Es
la hora que más odias,
cuando
la tarde cae
como
si se desplomara del tejado.
Lobregueces
rastreras
corren
bajo tus pies y sientes
que
eso que pasa enfriándote la cara
no
es el viento.
Comienzas
a oír voces
que
nadie más oye.
Crees
ver centuriones de niebla entre la niebla,
manos
que flotan,
lenguas
arrancadas, y disolverse en la noche
la
tediosa muralla que te aísla.
Tu
sombra acobardada te precede
por
los polvorientos salones del palacio.
Y
llegas a tu lecho
en
los hostiles dormitorios
sabiendo
que allí sólo te aguardan
sueños
enemigos.
Sueños
con dientes sin fatiga,
puntuales,
pertinaces
como
la oscura rata que noche a noche
roe
en las tablas del piso.
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