Cuando el
sentido, ese anciano que te hablaba
en horas de
soledad, se muere
entonces
miras a la
mujer amada como a un viejo,
y lloras.
Y queda
huérfano el poema,
sin padre ni madre,
y
lo odias,
aborreces al
hijo colgando
como un aborto
entre las piernas, balanceándose allí
como hilo que
cuelga o telaraña,
cuando el
sentido muere,
como un niño
castrado por
un ciego,
al amparo de
la noche feroz, de la noche:
como la voz de
un niño perdido aullando en
el
viento
el día en que
se acaba la canción, dejando
sólo un poco
de tabaco en la mano,
y
la ciudad ahora, las
ciudades
convertidas en vastas plantaciones de tabaco,
y
la mano
asombrada toca
la boca sin labios
el día en que
se acaba la canción, y se pierde
el hombre que
a sí mismo le daba el nombre de alguien,
al dar la
vuelta a una esquina, un atardecer sin música.
El día en que
se acaba la canción el dolor mismo
es sólo un
poco de tabaco en la mano,
y
las palabras
son todas de
antaño, y de otro país, y caen
de la boca sin
dientes como un líquido
parecido a la
bilis,
el día
en que se
muere el sentido, ese
asesino que al
crepúsculo hablaba y al
insomnio
susurraba palabras y cosas,
el día
en que se
acaba la canción miras
a la mujer
amada como a un viejo, y
con la cabeza
entre las piernas,
frente al
mundo abortado, lloras.
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