Hablar de Omar Cáceres
es hablar de Defensa del ídolo (1934), el libro que lo situó de manera
definitiva en la mitología de la poesía chilena. Este libro, el único publicado
por Cáceres y además prologado por Vicente Huidobro, es expresión poética de
las corrientes más profundas de las vanguardias literarias, y sufrió desde el
comienzo el sino trágico, incluso maldito, que acompañó a su autor durante su
corta existencia. Apenas salido de la editorial, el poeta, enfurecido por la
serie de erratas contenidas en el libro, juntó todos los ejemplares y los
convirtió en una inmensa hoguera. De este destino sólo un par de ejemplares
resultaron intactos, entre los cuales se cuentan los que hoy permanecen en la
Biblioteca Nacional y que han sido los que permitieron las posteriores
reediciones de esta obra.
Cáceres, quien nació en
Cauquenes el 5 de julio de 1904, comenzó a vincularse al ambiente artístico y
poético en la agitada década de 1920, en que compartió con poetas como Pablo de
Rokha y Ángel Cruchaga Santa María, al tiempo que comenzó a dedicarse a la
crítica literaria, principalmente en el Diario ilustrado. Por esos años,
además, Omar Cáceres se acercó al Partido Comunista, partido por el que llegó a
ser precandidato a diputado.
Incluido por Rubén
Azócar en la antología La poesía chilena moderna (1931), y en la polémica
Antología de poesía chilena nueva (1935) elaborada por Volodia Teitelboim y
Eduardo Anguita, Omar Cáceres era un verdadero animal poético, poseedor de una
lírica profunda y cuestionadora que, en una constante actitud de exploración y
desintegración del Yo, se sumerge en múltiples referencias al propio quehacer
del creador. Diversos estudios y notas de prensa se han ocupado de este poeta
lúcido y refinado, hasta enigmático en ocasiones.
Se ha vuelto común
decir que los poetas suelen estar envueltos en un aura trágica, que suele
acompañarlos durante toda su vida. Omar Cáceres, tal vez uno de nuestros
malditos por excelencia, no estuvo ajeno a esta profecía autocumplida en que
muchas veces se convierte la poesía, y encontró la muerte en circunstancias aún
confusas en una zanja rural de Renca, con la cabeza rota y los bolsillos
vacíos. A fin de cuentas, esa noche de septiembre de 1943 Omar Cáceres sólo
continuaba creando su propio mito.
(Extraído de Memoria Chilena)
Ángel
de Silencio
I
Recordaré su grande
historia,
su angustiado jadeo
desmenuza ciudades.
Pasan los días sin
mirar, como sonámbulos,
como grandes hélices
embriagadas de propósitos.
Pero canta el tiempo en
una gota de agua, y entonces…
sé que está aún de
lejos como yo la quiero mía.
Saltó, pues, la velocidad
más allá del horizonte oculto
de las cosas,
su uniforme distancia
en los trapecios de mi
grito.
Para no llorar,
recuerdo, lluvia, tu mensaje,
tu gran libro que leía
sin abrirlo,
junto a la ventana que
cae a latigazos
y que crucifica mis
ojos en sus negras cicatrices.
Pasa el viento a
estirones con el mar, desarrugándolo;
ráfaga de músculos
azules, recoge sus cenizas perfumadas.
Ahí la espero, solo,
como los inútiles
retratos,
aumentando las olas de
la sombra,
y ya no se irá su
canción de mi ventana.
II
Pienso en la noche sin
vacilar un ruido
y apoyo mis ojos en mi
propio horizonte,
cuando agitadas las
hojas de la atmósfera
transcurren a través de
todo sin romperse;
pero no escucho su
sonrisa hecha para cicatrizar
la llaga de mi asombro,
porque mi corazón se
defiende con todas sus banderas:
sólo ahí está lo que
verdaderamente vive.
Con la claridad de lo
inexistente, universalmente comprobado,
es decir, recogiendo el
regreso de lo que en mí se proyecta
sumergiéndose en mis
vivos pensamientos,
en donde todo se queda
como en un cielo de espaldas;
circunscripto, mórbido,
ocupando ese reposo,
arraigan mis desiertos
brazos ahí de agua,
medio a medio de la
noche en que el futuro hijo se adelanta
a nuestra
lámpara,
extinguiéndose, es
cierto, bajo su llama, bajo su umbral imperceptible,
pero con qué frecuencia, sin embargo, yo y mis amigos,
indefinidamente,
extendemos nuestros
cigarrillos para que el mar se enderece…
y para que así venga,
me digo, a sumergir sus dos manos en mi
alma,
y es mi alarido sólo, que apunta a sus rayas para poder girar.
III
Pizarra del silencio,
soy un punto caminante;
eslabones herméticos
hablándose al oído;
la hora nueva en el
tic-tac de las palabras;
ah, cómo traer hasta
aquí los cantos atrasados.
Arboladura interior,
recreo los muros
incesantes.
Entonces aparece, oh
sinfónico arco-iris,
oh gran imán, ondeando
en mis estanques la sombra de sus manos.
(Repitiendo mi vida,
reuniéndola en mis ósculos,
yo moría cada vez hasta
llenar su destino)
Pregunto ahora qué
rayos, qué anclas invisibles,
te trían hasta el aire,
porque pasaste, amiga
mía, como un hilo de lluvia sus pasos aturdidos
por los alambres que
destiñen gota a gota el color de las montañas.
IV
¿De dónde llega el mar?
Su arribo,
constelación de brazos
que libertan;
su hospitalidad sin
sueño, barco,
rehuye en las mandíbulas del puerto una acechanza extrarreal.
Tantea,
en engrifa,
se exaltan sus velas de
pensar, tal vez,
en la partida,
y avanza encrespando la
mañana de afortunadas persistencias.
V
Paisaje infinito,
mi soledad, flor
desesperada,
asciende hasta el
sonido más alto.
Desnudo,
mi atmósfera encendida,
moneda que no entrego,
se sacuden las noches
asombradas
y recojo los astros en
mis ojos como frutos instantáneos.
Arriba el beso
sangrante en las llamaradas del viento.
Ah, los horizontes,
anillos imposibles.
Amanecer de caminos
sonoros que se cruzan,
su nombre aun golpea el
duro rostro del silencio.
Contengo, no obstante,
las palabras,
el salto estrellado de
sus mundos,
hasta que un día se
clavó en mi sueño
os-ci-lan-do
como una espada.
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