentos, pero veo claro en ella, muy claro, hasta sé qué es la nada, y
podría decir qué hay en su interior.
Y tenía razón
Van Gogh; se puede vivir para el infinito, satisfacerse sólo con el infinito,
pues hay suficiente infinito sobre la tierra y en las esferas como para saciar
a miles de grandes genios, y si Van Gogh no llegó a colmar su deseo de iluminar
su vida entera con él, fue porque la sociedad se lo prohibió.
Se lo prohibió
rotunda y conscientemente.
Un día
aparecieron los verdugos de Van Gogh, como aparecieron los de Gerard de Nerval,
de Baudelaire, de Edgar Poe y de Lautréamont.
Aquellos que un
día le dijeron:
Y ahora basta,
Van Gogh; a la tumba; ya estamos hartos de tu genio; en cuanto al infinito, ese
infinito nos pertenece a nosotros.
Pues no es a
fuerza de buscar el infinito que Van Gogh muere, y es empujado a la sofocación
por la miseria y la asfixia, es a fuerza de vérselo rehusar por la turba de
aquellos que, todavía estando vivo, creían detentar el infinito excluyéndolo a
él.
Y Van Gogh
habría podido encontrar suficiente infinito para vivir durante toda su vida si
la conciencia bestial de la masa no hubiese decidido apropiárselo para nutrir
sus propias bacanales que nunca tuvieron que ver con la pintura o la poesía.
Además, nadie se
suicida solo.
Nunca nadie
estuvo solo al nacer.
Tampoco nadie
está solo al morir.
Pero en el caso
del suicidio, se precisa un ejército de seres maléficos para que el cuerpo se
decida al acto contra natura de privarse de la propia vida.
Y así Van Gogh
se condenó porque había concluido con la vida, y como le dejan entrever sus
cartas a su hermano, porque ante el nacimiento de un hijo de su hermano, se
sintió a sí mismo como una boca de más para alimentar.
Pero sobre todo,
quería reunirse finalmente con ese infinito para el que se dice que uno se
embarca como en un tren hacia una estrella, y se embarca el día en que uno ha
decidido firmemente poner término a la vida.
Ahora bien, en
la muerte de Van Gogh, tal como aconteció, no creo que eso sea lo que
aconteció.
Van Gogh fue
despachado de este mundo, primero por su hermano, al anunciarle el nacimiento
de su sobrino, e inmediatamente después por el doctor Gachet, quien, en lugar
de recomendarle reposo y aislamiento, lo envió a pintar del natural un día en
el que tenía plena conciencia de que Van Gogh hubiera hecho mejor en irse a
acostar.
Pues no se
contrarresta de modo tan directo una lucidez y una sensibilidad como las de Van
Gogh el martirizado.
Hay espíritus
que en ciertos días se matarían a causa de una simple contradicción, y no es
imprescindible para ello estar loco, loco registrado y catalogado; todo lo
contrario, basta con gozar de buena salud y contar con la razón de su parte.
En lo que a mí
respecta, en un caso similar, no soportaría sin cometer un crimen que me digan:
"Señor Artaud, usted delira", como me ha ocurrido con frecuencia.
Y Van Gogh oyó
que se lo decían.
Y esa es la
causa de que le haya apretado la garganta el nudo de sangre que lo mató.
Post scriptum 2
A propósito de
Van Gogh, de la magia y de los hechizos, toda la gente que ha estado desfilando
desde hace dos meses frente a la exposición de sus obras en el museo de
L'Orangerie, ¿están bien seguros acaso de recordar todo lo que hicieron y todo
lo que les sucedió cada noche de esos meses de febrero, marzo, abril y mayo de
1946? ¿Y no hubo cierta noche en que la atmósfera en las calles se volvía como
líquida, gelatinosa, inestable, y en que la luz de las estrellas y de la bóveda
celeste desaparecía?
Y Van Gogh, que
pintó el café de Arlés, no estaba allí. Pero yo estaba en Rodez, es decir,
todavía sobre la tierra, mientras que todos los habitantes de París se habrán
sentido, durante una entera noche, muy próximos a abandonarla.
Y es que todos
habían participado al unísono en ciertas inmundicias generalizadas, en las
cuales la conciencia de los parisienses abandonó por una hora o dos el nivel
normal y pasó a otro, a una de esas rompientes masivas de odio, de las que me
ha tocado ser algo más que testigo en muchas oportunidades, durante mis nueve
años de internación. Ahora el odio ha sido olvidado, así como las expurgaciones
nocturnas que le siguieron, y los mismos que en tantas ocasiones mostraron al
desnudo y a la vista de todas sus almas siniestras de puercos, desfilan ahora
ante Van Gogh, a quien, mientras vivía, ellos o sus padres y madres le
retorcieron el pescuezo a sabiendas.
¿Pero no fue en
una de esas noches de que hablo que cayó en el boulevard de la Madeleine, en la
esquina de la rue des Mathurins, una enorme piedra blanca como surgida de una
reciente erupción del volcán Popocatepetl?[12]
[1] Rechazado Van
Gogh por su prima Etten, suplica que antes de irse le permitan contemplarla por
última vez durante todo el tiempo que sea capaz de mantener su mano sobre la
llama de una lámpara de petróleo.
[2] En diciembre de
1888, en Arlés, después de una discusión con Gauguin, Van Gogh se cortó una
oreja, la puso en un paquete y se lo envió de regalo a una pupila de una casa
de tolerancia.
[3]
En lo que respecta al trastorno mental de Van Gogh, no hay una opinión unánime
sobre su diagnóstico. El doctor Félix Rey, que trató a Artaud en Arlés, pensó
que se trataba de una forma de epilepsia, opinión que en general comparten los
psiquiatras franceses que ha escrito sobre el caso (véase el trabajo de H.
Gastaut: "La Maladie de Van Gogh" en Annales médicales
psychologiques, 1956). Otros se inclinan por una demencia maníaco-depresiva.
Jaspers sostiene en su libro "Strindberg y Van Gogh", que se trata de
una esquizofrenia.
[4]
Se refiere muy probablemente al doctor Latremolière, uno de los psiquiatras de
Rodez, que publicó un testimonio sobre Artaud titulado: "Yo hablé de Dios
con Artaud".
[5]
El retrato de "Père Tanguy", comerciante en colores que se ocupó de
la venta de los cuadros de Van Gogh.
[6]
Un día de enero de 1889 con el pretexto de pintar un paisaje nocturno en Arlés,
Van Gogh sale con el sombrero rodeado de bujías encendidas.
[7]
El doctor Gachet no era psiquiatra sino médico rural (cosa que bien sabía
Artaud, de ahí la calificación de "improvisado psiquiatra"). Practicaba
la homeopatía y la electroterapia y además era pintor aficionado. En una de sus
cartas a Theo, de mayo de 1890, Van Gogh dice: "Pienso que no se puede
contar para nada con el doctor Gachet. Creo que está más enfermo que yo".
En otra parte agrega: "Tengo la impresión de que es una persona razonable,
aunque está tan desalentado por su oficio de médico rural como yo con mi
pintura". Para Artaud, el doctor Gachet al improvisarse psiquiatra se
convierte en encarnación y símbolo de la psiquiatría. Lo importante no es el
personaje incriminado (en este caso el doctor Gachet) sino la exposición de una
situación patética en que el psiquiatra se transforma (por asumir una posición
falsa) en perseguidor consciente o inconsciente del alienado.
[8]
El doctor Ferdière médico director del sanatorio de Rodez, era literato
aficionado; publicó versos por debajo de lo mediocre y algunos ensayos
literarios, entre ellos uno dedicado a las "palabras-estuche" de
Lewis Carrol.
[9]
Este rimero de voces, además de su evidente función sonora, tiene el aspecto de
invocaciones o exorcismos.
[10]
Serie de nombres también con el aspecto de invocaciones de significado ambiguo
o secreto. El primero, Kohan, puede referirse a la palabra hebrea Kohen o Kohan
(sacerdote). Por la similitud fonética también recuerda a la palabra japonesa
Koan, de particular significado en el budismo Zen.
[12] Popocatépetl (en
nahuatl: la montaña llameante). Famoso volcán del valle de México, protagonista
también de la obra de Malcolm Lowry, "Bajo el Volcán".
Vincent Van Gogh
- Trigal con
Cuervos
Óleo en tela
50.5 x 103.0 cm.
Auvers-sur-Oise:
Julio, 1890
F 779, JH 2117
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