El piano, con su
quijada negra, con sus dientes blancos cruzados de gusanos,
canta como un
papa melancólico. Sus notas
caen como los
huevos del esturión muerto
sobre mi corazón
en esta noche.
Mata al demonio
del piano, amiga mía, ahoga en su vientre la furia escarlata.
Rompe su levita
de caballero velado;
pero déjame
solo, ahorcado en la cama.
El virrey baila
el tango mientras lloramos,
agita sus orejas
como toneles,
evocando a
Francisca, a Leonor, a otras luces devoradoras,
(doblando un
pliego de su carne, realizando hechizos sobre el fuego),
pero el piano,
mi niña, resuena imperial, desierto, triunfando siempre de la fatiga,
en tanto el
virrey ríe, quimérico y hostil, mostrando su halcón de oro.
Mata al demonio
del piano, amiga mía;
escucha cómo
resbala sobre los gladiolos, rompiendo
los sacos de la
memoria, antiguas sombras, y vacila
como hembra
preñada
encendiendo un
candil, una muerte nueva en el ciervo blanco del pecho,
una segunda vida
que desconozco, y que rechazo
como la horma
negra a la nube.
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