miércoles, 23 de abril de 2014

Thomas de Quincey - Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes.



Post Scriptum de 1854
Con una crónica de los asesinatos de Williams y M'Kean

Imposible conciliar a lectores tan saturninos y sombríos que sean incapaces de hacer suya con abierta cordialidad la alegría ajena, sobre todo cuando ésta entra un poco en la provincia de lo extravagante. En tales casos la falta de simpatía impide comprender; los juegos que no divierten parecen chatos e insípidos o completamente carentes de sentido. Por suerte, después que estas gentes tan rústicas se retiraron de pésimo humor, quedó aún una gran mayoría que proclamaba a voces el placer que le procuró mi artículo y daba pruebas de su sinceridad añadiendo una expresión vacilante de censura. En varias ocasiones se me ha sugerido que tal vez la extravagancia —aunque sea claramente intencional y constituya uno de los elementos de jovialidad que animan toda la concepción— llegó demasiado lejos. Yo no comparto ese parecer y quisiera recordar a mis amigables censores que entre los fines y propósitos directos de esta bagatelle se cuenta el llegar al borde mismo del horror y de todo lo que en la realidad sería lo más repugnante. De hecho, el exceso mismo de la extravagancia sugiere continuamente al lector el carácter aéreo de la especulación y ofrece el medio más seguro para desengañarlo del horror que de otra manera podría sentir. Permítanme quienes formulan tales objeciones recordarles, una vez por todas, la propuesta del Deán Swift para aprovechar el exceso de niños en los tres reinos, niños que en ese tiempo se criaban en los orfelinatos de Dublín y Londres, y que consistía en cocinarlos y comérselos. Esta humorada, aunque más audaz y groseramente práctica que la mía, no fue causa de ningún reproche, ni siquiera por el hecho de provenir de un dignatario de la suprema Iglesia de Irlanda; su propia monstruosidad la disculpaba; la simple extravagancia bastó para perdonar y acreditar ese pequeño jeu d'esprit,  tal como la imposibilidad absoluta de Lilliput, Laputa, los Yahoos, etc., autorizó esas invenciones. En consecuencia, si alguien cree que vale la pena embestir contra una pobre burbuja de buen humor como es la conferencia sobre la estética del asesinato, me refugio por ahora tras el escudo telamonio del Deán. En realidad —y ésta es una de las razones por las que detengo al lector con el presente post scriptum— podría alegar para la extravagancia de mi pequeño artículo una excusa que falta por completo en el caso de Swift. Nadie que salga en defensa suya podrá pretender, ni siquiera un momento, que exista en el pensamiento humano una tendencia ordinaria y natural que convierta a los niños en artículos de dieta; en todas las circunstancias imaginables esto se consideraría la forma más grave de canibalismo, un canibalismo aplicado a la parte más indefensa de la especie. Por el contrario, la tendencia a la evaluación crítica de incendios y asesinatos es universal. Si nos llaman a ver el espectáculo de un gran incendio nuestro primer impulso será, por supuesto, ayudar a apagarlo. Este campo de acción es muy estrecho y no tardan en ocuparlo profesionales especialmente preparados y equipados para tal servicio. Cuando el incendio consume una propiedad privada, la compasión por el desastre que afecta a nuestro vecino nos impide, en un comienzo, tratar el suceso como un espectáculo escénico. Pero el fuego puede estar limitado a edificios públicos. En todo caso, pagamos tributo a la calamidad con nuestras lamentaciones y luego, de manera inevitable y sin sentirnos cohibidos en lo menor, pasamos a apreciarlo como un espectáculo teatral, mientras la multitud deja escapar arrobada sus exclamaciones de ¡Formidable! y ¡Magnífico! Por ejemplo, cuando ardió Drury Lane, a comienzos de este siglo, el hundimiento del techo provocó el fingido suicidio del Apolo protector que dominaba el edificio desde el punto más elevado. El dios estaba inmóvil, lira en mano, mirando las ruinas de fuego que tan rápidamente se acercaban. De pronto cedieron las vigas que lo sostenían; durante un instante la estatua se alzó en una convulsiva exhalación de llamas; luego, como en un impulso desesperado, la deidad protectora pareció no caer sino arrojarse al diluvio de fuego, pues se desplomó de cabeza dando en todo la impresión de un acto voluntario. ¿Qué ocurrió entonces? Pues que de los puentes sobre el río y los demás espacios abiertos desde donde se veía el espectáculo se levantó un gran grito de compasión y asombro. Ya unos cuantos años antes había sobrevenido en Liverpool un incendio prodigioso: el Goree, enorme conjunto de almacenes cercano a los muelles, quedó completamente destruido por el fuego. El altísimo edificio de ocho o nueve pisos, lleno de los productos más combustibles —miles de fardos de algodón, miles de quintales de trigo y avena, así como alquitrán, trementina, pólvora, ron, etc.— alimentó durante muchas horas el tremendo incendio. Para agravar aún más el desastre, soplaba un viento muy fuerte; por suerte para los barcos se dirigía al interior, o sea hacia oriente; hasta llegar a Warrington, que se encuentra a dieciocho millas de distancia, el aire estaba iluminado por copos encendidos de algodón, a veces empapados en ron, y por lo que parecían verdaderos mundos en llamas que inflamaban los recintos superiores del aire. En un espacio de dieciocho millas a la redonda el ganado corría por los campos presa del terror. Como es natural, quienes vieron el aire surcado de estos vórtices flagrantes adivinaron que en Liverpool había ocurrido un desastre gigantesco y lo lamentaron. Sin embargo, tal sentimiento de compasión no suprimió en el público la admiración más rendida (y ni siquiera moderó sus exclamaciones) ante la tormenta que el fuego cargaba de muchos colores mientras se precipitaba, en alas del huracán, a través de las abiertas profundidades del aire y las negras nubes del cielo.

Tal es, justamente, el tratamiento que se aplica a los asesinatos. Una vez pagado el tributo de dolor a quienes han perecido y, en todo caso, cuando el tiempo ha sosegado las pasiones personales, es inevitable examinar y apreciar los aspectos escénicos (que podrían llamarse, en estética, los valores comparativos) de los distintos crímenes. Se compara un asesinato con otro; se cotejan y valoran las circunstancias que otorgan a uno de ellos la superioridad, como por ejemplo la incidencia y efectos de la sorpresa, etc. Por todo ello reclamo para mi extravagancia el terreno ineludible y perpetuo que surge con la mayor espontaneidad en la mente del hombre. Nadie pretenderá que sería posible defender a Swift con argumentos semejantes.

Tan importante diferencia entre el Deán y yo es uno de los motivos que me han llevado a componer este Post scriptum. La segunda razón es presentar al lector, con todo detalle, tres casos memorables de asesinato que hace tiempo coronó de laurel la voz de los aficionados, en especial los dos primeros de los tres, o sea los inmortales asesinatos cometidos por Williams en 1812. El acto y el actor, cada uno de por sí, son interesantes en el más alto grado y, como desde 1812 han transcurrido cuarenta y dos años, no cabe suponer que la generación actual conozca bien ninguno de los dos.

En los anales de la Cristiandad no se ha registrado nunca el acto de un individuo aislado y solitario que se imponga con tan tremendo poder a los corazones como el asesinato de exterminio, perpetrado durante el invierno de 1812, en que John Williams arrasó dos hogares, aniquiló en una hora a casi dos familias y afirmó la propia supremacía sobre todos los hijos de Caín. Sería absolutamente imposible describir el frenesí de sentimientos que durante la quincena siguiente se apoderó del corazón del pueblo, el delirio de horror indignado en unos, el delirio del pánico en otros. Durante doce días consecutivos, creyendo equivocadamente que el asesino había dejado Londres, el miedo que sobrecogía a la gran metrópoli se difundió por toda la isla. Yo mismo me hallaba entonces a unas trescientas millas de Londres y en ese lugar, como en todas partes, el pánico era indescriptible. Una vecina mía a quien conocía personalmente, y que en ausencia del marido vivía acompañada de unos cuantos sirvientes en una casa muy solitaria, no descansó hasta poner dieciocho puertas (así me lo dijo y pude comprobarlo con mis propios ojos), todas ellas aseguradas con gruesos cerrojos, barras y cadenas, entre su propio dormitorio y cualquier posible intruso de forma humana. Llegar a ella, aún en su salón, era como entrar con bandera blanca a una fortaleza asediada; cada seis pasos había que detenerse ante una especie de rastrillo. El pánico no alcanzaba tan sólo a los ricos; más de una mujer de clase humilde murió de terror al sorprender a un vagabundo que trataba de meterse en su casa, seguramente sin otra intención que robar, aunque su víctima, confiada en los periódicos de la capital, lo tomara por el terrible asesino londinense. Entretanto, el solitario artista descansaba en el centro de Londres, apoyado en la conciencia de la propia grandeza, como un Atila o «Azote de Dios» de la ciudad; este hombre —que avanzaba en las tinieblas y (según se supo más tarde) quería valerse del asesinato para ganarse el pan, vestirse, ser algo en la vida— preparaba en silencio su terrible respuesta a los periódicos; el decimosegundo día después del asesinato inaugural anunció su presencia en Londres, yadvirtió a todos lo absurdo que era atribuirle propensiones rurales, dando un segundo golpe y exterminando a una segunda familia. El miedo provincial quedó algo aliviado con esta prueba de que el asesino no se había dignado escapar al campo o abandonar ni un momento, por motivos de temor o de cautela, la gran castra stativa metropolitana de crímenes gigantescos asentada para siempre en las riberas del Támesis. El gran artista desdeñaba la fama provincial; sintió, seguramente, una desproporción ridícula en el contraste entre la ciudad o aldea de provincia y una obra más durable que el bronce —un Κτημα εζ αει— un asesinato de tal calidad que bien pudiera reconocer por suyo.

Coleridge, a quien vi unos meses después de estos terribles asesinatos, me dijo que personalmente, aunque entonces residía en Londres, no había compartido el pánico general; los crímenes lo afectaron en tanto que filósofo, sumiéndolo en una honda meditación sobre el poder enorme que en un instante hace suyo cualquiera que logre abjurar de todos los frenos de la conciencia, si al mismo tiempo no siente ningún temor. Aunque no hacía suyo el miedo del público, Coleridge pensaba que éste era razonable; señaló, y no le faltaba razón, que en la enorme metrópoli existen muchos hogares compuestos exclusivamente de mujeres y niños; muchos otros miles que por necesidad se encomiendan durante tardes larguísimas a la discreción de una criada, y si la muchacha se deja engañar con el pretexto de un mensaje de la madre, la hermana o el novio y abre la puerta, en un abrir y cerrar de ojos la seguridad del hogar está perdida. Por entonces, y luego durante varios meses, se impuso la costumbre de echar la cadena a la puerta antes de entreabrirla, costumbre que fue mucho tiempo el testimonio de la profunda impresión que causó en Londres el Sr. Williams. Añadiré que en esta ocasión Southey compartió los sentimientos del público y, una o dos semanas después del primer asesinato, me dijo que era un hecho privado de tal naturaleza que se elevaba a la dignidad de acontecimiento nacional[1]. En fin, habiendo preparado al lector para que aprecie en su verdadera dimensión este atroz tejido de asesinatos (que por venirnos de una época que dista de nosotros cuarenta y dos años no podrá conocer a fondo ni siquiera una persona de cada cuatro) paso a exponer el caso en todos sus detalles.

Para comenzar, dos palabras sobre el escenario de los asesinatos. Ratcliffe Highway es una avenida del lado Este —o náutico— de Londres, que por entonces (1812), cuando no existía un buen servicio de policía, con excepción de los detectives de Bow Street —admirables en lo que toca a sus propios fines pero completamente insuficientes para toda la capital—, era un barrio peligrosísimo. Por lo menos uno de cada tres hombres era extranjero; a cada paso se encontraban indios, chinos, moros y negros. Y, aparte de las muchas maldades ocultas bajo los diversos sombreros y turbantes de gentes cuyo pasado era indiscernible para cualquier ojo europeo, ya se sabe que la marina de la Cristiandad (sobre todo, en tiempo e guerra, la marina mercante) es seguro refugio de asesinos y rufianes que tienen en sus crímenes buenas razones para retirarse durante una temporada de la atención del público. Unos cuantos, a decir verdad, están calificados para prestar servicios como marineros de primera, pero sólo una pequeña proporción o núcleo de las tripulaciones está formada —y en tiempo de guerra más que nunca— por estos hombres de mar, mientras que la gran mayoría son gentes de tierra sin ninguna experiencia. John Williams, que en una ocasión navegara en la carrera de la India, fue posiblemente un buen marinero. En general era hombre diestro e ingenioso, fértil de recursos ante las dificultades inesperadas, capaz de adaptarse a todos los cambios de la vida social; fue de estatura mediana (cinco pies y siete y media a ocho pulgadas), ligero de contextura, tirando para delgado pero fuerte, de musculatura regular y exento de toda grasa. Una señora que lo vio mientras lo interrogaban (creo que en la Comisaría de Policía del Támesis) me asegura que tenía el pelo de color muy vivo y extraordinario, de un amarillo brillante, entre naranja y limón. Williams había estado en la India, más que nada en Bengala y Madras, aunque también en la región del Indo. En el Punjab, como es sabido, los caballos de casta van pintados de violeta azul, verde o púrpura; tal vez Williams recordó ese uso de Sind o La-nore y se tiñó el pelo para disfrazarse. En todo lo demás su aspecto era muy normal y —a juzgar por una mascarilla de yeso que compré en Londres— diría que fue hombre de facciones ordinarias. Sin embargo, una característica notable confirmaba la impresión de que tenía un temperamento de tigre, y es que en todo momento su rostro era de una extrema y aterradora palidez, como sin sangre. «Se hubiese creído» me decía la persona que lo vio, «que por sus venas no corría la roja sangre que da la vida e infunde el calor de la vergüenza, la cólera o la piedad, sino una savia verde que no brotaba de un corazón humano». Tenía los ojos helados y vidriosos, como si toda la luz convergiera sobre una víctima que se escondía a lo lejos. Por estas razones su apariencia podía repugnar si bien, de otra parte, el testimonio unánime de muchas personas, y el testimonio silencioso de los hechos, indican que sus maneras untuosas e insinuantes de serpiente contrarrestaban lo repulsivo de su palidez mortal y le ganaban favorable acogida entre muchachas sin experiencias. Una joven muy encantadora, a quien seguramente Williams pensaba asesinar, declaró que en una oportunidad, hallándose a solas con ella, le había dicho: «Srta. R., si yo me apareciese a media noche al lado de su cama con un gran cuchillo en la mano, ¿qué haría usted?» — «Oh, Sr. Williams» respondió la confiada muchacha, «si fuese cualquier otra persona me daría mucho miedo, pero me bastaría oír su voz para tranquilizarme». ¡Pobre muchacha! Si este breve esbozo del Sr. Williams hubiese llegado a la etapa de ejecución, algo habría visto en el rostro cadavérico, algo habría oído en la voz siniestra que le robara para siempre la tranquilidad. Sólo una experiencia tan terrible podía desenmascarar al Sr. Williams.

La noche de un sábado de diciembre el Sr. Williams, que sin duda llevó a cabo su coup d'essai mucho tiempo antes, se abría paso a través de las calles llenas de gente de este barrio peligroso. Había decidido trabajar. Decir es hacer, y esta noche se había dicho a sí mismo que ejecutaría un diseño pergeñado hace tiempo que, una vez compuesto, debía consternar el «poderoso corazón» de Londres, desde el centro hasta la circunferencia. Más tarde recordaría que dejó su alojamiento con tan tenebrosas intenciones a eso de las once de la noche: no es que pensara empezar tan pronto, sino que tenía necesidad de efectuar un reconocimiento. Llevaba sus instrumentos bien sujetos bajo los sueltos pliegues de la chaqueta. Todos convienen que, en armonía con la sutileza de su carácter y su delicada aversión por la brutalidad, sus modales eran de una suavidad exquisita: las entrañas del tigre se ocultaban bajo el insinuante refinamiento de la serpiente. Quienes lo conocieron afirman que su disimulación era tan rápida y perfecta que cuando iba por las calles, que en un barrio tan pobre estaban repletas de gente los sábados por la noche, si acaso tropezaba con alguien, se detenía en el acto (como a todos constaba) para presentarle las más caballerescas excusas: su corazón diabólico encerraba deseos infernales y se hubiera detenido a expresar amablemente la esperanza de que el mazo que llevaba bajo el elegante abrigo —para usarlo noventa minutos más tarde en el pequeño asunto que lo aguardaba— no hubiese causado más leve daño a la otra persona. Creo que el Ticiano, estoy seguro de que Rubens, y tal vez Van Dyke, solían vestirse de punta en blanco para practicar su arte y usaban volantes fruncidos, peluca y espada con empuñadura de diamantes; hay razones para creer que cuando el Sr. Williams salía dispuesto a componer una de sus grandes matanzas (y se le podría aplicar, en otro sentido, la expresión Gran Componedor que usan en Oxford) vestía siempre medias de seda negra y escarpines, y que en modo alguno hubiese consentido a degradar su posición de artista con un traje de mañana. En su segunda gran actuación, el único testigo que (como verá el lector) tuvo que asistir desde su escondite, temblando con las mortales agonías del horror, a todas las atrocidades, contó que le había llamado la atención que el Sr. Williams llevara una levita azul de la mejor tela, ricamente forrada de seda. Entre las anécdotas que entonces circularon sobre él, se dijo también que era cliente del mejor dentista y el mejor pedicuro y que por ningún motivo hubiera empleado los servicios de un práctico de segunda clase. No hay duda que, en la peligrosa especialidad a que él mismo se dedicó, fue el más aristocrático y exigente de los artistas.

Pero ¿quién es la víctima a cuyo hogar se dirigía? ¿Acaso era tan imprudente como para navegar sin destino seguro hasta que el azar le ofreciera una persona que asesinar? No por cierto: ya desde tiempo atrás tenía señalada su víctima, un viejo e íntimo amigo. Una de sus máximas parecer haber sido que la mejor persona que puede asesinarse es un amigo, y a falta de un amigo —artículo del que no siempre se dispone— un conocido: de esta manera el sujeto no sentirá ninguna sospecha al llegar el momento, mientras que un desconocido puede alarmarse y leer en la cara de su asesino electo un aviso que lo ponga en guardia. En esta oportunidad su futura víctima unía ambas condiciones: había sido su amigo y luego, no sin buenas razones, se volvió enemigo suyo. O lo que es aún más probable, como dijeron otros, todo sentimiento había languidecido de modo que la relación ya no era de amistad ni de enemistad. El pobre desgraciado que (en su carácter de amigo o enemigo) fuera elegido como sujeto de la composición de este sábado por la noche se llamaba Marr. Acerca de las relaciones entre Williams y Marr se contó por entonces una historia —cierta o falsa, pero que no impugnó nadie que tuviese autoridad para hacerlo—, y es que fueron en el mismo barco mercante a Calcuta y se pelearon durante el viaje. Según otra versión: No, se habían peleado al regreso, y la causa del pleito fue la Sra. Marr, una preciosa muchacha a cuyos favores fueron pretendientes, lo cual los hizo rivales y —en un tiempo— enemigos furiosos. No faltan detalles que den cierta verosimilitud a la historia, aunque suele ocurrir que, cuando se ignoran las causas de un asesinato, alguien de buen corazón se niega a admitir que se asesine por los motivos más sórdidos y se toma el trabajo de inventar una historia, que el público no tarda en aceptar, en la que se atribuyen al asesino móviles más elevados; al público le inquietaba que Williams hubiese consumado una tragedia tan espantosa movido sólo por su apetito de lucro y aceptó de buena gana la versión en que aparecía dominado por un odio mortal, fruto de una rivalidad más noble y apasionada por una mujer. Hasta cierto punto cabe dudarlo, sí bien lo más probable es que la Sra. Marr fuese la verdadera causa, la causa teterrima de la enemistad entre los dos hombres. Pero ya los minutos están contados, en el reloj de arena se acaban los granos que miden la duración del pleito sobre la tierra. Esta misma noche todo habrá terminado. Mañana es el día que llamamos domingo y que en Escocia llaman con el nombre judaico de «sábado». Con distintos nombres, el día tiene en ambos países las mismas funciones; en ambos es un día de descanso. También para ti, Marr, será un día de descanso: así está escrito; también tú, joven Marr, encontrarás el descanso: tú, y toda tu casa, y el forastero al que hospedas. Descansarás en un mundo que está más allá de la tumba. De este lado de la muerte ya has dormido tu último sueño.

La noche era muy oscura. En este barrio humilde de Londres, en noches claras u oscuras, serenas o tormentosas, las tiendas estaban abiertas los sábados por la noche por lo menos hasta las doce. Nadie creía en supersticiones judías, rigurosas y pedantes, sobre los límites exactos del domingo. En el peor de los casos, el domingo duraba desde la una a.m. de un día hasta las ocho a.m. del día siguiente, o sea un transcurso de treinta y una horas, lo cual ya es un día bastante largo. Este sábado por la noche a Marr no le importaría que el descanso fuese más breve con tal de que llegase antes, pues llevaba trabajando dieciséis horas detrás de su mostrador. La situación de Marr era la siguiente: era dueño de una lencería y en montarla y comprar las existencias había invertido unas 180 libras. Como todos los que se dedican al comercio, pasaba malos ratos. Siendo apenas un principiante, ya le preocupaban las deudas por cobrar y se le vencían letras por sumas mayores de lo que conseguía vender. Pero tenía un carácter alegre y esperanzado; era un hombre de veintisiete años, joven y fuerte, de buenos colores; algo le inquietaba su futuro comercial aunque esto no le hiciera perder el buen humor, pues preveía (vanamente) que al menos esa noche y la noche siguiente podría descansar su cabeza fatigada y sus cuidados en el seno fiel de su dulce y amable esposa. En casa de Marr vivían cinco personas: primero, él mismo que, de sufrir un desastre en el limitado sentido comercial de la palabra, tendría fuerzas para volver a levantarse, hecho una pirámide de fuego, y elevarse muchas veces sobre las ruinas. Sí, pobre Marr: así sería si te dejaran tranquilo y librado a tus propias fuerzas; pero ahora mismo, al otro lado de la cae, alguien nacido en el infierno opone una negativa perentoria a estas halagadoras perspectivas. La segunda en la lista de la casa es su linda y encantadora esposa, que es feliz a la manera de las esposas jóvenes —sólo tiene veintidós años— y que si alguna vez siente ansiedad es a causa de su hijo querido. Pues en tercer lugar, acostado en una cuna, a unos nueve pies bajo el nivel de la calle, en la tibia y acogedora cocina, hay un niño de ocho meses a quien su madre mece de rato en rato. Marr y la muchacha llevan diecinueve meses de casados y éste es su primer hijo. No lloremos por el niño que guardará en otro mundo el descanso profundo del domingo: ¿para qué se demoraría en una tierra cruel y ajena un huérfano hundido en la miseria al faltarle padre y madre? En cuarto lugar viene un robusto muchacho de unos trece años, un aprendiz, un chico de Devonshire, bien parecido como son casi siempre los jóvenes de esa región[2], contento con su puesto en el que no trabaja demasiado; bien tratado y consciente de ser bien tratado por el amo y su señora. Por último, cerrando en quinto lugar la marcha de esta tranquila familia, venía la criada, una mujer joven y bondadosa que (como sucede a menudo en las familias de pretensiones modestas) ocupaba un lugar fraternal en relación con la dueña de casa. En este momento (1854) y durante los últimos veinte años está ocurriendo un gran cambio democrático en la sociedad inglesa. Muchas personas se avergüenzan de decir «mi amo» o «mi ama», y poco a poco se difunde el término «mi empleador». Ahora bien, en los Estados Unidos tal expresión de altivez democrática, aunque desagradable por proclamar innecesariamente una independencia que nadie pone en tela de juicio, no deja una mala impresión duradera. Por lo general la «ayuda» doméstica está en vías de convertirse a su vez, rápida y seguramente, en cabeza de un hogar propio, de modo que en realidad lo que se hace es no admitir un vínculo que desaparecerá pasados uno o dos años. En Inglaterra, donde no existe el recurso de contar siempre con tierras disponibles, esta tendencia al cambio es más bien ingrata, pues conlleva una expresión tosca y sombría de inmunidad a un yugo que, en todo caso, era ligero y a menudo benigno. En otro lugar he de aclarar lo que pienso. En el presente caso, o sea en el servicio de la Sra. Marr, puede apreciarse en la práctica el principio en cuestión. Mary, la criada, sentía un cordial y sincero afecto por una señora a la que veía tan dedicada a los deberes de su casa y que, aún siendo tan joven, no ejercía nunca por capricho la leve autoridad de que estaba investida y ni siquiera la mostraba abiertamente. Según el testimonio de todos los vecinos, trataba a su ama con un tono de delicado respeto y, al mismo tiempo, dando pruebas de la disposición alegre y la buena voluntad de una hermana, se esmeraba por aliviarla en lo posible del peso de sus obligaciones maternales.

Faltaban tres o cuatro minutos para la medianoche cuando, desde lo alto de la escalera, Marr llamó a la criada y le ordenó que saliera a comprar ostras para la cena familiar. ¡De qué accidentes tan nimios dependen a veces los tremendos resultados que duran toda la vida! Marr, ocupado en los asuntos de la tienda y la Sra. Marr, inquieta por un ligero malestar o agitación de su hijo, se habían olvidado de la cena; quedaba poco tiempo para que la elección fuera muy variada, y tal vez pensaron en las ostras porque podían comprarse con más facilidad pasadas las doce de la noche. De esta circunstancia tan trivial dependía la vida de Mary. Si hubiera salido a comprar, como de ordinario, a las diez u once, es seguro que no habría sido la única en salvarse, como se salvó, de la tragedia de exterminio sino que habría compartido la suerte de todos. Ahora debía proceder con rapidez: tras recibir el dinero de su amo, Mary se fue de compras con una canasta en la mano y sin bonete. Más tarde se le helaría el corazón recordando que, al momento de salir, distinguió al otro lado de la calle, a la luz de un farol, la silueta de un hombre, primero inmóvil y luego moviéndose lentamente. Era Williams, como lo demuestra un incidente ocurrido un instante antes o después (ahora no hay manera de saberlo.) Si se tienen en cuenta el apuro y agitación de Mary en las circunstancias que hemos expuesto, en que apenas si tenía tiempo para cumplir su encargo, es evidente que debe haber asociado un sentimiento de misteriosa inquietud con los movimientos del desconocido, pues de no ser así no le hubiera prestado ninguna atención. Esto arroja alguna luz sobre lo que le pasó por la cabeza, de manera semiconsciente: dijo que, a pesar de la oscuridad que no le permitía distinguir las facciones del hombre o precisar la dirección de su mirada, tuvo la impresión, por su porte al caminar y por la aparente inclinación de su persona, que estaba en busca del n.° 29. El pequeño incidente al cual he aludido, y que confirma lo supuesto por Mary, es que, poco antes de medianoche, el sereno advirtió la presencia del forastero; lo encontró mirando por la ventana de la tienda de Marr y esto, así como su apariencia, le pareció tan sospechoso que entró a la tienda y contó a Marr lo que había visto. Así lo declaró a los magistrados, añadiendo que poco más tarde, o sea unos minutos después de las doce (probablemente habían pasado ocho o diez minutos desde que partiera Mary) volvió frente a la tienda, como lo hacía cada media hora, y Marr le pidió que lo ayudase a cerrar los postigos. Esta fue la última vez que hablaron; el sereno le dijo que, al parecer, el forastero se había ido pues no lo había vuelto a ver. No hay duda de que Williams observó la visita del sereno a Marr y gracias a ella se dio cuenta de su propia imprudencia, de modo que el aviso no le valió de nada a Marr y fue Williams quien lo aprovechó. Caben aún menos dudas de que el sabueso puso manos a la obra un minuto después de que el sereno ayudara a Marr a cerrar los postigos, por la siguiente razón: lo que impidió a Williams comenzar más temprano fue que el interior de la tienda estaba expuesto a las miradas de quienes pasaban por la calle. Era indispensable que los postigos estuviesen bien cerrados antes de que Williams pudiese empezar a trabajar con segundad. Una vez tomada esta primera precaución, no perder ni un minuto con nuevas demoras era aún más importante de lo que había sido no arriesgar nada por precipitarse. Todo dependía de entrar en la casa antes de que Marr echase la llave a la puerta. Cualquier otra manera de entrar (por ejemplo aguardar el regreso de Mary y pasar junto con ella) significaría renunciar a las ventajas que ayudaron a Williams, como lo indica el mudo testimonio de los hechos correctamente interpretado. Williams no pudo menos que esperar a que se alejasen los pasos del sereno; esperó, quizá, treinta segundos; pasado este peligro, el peligro siguiente era que Marr cerrase la puerta: una sola vuelta a la llave y el asesino no habría podido entrar. Así pues, se lanzó al interior y seguramente dio vuelta a la llave con un rápido movimiento de la mano izquierda, sin que Marr advirtiese la fatal estratagema. Realmente es asombroso e interesantísimo seguir los pasos sucesivos del monstruo y observar la seguridad absoluta con que los silenciosos jeroglíficos traicionan todo el proceso y los movimientos del drama sangriento, tan segura y cabalmente como si hubiéramos estado escondidos en la tienda de Marr o hubiéramos contemplado desde los cielos misericordiosos a este azor infernal que ignoraba el sentido mismo de la misericordia. Que disimuló su maniobra tan rápida y secreta con la cerradura es evidente, pues de no ser así alertaría a Marr, sobre todo después de lo que le había dicho el sereno.

Pero, como pronto se verá, Marr no se sintió alarmado. En verdad, para tener un éxito completo era de la mayor importancia para Williams el evitar todo grito de agonía de parte de Marr. Un grito, en estas circunstancias en que sólo paredes delgadísimas los separaban de la calle, se oye como si se hubiese lanzado en medio de la calzada. Es preciso ahogarlo. Y en efecto, Williams lo ahogó y pronto comprenderá el lector de qué manera. Entretanto, llegados a este punto, dejemos al asesino solo con sus víctimas. Durante cincuenta minutos podrá trabajar a su gusto. La puerta delantera, como sabemos, está cerrada a todo auxilio. No hay ningún auxilio posible. Vayamos en una visión en busca de Mary; cuando todo haya terminado regresemos con ella, levantemos el telón y leamos el horrible relato de lo que pasó durante su ausencia.

La pobre muchacha, inquieta hasta un punto que ella misma no alcanzaba a comprender, iba por todas partes buscando una tienda de ostras y, como no encontró ninguna abierta en las calles que conocía, creyó mejor tentar suerte en un barrio más alejado. Veía luces que brillaban o parpadeaban a lo lejos impulsándola a seguir y de este modo, yendo por calles desconocidas y mal iluminadas[3], en una noche tan oscura y en una región de Londres en la que a cada momento tenía que desviarse para esquivar feroces tumultos, acabó naturalmente por sentirse desconcertada. Ya no tenía ninguna esperanza de cumplir el propósito para el cual saliera de casa y no le restaba sino volver sobre sus pasos. Esto no era fácil, pues el miedo le impedía dirigirse a las personas que se encontraba por azar y que no distinguía bien en la penumbra. Al cabo reconoció por su linterna a un sereno que la puso en buen camino y diez minutos más tarde estaba de vuelta ante la puerta del n.° 29 de Ratcliffe Highway. Creía haber estado ausente unos cincuenta o sesenta minutos y, en efecto, a lo lejos había oído una voz que anunciaba la una de la mañana, grito que comenzó segundos después de la una y se repitió de manera intermitente durante diez o trece minutos.

Como es natural, en el tumulto de ideas angustiosas que pronto la asaltaron, le fue difícil recordar con claridad la sucesión de dudas, sospechas y sombrías inquietudes que entonces sintió. No se acordaba de que al llegar a casa algo le pareciese verdaderamente alarmante. En muchas ciudades, las campanillas son el instrumento más empleado para comunicar la calle con el interior de las viviendas, pero en Londres se usan aldabones. En la puerta de Marr había aldabón y campanilla. Mary tiró de la campanilla y al mismo tiempo golpeó suavemente el aldabón. No es que temiera molestar a sus amos, pues estaba segura de que aún no se habían acostado; en cambio le preocupaba despertar al niño, que bien podía privar a su madre de otra noche de descanso. Sabía que tres personas esperaban ansiosamente su regreso, inquietándose tal vez por la demora, y que bastaría un murmullo para traerlas a la puerta. ¿Qué es lo que pasa, entonces? Para sorpresa suya —y junto a la sorpresa empezó a ganarla un horror helado— no oía en la cocina ni el más leve ruido. En este momento pensó, con súbita angustia, en la borrosa imagen del desconocido, vestido con un abrigo suelto y oscuro que viera pasar furtivamente a la luz indecisa del farol, acechando sin duda los movimientos de su amo; y ahora se reprochó no haberse detenido, a pesar del apuro, a comunicar sus sospechas al Sr. Marr. La pobre muchacha ignoraba que si este aviso hubiera bastado para poner en guardia a Marr, ya lo había recibido de otra persona, de modo que no cabía atribuir mayores consecuencias a su propia omisión, debida a su prisa por cumplir con el recado. Pero un pánico sobrecogedor devoró ahora todas sus reflexiones. El solo hecho de que nadie respondiera a su doble llamada fue, en un instante, la revelación del horror. Una persona podía adormecerse, pero dos —y tres— era imposible. Aún suponiendo que los tres y el niño estuviesen dormidos: ¡qué inexplicable este silencio —este silencio total! Un terror histérico se apoderó de la muchacha, que tiró de la campanilla con toda la violencia del miedo. Luego se detuvo: aún tenía dominio de sí misma —aunque lo estaba perdiendo rápidamente— para decirse que, si por un azar extraordinario tanto Marr como el aprendiz habían salido a buscar un médico en direcciones distintas —lo que apenas podía imaginarse— quedarían en casa la Sra. Marr y el niño y, en todo caso, la madre podría responder siquiera con un susurro. Se detuvo pues, y con un esfuerzo espasmódico, se obligó a guardar silencio para oír cualquier respuesta a su última llamada. Escucha, pobre corazón tembloroso, durante veinte segundos escucha callada como la muerte. Esperó, callada como la muerte, y en el terrible silencio, mientras contenía la respiración para oír mejor, ocurrió un incidente de terror mortal que resonaría en sus oídos hasta el último día de su vida. Mary, la pobre muchacha estremecida que se contenía y callaba en un último esfuerzo por oír la respuesta de su joven señora al frenético llamado, escuchó al fin, con toda nitidez, un ruido dentro de la casa. Sí, no hay duda que alguien viene a responder a sus golpes. ¿Qué ha sido eso? En la escalera —en la que subía a los dormitorios, no en la que bajaba a la cocina— se oyó un crujido. Luego, con entera claridad, un paso: alguien bajaba lentamente uno, dos, tres, cuatro, cinco escalones. Las aterradoras pisadas avanzaron por el estrecho corredor que llegaba a la puerta. Ante la puerta las pisadas —¡oh cielos!, ¿las pisadas de quién?— se han detenido. Se oye la agitada respiración del terrible ser que ha acallado en la casa todas las demás respiraciones. Sólo una puerta se interpone entre él y Mary. ¿Qué hace, del otro lado? Un paso cauteloso, furtivo, bajó la escalera, recorrió el corredor —estrecho como un ataúd— y ahora se detiene junto a la puerta. El asesino solitario —¡qué pesadamente respira!— está de un lado de la puerta, Mary del otro. Imaginemos que la puerta se abriera con violencia y que la imprudente muchacha cayera hacia adentro, en brazos del asesino. Es posible —diré más: es seguro— que si hubiese intentado la treta al momento de llegar Mary habría tenido éxito: al abrirse la puerta al primer campanillazo Mary se habría precipitado hacia adentro y perecido. Ahora, en cambio, la muchacha está sobre aviso. El asesino desconocido y ella tocan la puerta con los labios, escuchan, respiran acezantes; por fortuna la puerta los separa; al menor indicio de que se descorrían los cerrojos o se daba vuelta a la llave Mary habría saltado hacia atrás, al amparo de la oscuridad.

¿Cuál era la intención del asesino al cruzar el corredor y llegar hasta la puerta? Su intención era ésta: en sí misma, como individuo, Mary no le importaba absolutamente nada. En tanto que miembro del hogar, si lograba echarle mano y asesinarla redondearía y llevaría a la perfección la matanza de toda la familia. La nidada entera caería en la trampa; la destrucción de la casa sería plena, orbicular: todos los hombres y mujeres, por más que se agitaran, habrían de inclinarse, inermes y sin aliento, ante las manos invencibles del poderoso asesino. Le bastaría decir: «Mis recomendaciones están fechadas en Ratcliffe Highway n.° 29» y la pobre imaginación derrotada depondría las armas ante su mirada fascinante de serpiente cascabel. Si el asesino esperó junto a la puerta, con Mary del otro lado, fue con la esperanza de abrir la puerta sin alarmarla, imitando acaso la voz de Marr para decirle: «¿Por qué tardó usted tanto?» Se equivocaba: había pasado el momento; Mary, furiosamente alerta, dio en tirar de la campanilla y en golpear el aldabón con incesante violencia. El vecino, que se acostara poco antes y se había adormecido en el acto, despertó con el ruido; los golpes que Mary repetía, llevada por un impulso delirante e incontenible, le hicieron comprender que algo muy grave estaba pasando. Echarse fuera de la cama, abrir la ventana, preguntar airadamente la causa del escándalo, fue cosa de un instante. La pobre muchacha aún tuvo dominio de sí para explicar rápidamente su ausencia de una hora; su convicción de que, entretanto, los Marr habían sido asesinados y que en este momento el asesino se hallaba en la casa.

El vecino, dueño de una casa de préstamos, debía ser hombre de mucho valor, ya que resultaba peligrosísimo —aunque sólo fuese como prueba de fortaleza física— enfrentarse a un misterioso asesino que al parecer había mostrado su fiereza con un triunfo tan completo. De otra parte, sólo con un gran esfuerzo podía dominar la propia imaginación antes de lanzarse sin vacilar contra alguien cuya nación, edad y motivos se ocultaban en una nube de misterio. Pocos serán los soldados llamados a desafiar tan complejos peligros en el campo de batalla. Si toda la familia de su vecino Marr había sido exterminada —lo cual era cierto— tanta sangre derramada parecía indicar que eran dos los asesinos, y si uno sólo fuese responsable del desastre: ¡qué audacia colosal la suya! ¡qué tremendas su astucia, su potencia animal! Más aún, el enemigo desconocido (una sola persona o dos) estaría seguramente armado hasta los dientes. A pesar de tantas desventajas este hombre intrépido corrió a la casa de su vecino, escena de la carnicería. Se detuvo tan sólo a ponerse los pantalones y a armarse de un hierro en la cocina y ya estaba en el patio. Acercándose por este lado tendría más posibilidades de interceptar al asesino que por el lado de la calle, donde se demoraría en forzar la puerta. Su casa estaba separada de la de Marr por un muro de 9 o 10 pies de altura. Lo trepó de un salto y se preguntaba si volver por una vela cuando de pronto advirtió un débil rayo de luz que brillaba en la casa. La puerta trasera estaba abierta de par en par. El asesino debía haberla atravesado medio minuto antes. Sin esperar más, el valiente entró a la tienda donde encontró por los suelos la carnicería de la noche y tanta sangre derramada que apenas si logró pasar sin mancharse hacia la puerta de la calle. Aún seguía en la cerradura la llave que diera al desconocido asesino ventaja mortal sobre sus víctimas. Ya entonces las estremecedoras noticias que Mary repetía a gritos (pensaba que entre las muchas víctimas una podía quedar con vida y en tal caso todo dependía de la rapidez con que la auxiliara un médico) habían congregado, a pesar de la hora, a una pequeña multitud ante la casa. El prestamista abrió la puerta. Uno o dos serenos se habían puesto a la cabeza de la turba, pero el desgarrador espectáculo los detuvo e impuso repentino silencio a las voces, antes tan clamorosas. El trágico drama leía en voz alta su propia historia y la sucesión de los hechos, pocos y sumarios. No se sabía quién era el asesino ni se tenía la menor sospecha, pero ciertos indicios permitían pensar en una persona con la que Marr tuviese familiaridad. En efecto, había entrado en la tienda abriendo la puerta que Marr acababa de cerrar y no faltó quien observase, con todo acierto, que, después de la advertencia del sereno, Marr habría recibido con actitud de recelo y defensa a un extraño que apareciese, a esa hora y en ese barrio, de manera tan irregular y sospechosa (es decir, ya cerrada la puerta y cuando los postigos impedían cualquier comunicación con la calle). Toda señal de que Marr no se había alarmado anunciaba con seguridad que algo había sucedido que neutralizó su inquietud y lo hizo deponer, fatalmente, su prudente desconfianza. Este «algo» sólo podía ser un hecho muy simple, y es que Marr tuviese una relación frecuente y confiada con quien sería su asesino. Aceptado este supuesto, llave de todo lo demás, el curso y evolución del drama resulta claro como la luz: el asesino, de esto no cabe duda, abrió sigilosamente la puerta de la calle y volvió a cerrarla detrás suyo con el mismo silencio. Luego avanzó hacia el pequeño mostrador mientras cambiaba con Marr, que nada sospechaba, un saludo de viejos conocidos. Al llegar al mostrador le pediría un par de medias de algodón sin blanquear. En una tienda tan estrecha no hay muchas maneras de disponer los artículos. El asesino conocería su disposición y estaría seguro de que, para alcanzar el paquete que ahora buscaba, Marr tendría que darle la espalda y, al mismo tiempo, levantar los ojos y las manos unas dieciocho pulgadas por encima de su cabeza. Este movimiento lo ponía en la posición más desventajosa posible respecto de su asesino, quien aprovechó el momento en que Marr tenía las manos y los ojos ocupados, y la parte de atrás de la cabeza completamente expuesta, para sacar de bajo el amplio abrigo un pesado mazo y aturdir de un golpe a su víctima, que ya no pudo hacer el menor gesto de resistencia. La posición de Marr contaba su historia. Había caído detrás del mostrador, las manos dispuestas de tal modo que confirmaban la versión de los hechos que he sugerido. Es muy probable que el primer golpe, el primer indicio de traición que llegó a Marr, fuese también el último en lo que respecta a la abolición de la conciencia. El plan del asesino y la lógica del asesinato se deducen sistemáticamente de provocar en su víctima una apoplejía o al menos de aturdiría lo suficiente como para dejarla sin conocimiento un buen rato. Con este comienzo el asesino ya podía sentirse tranquilo. Bastaba, sin embargo, que su víctima volviera en sí un instante y estaría perdido, por lo que su práctica usual, a modo de consumación, era degollarla. Todos los asesinatos que cometió en esta oportunidad se ajustaron al mismo tipo invariable: primero fracturó el cráneo de sus víctimas, poniéndose a salvo de cualquier represalia inmediata; luego, para mantener lo ocurrido en eterno silencio, les cortó la garganta. Las demás circunstancias, que se revelan a sí mismas, fueron las siguientes: es probable que la caída de Marr provocara un ruido sordo y confuso de lucha que, por estar cerrada la puerta, no podía confundirse con el rumor de la calle. Aún más probable es que la señal de alarma llegara a la cocina cuando el asesino degolló a Marr. Lo estrecho del lugar que ocupaba detrás del mostrador hacía imposible exponer ampliamente la garganta con la crítica urgencia del caso; la horrible escena se cumpliría con tajos parciales e interrumpidos; se oirían hondos gemidos y las otras personas que estaban en la casa subirían corriendo la escalera. Este era el único momento peligroso de la operación y para él debió prepararse especialmente el asesino. La Sra. Marr y el aprendiz, ambos jóvenes y activos, se lanzarían, por supuesto, hacia la puerta; con Mary en casa se hubieran reunido tres personas para eludir al asesino y tal vez uno de ellos consiguiera llegar a la calle, pero los terribles mazazos detuvieron al muchacho y a su ama antes de que alcanzaran la salida. Ambos se desplomaron en el centro de la tienda, y en cuanto quedaron indefensos el maldito sabueso cayó sobre sus gargantas, navaja en mano. En la ciega compasión que le inspiraron los gemidos de su marido, la Sra. Marr no se dio cuenta de lo que convenía hacer: ella y el aprendiz debieron tratar de huir por la puerta trasera y hubieran dado la alarma al aire libre, lo que ya es mucho, y distraído la atención del asesino de otras maneras, lo cual no era posible si permanecían en la pequeña tienda.

Vanos serían los intentos de pintar el horror que se apoderó de los espectadores de esta lastimosa tragedia.

La multitud sabía que una persona había escapado, por simple accidente, a la matanza general, pero que había perdido el habla y probablemente deliraba, de modo que, compadecida de su triste situación, una vecina se la llevó consigo para acostarla. Esta fue la razón por la que durante mucho tiempo no hubo en la casa nadie que conociera a los Marr como para pensar en la suerte de su hijito, pues el valeroso prestamista había salido en busca del coronel y el otro vecino estaba en la comisaría presentando un testimonio que creía urgente. De pronto apareció en la multitud alguien que recordaba al niño de los Marr, quien debía encontrarse en la cocina o en los dormitorios del piso superior. Un río de gente se dirigió de inmediato a la cocina, donde al entrar vieron la cuna, pero con la ropa de cama en un estado de confusión indescriptible. El pabellón que la cubría, nefasta señal, estaba destrozado y al levantar las mantas hallaron un charco de sangre. Era evidente que el miserable se había sentido doblemente estorbado, primero por el pabellón de la cuna, que hundió a mazazos, y luego por las mantas y almohadas en torno a la cabeza del niño. Impedido de golpear libremente, acabó por degollar de un navajazo al pobre inocente y luego, no se sabe con qué propósito, como si el espectáculo de su propio ensañamiento lo confundiera, se puso a amontonar la ropa de cama sobre el cadáver de la criatura. El incidente da a todo lo ocurrido el aspecto de una venganza y tiende a confirmar el rumor de un pleito entre Williams y Marr, provocado por una rivalidad amorosa. Afirma un autor que el asesino creyó tal vez necesario acallar el llanto del niño pensando en su propia seguridad, pero se le respondió, con razón, que un niño de ocho meses no podía llorar por darse cuenta de lo que sucedía, sino sólo como lloraba siempre que se ausentaba su madre y que este llanto, aún si se oía fuera de la casa, era justamente lo que estaban acostumbrados a escuchar los vecinos, de modo que no les llamara la atención ni fuera causa de alarma para el asesino. De todo el tejido de atrocidades nada enconó tanto el furor popular contra el desconocido rufián como esta insensata matanza de un niño.

Naturalmente, al amanecer cuatro o cinco horas más tarde la mañana del domingo, el caso era demasiado horrible como para no difundirse en todas las direcciones, aunque no creo que alcanzara a figurar en ninguno de los muchos periódicos dominicales. Por lo general, todo hecho que no ocurriese, o del cual no se tuviese noticia, sino hasta pasados 15 minutos de la una de la mañana del domingo, sólo llegaba al público en la edición del lunes de los periódicos dominicales o en la edición normal de los diarios del lunes. Si así fue en esta ocasión no podía cometerse un error más grave, pues no cabe duda de que, de haberse satisfecho la demanda pública de detalles el mismo domingo, como se hubiera hecho muy fácilmente suprimiendo un par de columnas aburridas y reemplazándolas por un relato minucioso de lo ocurrido —para el cual podían proporcionar materiales el prestamista o el sereno— se hubiese ganado una pequeña fortuna. Repartiendo octavillas en todos los barrios de la infinita metrópoli se habrían vendido 250.000 ejemplares más que de costumbre: hablo de un periódico que resumiera materiales exclusivos para colmar la viva curiosidad del público que, excitado por rumores que surgían de todas partes, ardía por poseer una información más amplia. Al domingo subsiguiente (es decir, el octavo día a partir de los hechos) se celebró el entierro de los Marr; el propio Marr iba en el primer ataúd; en el segundo su mujer, con el niño en brazos; en el tercero el aprendiz. Los sepultaron lado a lado; 30.000 trabajadores siguieron el cortejo, con el dolor y la pena escritos en las caras.

Todavía no corría ningún rumor que señalase, siquiera de modo conjetural, al odioso autor de tanta ruina —al mecenas de los sepultureros. Si el domingo del funeral se hubiera sabido lo que todos supieron seis días después, la multitud habría ido directamente del cementerio a casa del asesino para (sin admitir demora de ninguna clase) hacerlo pedazos. Pero, a falta de alguien en quien pudiera asentarse una sospecha razonable, el público tuvo que reprimir su cólera. Por lo demás, lejos de mostrar tendencia alguna a disminuir, la emoción aumentaba día a día de manera notoria, a medida que las reverberaciones del golpe retornaban de las provincias a la capital. En todos los principales caminos del reino se detuvo a muchos vagabundos que no eran capaces de justificar su presencia, o cuyo aspecto recordaba la imperfecta descripción de Williams hecha por el sereno.

A esta marea poderosa de piedad e indignación que fluía hacia los terribles hechos acaecidos se mezclaba en la meditación de los más prudentes una corriente inferior de temerosas expectativas del futuro. «El terremoto», para citar un fragmento del impresionante pasaje de Wordsworth:

«El terremoto no queda satisfecho de una vez».

Todos los peligros se repiten, en particular los malignos. Quien ha llegado al asesinato por pasión y por apetito lupino de la sangre derramada como forma antinatural del placer no puede recaer en la inercia. El asesino, aún más que el cazador de gamuzas de los Alpes, va en procura de peligros de los que se libra a duras penas, peligros que son el condimento de las insípidas monotonías de la vida diaria. Aparte de que pudiera contarse con entera seguridad en sus instintos infernales, que lo incitarían a nuevas crueldades, estaba claro que el asesino de los Marr —dondequiera que ahora estuviese al acecho— era hombre necesitado y de los que no buscan ni encuentran el sustento en el trabajo honrado, que desprecian altivamente y para el cual les faltan los usos industriosos de que son incapaces los hombres de violencia. Cabía suponer que, pasado un intervalo razonable, el asesino que todos los corazones se empeñaban en descifrar resucitaría, aunque sólo fuese por ganarse la vida, en un nuevo teatro de horror. Aún admitiendo que el asesinato de los Marr se debiese a impulsos crueles y vengativos, se advertía que el ansia de botín se había unido a estos sentimientos. También era evidente que el deseo había quedado burlado: aparte de la pequeña suma que Marr guardaba para los gastos de la semana, el asesino encontró poco o nada que le aprovechase. Su botín fue, como máximo, de un par de guineas. Una semana le bastaría para gastarlas y todos tenían la seguridad que, al cabo de uno o dos meses, cuando se enfriase un poco la fiebre de la agitación o viniesen a sustituirla nuevos temas de interés más reciente, y empezara a descuidarse la vigilancia que ahora se aplicaba, se sabría de un nuevo asesinato igualmente espantoso.

Esto es lo que creía el público. Que el lector se imagine el puro frenesí de horror cuando, en medio de esta expectativa sobrecogida, mientras se pensaba que el desconocido golpearía otra vez y se esperaba su golpe, sin creer realmente que tuviese la audacia de intentarlo, de pronto, ante los ojos de todos, la decimosegunda noche a partir de los Marr, se dio un segundo caso no menos misterioso y se perpetró en el mismo barrio un nuevo asesinato regido por el mismo plan de exterminio. La atrocidad ocurrió el jueves subsiguiente al asesinato de los Marr y, a juicio de muchos, fue superior a la primera por lo emocionante de sus aspectos dramáticos. Esta vez las víctimas fueron un tal Williamson y su familia; la casa no estaba situada en Ratcliffe Highway aunque sí muy cerca, al doblar la esquina de una calle secundaria y en ángulo recto con dicha avenida. El señor Williamson era hombre conocido y respetable, antiguo vecino del barrio; se le creía rico y, más por pasar el tiempo ocupado que por ganar dinero, mantenía una especie de taberna en la que reinaba un ambiente patriarcal pues, si bien la frecuentaban por las noches gentes de fortuna, no se imponía una separación rígida entre ellas y los demás clientes, en su mayoría artesanos y obreros. Cualquier persona que tuviese buenos modales podía sentarse y pedir su licor preferido. La clientela era pues muy variada, en parte estable y en parte cambiante. Vivían en la casa cinco personas: 1, el señor Williamson, cabeza de la familia, viejo de más de setenta años y de un carácter que convenía a su oficio, puesto que, siendo cortés y de ánimo afable, también sabía ponerse firme cuando se trataba de mantener el orden; 2, la señora Williamson, su mujer, unos diez años menor que él; 3, una nietecita de nueve años; 4, una criada, de casi cuarenta; 5, un jornalero, de veintiséis, que trabajaba en una fábrica (no recuerdo en cuál, ni tampoco la nación del muchacho). En la taberna del señor Williamson era norma establecida que al dar el reloj las once todos los clientes se retirasen, sin ningún favor ni excepción. Gracias a tales costumbres el señor Williamson nunca tuvo reyertas en su casa, aún siendo el barrio tan turbulento. Este jueves por la noche todo fue como siempre, salvo un ligero detalle sospechoso que llamó la atención a más de uno. En tiempos menos agitados quizá no se hubiese reparado en ello, pero por entonces los Marr y su desconocido asesino eran el primer y el último tema de cualquier reunión, y esa noche no dejó de extrañar que un forastero de apariencia siniestra, envuelto en un amplio abrigo, entrara y saliera varias veces de la sala, se retirase de la luz como quien busca los rincones oscuros y por fin —como lo notaron algunos— se deslizara hacia las habitaciones privadas de la casa. Se dio por sentado que Williamson debía conocerlo, y en verdad no era imposible que lo conociera como cliente ocasional de su taberna. Más tarde, el desconocido de aspecto repulsivo —por su palidez cadavérica, su pelo extraordinario y sus ojos vidriosos— que apareció de manera intermitente entre las 8 y las 11 p.m., surgiría en la memoria de quienes lo observaron con el mismo efecto glacial de los dos asesinos de Macbetb que se presentan aún humeantes del asesinato de Banquo y cuyos rostros terribles, que brillan tenuemente en la penumbra del fondo, arruinan las galas del banquete real.

Entre tanto el reloj dio las once; los clientes salieron de la taberna; la puerta quedó entreabierta y, en este momento de dispersión general, los cinco habitantes de la casa se ocuparon de la siguiente manera: los tres mayores, o sea Williamson, su mujer y la criada, se encontraban en la planta baja. El propio Williamson continuaba sirviendo cerveza a los vecinos en cuyo favor no cerraba la puerta hasta que sonaran las doce; la señora Williamson y su sirvienta iban y venían entre la cocina y la sala de recibo; y la nietecita, cuyo dormitorio se hallaba en el primer piso (término que en Londres designa siempre el piso al que se sube por un tramo de escalera desde el nivel de la calle) dormía ya desde las nueve; por último, el jornalero se había retirado a descansar un rato antes. Era inquilino de la casa y dormía en el segundo piso. Ahora estaba ya desvestido y acostado. Siendo hombre de trabajo debía levantarse temprano y quería, como es natural, dormirse lo más pronto posible. Pero esta noche, la inquietud que le causaban los recientes asesinatos del n.° 29, llegó a un paroxismo de agitación nerviosa que lo mantuvo despierto. Es posible que alguien le hablara del sospechoso desconocido o que él mismo hubiese visto sus furtivas maniobras. Aún cuando así no fuese, había diversas circunstancias que afectaban peligrosamente la casa en que vivía: la violencia de todo el barrio, por ejemplo, y el hecho desagradable de que los Marr hubieran vivido unas puertas más allá, lo cual parecía indicar que tampoco el asesino vivía lejos. Estas podían ser las causas de la alarma general. Pero había otras razones propias de la casa y, en particular, la notoria opulencia de Williamson, la fama, bien o mal fundada, de que acumulaba en sus cofres y armarios el dinero que constantemente le pasaba por las manos y, por último, el abierto desafío al peligro que era la costumbre de dejar la puerta entreabierta durante toda una hora; hora tanto más peligrosa puesto que no había que temer el encuentro con otros visitantes, ya que los clientes debían retirarse a las once. La regla que hasta entonces sirviera a la buena reputación y a la tranquilidad de la casa se tornaba ahora, en vista de las nuevas circunstancias, una sonora proclama de inseguridad y desamparo durante todo el transcurso de una hora. Muchos decían que siendo Williamson hombre pesado y de ninguna agilidad —había pasado los setenta años— más le valdría cerrar la puerta al despedirse de sus clientes.

El jornalero daba vueltas con inquietud a estas y otras causas de alarma (sobre todo pensando en la vajilla de gran valor que, según se afirmaba, poseía la señora Williamson) y serían veintiocho o veinticinco minutos para las doce cuando, de pronto, oyó que alguien cerraba y trancaba la puerta de la calle con un estrépito anunciador de un brazo de terrible violencia. No podía caber duda alguna: era el hombre diabólico envuelto en misterio del n.° 29 de Ratcliffe Road. Sí, no cabía duda que el temible ser que durante doce días ocupara todos los pensamientos y las lenguas había entrado en la casa indefensa y pocos minutos después estaría cara a cara frente a cada uno de sus habitantes. Aún subsistía la duda de si en casa de Marr no habían sido dos los asesinos. En tal caso ahora también serían dos, y uno de ellos podría subir de inmediato la escalera y poner manos a la obra, ya que el peligro más grave sería que alguien diese la alarma desde el piso alto a quienes pasaban por la calle. El pobre hombre estuvo medio minuto sin moverse de la cama, paralizado de miedo. Al ponerse de pie su primer movimiento fue hacia la puerta de la habitación. No es que quisiera asegurarla contra el intruso, pues demasiado bien sabía que esto era imposible, por carecer la puerta de cerradura y cerrojo: ni tampoco había en el dormitorio muebles para obstruir la entrada, aún suponiendo que tuviese tiempo para intentarlo. No fue por prudencia sino por simple fascinación de horror mortal que abrió la puerta. Un paso más lo llevó al borde de la escalera; inclinó la cabeza por encima de la balaustrada para escuchar mejor y en ese instante oyó en la sala el grito desesperado de la sirvienta: «¡Señor Jesucristo! ¡Nos matarán a todos!» La cabeza de la Medusa acechaba en esas facciones atroces y sin sangre, en esos ojos rígidos y vidriosos que en verdad parecían los de un cadáver, puesto que una sola de sus miradas bastaba para proclamar la sentencia de muerte.

Ya para entonces habían concluido tres encuentros fatales y el pobre jornalero petrificado, sin tener la menor idea de lo que hacía, ciegamente sometido al pánico, bajó los dos tramos de la escalera. Su infinito terror le dictaba el mismo impulso que le hubiera dictado el valor más temerario. Bajó en camisa de dormir la vieja escalera que crujía bajo sus pies y se detuvo a cuatro peldaños del suelo. La situación era la más tremenda de que se tenga noticia. Bastaba que estornudase o tosiese, que respirase con fuerza, y sería hombre muerto, sin la menor posibilidad de salvarse y ni siquiera de luchar por su vida. El asesino se encontraba en la pequeña sala de recibo cuya puerta daba frente a la escalera; la puerta se hallaba entreabierta y, en realidad, mucho más de lo que se entiende por el término «entreabierta». Del cuadrante o de los 90 grados que describiría la puerta abierta en ángulo recto en relación con el vestíbulo, quedaban expuestos, por lo menos, unos 55 grados. El joven veía dos de los tres cadáveres. Y el tercero: ¿dónde estaba? ¿Y dónde se hallaba el asesino? El asesino iba y venía rápidamente por la sala —podía oírlo pero no verlo— y parecía atareado en la parte de la habitación que la puerta no permitía ver. Pronto comprendió, por el ruido, lo que estaba haciendo: probaba las llaves en el armario, la alacena y el escritorio. Un instante después pudo verlo; por fortuna, en ese momento crítico, el asesino, demasiado absorto en lo que hacía, no levantó la vista hacia la escalera, pues de otra manera habría descubierto la blanca figura del jornalero —a quien el horror tenía clavado en el sitio— y le habría dado muerte en el acto. El tercer cadáver, el cadáver que falta, o sea el del señor Williamson, se encuentra en el sótano y el modo de explicar su situación es problema aparte, entonces muy discutido y nunca aclarado del todo. Para el joven era indudable que Williamson había perecido, ya que de otro modo lo oyera moverse o quejarse. Así pues, habían muerto tres de los cuatro amigos de quienes se había despedido cuarenta minutos antes; restaba, por lo tanto, un 40 por 100, porcentaje muy elevado como para que Williams lo descuidase; restaban, de hecho, él mismo y su linda amiguita, la nieta, que en su inocencia infantil seguía durmiendo sin temor por sí misma ni dolor por sus viejos abuelos. Ellos han partido para siempre, más felizmente le queda un amigo (pues se portará como tal si logra salvar a la niña de este peligro) que está cerca de ella. ¡Ay! Aún más cerca está el asesino. El jornalero desfallece, no podría dar un paso; se ha transformado en una columna de hielo; la escena que tiene frente a sí, a una distancia de sólo trece pies, es la siguiente: al sorprenderla el asesino, la criada se encontraba hincada de rodillas ante la rejilla del hogar que había estado puliendo con lápiz plomo; terminada la tarea se puso a llenar la rejilla de leña y carbón, no con el propósito de encender el fuego esa noche, sino de dejar todo listo para encenderlo a la mañana siguiente. Las apariencias indican que al llegar el asesino se hallaba ocupada en esto, y es posible que los hechos se sucedieran tal como paso a exponerlos. Del terrible grito invocando a Cristo se deduce que sólo en ese momento se sintió alarmada, y sin embargo el joven no la oyó gritar hasta un minuto y medio o dos minutos después de que la puerta de la calle se cerrara de un golpe. Por consiguiente, y aunque parezca imposible, el ruido que de manera tan terrible como oportuna puso en guardia al joven tiene que haber sido mal interpretado por las dos mujeres. Se dijo por entonces que la señora Williamson era un poco dura de oído y se conjeturó que la criada, con la cabeza casi metida dentro de la rejilla y el ruido de su propia labor en los oídos, debió pensar que el estrépito venía de la calle o era una broma de muchachos traviesos. Como quiera que se expliquen las cosas, lo cierto es que, hasta invocar el nombre de Cristo, la sirvienta no había notado nada sospechoso, nada que interrumpiera su trabajo. De lo cual se deduce que tampoco la señora Williamson notó nada, pues habría comunicado su propia alarma a la criada con quien se hallaba en la pequeña sala. Al parecer lo que ocurrió después de entrar el asesino fue lo siguiente: probablemente la señora Williamson no llegó a verlo ya que estaba sentada de espaldas a la puerta y, antes de que nadie advirtiera su presencia, asestó a la dueña de la casa un golpe tremendo en la nuca y la derribó sin sentido; el golpe, infligido con una palanca, hundió la parte de atrás del cráneo. El ruido de la caída (todo fue cosa de un momento) llamó la atención de la criada quien lanzó el grito que oyera el joven en el piso alto, pero antes de que pudiese repetirlo, el asesino cayó sobre ella con el arma levantada y le partió la cabeza. Desmayadas las dos mujeres, que ya nunca volverían en sí, eran innecesarios nuevos ultrajes y, por lo demás, el asesino sabía el peligro inminente de cualquier demora; y sin embargo, a pesar de la prisa, tanto temía que pudiesen recobrar el conocimiento y declarar contra él, que para impedirlo procedió a degollarlas. Esto explica las circunstancias que ahora se presentaban. La señora Williamson había caído de espaldas, con la cabeza en dirección a la puerta; la sirvienta, hincada de rodillas, no fue capaz de levantarse y se expuso pasivamente a los golpes; luego el miserable no tuvo sino que llevar la cabezahacia atrás para descubrir la garganta y el asesinato quedó consumado. Es notable que el joven artesano, que había estado paralizado por el miedo, y que durante un momento se sintió fascinado hasta el punto de ir a meterse en la boca del lobo, lograra sin embargo advertir todos los detalles importantes. El lector puede imaginárselo observando al asesino que se inclina sobre el cadáver de la señora Williamson y reanuda la búsqueda de ciertas llaves importantes. No hay duda de que la situación lo llenaba de ansiedad pues, a menos de encontrar muy pronto las llaves, la horrible tragedia sólo tendría por resultado un aumento prodigioso en el horror del público, que multiplicaría por diez sus precauciones e interpondría nuevos obstáculos entre el criminal y sus futuras presas. Aún estaba en juego otro factor, de interés más inmediato: su propia seguridad quedaría comprometida en caso de ocurrir un accidente, lo cual era muy probable. La mayoría de los que acudían a comprar licor en la taberna eran niñas o niños aturdidos que al verla cerrada seguirían descuidadamente en busca de otra, pero bastaría que un hombre o una mujer más sensatos tocasen en vano la puerta, cerrada un cuarto de hora antes de lo habitual, para que se despertaran sospechas incontenibles. Darían la alarma al instante y a partir de entonces todo sería cuestión de suerte. Un hecho curioso que demuestra la singular incoherencia de este villano —a veces tan excesivamente sutil y, en otros aspectos, tan temerario e imprudente— es que ahora mismo, de pie entre los cadáveres que inundaban de sangre la pequeña sala, Williams debe haber sentido serias dudas sobre si tenía medios de escapar. Sabía de las ventanas en la parte de atrás de la casa mas al parecer ignoraba sobre qué terreno se abrían; por lo demás, en un barrio tan peligroso, era muy posible que las ventanas de la planta baja estuviesen clausuradas, y aunque pudiese escapar por el piso superior, para ello tendría que dar un salto demasiado arriesgado. La única conclusión que podía sacar en limpio de todo esto era apresurarse a ensayar otras llaves para encontrar el tesoro escondido. Tan intensa absorción en un solo propósito dominante embotó las percepciones del asesino a todo lo que tenía en torno suyo; de no ser así, habría oído la respiración del joven que a veces sonaba con un ruido atroz a sus propios oídos. El asesino volvió a inclinarse sobre el cadáver de la señora Williamson y, tras registrarle los bolsillos con más cuidado, sacó varios manojos de llaves, uno de los cuales cayó al suelo y resonó con un ruido áspero y metálico. Fue en este momento que el testigo secreto, desde su escondite secreto, advirtió que el abrigo de Williams estaba forrado de seda de la mejor calidad. También se dio cuenta de un hecho que al cabo tendría una importancia más inmediata que otras circunstancias mucho más graves de la acusación: los zapatos del asesino, al parecer nuevos y, lo que es muy probable, comprados con el dinero del pobre Marr, chirriaban ruidosamente a cada paso. Tras apoderarse de los nuevos manojos de llaves, el asesino volvió a desaparecer en el sector oculto de la sala. El jornalero sintió que por fin se le presentaba la oportunidad de escapar. En probar todas las llaves y luego registrar los cajones si acaso las llaves servían, o romper las cerraduras en caso de que no sirvieran, el asesino perdería unos minutos. Contaba, pues, con un breve intervalo de libertad en que el ruido de las llaves acallaría tal vez los crujidos de la escalera mientras él volvía a subir. Su plan estaba decidido. Al llegar a su dormitorio puso la cama contra la puerta para retrasar un instante al enemigo a fin de tener aviso de su llegada y, en el peor de los casos, tratar de salvarse con un salto desesperado. Hecho esto con el mayor silencio, cortó en tiras anchas las sábanas, mantas y fundas de almohada y las trenzó para formar varias cuerdas que luego anudó entre sí. Pero desde el primer momento se había dado cuenta de un grave obstáculo a sus labores. ¿Dónde encontrar una armella, un gancho, una barra o cualquier otro punto fijo del cual sujetar la cuerda una vez trenzada? Del antepecho, o sea de la parte inferior de la ventana al suelo hay veintidós pies, de los que pueden restarse unos diez o doce que es posible saltar sin peligro: digamos que debe preparar unos doce pies de cuerda. Por desgracia no hay nada que puede servir de apoyo cerca de la ventana; lo más cercano, lo único que puede utilizar es una alcayata clavada (no se sabe por qué razón) en el cielo de la cama. Mas al moverse la cama se ha movido también la alcayata y la distancia que la separa de la ventana que siempre fue de cuatro pies ahora es de siete. Hay que añadir siete pies a una cuerda que hubiera sido suficiente sujeta a la ventana. ¡Valor! Dios, según el proverbio de todos los pueblos cristianos, ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. Nuestro joven amigo lo reconoce agradecido; ya en esa alcayata encontrada en un lugar donde siempre fue inútil advierte una señal de la Providencia. Si sólo trabajara por sí mismo no habría en ello el menor mérito, pero no es así: está sinceramente inquieto por la pobre criatura a la que conoce y quiere; comprende que con cada minuto que pasa el desastre se acerca a ella; al pasar ante su puerta estuvo a punto de sacarla de la cama y llevársela en brazos para compartir la misma suerte. Pensándolo mejor se dijo que al despertarla súbitamente, sin tan siquiera susurrarle una explicación, la haría gritar y esta inevitable indiscreción sería fatal para los dos. Tal como los aludes alpinos suspendidos sobre la cabeza del viajero se precipitan a veces porque un simple murmullo rompe la quietud del aire, así también pendía de un murmullo la crueldad asesina del hombre que estaba escaleras abajo. No: sólo hay una manera de salvar a la niña y consiste en salvarse antes a sí mismo. Ha comenzado bien, pues temía que la presión arrancase la alcayata de la madera medio podrida y, sometida a la prueba de su peso, resiste con firmeza. Sin perder un segundo, ata tres de las tiras que ha fabricado y que miden once pies. Las trenza sueltamente de modo que en ello sólo pierde unos tres pies. Ata luego unas segundas tiras del mismo largo, de modo que pronto ha arrojado por la ventana unos dieciséis pies; ya puede ocurrir lo peor, siempre podrá deslizarse hasta donde alcance la cuerda y luego dejarse caer. Todo esto ha llevado unos seis minutos y aún prosigue incesante, afiebrada, la carrera entre los bajos y los altos. El asesino trabaja de firme en la sala; el jornalero trabaja duro y parejo en el dormitorio. Al miserable le va muy bien en la planta baja: ya se ha embolsado un fajo de billetes y está a punto de apoderarse del segundo. Ha encontrado también un nido de monedas de oro. Todavía no existían los soberanos, pero las guineas de la época valían hasta treinta chelines cada una y de ellas ha descubierto una pequeña cantera. El asesino se siente casi feliz y si aún queda en la casa alguna persona con vida, como astutamente lo sospecha y piensa comprobar muy pronto, tendrá mucho gusto en beber con ella una copa de cualquier licor antes de degollarla. ¿Y en lugar de una copa no podría obsequiarle a la pobre criatura su propia garganta? ¡Oh, no! ¡De ninguna manera! Una garganta es algo que no se obsequia; es cosa de negocios: hay que ocuparse de los negocios. En realidad, considerados como hombres de negocios, los dos rivales tienen mérito. Trabajan el uno contra el otro como coro y semicoro, estrofa y antiestrofa. ¡Hala jornalero, hala asesino! ¡Hala panadero, hala demonio! Del jornalero ya podemos decir que se ha salvado. A sus dieciséis pies de cuerda, de los cuales siete están neutralizados por la distancia de la cama a la ventana, ha añadido otros seis y para tocar el suelo sólo le faltan unos diez más, altura insignificante que un hombre o un niño pueden saltar sin lastimarse. Ya se encuentra a salvo, que es más de lo que puede decirse del miserable que está en la sala de recibo. No obstante, el miserable no pierde la calma y la razón de ello es que, a pesar de toda su astucia, por primera vez en la vida alguien le ha ganado de mano. El miserable ni siquiera sospecha un pequeño hecho de cierta importancia que el lector y yo conocemos muy bien, a saber: que durante tres minutos alguien ha podido verlo y estudiarlo, alguien que (como si leyera un libro de horror, presa de un pánico mortal) ha tomado notas muy precisas de todo lo que tenía oportunidad, aunque limitada, de ver y que sin duda dará cuenta de los zapatos que crujen y del abrigo forrado de seda en cierto lugar donde estos pequeños detalles aprovecharán muy poco al asesino. Si bien es verdad que el Sr. Williams ignoraba que el jornalero hubiese «asistido» a su examen de los bolsillos de la Sra. Williamson y, por lo tanto, no podía sentir ansiedad alguna en cuanto a las ulteriores actividades de dicho jornalero, y en especial acerca de su nueva profesión de trenzador de cuerdas, no es menos cierto que tenía razones suficientes para no demorarse. Y sin embargo se demoró. Al leer sus acciones a la luz de las mudas huellas que dejara detrás suyo, la policía comprendió que el asesino había perdido el tiempo. La razón es digna de señalarse, pues nos permite comprobar que no buscaba el asesinato tan sólo como un medio de lograr un fin, sino también como un fin en sí mismo. El Sr. Williams llevaba ahora en la casa unos quince o veinte minutos y durante ese tiempo había despachado, en estilo que juzgaba satisfactorio, diversos asuntos. Había hecho, como suele decirse, «un negocio redondo». En dos de los pisos, el sótano y la planta baja, «dio cuenta» de toda la población. Aún quedaban por lo menos dos pisos y ahora se le ocurrió al Sr. Williams que, si bien la acogida algo fría del dueño de la casa no le había permitido conocer a toda la familia, era muy probable que en uno u otro de esos pisos hubiese algunas gargantas. En cuanto al botín, ya se lo había embolsado. Era casi imposible que quedasen sobras, por nimias que fuesen, para otro recogedor. Pero las gargantas —las gargantas— tal vez de ellas quedase algún resto, algún fruto que recoger. Así fue cómo, en su lupina sed de sangre, el señor Williams arriesgó el fruto de sus trabajos de esa noche y la vida por añadidura. Si en este momento el asesino lo supiera todo —si viera la ventana abierta en el piso superior, lista para la huida del jornalero, si fuese testigo de la rapidez de vida o muerte con que éste trabaja, si adivinara el clamor inmenso que dentro de noventa segundos enloquecerá a los habitantes de todo el distrito populoso— ningún cuadro de un loco que huye presa del pánico o se precipita a la venganza bastaría para representar cabalmente la angustia con que se arrojaría a la puerta de calle para intentar la evasión final. Aún estaba libre esa vía de escape; todavía en ese momento le quedaba tiempo para huir y dar comienzo a la siguiente revolución en la novela de su vida abominable. Llevaba en los bolsillos un botín de más de cien libras, o sea que disponía de los medios para procurarse un disfraz completo. Si esta misma noche se afeita el pelo amarillo y se oscurece las cejas, si al llegar la mañana compra una peluca oscura y ropas que le permitan asumir el aspecto de un grave profesional, eludirá todas las sospechas depolicías impertinentes, podrá embarcarse en cualquiera de las cien naves que se dirigen a un puerto del enorme litoral de los Estados Unidos Americanos (que tiene más de 2.400 millas), disfrutará, si quiere, de cincuenta años de descansado arrepentimiento y hasta podrá morir en olor de santidad. De otra parte, si elige la vida activa, no es imposible que con su sutileza, valor y falta de escrúpulos, una vez llegado al país en que un simple procedimiento de nacionalización convierte al extranjero en hijo de familia, pueda aspirar al sillón presidencial; tal vez le levanten una estatua después de muerto y escriban su biografía en tres volúmenes in quarto sin volver una sola vez la mirada hacia el número 29 de Ratcliffe Highway. Todo depende de los próximos noventa segundos. En ese plazo habrá que elegir el camino: hay el camino bueno y el camino malo. Si su ángel lo hace elegir el bueno, le irá muy bien en lo que toca a la prosperidad en este mundo. Pero dentro de pocos minutos lo veremos elegir el malo y Némesis caerá sobre él con ruina súbita y perfecta.

Entretanto, si el asesino se permite perder el tiempo, otro es lo que hace el fabricante de cuerdas en el piso alto. Bien sabe que el destino de la pobre niña está en el filo de la navaja, pues todo depende de que él consiga dar la alarma antes de que el asesino llegue junto a su lecho.

En este mismo momento, mientras la desesperada agitación casi le paraliza los dedos, oye el paso siniestro del asesino que se acerca en la oscuridad. El jornalero había creído (fundándose en el estrépito con que se cerró la puerta de calle) que, una vez listo para sus trabajos de la planta alta, Williams vendría corriendo, con galope largo y jubiloso y rugidos de tigre; y quizá lo hiciera de seguir sus impulsos naturales. Pero esta forma de acercarse, del más terrible efecto en caso de sorpresa, era arriesgada tratándose de gente que a estas alturas ya debía estar en guardia. El joven había oído pasos en la escalera, mas, ¿en qué peldaño? Creía que en el más bajo y, siendo tan lento y cauteloso el movimiento, aun esto podía ser decisivo: ¿y si acaso fuera el décimo, el decimosegundo o el decimocuarto escalón? Quizá nadie sintió nunca tan pesada carga de responsabilidad como en este momento el artesano al pensar en la niña dormida. Bastaba que perdiera dos segundos por torpeza o por los embarazos del pánico y para ella la diferencia sería total, entre la vida y la muerte. Aún había esperanza, y la naturaleza infernal de la sombra aciaga que ahora oscurece la mansión de la vida —para usar una expresión de la astrología— se revela espantosamente al enunciar el fundamento de esta esperanza. El jornalero estaba seguro de que al asesino no le bastaría matar a la pobre niña mientras estuviese inconsciente. Esto sería contrario a todos los fines que perseguía al asesinarla. Para un epicúreo del asesinato como Williams, que la niña bebiera el cáliz amargo de la muerte sin comprender plenamente lo triste de la situación era privarse del ápice mismo del placer. Por suerte, esto lo demoraría: la doble confusión de la criatura —primero al ser despertada a una hora tan extraña, segundo ante el horror de su situación una vez que se la explicase— la haría desmayarse o perder la noción de las cosas en un primer momento y esto llevaría mucho tiempo. En suma, la lógica del caso está fundada en la crueldad excepcional de Williams. Si le bastaba el simple hecho de matar a la niña, aparte de la pausada expansión de su angustia, entonces no cabía ninguna esperanza. Pero como nuestro asesino era minucioso en sus exigencias —crítico severo de la disposición y el decorado escénicos del asesinato— la esperanza se justificaba, pues todos estos refinamientos de la preparación toman tiempo. Williams estaba obligado a ir de prisa en los asesinatos que cometía por necesidad, pero en un asesinato puramente voluptuoso, enteramente desinteresado, sin testigos inútiles que suprimir, ni un nuevo botín del cual apoderarse, ni venganza que exigiera satisfacción, es evidente que todo apuro no haría sino malograr la obra. En fin, si la niña se salva es por consideraciones meramente estéticas[4].

En este instante las consideraciones de toda índole se interrumpen bruscamente. Se oye un segundo paso en la escalera, todavía apagado y cauteloso, y un tercero: al parecer la suerte de la niña está echada. Pero justamente en este instante han terminado los preparativos. La ventana está abierta de par en par; la cuerda cuelga en el vacío; el jornalero se ha lanzado y se encuentra en la primera fase de su descenso. Bajó por el simple peso de su persona, sujetándose con las manos para frenar la caída. El peligro estaba en que la cuerda se le deslizase entre las manos con demasiada rapidez y él fuera a estrellarse al suelo. Por suerte, logró resistir al propio impulso y los nudos de los empalmes le ofrecieron una sucesión de puntos de apoyo. La cuerda era cuatro o cinco pies más corta de lo que calculara y quedó suspendido en el aire a diez u once pies de altura, enmudecido por la mucha agitación y temiendo quebrarse las piernas si se dejaba caer al duro pavimento. La noche no era tan oscura como la del asesinato de los Marr y, no obstante, para los fines de la policía criminal, resultaba peor que la noche más negra en que se ocultó un asesinato o se burló una persecución. Londres estaba cubierto de oriente a occidente por un espeso palio (venido del río) de niebla universal. Durante veinte o treinta segundos el joven estuvo colgando en el aire sin que lo viera nadie, hasta que su blanca camisa de dormir atrajo la atención. Tres o cuatro personas corrieron a él y lo recibieron en brazos, anticipando ya una noticia terrible. ¿De qué casa venía? Ni siquiera esto estaba en claro, pero señaló con el dedo la puerta de Williamson y dijo, con un susurro medio ahogado: «¡El asesino de Marr, en la casa...!»

Todo se explicó en el acto: el idioma silencioso de los hechos cumplió su revelación elocuente. El misterioso exterminador del número 29 de Ratcliffe Highway ha visitado otra casa y sólo una persona —¡aquí está!— vestida de camisa de dormir ha escapado por los aires a contarlo. Un impulso supersticioso detenía la persecución de este criminal incomprensible; moralmente, y en defensa de la justicia vindicativa, todo la promovía, la sostenía, la alentaba.

Sí, el asesino de Marr —el hombre de misterio— había atacado otra vez; quizá en este momento apagaba una lámpara de vida y no en un lugar muy remoto, sino aquí mismo, en la casa que tocaban con sus manos quienes escuchaban la tremenda noticia. Según los muchos artículos aparecidos en los periódicos durante los próximos días, estalló entonces un caos, un ciego clamor que no tiene precedentes o bien los tiene en una sola ocasión, los acontecimientos que siguieron a la absolución de los siete obispos de Westminster en 1688. En el presente caso lo que se manifestaba era algo más que un entusiasmo apasionado. El movimiento frenético en que se mezclaban el horror y la exaltación —la ululación de venganza que en un instante se elevó de esa calle y, por una especie de contagio sublime, de todas las calles adyacentes— sólo puede describirse con el arrebatado pasaje de Shelley:

El transporte de una alegría feroz, monstruosa,
Se difundió por las calles multitudinarias, volando
En las alas veloces del miedo: de su torpe locura
Despertó el hambriento y expiró feliz: los moribundos
Que agonizaban confundidos entre los cadáveres
Oyeron la buena nueva y con esperanza
Cerraron los ojos desmayados: de casa en casa
El clamor de los vivos estremeció la bóveda del cielo
Y se llenó de ecos la tierra sorprendida

Algo hubo, en verdad, de inexplicable en la instantánea interpretación que dio su verdadero significado al grito multitudinario. De hecho, el rugido mortal de venganza y su sublime unidad sólo podía apuntar en este barrio al demonio cuya idea había atormentado y tiranizado durante doce días el corazón general; cada puerta, cada ventana se abrió de golpe como obedeciendo a una orden y, sin perder tiempo en las vías usuales de salida, las multitudes saltaron a la calle por las ventanas más bajas; los enfermos se levantaron de la cama; en un caso, confirmando la imagen de Shelley (versos 4, 5, 6 y 7), un hombre cuya muerte se esperaba desde hacía tiempo y que, en efecto, murió al día siguiente, se armó de una espada y se lanzó en camisa a la calle. Era una oportunidad magnífica, la turba tenía conciencia de ello, para atrapar al perro rabioso en pleno mediodía y carnaval de sus festejos sangrientos, en el centro mismo de su carnicería. Durante un momento la muchedumbre quedó desconcertada ante su propio número y su propia furia. Aun esa furia sintió la necesidad de dominarse. Estaba claro que sería preciso derribar la maciza puerta de entrada, puesto que dentro no quedaba nadie con vida que pudiese ayudarlos, como no fuera una niña. En un minuto se aplicaron hábilmente unas palancas, la puerta saltó de sus goznes y la multitud entró como un torrente. Cabe imaginar la ira y el enojo de su furia destructora cuando uno de los notables del barrio ordenó con un gesto detenerse y guardar absoluto silencio. Todos callaron, esperando que dijera algo importante. «Escuchemos» —dijo el personaje— «y sabremos si está en los altos o en los bajos». En ese momento se oyó, en el dormitorio del piso superior, el ruido de alguien que forzaba una ventana. Sí, no cabía duda que era el asesino: había caído en la trampa. No conocía la casa de los Williamson y todo indicaba que de pronto se había encontrado prisionero en un dormitorio de los altos. La multitud se precipitó impetuosamente. La puerta de la habitación estaba cerrada y, mientras la abrían, el gran ruido que hicieron al caer el marco y los vidrios de la ventana anunció que el miserable se les escapaba. Había saltado a la calle y varios perseguidores, que ardían con la cólera de todos, saltaron tras él. No pensaron en la naturaleza del terreno, y una vez que lo examinaron a la luz de las antorchas, dijeron que era una pendiente, un terraplén de arcilla muy húmeda y pegajosa. Las huellas del hombre se habían hundido profundamente en el suelo y fue fácil seguirlas hasta lo alto de la pendiente, pero aquí se dieron cuenta que lo espeso de la niebla hacía inútil toda persecución. No era posible identificar a un hombre a dos pies de distancia; si se alcanzaba a alguien no se podía asegurar que fuese la misma persona que antes se perdiera de vista. En el transcurso de todo un siglo no habrá otra noche tan propicia para un criminal que huye: ahora le sobraban a Williams los medios de disfrazarse, y en los alrededores del río había innumerables guaridas que lo protegerían de toda curiosidad indiscreta. Pero hacer favores a gente temeraria e ingrata es malgastarlos. Esa noche, en la encrucijada de su futura carrera, Williams equivocó el camino y, por mera indolencia, se encaminó a su antiguo alojamiento: el lugar de toda Inglaterra qué más razones tenía de evitar. Entretanto la multitud había registrado a fondo la casa de Williamson. Lo primero fue buscar a la nieta. Es evidente que Williams entró a su dormitorio y, al parecer, allí lo sorprendió el repentino alboroto de la calle que le obligó a pensar tan sólo en las ventanas, única retirada que aún tenía abierta. Si logró huir fue gracias a la niebla, a la prisa del momento y a la dificultad de llegar a la casa por la parte de atrás. La niña, como es natural, se agitó mucho al ver a tantos extraños y a esa hora pero, gracias a las precauciones de unos bondadosos vecinos, se le ocultó lo que había sucedido mientras dormía. A su pobre abuelo sólo lo encontraron al bajar al sótano, donde estaba tendido en el suelo; el asesino lo había arrojado desde lo alto de la escalera con tal violencia que le quebró una pierna: se hallaba del todo indefenso cuando Williams se llegó a él y lo degolló. Algunos periódicos discutieron mucho la posibilidad de explicar todas estas circunstancias, suponiendo que hubiesen sido obra de una sola persona. No obstante, parece fuera de toda duda que sólo hubo un asesino. En casa de Marr sólo se vio o escuchó a un hombre; en la sala de la señora Williamson el joven artesano sólo vio a uno, sin duda el mismo, y sólo uno dejó marcadas sus huellas en el terraplén. Lo más probable es que procediese de la siguiente manera: entró en casa de Williamson pidiendo una cerveza. El anciano tuvo que bajar a buscarla al sótano; Williams dejó pasar un instante, cerró de un portazo y echó la llave como hemos dicho. Williamson subió alarmado al oír el ruido. En lo alto de la escalera lo aguardaba el asesino, quien lo arrojó al sótano y bajó tras él para consumar el asesinato en su forma acostumbrada. Todo esto llevó un minuto o un minuto y medio, lo cual explica el intervalo entre el ruido alarmante en la puerta de la calle que escuchara el jornalero y el grito lamentable de la sirvienta. También se advierte la razón por la cual no se oyó grito alguno de labios de la señora Williamson, y es la posición que ocupaban las partes, tal como se ha descrito. Al entrar el asesino, la señora Williamson le daba la espalda y, por lo tanto, no pudo verlo ni —a causa de su sordera— escucharlo, y el asesino le infligió la abolición total del conocimiento antes de que advirtiese su presencia. En cambio no logró tan plena ventaja sobre la criada, testigo inevitable del ataque contra su señora, quien tuvo tiempo a lanzar una exclamación angustiosa.

Ya se ha dicho que durante quince días ni siquiera se sospechaba quién pudiese ser el asesino de los Marr, o sea que, antes del asesinato de Williamson, ni el público en general ni la policía tenían el menor indicio sobre el cual fundar una sospecha. Sin embargo, había dos excepciones muy limitadas a esta condición de absoluta ignorancia. Los magistrados guardaban en su poder un objeto que, examinado de cerca, ofrecía quizás el medio de dar con el criminal. Pero hasta ahora no se había dado con él. Sólo la mañana del viernes que siguió a la muerte de los Marr anunciaron las autoridades que se había encontrado un mazo de carpintero de ribera (que sirvió al asesino para aturdir y dejar sin defensa a sus víctimas) con las iniciales «J. P.». Por un extraño descuido, el asesino lo dejó olvidado en la tienda de Marr, y es curioso señalar que, en caso de darle alcance el valiente prestamista, el miserable habría estado virtualmente desarmado. La notificación pública se hizo oficialmente el viernes, trece días después del primer asesinato, y tuvo de inmediato (como se verá) un resultado importantísimo. Entretanto, en el secreto de un solo dormitorio de Londres, Williams había sido desde un comienzo —desde la hora en que ocurrió la tragedia de los Marr— objeto de profundas sospechas repetidas en voz baja. Lo singular del caso es que las sospechas se debían enteramente a su propia locura. Williams se alojaba en una posada, donde vivían muchas personas de diversas naciones. En un gran dormitorio había cinco o seis camas ocupadas por artesanos, casi todos gentes respetables. Entre ellos se contaban uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes y Williams, cuyo lugar de origen no se conoce con certeza. La aciaga noche del sábado, a eso de la una y media de la mañana, Williams regresó de sus atroces labores y encontró a los ingleses y escoceses durmiendo, pero a los alemanes despiertos: uno de ellos estaba sentado con una vela encendida en la mano y leía en voz alta para los otros dos. A esto Williams gritó, con tono apremiante y colérico: «Apaguen esa luz; apáguenla ahora mismo o arderemos todos en la cama.» De estar despiertos los ingleses, el arrogante mandato habría provocado un motín. Los alemanes, en cambio, que suelen ser de temperamento dulce y fácil, le dieron gusto y apagaron la luz. Les pareció sin embargo que, puesto que no tenían cortinas, en realidad no había peligro alguno, ya que la ropa de cama bien tirada no arde, como no arden las páginas de un libro cerrado. Concluyeron pues, para sí, que el Sr. Williams debía tener algún motivo urgente para sustraer su persona y sus ropas de la observación ajena. Cuál pudiera ser este motivo quedó atrozmente claro al día siguiente con las noticias que se difundieron en todo Londres y llegaron, naturalmente, a esta casa, situada a menos de cuatro cuadras de la tienda de Marr. Como puede suponerse, los alemanes informaron de sus sospechas a los compañeros de dormitorio. Sin embargo, todos tenían presente lo peligroso que, con arreglo a las leyes inglesas, es hacer esta clase de insinuaciones, aunque sean ciertas, cuando no se dispone de pruebas. Más aún, si Williams hubiese tomado las más elementales precauciones, si tan sólo hubiese llegado hasta el Támesis (a tiro de piedra de donde vivía) para arrojar dos de sus instrumentos al río, no fuera posible aducir en contra suya ninguna prueba concluyente. De esta manera habría logrado llevar a la práctica el proyecto de Courvoisier (el asesino de Lord William Russell), o sea procurarse el salario de cada mes con un nuevo asesinato bien concertado. Mientras tanto, los compañeros de dormitorio se sentían seguros, pero esperaban contar con pruebas que convenciesen a los demás. Por ello, apenas se hizo el anuncio oficial acerca de las letras J. P. en el mazo, los inquilinos reconocieron las iniciales de un honrado carpintero de ribera noruego, John Petersen, que había trabajado en los astilleros ingleses hasta ese mismo año y que, al tener oportunidad de visitar su tierra natal, dejó su caja de herramientas en el desván de la posada. Al registrar el desván se encontró la caja de herramientas de Petersen, pero no el mazo, y una nueva búsqueda permitió hacer otro descubrimiento alarmante. El cirujano que examinó los cadáveres en casa de Williamson era de la opinión que no habían sido degollados con una navaja, sino con un instrumento de forma distinta. Ahora los de la posada recordaron que poco antes Williams había pedido prestado un gran cuchillo francés de factura muy particular; en un montón de leños y trapos no tardaron en encontrar un chaleco que —podía jurarlo toda la casa— Williams había usado recientemente y en el chaleco, pegado con sangre al forro del bolsillo, el cuchillo francés. También era notorio para todos que últimamente Williams usaba unos zapatos que crujían y un abrigo forrado de seda. No hacían falta más presunciones. Williams fue detenido de inmediato y brevemente interrogado. Esto sucedió el viernes. La mañana del sábado (catorce días después del asesinato de los Marr) compareció ante el juez. Las pruebas indirectas eran abrumadoras. Williams observó el procedimiento, pero dijo muy poco. Al cabo se le asignó para ser juzgado en el próximo ejercicio judicial; no es preciso agregar que, camino de la prisión, lo asaltaron multitudes tan enardecidas que, en circunstancias normales, habría tenido pocas esperanzas de escapar a la más sumaria de las venganzas. Pero se le había provisto de una fuerte escolta y quedó alojado en la seguridad de la cárcel. En ella se tenía entonces por norma que a las cinco de la tarde se encerraba a todos los prisioneros de la sección criminal para pasar la noche y no se les proporcionaba velas. Durante catorce horas (o sea, hasta las siete de la mañana siguiente) quedaban sin visitas y en la más completa oscuridad. Williams tuvo, pues, tiempo suficiente para suicidarse, aunque dispusiera de medios muy escasos. Había en la celda una barra de hierro que (si mal no recuerdo) servía para colgar la lámpara: se ahorcó en ella, valiéndose de sus tirantes. La hora no es segura, algunos creen que a medianoche. Precisamente a la misma hora, catorce días antes, había sembrado el terror y la desolación en la tranquila familia del Sr. Marr y ahora tuvo que apurar el mismo cáliz, que presentaron a sus labios las mismas manos malditas.

El caso de los M'Kean, al que he aludido de modo especial, merece también un breve relato a causa del horror pintoresco que encierran dos o tres de sus circunstancias. La escena del asesinato fue una posada campestre, a unas pocas millas (según creo) de Manchester, que por su ventajosa situación dio origen a las dobles tentaciones del caso. En general se supone que una posada está rodeada de vecinos y que para ellos ha sido abierta, pero ésta era una casa solitaria, de manera que no sería de temer una interrupción de nadie que viviese al alcance de los gritos. Por otra parte, el barrio circunvecino era muy populoso y una asociación de beneficencia, que celebraba sus reuniones semanales en el establecimiento, guardaba su dinero bajo la custodia del dueño en el salón que le estaba destinado. En ocasiones, el fondo alcanzaba sumas considerables, cincuenta o setenta libras, antes de pasar a manos de un banquero. Existía, pues, un tesoro, por el cual valía la pena correr un pequeño riesgo, y en una situación inmejorable. El azar quiso que los M'Kean se enterasen con todo detalle de estas interesantes circunstancias y, por desgracia, en un momento de extrema necesidad para ambos. Eran buhoneros de profesión y hasta poco tiempo antes habían sido personas honradas, pero una quiebra mercantil los llevó a la ruina más completa y en ella perdieron hasta el último chelín de su capital. Tan súbito desastre los desesperó: sus escasos bienes habían desaparecido en una gran catástrofe social y juzgaron que la sociedad en general era responsable del robo. Al atacar a la sociedad creían ejercer una salvaje justicia natural de represalia. Cierto es que el tesoro del que pensaban apoderarse consistía en fondos públicos, ya que era resultado de muchas suscripciones distintas. Olvidaban, sin embargo, que no podían alegar este imaginario precedente social para los actos criminales que sin ninguna duda habían tramado como preliminares del robo. Para enfrentarse a una familia que parecía casi indefensa contaban, si todo iba bien, con la propia fuerza física. Eran hombres jóvenes y vigorosos, de veintiocho y treinta y dos años; algo bajos de estatura, pero robustos, anchos de pecho y espaldas, tan bien formados por la simetría de sus miembros y articulaciones que después de la ejecución los médicos del Hospital de Manchester expusieron en privado sus cadáveres como objetos de interés para la estatuaria. En la casa que se proponían asaltar vivían cuatro personas: 1, el dueño, un agricultor más bien fornido, a quien pensaban quitar de en medio con una treta que recién comenzaban a aplicar los ladrones, dándole a beber un licor que antes drogarían subrepticiamente con láudano; 2, la mujer del dueño; 3, una joven criada; 4, un niño de doce o catorce años. El peligro era que las cuatro personas se encontrasen en lugares distintos de la casa —que tenía dos salidas— y una lograra escapar, pues conociendo mejor que ellos los senderos vecinos podría dar la alarma en las casas más próximas, a unas dos cuadras de distancia. Por último, decidieron dejarse guiar por las circunstancias en cuanto a la manera de poner en ejecución el plan, si bien, en vista de que para tener éxito sería indispensable dar la impresión de que no se conocían, se pusieron de acuerdo en torno a un esbozo general de lo que sucedería, ya que más adelante no podrían comunicarse ante la familia sin despertar las más violentas sospechas. El esbozo quedó decidido y comprendía, por lo menos, un asesinato; por lo demás, sus acciones demostraron que querían lograr su propósito derramando tan poca sangre como les fuera posible. El día señalado se presentaron en la posada por separado y a distintas horas. Uno llegó cuando sólo eran las cuatro de la tarde, el otro a las siete y media. Se saludaron desde lejos con timidez y aunque cambiaron unas palabras, como entre gente que no se conoce, dieron la impresión que no deseaban tener relaciones más estrechas. En cambio, cuando el dueño volvió de Manchester, a eso de las ocho, uno de los hermanos se puso a conversar con él animadamente y lo invitó a tomar un vaso de ponche; luego, aprovechando que dejó la sala durante unos minutos, vertió en la bebida una cucharada de láudano. Un rato más tarde el reloj dio las diez, a lo cual el mayor de los M'Kean, afirmando estar cansado, pidió que lo condujesen a su dormitorio —pues los hermanos habían tomado habitación al llegar— y la pobre criada vino a alumbrarle con un candil el camino a los altos. En este momento crítico la familia estaba repartida de la manera siguiente: el dueño, adormecido por el fuerte narcótico, se había retirado a una habitación privada junto al salón público, con intención de tenderse un instante en el sofá y, por suerte, para su propia seguridad, los hermanos lo creían incapaz de todo movimiento. La dueña estaba atendiendo a su marido. En consecuencia, el más joven de los M'Kean quedó solo en el salón público y, poniéndose de pie sigilosamente, fue hasta la escalera que su hermano acababa de subir, para estar seguro de interceptar a cualquiera que escapase del piso superior. El mayor de los M'Kean entraba en ese momento al dormitorio guiado por la sirvienta, quien señaló las dos camas, una de ellas ya ocupada a medias por el muchacho de la posada, la otra vacía; los dos forasteros, dijo, tendrían que arreglarse para pasar la noche en ellas como mejor les conviniese. Diciendo esto le entregó el candil, que él puso al instante sobre la mesa para luego, cortándole la retirada, echarle los brazos al cuello como si quisiera darle un beso. Esto es lo que tenía previsto la muchacha, quien trató de zafarse. Cabe imaginar su horror al darse cuenta que la pérfida mano que la cogía del cuello estaba armada de una navaja y empezaba a degollarla: apenas si consiguió lanzar un grito antes de caer. El niño, que si bien no dormía tuvo la presencia de ánimo de cerrar los ojos, fue testigo de la terrible escena. El asesino fue apresuradamente hasta la cama y examinó con ansiedad la expresión del muchacho: al parecer no salió de dudas, pues acto seguido le puso la mano sobre el corazón para comprobar si estaba o no agitado. La prueba fue atroz, y seguramente se hallaba a punto de descubrir el engaño cuando lo distrajo un horrible espectáculo. Solemne, en medio de un silencio fantasmal, la pobre joven asesinada se erguía en su delirio de muerte, y ya de pie avanzó sin titubear durante un momento en dirección a la puerta. El asesino se dio vuelta para detenerla y en ese momento el muchacho, comprendiendo que ésta sería su única oportunidad de huir, saltó fuera de la cama. Uno de los asesinos se encontraba en el rellano, el otro abajo, al pie de la escalera: ¿quién creería que el joven tenía ni siquiera la sombra de una posibilidad de escapar? Y no obstante superó del modo más natural todos los obstáculos. Poseído por su horror infantil, apoyó la mano izquierda en la balaustrada y dio un gran salto que lo llevó a la planta baja sin haber tocado un solo peldaño de la escalera. Esquivó así a uno de los asesinos; cierto es que aún debía librarse del otro, y esto hubiera sido imposible de no sobrevenir entonces un accidente inesperado. La señora, al oír el grito desmayado de la criada, acudió en su ayuda y al pie de la escalera la detuvo el más joven de los hermanos, que en ese momento forcejeaba con ella. La confusión de esta lucha de vida o muerte permitió que el muchacho escapase. Por fortuna entró a la cocina en que la puerta de servicio estaba cerrada con un solo pestillo, que descorrió fácilmente, para luego echarse a correr a campo traviesa. Ya el hermano mayor estaba libre para iniciar la persecución, pues la pobre muchacha había muerto. No hay duda que en su delirio la imagen que ocupó su pensamiento fue la asociación que se reunía una vez por semana. Debió imaginarse que era uno de esos días y avanzó tambaleándose hasta la sala de reuniones en busca de protección y ayuda, aunque en el umbral se desplomó otra vez y murió en el acto. Su asesino, que la había seguido de cerca, podía correr ahora tras el niño. Todo se hallaba en juego en este momento crítico: si no lo atrapaba, la empresa había fracasado. Sin detenerse junto a su hermano y la dueña se precipitó al campo por la puerta de la cocina. Era demasiado tarde, tal vez por un solo segundo. Bien sabía el muchacho que si se mantenía a la vista no podría escapar de un hombre tan joven y fuerte, por lo que corrió a una zanja para arrojarse a ella de cabeza. Si el asesino hubiese llegado a la zanja más próxima le hubiera sido muy fácil descubrir al chico, a quien su camisa blanca delataba. Pero se sentía desanimado por no haberle dado alcance inmediatamente y con cada segundo crecía su desaliento. Bastaba que el muchacho llegase a las granjas vecinas y no pasarían cinco minutos sin que se formase una partida; quizá ya ahora les sería difícil a él y a su hermano impedir que los detuvieran. No quedaba otra cosa que llamar a su hermano para escapar juntos. Fue así como la dueña de casa, aunque malherida, salvó la vida y al cabo logró reponerse, mientras el posadero salía ileso gracias a la poción estupefaciente que había bebido. En fin, los asesinos burlados tuvieron el dolor de saber que su horrendo crimen no les dejó beneficio alguno. Ciertamente, el camino que llevaba a la sala de la asociación estaba libre y en cuarenta segundos se hubieran alzado con la caja del tesoro, que luego podrían romper y saquear a su gusto, pero el miedo de encontrarse con sus enemigos fue demasiado fuerte y, sin perder más tiempo, huyeron por la carretera, pasando sin darse cuenta a unos seis pies de donde se escondía el muchacho. Al llegar el día durmieron en un bosquecillo, a veinte millas del teatro de su culpable atentado. La segunda y la tercera noches continuaron su marcha, descansando otra vez durante el día. Al levantarse el sol la cuarta mañana, entraban en una aldea cercana a Kirby Lonsdale, en Westmorland. Deben haberse apartado a propósito de la ruta más directa pues iban a Ayrshire, su condado natal, y el camino usual los hubiese llevado por Shap, Penrith y Carlisle. Es probable que tratasen de eludir la persecución de las diligencias, que durante las últimas treinta horas habían repartido en todas las posadas y mesones de la carretera unas hojas en las que se describían sus personas y manera de vestir. Esa cuarta mañana se habían separado (quizá con toda intención) y entraron a la aldea con un intervalo de diez minutos. Se sentían agotados y doloridos, y en tal condición fácil fue detenerlos. Un herrero que los reconoció sin decir palabra comparó su aspecto con la descripción hecha en las hojas. Se les arrestó separadamente. El proceso se celebró poco después en Lancaster y se dictó sentencia; tal como se usaba entonces fueron, por supuesto, ejecutados. Su caso se hallaba dentro de límites que ahora se considerarían como circunstancias atenuantes, pues si bien el cometer un asesinato más o menos no bastó para disuadirlos de su propósito, es evidente que deseaban evitar en lo posible el derramamiento de sangre. Por ello la distancia que los separa de Williams el monstruo es inconmensurable.

Los hermanos M'Kean perecieron en la horca. Williams, como hemos dicho, se suicidó y, obedeciendo a una ley entonces vigente, fue enterrado en el centro de un quadrivium o confluencia de cuatro caminos (en este caso cuatro calles) con una estaca atravesándole el corazón. Sobre él pasa por siempre el estrépito de la incesante agitación de Londres.



[1] No estoy seguro de que ya entonces Southey hubiese sido nombrado director del Edinburgh Annual Register. De ser así, no dudo que en la sección de noticias nacionales de esa publicación se encontrará una crónica excelente de lo sucedido.
[2] Ese mismo año, o sea en 1812, me contaba un artista que vio desfilar ante sí a un regimiento de Devonshire (ignoro si compuesto por voluntarios o de la milicia) y que de novecientos hombres no había una docena que no fueran —para usar la expresión popular— «bien plantados».
[3] No recuerdo, cronológicamente, la historia de las luces de gas. Pero en Londres, después que el Sr. Winsor demostrara el valor de la iluminación a gas y de su empleo en las calles, muchos distritos no recurrieron durante años al nuevo sistema debido a los contratos concertados con vendedores de aceite, que aún siguieron vigentes mucho tiempo.
[4] Si algún lector cree que la pura ferocidad atribuida a Williams es un rasgo exagerado o romántico, le recuerdo que, con excepción del gustoso propósito de disfrutar de la angustia de una desesperada agonía y de solazarse en ella, no existía motivo alguno, ni grande ni pequeño, para intentar este asesinato. Nada había visto ni oído la niña, de modo que en tanto que testigo de cargo había sido tan inútil como cualquiera de los tres cadáveres. A pesar de ello se disponía a darle muerte cuando lo interrumpió el griterío que venía de la calle. 

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