LUKÓ: En el gran drama gregario de la
vida, cuando el espanto deposita en mi corazón su huevo obscuro, levanto los
ojos hacia ti, como una bestia que busca algo por encima de su condición, flor
extranjera.
En este mundo solitario por el que
andamos, caminas junto a mí por un favor de los dioses, y te seguirá mi pisada
negra, ineluctablemente, aún más allá del Gran Pantano.
Mahfúd.
Palabras
en el Muro
Cuando
el Ángel terrible embiste al poeta con su cornamenta obscura, entre la yedra y
la sangre, asoma un rostro asesino pálido, que aplica a la obra de arte su
melancólico ojo de vidrio.
Al anochecer se cubre la calva;
sueña con los ejemplos “olvidados” del arte de antaño, y tiembla su diminuto
corazón, entre la manada de críticos literarios, ultramontanos y feroces.
¡Animales de sangre fría! En su
lecho de condenados tosen y espectoran, como muertos a quienes se olvidó
enterrar, lampiños e inconclusos, pero severos, como empresarios funerales.
¡Apiadaos
entonces del poeta, del “desarreglo de sus sentidos” (que no es sino una nueva organización de los sentidos), que
preconizara un día aquel fascinante piojoso de Las Ardennas, al que nunca
pudieron perdonar esos bribones!
Sus cráneos congelados, en que cada
tuerca está soldada por la mano del Gran Gasfíter, son los destinados a explicar la obra del poeta y sus quemantes visiones.
Ciertamente, si el poeta reparara en
esas tristes merluzas, estaría perdido.
Por tal razón, pongo un muro de
asbesto entre ellas y mi poesía, grandes piedras refractarias entre su cerebro
pardo y mi conducta como individuo. La poesía continúa su curso, trazando una
diagonal sobre sus cadáveres, aunque se desgañiten aullando “¡vade retro,
Satana!”, al menor indicio de obscuridad, pues -misterio insondable- sus almas
sombrías se aterran de cuanto puede parecerles obscuro. Ignoran que la noche no
es sino aquella parte del día preñada de inexpresable don mágico.
Se sobresaltan, quizá, porque el
poema escarba en la sentina de sus instintos, a una profundidad no deseada, y
porque el arte actual destruye en su propio nido, la falsa noción del hombre
sobre su origen extrahumano, embellecida durante siglos por idealistas adiposos
e individuos de buena educación literaria. De súbito se enfrenta a su imagen, y
tiene espanto.
En las páginas que siguen, elaboro
una experiencia poética en que el régimen de las visiones satisface mi
necesidad de expresión, y ello me basta. Debajo de todo artista hay un dios de
mirada taciturna, que impera en el reino de los sentimientos y sus conturbadas
imágenes, cuyo ceño expulsa las vivencias, saturadas de terror helado. En
consecuencia, no arguyo ni explico nada: sólo trato de levantar mi grito en
medio de la noche.
Comprendo que es menos devastador
trabajar en la anécdota sentimental, entre el incienso y la dulce niebla
subjetiva, o explotar el lunfardo de cierto arte
social, tan productivos como el vientre de un gran cerdo rosado. No: yo
opto por el hecho poético cruento, que persiste en la memoria con la violencia
de su impacto emotivo.
En cuanto al poema en sí, su unidad
queda abonada, en primer término, por una ansiosa secuencia de estilo, y por la
persistencia de un voltaje psíquico, que he tratado de sostener contra toda
fatiga, más que por el predominio de los temas, que sólo suelen ser accidentes
o recursos en la poesía contemporánea.
Indudablemente,
el poeta no busca los temas para expresarlos. Se expresa en ellos. No importa
cuáles hubiesen sido, este poema en lo esencial no admitiría variaciones. El
poeta no es, probablemente, sino el protagonista de una sola idea, hacia la que
confluye su experiencia emocional. En el sudor de su agonía, sin embargo, están
los elementos químicos de toda una época, transformados a través de un
metabolismo aun para él inexplicable. Es lo que no podrán comprender nunca los
agentes de cierto tipo de “realismo”. Esa idea o sentimiento central, es, sin
querer abusar de las palabras, lo que podría estimarse como un mensaje poético, y ese mensaje, según
entiendo, no debe ser un reflejo del individuo, sino parte integrante de su ser
real.
El
poema es un desprendimiento de la materia esencial del artista,
condicionada dialécticamente por el devenir histórico. Lo demás es colorismo
abyecto. Rimbaud no abandonó la poesía: nadie podría hacerlo. Ella le abandonó
como la piel deja a la serpiente, antes de haber escrito sus “Iluminaciones”,
ese hermoso arcoíris final, ya sólo reflejo de sí mismo, pues había echado
fuera cuanto requería de él el furor sombrío de su índole.
El presente poema, está realizado de
un modo distinto al que pudiera considerarse natural, dado que constituye una
sola pieza literaria. Trabajé cada uno de sus veintisiete breves fragmentos
individualmente, como si se tratase de un todo poemático, sin perder, obvio es
decirlo, la visión estructural del conjunto. Cada fragmento, recoge en sí los
elementos fundamentales del poema, y es, por así decirlo, una célula viva,
independiente, y, a la vez, sometida al régimen interior del poema. Constituye
cuadros, momentos emotivos superpuestos, con un denominador común, y el encaje
dramático de situaciones en apariencia opuestas, está conseguido con el
coagulante de una genuina angustia.
Al escribir este poema, he partido
de hondas imágenes afectivas, ocultas algunas a mi propia consciencia. Han sido
trastrocadas, metamorfoseadas, envueltas en el resplandor de los símbolos
visibles, un caballo, una mujer, un niño muerto; símbolos permanentes, donde
parece refugiarse todo aquello que abandona el pecho del hombre y busca su
vehículo terrestre. Quien resbale desaprensivamente sobre su lenguaje, yerra si
sólo percibe el canto fúnebre del ave ante el crepúsculo. Existe un mar de
fondo estructurado sobre las arenas blancas y negras de mis propios terrores, y
en la convicción de un mundo raído por la crueldad y el abandono. La vida, el
amor, la blasfemia social, la tragedia privada del individuo; el ancestro,
sumergiéndose en el seco dintel de los milenios; las hojas queridas que se
llevó el viento de la muerte; las tentativas y los sueños del hombre,
destroncados, frente al túnel sin salida del tiempo -terriblemente reducido,
pues no concibo sino el tiempo-consciencia- todo ello, en soterrado impulso,
determina en mí el lenguaje, como postrera forma de desolación.
Quizá uno de los dones de la poesía
sea la posibilidad de coexistencia de tan encontradas emociones; su cordón
central empalma con el gran tablero humano, cuyo conmutador sólo el poeta es
capaz de poner en movimiento.
La
constante de mi poesía es la muerte; en otros es la melancolía, el optimismo,
(a menudo grosero), la crueldad o los refinamientos venenosos. Ella envuelve en
un halo común los elementos de mi poética. Quien me acuse, tal vez olvide que
sin un leit motiv acaso no puede existir un gran poeta. ¿Y qué más que la
muerte, a cuya razón social estamos todos afiliados, tiene derecho a cantar el
hombre en el tembloroso bordón del lenguaje humano? No te desanimes, lector, si
en estas páginas los muertos te parecen vivos, y los vivos tienen a veces el
rostro de los espectros. Es sólo la contradictoria y dual naturaleza de las
cosas, afirma la sombra pálida de Heráclito. Lo que ves, lo que amas, todo vive
y muere mientras lo miras. Mis antepasados me legaron una carga mortal que no
consigue superar mi condición de retoño americano. Pero, América, ¿no es acaso
un dolmen gigantesco en donde los ritos de la sangre todavía humean,
condensándose sobre los acantilados y los grandes ríos?
Los poetas del optimismo inoportuno,
son apenas el equivalente de quien se sumerge en la borrachera animal para
soportar la tristeza. Nada hay, en verdad, que haga resonar el cuerno de la
alegría. Nuestra condición de mendigos en el concierto de la economía del
mundo, la persistencia melancólica del ancestro -alcohol y fantasía-, nuestra
falta de identidad continental, donde el hijo del inmigrante es todavía el hijo
del inmigrante, (eso, en última instancia, soy, y me explica), pueden producir
optimismo sólo en los irresponsables. La historia recogerá cuánto de falso cae
de su plumaje coloreado. Su canto es el canto del gallo, a una hora en que los
fantasmas caminan todavía por la tierra. Pero nadie burló los ciclos
biológicos, sociales o estéticos, sin recibir la sanción natural sobre su testa
de pequeños Cagliostro rurales.
Vivimos la hora de un gran duelo
universal. Esclavos o gladiadores, dejemos el testimonio de la ignominia
escrito en la arena. Personalmente, no siento la cósmica alegría de algunos
elegidos, por lo que no me creo obligado a expresarla. Por el contrario:
experimento una punzante angustia y una trágica compasión por todos mis
contemporáneos. Ni puedo ser el romano que atraviesa la Vía Appia, llevado en
brazos de sus servidores, mientras a la orilla del camino los hombres se
pudren, comidos por los cuervos que revolotean sobre las cruces.
No se interprete, pues, mi poesía
como la de un demonio funerario. Yo lloro la pérdida de la alegría; no celebro
el horror de la muerte. Y aunque no abjuro de la gran noche de mis imágenes,
tampoco arrojo sangre sobre el porvenir. No soy un profeta, sino un poeta
solamente; canto lo que llega a mi corazón y lo estremece. ¡Y a mi corazón
llega una gran tristeza! Ahí termina mi misión específica.
Por otra parte -grabemos estas
palabras con terrible fuego- todo poeta
de verdad expresa siempre a su tiempo, y en su verbo, como en la paleta del
artista, caben las carnaciones vivas y los colores corrosivos. En ello radica
gran parte de la majestad del arte y de la vida. Quien pretenda nivelar la
expresión del poeta, es sólo un impotente o un imbécil. O ambas cosas,
conjuntamente. Es como querer nivelar el espíritu humano, de entre cuyo limo
contradictorio, se alza, siempre renovada y misteriosa, la efigie mutable y
eterna del Hombre.
Mahfúd
Massís.
“¡Estoy inerme, estoy inerme en
las regiones de los que buscan
botín en el mundo soterrado!”
El Libro de
los Muertos.
1
Cierta noche los
lobos durmieron en la casa; royeron
el viejo hueso
familiar, y en una pavana
de costumbres
estoicas caía del naranjo, y eran
piedras de oro,
bebida
sangrienta para los extraños.
Yo era el Hombre
de Java de la familia.
Comía en una
sartén, dormía
como un salvaje
sobre los tejados.
Nadie leyó en mi
corazón en la ciudad enterrada…
Perdonadme por
lo que fui, por lo que seré aún todavía,
por lo que no
podré ser si enviar al mercado mi alma.
Un señor con una
cola larga me saluda un día,
y desde entonces
pregunto a los transeúntes cuál es mi
nombre.
2
Paseo mi espanto
por la ciudad; el guardia
del cementerio
me reconoce, los vagabundos, los azules
gusanos
de la noche,
los monos borrachos
bajo la lluvia,
pues soy el
mamarracho sideral cargado de magnolias
y plumas de gallo.
Fui vendimiador,
tal vez, nieto del Cristo amarillo,
testigo en la
crucifixión, cigarra
ornamental en la
hora postrera;
esqueleto caído
en el monzón nocturno;
orador funeral,
con la máscara de crin bajo el otoño.
Fui vendedor de
cirios, de muertos sin identidad, vendí
cerveza,
fui comprador de
grandes pipas funerarias, y zapatos
manchados de
sangre, y flores,
hermanos míos,
más que nada,
flores,
para olvidar el
té amargo del atardecer y la muerte.
3
Soy Mahfúd
Massís, el Esclavo,
el heresiarca de
piel negra,
el loco, el
desertor, el papanatas helado bajo la nieve.
Escondo mis
dientes de cabro, mi cola de rey babilónico,
mientras camino
por la ciudad, junto al angosto río.
Entre lívido
aceite, mi vieja sombra atrabiliaria
atraviesa las
ciénagas,
ladrando a la
majestad lunar
con su obscura
casaca de muerto.
Puedes tocar mi
rostro, su lejana mariposa de hueso;
mi semblante de
ídolo prevalece,
perdido, sin
alternativa en los sacos de la noche.
Vagué mil años
con mi ojo miserable, comí bajo los
muros,
y cierta
madrugada comencé a cantar con mi gruesa
voz de asesino,
a escribir estas
coplas de antiguos herreros.
Como un pequeño
dios celeste y pálido,
camino ahora por
el mundo con mis ojos de perro,
escarbando la
tierra, entre insectos y podridas anémonas,
buscando una
cabeza querida,
un rostro
perdido hace mucho tiempo.
4
Mastín de casa
abandonada,
el viento de la
ciudad me empuja hacia un cielo sin dios,
a un firmamento
inmóvil.
Como una rata,
de una a otra estrella,
de hueco en
hueco, de sepultura en sepultura,
corazón perdido
entre violetas y harapos,
encuentras sólo
un extraviado resplandor y lloras.
Busco mi pan en
los hoyos de la tierra, me hundo en
su coagulado imperio,
el pan que pone
azules los ojos de los hijos;
pero al cavar en
los nocturnos pozos,
desentierro
cabezas, fragmentos de antepasados,
una lengua
cadavérica, morada por el tiempo,
que alcanza sólo
a murmurar ¡maldito!
y se diluye en
la terrible majestad negra.
De noche la
perra de la vida
se arrastra,
mordiendo la garganta de mis hijos,
acariciando su
vientre verde,
mientras se cae
a pedazos mi rostro ante el espejo.
Es verdad,
amigos míos, contrabandistas, maliciosos
bebedores,
mi censura se
desvanece en la noche,
soy el corsario
sin oro y sin ajenjo,
el ojo tapado
por la tempestad y la huera miseria.
5
Entre derruidos
dioses
bebo el vino de
amatista del desesperado.
El ojo como un
pájaro de sangre resplandece,
y bajo el brazo
y su insecto alucinante
surgen los
antepasados, cargando una ampolla negra,
descendiendo a
los bajíos,
junto al valle
de Absalón y su sombra mortal bajo el
caballo.
Harapientos, o
envueltos en cínica tristeza,
navegantes
melancólicos,
vagáis por los
mercados, entre espectros y tapices,
los labios
amarillos de azafrán y aire de olvido.
Entre blancas
escamas, sobre vuestros arrugados
camellos
dormís en
mercenarias sepulturas,
maliciosos y
dulces, ágiles y contumaces,
celebrando los
ritos de la muerte en veloces danzas a
caballo.
Delgados como
venados, vuestra dentadura
se clava a veces
en mi vacilante cuello,
mordiéndome la
cabeza, mi cabeza de pobre americano,
porque en mi
hundida frente de pastor
sólo anidó la
muerte y el cuervo desplumado de la
belleza.
Intemporales,
secos, dadme vuestro poder sobrehumano,
vuestro ensueño
de colibrí, y aquella
estructura
vegetal contra el destino,
a mí, soñador
extenuado,
defensor de
derechos inútiles, vendedor de sudarios y
bolsas de colores.
6
Estoy enfermo de
escorbuto, de cáncer o lepra
-no estoy seguro-
estoy enfermo de
hidrofobia,
(de la médula
espinal me cae un hijo seco),
y de cierto mal
del que nadie conoce el nombre,
que consiste en
vagar solitario, escribir cartas a la otra
vida,
y dormir, y
tener sueños de perro,
llorar, llorar,
a pesar de ser hombre.
Vino extraviado
entre aranceles y pestañas, entre
apóstatas fríos
con la lluvia
sangrando sobre mi corazón,
bajo los
saltamontes y los antiguos almendros, entre
oro funerario,
agonizando en
las contradicciones de un tiempo
mineral,
perdido para
siempre en las cocinas y los desaguaderos.
A veces sueño.
Mi cráneo
de salvaje jadea
bajo el tambor,
me dirijo a
alguien invisible en medio de la noche,
en medio de la
tierra obscura o el mar.
Pero es mentira,
vino de amatista de esta tarde de
invierno.
Sobre el muro
cae de nuevo el aire funeral,
rasgando el
pecho de alondra de la vida,
arrancando el
párpado sangrante, vaciando el maldito
corazón,
y arrojando mi
cuerpo muerto sobre los toneles.
7
Mañana me
moriré.
Dejaré afuera la
barba, mi antigua calva de moribundo,
este sabor a
perro,
a huevo de
orquídea en la lengua.
¡Ah, tú,
abrázame debajo de estos sueños,
mientras el
cráneo se hunde entre la vieja estopa,
enmudeciendo su
martillo sonoro, su grandeza de ángel
patibulario!
Pasad, entonces,
fieros ancianos de mirada codiciosa,
domadores de
serpientes, jinetes en dorados camellos;
¡me sumerjo en
esta gran linfa de sangre!
en esta caverna
en que escucho entrecortados sollozos,
maldiciones
contra alguien que se levantó sobre el
mundo;
y me miran con
ojo pálido en que baila la viruela,
me escupen con
su lengua de antepasados,
con su paladar
descompuesto,
y yo me
arrastro, y me arrodillo.
8
Maldito mi
linaje de perro, mi sombría estirpe
de soñador,
el humo
cadavérico de mis imágenes,
mi lengua de
harapo, carcomida por el esparto de la
miseria,
mis ojos, que
vieron la injusticia, agrandando más el
hoyo del alma.
Maldita sea mi
boca, su encendido ofidio de alcohol,
mis orejas,
viejas comadres de corcho;
ellas escucharon
la sentencia mortal;
se deslizan como
codornices debajo de la almohada,
y crecen, crecen
como una branquita, ¡gusano terrible!
llevando la
palabra encadenada al corazón,
a la lengua y su
rojo pantano,
donde la
expresión se arrastra con su lento cuerno
primitivo.
Malditos mis
dientes, verdes como espadas,
duros como
dioses terrestres, heréticos, desolados,
muertos planetas
de hueso de mi contextura,
pero
uniformados, bárbaros, intactos como viejas islas,
envueltos
siempre en sangre, en leche de hembras
desaparecidas,
como rapaces o
alondras perdidas en la niebla.
Mis dientes me
sobrevivirán cuando me muera.
Ellos me
sobrepujan con su pedrería.
Atormentaron la
boca preciosa,
acosaron el
cuello crepuscular de mi enemigo.
Los invadió la
lujuria, la negra espuma de la ira,
los cubrió la
yema podrida del desencanto;
y rechinaron
como sierras la postrera noche: “Padre,
se acabó la
vida. Saluda a los parientes muertos”.
9
Entre
madreperlas y bordados, estás muerta,
entre ofidios y
lenguas, con la cabeza vuelta hacia los
tornados y las inundaciones.
Yo velo con los
lentes puestos, tendido en la negra caja,
donde esperan
verdes pájaros desconocidos.
Me llamarás con
extraños golpes,
huyendo por las
charcas y los viveros, haciendo sonar
tu vestido de jade.
Entre la niebla,
bajo derruidas porcelanas yacen viejos
amigos,
obscuros jinetes
con la cabeza agusanada.
(En la
habitación alguien teje, alguien trabaja ocultando
sus sollozos).
Antaño, por el
hueco del paladar pasaron roncos vasos
de ginebra y húmedos besos;
ahora viajamos
con un traje listado, y un gris estado
mineral que hace cantar su papagayo
de
sombra,
en medio de un
relumbrar de cuernos y vacilantes formas
humanas.
10
¿Quién eres tú,
adosada al muro, cubierta de agrias
guedejas?
Perra acosada: te
veo bajo la luz temible de los zaguanes,
o en la puerta de las hilanderías,
enamorada de las
cosas obscuras.
Cada año
desciende de tu vientre un polvo negro, hijos
e hijas de formas sepulcrales;
los dejas junto
al muro, te marchas, tierra adentro,
adentro de la tierra,
enajenada, sin
comprender sino aquello que te susurra
el pájaro de la tempestad,
gimiendo desde
los fiordos.
Alguien habla
entonces un inadvertido lenguaje en tu
derredor,
sonando, con la
voz grave del ave del sepulturero,
lo que oscila y
desciende entre bruscas cavidades,
desolada e
inmóvil para el ojo turbio de los dioses.
Cubierta de
cieno, de alondras de pies rosados,
¿Quién eres,
desmantelada viajera? Torvas aguas
carcomen
las desnudas puertas
y un caballo
vegetal te llama en la sobrecogedora altura.
Fina, como la
tela de los mercaderes,
como el chacal
vencedor, tu tierna lengua abovedad
deja percibir su gemido en la noche;
un agua mortal
cae de mi pecho de hueso,
y la muerte
arrastra su aljibe debajo de la casa.
11
Niña vestida de
cueros mortecinos, no me mires
con tus ojos
duros, como piedra funeraria,
niña mía, triste
como los castaños de invierno, rígida
tu mirada de ídolo;
niña invernal,
Cabeza Negra, tu pecho comido por la
nieve,
tus ojos de
color coñac, tu enagua de viejo lino;
niña de los
leprosarios, enronquecida, abyecta, pura
cual la estrella de la noche polar,
encendida, como
los lotos que comen los perros:
mi corazón yace
debajo de ti, muérdelo;
mi antiguo
corazón de raza perdida.
Me dirijo a ti,
entre todas las cosas visibles, a tu cuello
ennoblecido por la ira,
a ti,
estremecida por la noche y su violeta enterrada, y
de cuyo vientre
vuela el
cachorro terrenal con su pequeña encía de
diamante.
(De entre la
veste rosta, el azor de tu carne huye,
planeando
en el aire desolado).
Mujer de mi
pueblo, niña cubierta de grumos, cruzas
sobre mi pecho como la golondrina en
la
noche encarnada;
me incorporo en
mi sepultura, beso tu brazo obscuro,
tu vientre seco,
como la flor del papiro.
Cual un ave de
piedra suena tu aletazo hueco,
¡oh, desencantada!
tu canto derrama
su licor en la asamblea,
y bulle,
semejante al sollozo de un minotauro marino.
12
Desnuda, saludas
con extraños huevos de pájaro,
iniciando tu
vuelo alrededor de las murallas,
en un rito
negro, desconocido, como si recordaras tú
origen de diosa.
Desciendes sobre
la blanca ojiva, te arrojas
milagrosamente,
respiras apenas
sobre el puñal del agua;
no eres un ave
sino un pez de ojos humanos,
no eres un pez
sino un alma con el pie desvanecido.
En un acto inmemorial
realizas tu último vuelo.
El vuelo por
todas aquellas cosas desaparecidas,
por tus hijos
carcomidos por el hambre y la peste,
por tu corazón
tullido,
por el macho
imperial que te golpea el rostro.
El vuelo por los
sueños sepultados bajo los muros, (el
sueño ensangrentado).
Estás desnuda.
Dejas caer tus cabellos,
abandonas tu
piel como inútil gualdrapa,
eres casi una
sombra roja sobre el resplandor vacío,
un ángel de
cuero vítreo, una soberbia amapola
desolada y humana.
Señora, Rostro
de Piedra,
sobre el
roquerío tu grave armadura
resplandece; y
un dios de obscuras materias
palidece en los
largos días del Invierno.
13
Si entrara al
cementerio en la noche,
entre el oxidado
aroma del oxiacanto,
podría recordar
el olor de tu piel extendida de la que
brotó un día la ácida leche,
y los ojos de un
niño debajo de ti -pequeño carnero
enlutado-
pero ávido, como
ágil cachorro de cetrería.
Entre roncos
atambores mi cadáver atraviesa la ciudad,
un pabellón de
hueso sobre el corazón,
haciendo grandes
saludos de muerto, -¡oh, guerrero!-
dormido para
siempre junto a los tejedores de hilo
azul y verde.
Virgen cargada
de truenos y sepulcros,
perdida en el
lecho nupcial,
abramos la tumba
de los antiguos amantes,
desolados y
rubios, cubiertos de vello amoroso desde
la sien.
Hija de
olvidados juramentos entre el viento maligno,
tu padre y tu
madre gimieron de amor en la casa caída_
el agua de los
ventisqueros entraba en la habitación,
alguien lloraba,
perforando las
ocultas tablas del lecho,
el vientre del
viejo baúl y su mercancía mojada
y difunta.
Tu cabeza
agusanada salta dentro de la copa de anís,
te pudres
lentamente, mientras todos yacen dormidos
en la casa,
(un gallo corre
en el dormitorio ensangrentado);
y galopas, como
el fantasma de Gilgamesh bajo los
zócalos,
como un dios
arrastrado, o un ángel apoyado en
negras muletas.
Nada queda ya
bajo esta seducción,
sólo la sombra
cortada, la lengua inmóvil, el talón
gastado por el polvo de la luna,
nada sino la
frente reventada por el pensamiento,
el corazón, el
llanto,
derramado sobre
el funeral de Caín y su roja especie.
14
Soy un toro con
el pecho de jade,
el ángel
glandular cargado de herramientas, que
camina
cojeando desde
la eternidad,
entre el cántico
gótico de los peces y su corpiño de
estaño.
Vivo entre
ataúdes cajas para minotauros,
entre muertos,
con el hocico lleno de ostras y anilina
salvaje.
Cuando duermo,
pasan los asesinos con sus odres de
opio, son ágiles, azules,
hombres de
frente silvestre y fría,
llorando sobre
el vientre del mar y su piedra escarlata.
Yo observo,
riendo con la carcajada del jaguar,
con la risa
ronca del comerciante en tabaco.
Al anochecer
pienso en el mundo, y me crece el ojo,
el hueso de la
espalda,
el hueso grande
donde guardo los mitos y las
supersticiones.
Descubro la
hermandad oculta que une a los
desgraciados,
a los que comen
arroz en los cementerios, durmiendo
entre robalos y perdices,
y surge entonces
un aroma de zorros, negros bubones
amándose en catres de jacarandá
donde
otros muertos se amaron.
Sus rostros
fueron roídos un día,
comidos sus
miembros fabulosos,
alguien barrió
su pecho, alguien que se recuesta
perdido en el Otoño,
y cuyo cuello
golpean el viento del mar y el agua.
15
Gladiadora en el
lecho nupcial,
las hienas
vienen a comer de tu carne amorosa en
la noche.
Una reja se
abre, penetro en tu alcoba obscura…
Nuestros cuernos
chocan contra el ónix sombrío,
y nos amamos,
vaciándonos los ojos, haciendo discurrir
la lengua
como un tigre
bajo la luna de noviembre.
Entre vasos de
ginebra yace tu cuerpo, galgo frío,
envuelto en la
paja del pubis silencioso;
alguien asalta
entonces tus ojos de caoba, y la cabeza
maldita del
ángel -sobre la flor quemada del agua-
empuja tu
estatua vacía hacia los archipiélagos,
tus ojos
inaprensibles, comidos por las raposas.
Sobre tu vientre
caen aves de pico rojo,
y la boca que
balbuceó la frase perdida y querida
tiembla bajo el
diente fino de los roedores.
16
Ah, cómo amarte
con mi transitoriedad,
con mi pobre
médula de gusano,
si la eternidad
está raída, y el porvenir ondula
como una culebra
en la resina funeral.
¡Cómo amarte, si
estoy leproso, negro, desencajado!
Fámulo de la
muerte, mendigo ahorcado en la taberna
pagué la droga
mortal con la moneda cuadrada del
jíbaro,
y mi llanto de
salvaje se pierde eternamente en el agua
del mar,
entre espectros
verdes y vestimenta fría.
Oh, pequeña
diosa, sobre tus pezones, como negros
diamantes solitarios,
entre el
magnetismo de sus polos, soy sólo el moscardón
sombrío
que realiza el
estéril rito de la eternidad, y vierte
su espanto
taciturno
a espaldas de
los dioses y su gesto helado;
o el árbol de
cuyo ramaje penden viejos anillos y ostras,
largos hilos de
sangre,
irradiando un
ámbito de hechicería, errando sobre
el fuego,
en un juego
irreconciliable y no obstante
trascendental,
donde el sueño
asciende -agureando el corazón
petrificado de Dios-
e inicia su
oficio temible.
17
Oh, terrible
mansión -pelo de lobo,
perturbadoras murallas-;
su tierna cabeza
de cobre, en medio de la tierra invisible,
no responde,
sólo agrios
insectos golpean el rostro del extranjero.
Entre obscuras
glicinas, su cuerpo extraño;
de cabeza en la
tierra, cava, cava el mancebo furioso,
su lúgubre
potestad recuerda tristes artesanías,
olvidadas entre
violetas de cuero y arreos funerarios.
En los
acantilados escucho a veces su paso de búfalo,
veo asomar su
cabellera entre los pinos,
levantar la
mano, terrible, indescifrable.
¡Adiós, adiós
cuervo de ojos finos, ciervo de duro
plumaje!
Te vas, nos
dejas en la miseria,
entre jardines
edificados junto a caballos ciegos,
entre cerebros
de piedra y largos canales.
18
Sobre este
corazón comido por las piedras,
sobre este pecho
raído,
escondía mi
rostro en la desnuda infancia,
cuando el largo
cuervo de la noche, cuando
las campanas de
la otra vida,
hendían mi sueño
de vapor y precoz tormenta.
Alguien ponía
los dedos sobre la gruesa aldaba,
asomaba su
cuerno rodeado de luciérnagas,
y su risa, como
una parra de ceniza fría,
arrojaba en el
lecho un escorpión de sombra.
Cada mañana
recogían mi cadáver,
estos dedos
secos, como una flor amarilla,
unos labios,
ahora inencontrables,
encendían los
lúgubres mecheros de mis ojos.
19
Estoy muerto,
pero me crece la barba.
Muerto, entre
reses de plata mojada, entre
enredaderas y sepulcros.
Nadie duerme en
esta habitación, nadie
vuela en estas
avenidas.
Dormido en duros
pedestales, hilarante, seco, inmóvil,
inquiero a la
cohorte solar y fabulosa
sobre el sentido
de la vida, y la lengua de los pueblos
enterrados en los ríos.
Evoco la memoria
de mis viejos dioses, tuertos o
licenciosos,
tu traje
olvidado, tu corpiño al que emigran
descompuestas mariposas,
oxidado bajo los
lotos y la jaca roja de la muerte.
Pero envejece mi
rostro como las culebras,
y escucho el
paso de las momias, pesado como osos,
el rumor de su
pecho imperial, cubierto de lacas y
moscardones.
Ángel, en la
hora de las castores, déjame escuchar tu
negra voz impostada…
Desamparado, te busco en el fuego de la
tierra, en la
córnea de los astrólogos,
mientras la
noche y su ciervo de metal amarillo
me arrojan tu
rostro desde el aire,
tu respiración
de olivo terrenal
que arrastrará
mi estatua debajo de los muros.
20
Tú, la más
lejana,
bajo un palio de
rosas descompuestas,
entre los
sicomoros y los castaños,
sostienes la
juventud de mi alma y su raída corteza
terrestre.
¡Quiébrame el hueso de la tristeza,
flor gutural,
virgen de extraviada llanura!
Rescata la
cabeza perdida como una orquídea de estaño.
Rescata el
sombrío corazón que la muerte conturba y
despedaza.
Dormí con la
desgracia.
Derribé al
ángel, rompí su cuerno de seda,
su frente
estalló como una vejiga de sangre, como un
ojo de obsidiana,
y materias
innobles cubrieron mi piel, mi párpado de
fiera,
que envidian los
hechiceros y los muertos.
Canta, entonces,
alma mía,
mientras tu herida
majestad asciende,
justifica tu
eternidad,
mi soledad de
hombre abandonado entre la
muchedumbre.
21
Como un viejo
leopardo fumo mi pipa escarlata.
Un ángel se
abate sobre mi cuello, oigo su grito de
zorro en la noche.
Sobre el abismo
contemplo mi resplandor frío,
como la bandeja
biselada en que reposa el hijo muerto,
mordido por el
león de la tormenta y su cresta de
fúnebre capitán.
Solitario en la
tierra, mi arma sombría,
realza su
perdida majestad, su atrabiliario imperio.
Soy el abanderado de la tribu, torvo, perdido,
menesteroso,
un mendigo que
cría faisanes de piedra, el anfitrión
con el corazón vacío;
soy un cadáver
extraviado en la noche de carnaval,
un hueso roído
entre los dientes de la reina negra.
Entre pobres
sueños,
bajando o subiendo
por émbolos amorosos,
la sombra de tu
pie es la única estrella en este cielo
imaginario.
Pero haces sonar
tu gaita, montada en un toro verde,
y a un extremo
del corredor, tu abismada deidad,
indescriptible y fría,
sólo devoras
rosas de cuellos ensangrentado.
Ya todo es
inútil, como el ojo seco del niño abandonado,
como el sol
sobre tu inencontrable sepultura,
o el pecho del
gallo, que al alba canta sobre tu palidez,
e ignora que
nunca despertarás, amor mío.
22
Junto a los
sicomoros te espera su sombría belleza.
La mano de roja
plata yace entre baladas y negros
pastores.
Su cabeza de
fiera resplandece,
recuerda el
espanto de un rey muerto hace miles de
olvidados años.
Ni tus gritos de
arriero, ni tu voz de caballero
degollado,
despertarán a la
durmiente inmóvil;
sólo el urogallo
y su canto eternamente verde
te esperan bajo
los chopos, obscuros esta vez.
Dame la mano,
deslízate conmigo.
Un paso mineral
ronda el armario,
(quizá el sueño
perdido, ¡ah, cuánta niebla!);
un ángel cargado
de azucenas golpea la sien anegada,
muerta en la
víspera de la ensoñación, caída
en la corriente
del Golfo, y, en verdad, ahora crece
sobre la frente
de Ofelia un papiro de sangre.
23
¿De dónde,
desconocida sombra, detrás de qué
sepultura
o forado antiguo
tu substancia inmóvil se arrastra,
descendiendo por
los pórticos, cayendo
con tu tranquilo
paso de res?
Infante de doble
faz, fantasma de las paredes,
te ocultas en
las columnas de los bulevares,
arrastrando tu
ferretería, haciendo sonar tu pífano seco,
como el árbol de
la muerte y su caballo de paja glacial.
Yo discurro bajo
los puentes tocando mi rabel,
cantando, con mi
voz de barítono muerto:
sólo me responde
el monzón negro de la ciudad,
donde ella, con
los ojos abiertos, duerme vacía para
siempre.
Es su voz la que
responde debajo del viento negro,
bajo la tierra
negra,
atormentando mis
huesos, arrancándole un aria verde
o amarilla,
como la semilla
de un enorme zapallo funerario.
En tanto los
sapos, como ancianos dioses terrestres,
me interrogan:
¿quién sois, ángel triste y calvo?
24
Como una flor
sobre la negra caja
estás en mi
corazón,
y te ciernes,
entre ciervos de oro, desciendes al olivar
obscuro,
iluminando la
cresta del ángel y su ralea insondable.
Perro
estupefacto, busco tu piel quemada,
tus ojos de
precipicio, tu lengua, zarzamora de los
barrancos,
tu vientre, sobre el que duermo como un
abandonado
de la vida,
agobiado por los
impuestos y el pecho de barro del
astro en derrota.
Más allá de mis
besos terrestres, bajo el suceder perdido,
te amo, como el
collar de la diosa el pequeño salvaje,
como el enano
adora la risa negra de la mujer, y nadie
osará quemar tu
pelo,
ni tu frente de
piedra fría, cuando miras debajo del
amor,
o duermes junto
a mí en el desierto de Gobi.
Si te miro a los
ojos,
alguien que no
soy yo, alguien atormentado de
interrogaciones,
embiste con su
cabeza en mi corazón,
y pregunta por
el que devora el pasto de mi alma,
buscando a Dios
entre las calles,
a Dios y su
pierna perdida,
triste como los
bueyes y su testuz de viejo platino.
25
Bajo un aire de
eléctricas gardenias,
vuelas con tu
alegoría sexual, con tus dientes de perro
fino.
Tu risa es roja,
cual la flor del pájaro africano.
Deja caer su
potestad como una estatua helada,
o un ibis
surgiendo de la muerte, cayendo sobre el amor
como la peste
sobre la ciudad antigua.
Ciudadano
aciago, desprovisto de cabellera,
rodeado de
hombres de piel vegetal, de lengua de caballo
tordillo,
hago sonar mi
tambor solitario en la noche.
¿Quién guardará
los gusanos de mi amor?
¡La casa está
hueca, perdida la mirada de la familia!
Las ratas, con
su leve pata de mariposa,
con sus tristes
costumbres de arqueólogo,
roen el viejo
lecho nupcial, y una atmósfera
glacial
de pelos y
cebada,
echa en la noche
invernal su maleficio.
26
Maestro en
lenguas feroces, no siempre
me contengo,
acuso a mis
antecesores, juzgo, olvido, asesino,
invito a la
extenuación, sólo tengo el veneno de mis
palabras.
¡Oh, alma mía¡
¡Cuánta justificación para vivir¡
Un día te
cubrirás las aguas, descenderás hasta los
continentes vivos en otro tiempo;
entonces, alma
mía, pájaro ensoberbecido por la tristeza,
alguien más
negro que tú, alguien más obscuro e
insondable -cuya cabeza asoma apenas
entre
las fosos-
anegará tus alas
antaño azules, tu respiración
entrecortada,
arrastrándote,
cortando tu largo cuello,
abandonándote
entre los dioses del mar, injustos y
eternablemente estables.
27
Ángel
descabellado que me arrastras,
apretando mi
sien contra los castaños, torciéndome
la quijada
en un esfuerzo
funeral, ¿qué dios
financia tu
obcecación? ¿Hasta qué rincón me persigues?
¿Qué astrología
te empuja, viejo semental?
Te has aliado
con los escribas, los picapedreros, con
mujeres de piel de zapallo.
¿Qué buscas, si
el agua que cubre el ojo
es una gran
pradera sepulcral, donde los antepasados
empujan hacia la
eternidad su cabeza colgada?
Tú, fijosdalgo,
arriéndame una sepultura,
donde las muelas
terribles del
ángel cesen su sino devastador, o
envuélveme
en la rutina
inmóvil de los olvidados.
Mas la
ferretería de sus alas golpea en mi litera de piedra,
su pecho de
jabalí gotea sobre el mío, lentamente se
oxida,
dejando caer
flores, cerezas de sangre,
aplastando,
ennegreciendo, encogiendo para siempre
mi alma;
y yo abandono el
cuero inútil de la razón,
mugiendo,
sollozando,
hasta la muerte.
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