I
Sobre
toda porfía el hombre aviva su sagrada soberbia porque quiere volver al
principio del mundo. Su cuerpo real toma los destellos del bronce y es arrastrado
al sueño para así no ceder: Veámosle venir, su ceniza cubramos con la nuestra.
Su
himno oigamos con júbilo y su entrada feérica nos siga: sea su imagen trocada
por el furor maligno.
De
ningún modo podrá ese exorcismo cumplir si abandona su gloriosa esencia.
No
caerán las visiones como secreta retribución que llamean en su imagen. Él lo
sabe y aguarda tranquilo.
A
ratos busco algo más; la misma luz me hace creerme irrevelable, pero después
retorna a la muerte entre los que a gritos la anuncian.
¿Acaso
yo quiero abolir lo terrestre? ¿Despreciar ese límite que a veces toco y me
deslumbra? ¿Arrancar de mi espalda los signos del sueño y cambiarlos por los
del sueño?
Nada
conjuro sin tentación, nada conjuro para en mis adentros alcanzar lo inefable.
Igual
a mí mismo lleno de fugaces poderes e irreparables pérdidas.
Hay
algo además de un secreto temor que informa mis sentidos; barcas llenas de ojos
que son los del ser, angélicos y feroces, luego brillan.
¿Ahí
no es donde estoy y me descubro con cólera y fría reserva?
Soy
yo el que se predice entre los lobos.
Cada
ángel pierdo en un sollozo: en su costado agítanse carbones y nada retiro de su
justo lugar.
Yo
me muevo con signos: aprendo a tomar del sueño lo necesario. Así me bato entre
los estériles hijos de la tierra.
Aparece
oh madero de luz y condéname, aparece precedido por jaurías de lobos que ahí
llegan y en tus alturas me estremecen.
Aparece
arrebato en mí y cíñeme, tu corona destrocen mis pies dulce y solitaria.
Tú
te desprendes de mis bienes, luego soy yo el desheredado.
Oh,
cúbreme de horas para en ti sobrevivir. Mi lengua llena de sangre y mi espalda
de orgulloso brillo.
¿Qué
visión recóndita me nombra a ciegas?
Hacia
esa total amplitud ensálzame y adentro de mí en tu luz prefiéreme al que te
desolla.
Bebe
lo que arde en mis sellos según la hondura del tiempo.
Hago
brotar lo sagrado apenas estalla en mi memoria revestido de admirable sentido.
Cógeme
en tu aceite, tu luminoso aceite arrancado a la entrada de los peces.
Mas,
¿qué inmortal ráfaga terrestre me transfigura a su sola posesión?
Vivo
entre los criados de mi casa y oigo sus sollozos mientras descubro el misterio:
vigilan a la puerta acompañados de blancas liebres y armas de caza.
Abro
en señas el cuerpo, el sagrado cuerpo colérico, abro los lobos y exclamo:
«¡Levántate la liberación del durmiente es llegada!»
Restituidos
son a su origen los primordiales misterios del ser cuya frente entrega a las
águilas de una calle nocturna.
¡Oh,
blanco cuerpo saciado de alas, las lámparas volcad una a una!
A
nadie muestro la suprema escritura del pacto, a nadie detengo para ello; la
marca invisible hará que retrocedáis, pero al fin la tocaréis con vuestra
hacha.
Mi
corcel mojo en la lengua de los ancianos parecida a lúcidos testimonios de
promisión, recibo la heredad endurecida de la muerte y su ceniza retengo.
Llenadme
de su sentido como de una llave, pues nada poseo y cae mi alma para adorarte
entre los ángeles.
De
la muerte soy: ved en mí al enemigo que se ensancha, al iniciado por los
brujos.
Así
me cubro de desvelados confines aparecidos, desahogados animales me siguen y yo
abro los molinos a los bandoleros de agua de invierno.
Quiero
caer, extendido estoy, pero necesito resplandor.
Oráculos
fríos del hombre despertadme entre lo que yo otorgo.
Ofrecedme
el profundo designio que a viva fuerza reclamo.
Pero del tiempo nazco acaso en segunda forma.
Ocaso
de altivas resonancias en mí te reproduces.
Mas
sólo la sombra del ámbar de tus brazos es la que forma una copa sobre el cielo,
pero esa copa yace quebrada: animales en cuya frente yo veía el jade, bebían en
ella; reyes y leprosos lloran al pie de sus ruinas y la copa se rehace para
volver a perderse.
Aparición
de profundos conjuros hechízame si a tu cetro me condenas.
Para
ti descubro ¡ay!, no imito el mundo inmolado, lo insondable, lo cruel.
Otorgado
a mi sangriento linaje el sueño obra tu rostro he de poner contra el día en
secreta obstinación.
II
Somos
llagas de carnicería divina y masacre.
Viejos
principios mueven la luz y nos tocan el cuerpo y luego vuelven a teñirse de
engendros del mal cuando en mí su melancólica proclama ondea la tierra.
Descúbrase
el gemelo natal de mi vida: éste es el fuego.
Toma
de ti el celo que incumbe al durmiente deposita tus bienes como arrebatados
cinturones.
Así
son contados los pasos del hombre y los oímos aunque sellen sus designios.
Oh,
dioses que habéis hecho mis desgracia, desterrad de mis labios el misterio que
los cierra.
Desnudo
bajo la tempestad encarno su imagen. Soy el fiel intérprete cuyo canto horada
las rocas.
Sobre
mi mano, a esta hora que ella rasga las arpas de la tiniebla, leed, leed la
clave de la horda.
Mis
sellos se demudan: corceles rojos cantan en el fuego y sus jinetes se alzan,
pero desprovistos de hábitos de seguridad el holocausto invisible agita sus
reyes.
Promisor
es el vino que mancha los labios de la bella: la oigo cantar entre los muertos
preñada de rosas.
Hija
de la cólera; sus vestiduras son vendidas a los gitanos, pero su amor no tiene
precio.
Untas
tu cuerpo con anémonas de calor y orquídeas benignas. Mas ¡ay! El barquero
mortal sube ya las aguas de la Estigia.
El
misterio temporal te revela sus signos; mi ojo arrastro ahí para devorarte sin
lengua.
¿Qué
soy yo sin que me sustenten los enigmas cuya posesión pretendo sin cesar?
Miro
con ese ojo único: tu cabellera persigo sobre el cielo y alguien espera su
señal.
Dotado
de enigmas vengo, oigo el eco del océano, a nada temo.
Vuelvo
la cabeza a la alquimia maldita y espero la consumación de mis antiguos y
postreros designios.
¿Dónde
ilumináis la heroína de la muerte?
Soy
traslúcido a esa vigilia en lo irreal.
Todo
vuelve al mudo e invisible sino y allí la bestia natal destruye su corazón al
roce de los soles sumergidos.
Sudamos
geología criminal y miseria dorada: niñas asesinadas cantan entre nuestros
párpados.
Nadie
puede trocar el conjuro y sólo le es dado asistir al desvelo de su propia
resurrección en la muerte, que al fin luminosa e inocente, ellos encarnan.
Yo
canto lo terrible; lo terrible es más bello que lo diáfano oh ciega memoria
temporal de lo que somos: efímeras llagas nocturnas de carnicería divina y
masacre.
La
bestia y el ángel luchan en mí hasta destrozarse en lujuriosos soles.
Yo
ataco con locura los cuerpos que adoro y aprisiono entre mis besos a la joven
matinal cuya aparición entre las barcas es mi súbita recompensa y mi deuda.
Pero
bebed, ¡bebed! Un vaso de vuestra propia y maligna sangre y habréis sellado el
gran pacto.
Mi
corazón tatuado por panteras y buitres sucumbe bajo las garras del dios ebrio.
Cuatro
mancebos vestidos de negro interrumpen el festín y levantan la cabeza de la
bella inmolada a la altura del rey de los pájaros como para señalar al culpable
entre la horda divina.
Espuma
y sal hay entre tus labios, oh tú qué haces tú participación en mis sueños y
danzas hasta imitar la perfección de tu propio artificio de muerte en cuyo
espejo todo es posible.
Ven,
mi graciosa ondina, cierra tu cuaderno de sabiduría y allí juguemos, ese
círculo que ondea los molinos nunca termina.
Habito
un litoral de corales donde enseñas diurnas oponen su esplendor a mi avance.
El
viento de las jarcias juega en el rostro del extranjero. Extranjero de todos
los mundos ¿qué buscas a mi puerta? ¿Por qué interrumpes al ausente? ¿O la hora
del té de los pálidos vagabundos?
Creedme,
¡ay!, un ángel muerde las raíces minerales del viento y sus pies doran las
aguas mientras una leche azul brota de sus dedos heridos por las arpas del
alba.
Sus
extremos lúcidos arraigan en mí, y, cazador del más allá, yo interpreto la
densidad de sus consignas.
III
Ser
el hereje que se levanta a símbolos
Yo
he amado a quienes descubrían su crimen en sueños.
Que
surja el dios de sienes selladas por el espanto, pero amadlo cuando haya reído.
Todo
dios es impuro, más su impureza es divina; en el estiércol recogeré su
testimonio para transmitírselo a los hombres.
¿Qué
puedes decir, Esfinge, mi Esfinge, ¡oh! mi Esfinge sino repetirme el “Adivina o
te devoro”?
Dispongo
mi espada a los adolescentes, silbante instrumento que me das tu resplandor, a
pesar de la estrella de fuego que baila a mis pies como una doncella untada de
vino para luego fosforecer.
En
seguida ella es arrastrada hacia los molinos silenciosos donde ruedas doradas
la encadenan y de noche llama a su padre: ahí acude un viejo leñador que la
trata a latigazos.
Por
eso los deudos vienen cuando su espuela dotada de alas cruza los bosques y
nadie cree.
Nadie
puede trocar ese resplandor, que no es el postrero para no perecer.
Pensad
que acaso la última esperanza del hombre sea su sola perdición.
¡Héroes
míos, orad por el que llora sobre vuestras tumbas!
Espectros,
ruinas mías para vosotras surjo de todas las raíces, con la boca babeante y
profética, entre mis secretos corceles, con el rostro estrellado, lacerándome,
con mi corazón estallando en los profundos icebergs donde sin escafandra me
sumerjo.
Extremos
muros de coreografía sanguinaria y ornamentación sacramental me circundan.
Os
conjuro párpados del vidente: Oíd el cántico maldito y solemne como un ritual
de pastores al vino de las maderas rojas que centellean bajo la pezuña de la
bestia inmolada en mi frente por extraños guardabosques.
Decidme
si este acto de amor a la creencia antropofágica no hará más bella vuestra auto-idolatría
en la pureza del ser que habéis arrancado a las tinieblas, el cual no siente
por vosotros más que aversión, pero al que habéis embrujado para siempre con
vuestra adoración y vuestro odio.
Mercaderías
de espanto y tortura circulan entre mis huesos cuando el rey de las tinieblas
asesina la aurora.
Para
algunos la noche es un impenetrable sortilegio, pero tú no temas sus conjuros
que nada podrán contra ti porque forman parte de ti mismo.
Bailas
sobre las arenas sangrientas, magnífica mujer corroída de lo sublime como de la
muerte, en una alianza, en un súbito resplandor, en un profundo hálito nunca
desmentido.
El
misterio nos envuelve, pero al fin cae y dulcemente cede en nosotros el tiempo
donde nos arrastran sus propias corrientes para alcanzarlo a obscuras,
recuperar al ser y luego llorar.
Sin
embargo, no osamos conjurarle. Porque entonces algo hemos perdido en las
tinieblas.
Ah,
pequeña prófuga de inconsolable cabellera de oro, volcada sobre tu rumor te
pareces a mí, desde donde te ocultas a los ángeles, cautiva de los helechos que
miran hacia arriba.
Te
agito contra mi rostro en llaves tallada las que luego caen al mar; por tus
alas de fuego puedo alzarte a su altura.
El
hombre ordena las visiones que mezcla a su sueño y ellas le precipitan entre
las que elige. Desde allí vuelve la espalda al dulce testigo del mediodía
juramentado. Entonces se abraza a un madero que hunde bajo la tierra hasta
hacer detener sus propios pasos y cargarse de enigmas que estallan en el
bronce.
Parecida
a lúcidos testimonios de promisión cambias al tiempo su centella: El te
envuelve y arrebata tu única encarnación y te desnuda como a una visión
proscrita ante los espejos donde yo soy el visionario.
Te
han arrojado entre los desterrados como un dios sin virtud; tu canto avanza
hacia el mundo al brotar de los hermosos carbones que te deslumbran a diario.
Tus
látigos dejas caer sobre el poseedor de tus entrañas.
Oh,
deslumbramiento ardiendo estás y nadie lo sabe.
Llevo
grabado en mis manos a un niño que no sonríe, que se penetra en oráculos: me
espera vestido de luto ante las puertas que jamás se abren.
Vuelvan
a colmarle los cantos; rodeado está de cuanto hálito encantado fortifica con
júbilo.
Yo
quise levantar a alabanzas el primer mundo y a menudo probaba el pan matinal
entre abejas y largos sollozos.
Yo
vivía para descubrirme en los misterios; en sueños ascendí y aventajaba en
sabiduría a mis hermanos, pero yo temblé y dulcemente fui postrado.
Aprisiono
sobre la colina un gallo azul de corales y alas terrestres y mis uñas clavo en
su corazón hasta sofocarlo.
Oh,
impuros, la confesión fantasmal ha hollado mi canto.
Surjo
de las tinieblas con mis garras hundidas en los tres vientres de la diosa.
Un
gusano corroe las vísceras de la bestia sagrada a la que honráis con cantos y
vinos de sepulcro y danzas de vírgenes desnudas.
Oigo
las cerrajerías divinas y los carros dorados: el sol danza en su frente como un
dios negro al claro de los bosques prometidos.
Visión,
te formas de esas ruinas, que cantan en mi rostro la virtud de este himno.
Pero
el mar, el bello mar no entorpece más mi marchar que tú, ¡oh, sol!, en perpetua
adoración de ti mismo.
Libre
desertor de la luz, rey de las tinieblas, soberano del imperio de las sombras,
yo soy quién te saluda desde hace mil siglos.
Cargado
de promesas y frescos nacimientos para siempre brotas de lujuriosas cenizas y
tu efímera melodía de peces y corales que se unen desciende sobre el mundo.
Veo
una calle de desolación y de misterio donde las mujeres desaparecen convertidas
en plantas fosfóricas, toman mi cabellera y la depositan entre blancos
carbones.
¿Por
qué me derribáis, oh resplandores?
A
la ondina me entrego y las llamas de su vaso de oro contra el rostro de los
mendigos agito.
¡Ay!,
un hombre anuncia en la plaza pública lo sublime.
No
puedo seguir, hay revelaciones que algo me iluminan, mas yo troco la esperanza
en deshonra y todos tiemblan al ver mi nombre en la carta del acto mágico.
Los
vagabundos contemplan una visión que va a morir, ¡envolvedla de hálitos!
Yo
escribo los oráculos abandonados, el libro de los oráculos sagrados e
impenetrables.
“¡Oídme!”,
grité desde la colina del día gracioso, pero el mar me invade y nadie osa
acercárseme.
Revelación
de mi alma no te amo sólo por ti, sino por lo que brillas en el mundo; eres la
hija de los desérticos reflejos que así te envuelven.
Soy
yo el que invento la vida y esta virtud me pone feroz, pues realmente no estoy
libre de malicia; a la vida me entrego como a una red obscura lo insalvable,
porque estoy lleno de lo que no muere.
Mi
vieja casta sagrada arrastro a sus corrientes, y si armada de destellos me
cubre, he de levantarla sobre mi cabeza como un trofeo de tormenta.
Pero
todos los confines se alejan al fin de mí.
Invoco
el fuego y él atraviesa los bosques con el brillo de una fresca materia de
blancos poderes.
Y
ahora, ¿cómo nombrarte? ¿Cómo adorarte entre los ángeles hasta el día que
viene? ¿Qué seremos, qué sabremos de nosotros mismos en la última cima?
Estaré
en sueños encantados para alcanzar la sabiduría, rodeado de cosas que acaso tú
no ames.
Aléjame
de los incendiarios, circúndame en las plazas.
Mis
ojos ruedan sobre tu cabellera: ahí inmóviles adolescentes levantan hogueras y
esperan la marea de la muerte.
Las
bestias rituales se acercan entre las que a mí te ciñen y me hacen adorar tu
sexo como un fruto maligno.
Asido
a tus raíces, madrugando, extraigo lo terrestre, el aceite de los bandoleros.
Abro
mi insólita llave a los desheredados, que mojan su cuerpo en la humedad de las
bodegas y se llenan de alas rojas, alimentándose de pan lívido.
Hay
sellos herméticos al fondo de mi alma.
Alguien
vuelve la cabeza como un postrer saludo a los hechizados.
Vedme
conjurar el viento de granito para mi júbilo dorado.
Yo
conjuro el día que viene y sus blancos animales despertándose al fin de la
selva donde los ídolos cantan contra mí.
¡Ah,
hábito ciego, cómo ensalzarte! ¡En ti me envuelvo y tu resplandor sobre el
mundo me corona!
En
todos los confines he muerto por un dios.
Oh,
certidumbre, levantad mis vivos orígenes.
Oíd
el himno del hombre y el testimonio sagrado de sus bestias sobre el mundo que
se le revela por el fuego.
Cantad,
cantad con júbilo el himno al retorno perdido; allí la imagen real de vosotros
mismos os aguarda para recorrer bajo vuestras vestiduras la colina de la noche.
Un
hondo desvelo de infinitas latitudes me penetra y me divide, porque estamos
hechos de muerte y somos muerte.
Yo
predico la justicia del crimen, la necesidad de la guerra: hundid vuestro puñal
en el corazón del que os abraza y habréis pagado con amor un acto de odio.
Yo sueño la edad dorada en que el odio determinó los
actos mágicos de los animales del himno del hombre con los cuales vivirá en
perfecta comunión.
Oíd el himno de triunfo del hombre y su imagen sobre
sí mismo volviéndose.
El dios impuro desato de mi boca y sólo me es dado
conjurar lo invisible.
¿Hay otros mundos más allá de los sueños? Nada sabes
fuera de lo que te han enseñado los sueños.
¿Puedo creer en ti, felicidad perversa?
Me escucho, me evaporo, pero me reconozco en ese
espectro de fuego que mira a través de mi ventana.
Más el mundo invisible no será a vosotros visible
hasta que yo lo quiera.
Si gozas con tu miseria, si ríes de tu caída, toma
el fusil y llama a tus negros lebreles.
Vigía de las costas de una bella eternidad, ángel
sometido a tu propio demonio, si afuera de ti mismo nadie te aguarda ¿qué
esperas todavía?
Lo sabes todo, lo has probado todo, pero menos la
dicha.
Dicha, extraña palabra, ¿qué fantasmas te escriben?
Evasión de la dicha ¿no eres la evasión del pequeño
mundo de las risas compradas?
El hombre necesita un dios para su debilidad, un
dios para su amor.
Pero yo busco un dios para mi crimen, un dios para
mi herejía idolátrica.
Somos llagas de carnicería divina y masacre.
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