domingo, 8 de julio de 2012

Omar Cáceres - Ángel de Silencio.




Hablar de Omar Cáceres es hablar de Defensa del ídolo (1934), el libro que lo situó de manera definitiva en la mitología de la poesía chilena. Este libro, el único publicado por Cáceres y además prologado por Vicente Huidobro, es expresión poética de las corrientes más profundas de las vanguardias literarias, y sufrió desde el comienzo el sino trágico, incluso maldito, que acompañó a su autor durante su corta existencia. Apenas salido de la editorial, el poeta, enfurecido por la serie de erratas contenidas en el libro, juntó todos los ejemplares y los convirtió en una inmensa hoguera. De este destino sólo un par de ejemplares resultaron intactos, entre los cuales se cuentan los que hoy permanecen en la Biblioteca Nacional y que han sido los que permitieron las posteriores reediciones de esta obra.

Cáceres, quien nació en Cauquenes el 5 de julio de 1904, comenzó a vincularse al ambiente artístico y poético en la agitada década de 1920, en que compartió con poetas como Pablo de Rokha y Ángel Cruchaga Santa María, al tiempo que comenzó a dedicarse a la crítica literaria, principalmente en el Diario ilustrado. Por esos años, además, Omar Cáceres se acercó al Partido Comunista, partido por el que llegó a ser precandidato a diputado.

Incluido por Rubén Azócar en la antología La poesía chilena moderna (1931), y en la polémica Antología de poesía chilena nueva (1935) elaborada por Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, Omar Cáceres era un verdadero animal poético, poseedor de una lírica profunda y cuestionadora que, en una constante actitud de exploración y desintegración del Yo, se sumerge en múltiples referencias al propio quehacer del creador. Diversos estudios y notas de prensa se han ocupado de este poeta lúcido y refinado, hasta enigmático en ocasiones.

Se ha vuelto común decir que los poetas suelen estar envueltos en un aura trágica, que suele acompañarlos durante toda su vida. Omar Cáceres, tal vez uno de nuestros malditos por excelencia, no estuvo ajeno a esta profecía autocumplida en que muchas veces se convierte la poesía, y encontró la muerte en circunstancias aún confusas en una zanja rural de Renca, con la cabeza rota y los bolsillos vacíos. A fin de cuentas, esa noche de septiembre de 1943 Omar Cáceres sólo continuaba creando su propio mito.

(Extraído de Memoria Chilena)



Ángel de Silencio

I

Recordaré su grande historia,
su angustiado jadeo desmenuza ciudades.
Pasan los días sin mirar, como sonámbulos,
como grandes hélices embriagadas de propósitos.

Pero canta el tiempo en una gota de agua, y entonces…
sé que está aún de lejos como yo la quiero mía.

Saltó, pues, la velocidad más allá del horizonte oculto
                                                                   de las cosas,
su uniforme distancia
en los trapecios de mi grito.

Para no llorar, recuerdo, lluvia, tu mensaje,
tu gran libro que leía sin abrirlo,
junto a la ventana que cae a latigazos
y que crucifica mis ojos en sus negras cicatrices.

Pasa el viento a estirones con el mar, desarrugándolo;
ráfaga de músculos azules, recoge sus cenizas perfumadas.

Ahí la espero, solo,
como los inútiles retratos,
aumentando las olas de la sombra,
y ya no se irá su canción de mi ventana.

II

Pienso en la noche sin vacilar un ruido
y apoyo mis ojos en mi propio horizonte,
cuando agitadas las hojas de la atmósfera
transcurren a través de todo sin romperse;
pero no escucho su sonrisa hecha para cicatrizar
la llaga de mi asombro,
porque mi corazón se defiende con todas sus banderas:
sólo ahí está lo que verdaderamente vive.

Con la claridad de lo inexistente, universalmente comprobado,
es decir, recogiendo el regreso de lo que en mí se proyecta
sumergiéndose en mis vivos pensamientos,
en donde todo se queda como en un cielo de espaldas;
circunscripto, mórbido, ocupando ese reposo,
arraigan mis desiertos brazos ahí de agua,
medio a medio de la noche en que el futuro hijo se adelanta
                                                           a nuestra lámpara,
extinguiéndose, es cierto, bajo su llama, bajo su umbral imperceptible,
pero con  qué frecuencia, sin embargo, yo y mis amigos,
                                                                       indefinidamente,
extendemos nuestros cigarrillos para que el mar se enderece…
y para que así venga, me digo, a sumergir sus dos manos en mi
                                                                                       alma,
y es mi alarido sólo, que apunta a sus rayas para poder girar.

III

Pizarra del silencio, soy un punto caminante;
eslabones herméticos hablándose al oído;
la hora nueva en el tic-tac de las palabras;
ah, cómo traer hasta aquí los cantos atrasados.

Arboladura interior,
recreo los muros incesantes.
Entonces aparece, oh sinfónico arco-iris,
oh gran imán, ondeando en mis estanques la sombra de sus manos.

(Repitiendo mi vida, reuniéndola en mis ósculos,
yo moría cada vez hasta llenar su destino)

Pregunto ahora qué rayos, qué anclas invisibles,
te trían hasta el aire,
porque pasaste, amiga mía, como un hilo de lluvia sus pasos aturdidos
por los alambres que destiñen gota a gota el color de las montañas.

IV

¿De dónde llega el mar? Su arribo,
constelación de brazos que libertan;
su hospitalidad sin sueño, barco,
rehuye en las mandíbulas del puerto una acechanza extrarreal.

Tantea,
en engrifa,
se exaltan sus velas de pensar, tal vez,
en la partida,
y avanza encrespando la mañana de afortunadas persistencias.

V

Paisaje infinito,
mi soledad, flor desesperada,
asciende hasta el sonido más alto.

Desnudo,
mi atmósfera encendida, moneda que no entrego,
se sacuden las noches asombradas
y recojo los astros en mis ojos como frutos instantáneos.

Arriba el beso sangrante en las llamaradas del viento.
Ah, los horizontes,
anillos imposibles.

Amanecer de caminos sonoros que se cruzan,
su nombre aun golpea el duro rostro del silencio.

Contengo, no obstante, las palabras,
el salto estrellado de sus mundos,
hasta que un día se clavó en mi sueño
os-ci-lan-do
como una espada.

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