viernes, 10 de mayo de 2013

Mahfúd Massís - Elegía bajo la tierra.



LUKÓ: En el gran drama gregario de la vida, cuando el espanto deposita en mi corazón su huevo obscuro, levanto los ojos hacia ti, como una bestia que busca algo por encima de su condición, flor extranjera.
En este mundo solitario por el que andamos, caminas junto a mí por un favor de los dioses, y te seguirá mi pisada negra, ineluctablemente, aún más allá del Gran Pantano.

Mahfúd.

Palabras en el Muro

Cuando el Ángel terrible embiste al poeta con su cornamenta obscura, entre la yedra y la sangre, asoma un rostro asesino pálido, que aplica a la obra de arte su melancólico ojo de vidrio.
            Al anochecer se cubre la calva; sueña con los ejemplos “olvidados” del arte de antaño, y tiembla su diminuto corazón, entre la manada de críticos literarios, ultramontanos y feroces.
            ¡Animales de sangre fría! En su lecho de condenados tosen y espectoran, como muertos a quienes se olvidó enterrar, lampiños e inconclusos, pero severos, como empresarios funerales.
¡Apiadaos entonces del poeta, del “desarreglo de sus sentidos” (que no es sino una nueva organización de los sentidos), que preconizara un día aquel fascinante piojoso de Las Ardennas, al que nunca pudieron perdonar esos bribones!
            Sus cráneos congelados, en que cada tuerca está soldada por la mano del Gran Gasfíter, son los destinados a explicar la obra del poeta y sus quemantes visiones.
            Ciertamente, si el poeta reparara en esas tristes merluzas, estaría perdido.
            Por tal razón, pongo un muro de asbesto entre ellas y mi poesía, grandes piedras refractarias entre su cerebro pardo y mi conducta como individuo. La poesía continúa su curso, trazando una diagonal sobre sus cadáveres, aunque se desgañiten aullando “¡vade retro, Satana!”, al menor indicio de obscuridad, pues -misterio insondable- sus almas sombrías se aterran de cuanto puede parecerles obscuro. Ignoran que la noche no es sino aquella parte del día preñada de inexpresable don mágico.
            Se sobresaltan, quizá, porque el poema escarba en la sentina de sus instintos, a una profundidad no deseada, y porque el arte actual destruye en su propio nido, la falsa noción del hombre sobre su origen extrahumano, embellecida durante siglos por idealistas adiposos e individuos de buena educación literaria. De súbito se enfrenta a su imagen, y tiene espanto.
            En las páginas que siguen, elaboro una experiencia poética en que el régimen de las visiones satisface mi necesidad de expresión, y ello me basta. Debajo de todo artista hay un dios de mirada taciturna, que impera en el reino de los sentimientos y sus conturbadas imágenes, cuyo ceño expulsa las vivencias, saturadas de terror helado. En consecuencia, no arguyo ni explico nada: sólo trato de levantar mi grito en medio de la noche.
            Comprendo que es menos devastador trabajar en la anécdota sentimental, entre el incienso y la dulce niebla subjetiva, o explotar el lunfardo de cierto arte social, tan productivos como el vientre de un gran cerdo rosado. No: yo opto por el hecho poético cruento, que persiste en la memoria con la violencia de su impacto emotivo.
            En cuanto al poema en sí, su unidad queda abonada, en primer término, por una ansiosa secuencia de estilo, y por la persistencia de un voltaje psíquico, que he tratado de sostener contra toda fatiga, más que por el predominio de los temas, que sólo suelen ser accidentes o recursos en la poesía contemporánea.
Indudablemente, el poeta no busca los temas para expresarlos. Se expresa en ellos. No importa cuáles hubiesen sido, este poema en lo esencial no admitiría variaciones. El poeta no es, probablemente, sino el protagonista de una sola idea, hacia la que confluye su experiencia emocional. En el sudor de su agonía, sin embargo, están los elementos químicos de toda una época, transformados a través de un metabolismo aun para él inexplicable. Es lo que no podrán comprender nunca los agentes de cierto tipo de “realismo”. Esa idea o sentimiento central, es, sin querer abusar de las palabras, lo que podría estimarse como un mensaje poético, y ese mensaje, según entiendo, no debe ser un reflejo del individuo, sino parte integrante de su ser real.
            El poema es un desprendimiento de la materia esencial del artista, condicionada dialécticamente por el devenir histórico. Lo demás es colorismo abyecto. Rimbaud no abandonó la poesía: nadie podría hacerlo. Ella le abandonó como la piel deja a la serpiente, antes de haber escrito sus “Iluminaciones”, ese hermoso arcoíris final, ya sólo reflejo de sí mismo, pues había echado fuera cuanto requería de él el furor sombrío de su índole.
            El presente poema, está realizado de un modo distinto al que pudiera considerarse natural, dado que constituye una sola pieza literaria. Trabajé cada uno de sus veintisiete breves fragmentos individualmente, como si se tratase de un todo poemático, sin perder, obvio es decirlo, la visión estructural del conjunto. Cada fragmento, recoge en sí los elementos fundamentales del poema, y es, por así decirlo, una célula viva, independiente, y, a la vez, sometida al régimen interior del poema. Constituye cuadros, momentos emotivos superpuestos, con un denominador común, y el encaje dramático de situaciones en apariencia opuestas, está conseguido con el coagulante de una genuina angustia.
            Al escribir este poema, he partido de hondas imágenes afectivas, ocultas algunas a mi propia consciencia. Han sido trastrocadas, metamorfoseadas, envueltas en el resplandor de los símbolos visibles, un caballo, una mujer, un niño muerto; símbolos permanentes, donde parece refugiarse todo aquello que abandona el pecho del hombre y busca su vehículo terrestre. Quien resbale desaprensivamente sobre su lenguaje, yerra si sólo percibe el canto fúnebre del ave ante el crepúsculo. Existe un mar de fondo estructurado sobre las arenas blancas y negras de mis propios terrores, y en la convicción de un mundo raído por la crueldad y el abandono. La vida, el amor, la blasfemia social, la tragedia privada del individuo; el ancestro, sumergiéndose en el seco dintel de los milenios; las hojas queridas que se llevó el viento de la muerte; las tentativas y los sueños del hombre, destroncados, frente al túnel sin salida del tiempo -terriblemente reducido, pues no concibo sino el tiempo-consciencia- todo ello, en soterrado impulso, determina en mí el lenguaje, como postrera forma de desolación.
            Quizá uno de los dones de la poesía sea la posibilidad de coexistencia de tan encontradas emociones; su cordón central empalma con el gran tablero humano, cuyo conmutador sólo el poeta es capaz de poner en movimiento.
La constante de mi poesía es la muerte; en otros es la melancolía, el optimismo, (a menudo grosero), la crueldad o los refinamientos venenosos. Ella envuelve en un halo común los elementos de mi poética. Quien me acuse, tal vez olvide que sin un leit motiv acaso no puede existir un gran poeta. ¿Y qué más que la muerte, a cuya razón social estamos todos afiliados, tiene derecho a cantar el hombre en el tembloroso bordón del lenguaje humano? No te desanimes, lector, si en estas páginas los muertos te parecen vivos, y los vivos tienen a veces el rostro de los espectros. Es sólo la contradictoria y dual naturaleza de las cosas, afirma la sombra pálida de Heráclito. Lo que ves, lo que amas, todo vive y muere mientras lo miras. Mis antepasados me legaron una carga mortal que no consigue superar mi condición de retoño americano. Pero, América, ¿no es acaso un dolmen gigantesco en donde los ritos de la sangre todavía humean, condensándose sobre los acantilados y los grandes ríos?
            Los poetas del optimismo inoportuno, son apenas el equivalente de quien se sumerge en la borrachera animal para soportar la tristeza. Nada hay, en verdad, que haga resonar el cuerno de la alegría. Nuestra condición de mendigos en el concierto de la economía del mundo, la persistencia melancólica del ancestro -alcohol y fantasía-, nuestra falta de identidad continental, donde el hijo del inmigrante es todavía el hijo del inmigrante, (eso, en última instancia, soy, y me explica), pueden producir optimismo sólo en los irresponsables. La historia recogerá cuánto de falso cae de su plumaje coloreado. Su canto es el canto del gallo, a una hora en que los fantasmas caminan todavía por la tierra. Pero nadie burló los ciclos biológicos, sociales o estéticos, sin recibir la sanción natural sobre su testa de pequeños Cagliostro rurales.
            Vivimos la hora de un gran duelo universal. Esclavos o gladiadores, dejemos el testimonio de la ignominia escrito en la arena. Personalmente, no siento la cósmica alegría de algunos elegidos, por lo que no me creo obligado a expresarla. Por el contrario: experimento una punzante angustia y una trágica compasión por todos mis contemporáneos. Ni puedo ser el romano que atraviesa la Vía Appia, llevado en brazos de sus servidores, mientras a la orilla del camino los hombres se pudren, comidos por los cuervos que revolotean sobre las cruces.
            No se interprete, pues, mi poesía como la de un demonio funerario. Yo lloro la pérdida de la alegría; no celebro el horror de la muerte. Y aunque no abjuro de la gran noche de mis imágenes, tampoco arrojo sangre sobre el porvenir. No soy un profeta, sino un poeta solamente; canto lo que llega a mi corazón y lo estremece. ¡Y a mi corazón llega una gran tristeza! Ahí termina mi misión específica.
            Por otra parte -grabemos estas palabras con terrible fuego- todo poeta de verdad expresa siempre a su tiempo, y en su verbo, como en la paleta del artista, caben las carnaciones vivas y los colores corrosivos. En ello radica gran parte de la majestad del arte y de la vida. Quien pretenda nivelar la expresión del poeta, es sólo un impotente o un imbécil. O ambas cosas, conjuntamente. Es como querer nivelar el espíritu humano, de entre cuyo limo contradictorio, se alza, siempre renovada y misteriosa, la efigie mutable y eterna del Hombre.

                                                                                                                      Mahfúd Massís.


“¡Estoy inerme, estoy inerme en
las regiones de los que buscan
botín en el mundo soterrado!”
                                                                                                    
  El Libro de los Muertos.

1
Cierta noche los lobos durmieron en la casa; royeron
el viejo hueso familiar, y en una pavana
de costumbres estoicas caía del naranjo, y eran
            piedras de oro,
bebida sangrienta para los extraños.

Yo era el Hombre de Java de la familia.
Comía en una sartén, dormía
como un salvaje sobre los tejados.

Nadie leyó en mi corazón en la ciudad enterrada…

Perdonadme por lo que fui, por lo que seré aún todavía,
por lo que no podré ser si enviar al mercado mi alma.
Un señor con una cola larga me saluda un día,
y desde entonces pregunto a los transeúntes cuál es mi
            nombre.

2
Paseo mi espanto por la ciudad; el guardia
del cementerio me reconoce, los vagabundos, los azules
            gusanos de la noche,
los monos borrachos bajo la lluvia,
pues soy el mamarracho sideral cargado de magnolias
            y plumas de gallo.

Fui vendimiador, tal vez, nieto del Cristo amarillo,
testigo en la crucifixión, cigarra
ornamental en la hora postrera;
esqueleto caído en el monzón nocturno;
orador funeral, con la máscara de crin bajo el otoño.

Fui vendedor de cirios, de muertos sin identidad, vendí
            cerveza,
fui comprador de grandes pipas funerarias, y zapatos
manchados de sangre, y flores,
hermanos míos,
más que nada, flores,
para olvidar el té amargo del atardecer y la muerte.

3
Soy Mahfúd Massís, el Esclavo,
el heresiarca de piel negra,
el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve.
Escondo mis dientes de cabro, mi cola de rey babilónico,
mientras camino por la ciudad, junto al angosto río.
Entre lívido aceite, mi vieja sombra atrabiliaria
atraviesa las ciénagas,
ladrando a la majestad lunar
con su obscura casaca de muerto.

Puedes tocar mi rostro, su lejana mariposa de hueso;
mi semblante de ídolo prevalece,
perdido, sin alternativa en los sacos de la noche.
Vagué mil años con mi ojo miserable, comí bajo los
            muros,
y cierta madrugada comencé a cantar con mi gruesa
            voz de asesino,
a escribir estas coplas de antiguos herreros.

Como un pequeño dios celeste y pálido,
camino ahora por el mundo con mis ojos de perro,
escarbando la tierra, entre insectos y podridas anémonas,
buscando una cabeza querida,
un rostro perdido hace mucho tiempo.

4
Mastín de casa abandonada,
el viento de la ciudad me empuja hacia un cielo sin dios,
a un firmamento inmóvil.

Como una rata, de una a otra estrella,
de hueco en hueco, de sepultura en sepultura,
corazón perdido entre violetas y harapos,
encuentras sólo un extraviado resplandor y lloras.

Busco mi pan en los hoyos de la tierra, me hundo en          
            su coagulado imperio,
el pan que pone azules los ojos de los hijos;
pero al cavar en los nocturnos pozos,
desentierro cabezas, fragmentos de antepasados,
una lengua cadavérica, morada por el tiempo,
que alcanza sólo a murmurar ¡maldito!
y se diluye en la terrible majestad negra.

De noche la perra de la vida
se arrastra, mordiendo la garganta de mis hijos,
acariciando su vientre verde,
mientras se cae a pedazos mi rostro ante el espejo.

Es verdad, amigos míos, contrabandistas, maliciosos
            bebedores,
mi censura se desvanece en la noche,
soy el corsario sin oro y sin ajenjo,
el ojo tapado por la tempestad y la huera miseria.

5
Entre derruidos dioses
bebo el vino de amatista del desesperado.
El ojo como un pájaro de sangre resplandece,
y bajo el brazo y su insecto alucinante
surgen los antepasados, cargando una ampolla negra,
descendiendo a los bajíos,
junto al valle de Absalón y su sombra mortal bajo el
            caballo.

Harapientos, o envueltos en cínica tristeza,
navegantes melancólicos,
vagáis por los mercados, entre espectros y tapices,
los labios amarillos de azafrán y aire de olvido.

Entre blancas escamas, sobre vuestros arrugados
            camellos
dormís en mercenarias sepulturas,
maliciosos y dulces, ágiles y contumaces,
celebrando los ritos de la muerte en veloces danzas a
            caballo.

Delgados como venados, vuestra dentadura
se clava a veces en mi vacilante cuello,
mordiéndome la cabeza, mi cabeza de pobre americano,
porque en mi hundida frente de pastor
sólo anidó la muerte y el cuervo desplumado de la
            belleza.

Intemporales, secos, dadme vuestro poder sobrehumano,
vuestro ensueño de colibrí, y aquella
estructura vegetal contra el destino,
a mí, soñador extenuado,
defensor de derechos inútiles, vendedor de sudarios y
            bolsas de colores.

6
Estoy enfermo de escorbuto, de cáncer o lepra
            -no estoy seguro-
estoy enfermo de hidrofobia,
(de la médula espinal me cae un hijo seco),
y de cierto mal del que nadie conoce el nombre,
que consiste en vagar solitario, escribir cartas a la otra
            vida,
y dormir, y tener sueños de perro,
llorar, llorar, a pesar de ser hombre.

Vino extraviado entre aranceles y pestañas, entre
            apóstatas fríos
con la lluvia sangrando sobre mi corazón,
bajo los saltamontes y los antiguos almendros, entre
            oro funerario,
agonizando en las contradicciones de un tiempo
            mineral,
perdido para siempre en las cocinas y los desaguaderos.

A veces sueño. Mi cráneo
de salvaje jadea bajo el tambor,
me dirijo a alguien invisible en medio de la noche,
en medio de la tierra obscura o el mar.

Pero es mentira, vino de amatista de esta tarde de
            invierno.
Sobre el muro cae de nuevo el aire funeral,
rasgando el pecho de alondra de la vida,
arrancando el párpado sangrante, vaciando el maldito
            corazón,
y arrojando mi cuerpo muerto sobre los toneles.

7
Mañana me moriré.
Dejaré afuera la barba, mi antigua calva de moribundo,
este sabor a perro,
a huevo de orquídea en la lengua.

¡Ah, tú, abrázame debajo de estos sueños,
mientras el cráneo se hunde entre la vieja estopa,
enmudeciendo su martillo sonoro, su grandeza de ángel
            patibulario!

Pasad, entonces, fieros ancianos de mirada codiciosa,
domadores de serpientes, jinetes en dorados camellos;
¡me sumerjo en esta gran linfa de sangre!
en esta caverna en que escucho entrecortados sollozos,
maldiciones contra alguien que se levantó sobre el
            mundo;
y me miran con ojo pálido en que baila la viruela,
me escupen con su lengua de antepasados,
con su paladar descompuesto,
y yo me arrastro, y me arrodillo.

8
Maldito mi linaje de perro, mi sombría estirpe
            de soñador,
el humo cadavérico de mis imágenes,
mi lengua de harapo, carcomida por el esparto de la
            miseria,
mis ojos, que vieron la injusticia, agrandando más el
            hoyo del alma.

Maldita sea mi boca, su encendido ofidio de alcohol,
mis orejas, viejas comadres de corcho;
ellas escucharon la sentencia mortal;
se deslizan como codornices debajo de la almohada,
y crecen, crecen como una branquita, ¡gusano terrible!
llevando la palabra encadenada al corazón,
a la lengua y su rojo pantano,
donde la expresión se arrastra con su lento cuerno
            primitivo.

Malditos mis dientes, verdes como espadas,
duros como dioses terrestres, heréticos, desolados,
muertos planetas de hueso de mi contextura,
pero uniformados, bárbaros, intactos como viejas islas,
envueltos siempre en sangre, en leche de hembras
            desaparecidas,
como rapaces o alondras perdidas en la niebla.

Mis dientes me sobrevivirán cuando me muera.
Ellos me sobrepujan con su pedrería.
Atormentaron la boca preciosa,
acosaron el cuello crepuscular de mi enemigo.
Los invadió la lujuria, la negra espuma de la ira,
los cubrió la yema podrida del desencanto;
y rechinaron como sierras la postrera noche: “Padre,
se acabó la vida. Saluda a los parientes muertos”.

9
Entre madreperlas y bordados, estás muerta,
entre ofidios y lenguas, con la cabeza vuelta hacia los
            tornados y las inundaciones.
Yo velo con los lentes puestos, tendido en la negra caja,
donde esperan verdes pájaros desconocidos.

Me llamarás con extraños golpes,
huyendo por las charcas y los viveros, haciendo sonar
            tu vestido de jade.
Entre la niebla, bajo derruidas porcelanas yacen viejos
            amigos,
obscuros jinetes con la cabeza agusanada.
(En la habitación alguien teje, alguien trabaja ocultando
            sus sollozos).
Antaño, por el hueco del paladar pasaron roncos vasos
            de ginebra y húmedos besos;
ahora viajamos con un traje listado, y un gris estado
            mineral que hace cantar su papagayo de
            sombra,
en medio de un relumbrar de cuernos y vacilantes formas
            humanas.

10
¿Quién eres tú, adosada al muro, cubierta de agrias
            guedejas?
Perra acosada: te veo bajo la luz temible de los zaguanes,
            o en la puerta de las hilanderías,
enamorada de las cosas obscuras.

Cada año desciende de tu vientre un polvo negro, hijos
            e hijas de formas sepulcrales;
los dejas junto al muro, te marchas, tierra adentro,
            adentro de la tierra,
enajenada, sin comprender sino aquello que te susurra
            el pájaro de la tempestad,
gimiendo desde los fiordos.

Alguien habla entonces un inadvertido lenguaje en tu        
            derredor,
sonando, con la voz grave del ave del sepulturero,
lo que oscila y desciende entre bruscas cavidades,
desolada e inmóvil para el ojo turbio de los dioses.

Cubierta de cieno, de alondras de pies rosados,
¿Quién eres, desmantelada viajera? Torvas aguas
carcomen las desnudas puertas
y un caballo vegetal te llama en la sobrecogedora altura.

Fina, como la tela de los mercaderes,
como el chacal vencedor, tu tierna lengua abovedad
            deja percibir su gemido en la noche;
un agua mortal cae de mi pecho de hueso,
y la muerte arrastra su aljibe debajo de la casa.

11
Niña vestida de cueros mortecinos, no me mires
con tus ojos duros, como piedra funeraria,
niña mía, triste como los castaños de invierno, rígida
            tu mirada de ídolo;
niña invernal, Cabeza Negra, tu pecho comido por la
            nieve,
tus ojos de color coñac, tu enagua de viejo lino;
niña de los leprosarios, enronquecida, abyecta, pura
            cual la estrella de la noche polar,
encendida, como los lotos que comen los perros:
mi corazón yace debajo de ti, muérdelo;
mi antiguo corazón de raza perdida.

Me dirijo a ti, entre todas las cosas visibles, a tu cuello
            ennoblecido por la ira,
a ti, estremecida por la noche y su violeta enterrada, y
            de cuyo vientre
vuela el cachorro terrenal con su pequeña encía de
            diamante.
(De entre la veste rosta, el azor de tu carne huye,
planeando en el aire desolado).
Mujer de mi pueblo, niña cubierta de grumos, cruzas
            sobre mi pecho como la golondrina en la
            noche encarnada;
me incorporo en mi sepultura, beso tu brazo obscuro,
tu vientre seco, como la flor del papiro.
Cual un ave de piedra suena tu aletazo hueco,
            ¡oh, desencantada!
tu canto derrama su licor en la asamblea,
y bulle, semejante al sollozo de un minotauro marino.

12
Desnuda, saludas con extraños huevos de pájaro,
iniciando tu vuelo alrededor de las murallas,
en un rito negro, desconocido, como si recordaras tú
            origen de diosa.
Desciendes sobre la blanca ojiva, te arrojas
            milagrosamente,
respiras apenas sobre el puñal del agua;
no eres un ave sino un pez de ojos humanos,
no eres un pez sino un alma con el pie desvanecido.

En un acto inmemorial realizas tu último vuelo.
El vuelo por todas aquellas cosas desaparecidas,
por tus hijos carcomidos por el hambre y la peste,
por tu corazón tullido,
por el macho imperial que te golpea el rostro.
El vuelo por los sueños sepultados bajo los muros, (el
            sueño ensangrentado).
Estás desnuda. Dejas caer tus cabellos,
abandonas tu piel como inútil gualdrapa,
eres casi una sombra roja sobre el resplandor vacío,
un ángel de cuero vítreo, una soberbia amapola
            desolada y humana.

Señora, Rostro de Piedra,
sobre el roquerío tu grave armadura
resplandece; y un dios de obscuras materias
palidece en los largos días del Invierno.

13
Si entrara al cementerio en la noche,
entre el oxidado aroma del oxiacanto,
podría recordar el olor de tu piel extendida de la que
            brotó un día la ácida leche,
y los ojos de un niño debajo de ti -pequeño carnero
            enlutado-
pero ávido, como ágil cachorro de cetrería.

Entre roncos atambores mi cadáver atraviesa la ciudad,
un pabellón de hueso sobre el corazón,
haciendo grandes saludos de muerto, -¡oh, guerrero!-
dormido para siempre junto a los tejedores de hilo
            azul y verde.

Virgen cargada de truenos y sepulcros,
perdida en el lecho nupcial,
abramos la tumba de los antiguos amantes,
desolados y rubios, cubiertos de vello amoroso desde
            la sien.
Hija de olvidados juramentos entre el viento maligno,
tu padre y tu madre gimieron de amor en la casa caída_
el agua de los ventisqueros entraba en la habitación,
            alguien lloraba,
perforando las ocultas tablas del lecho,
el vientre del viejo baúl y su mercancía mojada
            y difunta.

Tu cabeza agusanada salta dentro de la copa de anís,
te pudres lentamente, mientras todos yacen dormidos
            en la casa,
(un gallo corre en el dormitorio ensangrentado);
y galopas, como el fantasma de Gilgamesh bajo los
            zócalos,
como un dios arrastrado, o un ángel apoyado en
            negras muletas.

Nada queda ya bajo esta seducción,
sólo la sombra cortada, la lengua inmóvil, el talón
            gastado por el polvo de la luna,
nada sino la frente reventada por el pensamiento,
el corazón, el llanto,
derramado sobre el funeral de Caín y su roja especie.

14
Soy un toro con el pecho de jade,
el ángel glandular cargado de herramientas, que
            camina
cojeando desde la eternidad,
entre el cántico gótico de los peces y su corpiño de
            estaño.
Vivo entre ataúdes cajas para minotauros,
entre muertos, con el hocico lleno de ostras y anilina
            salvaje.
Cuando duermo, pasan los asesinos con sus odres de
            opio, son ágiles, azules,
hombres de frente silvestre y fría,
llorando sobre el vientre del mar y su piedra escarlata.

Yo observo, riendo con la carcajada del jaguar,
con la risa ronca del comerciante en tabaco.
Al anochecer pienso en el mundo, y me crece el ojo,
el hueso de la espalda,
el hueso grande donde guardo los mitos y las
            supersticiones.
Descubro la hermandad oculta que une a los
            desgraciados,
a los que comen arroz en los cementerios, durmiendo
            entre robalos y perdices,
y surge entonces un aroma de zorros, negros bubones
            amándose en catres de jacarandá donde
            otros muertos se amaron.

Sus rostros fueron roídos un día,
comidos sus miembros fabulosos,
alguien barrió su pecho, alguien que se recuesta
            perdido en el Otoño,
y cuyo cuello golpean el viento del mar y el agua.

15
Gladiadora en el lecho nupcial,
las hienas vienen a comer de tu carne amorosa en
            la noche.
Una reja se abre, penetro en tu alcoba obscura…
Nuestros cuernos chocan contra el ónix sombrío,
y nos amamos, vaciándonos los ojos, haciendo discurrir
            la lengua
como un tigre bajo la luna de noviembre.
Entre vasos de ginebra yace tu cuerpo, galgo frío,
envuelto en la paja del pubis silencioso;
alguien asalta entonces tus ojos de caoba, y la cabeza
maldita del ángel -sobre la flor quemada del agua-
empuja tu estatua vacía hacia los archipiélagos,
tus ojos inaprensibles, comidos por las raposas.
Sobre tu vientre caen aves de pico rojo,
y la boca que balbuceó la frase perdida y querida
tiembla bajo el diente fino de los roedores.

16
Ah, cómo amarte con mi transitoriedad,
con mi pobre médula de gusano,
si la eternidad está raída, y el porvenir ondula
como una culebra en la resina funeral.
¡Cómo amarte, si estoy leproso, negro, desencajado!
Fámulo de la muerte, mendigo ahorcado en la taberna
pagué la droga mortal con la moneda cuadrada del
            jíbaro,
y mi llanto de salvaje se pierde eternamente en el agua
            del mar,
entre espectros verdes y vestimenta fría.

Oh, pequeña diosa, sobre tus pezones, como negros
            diamantes solitarios,
entre el magnetismo de sus polos, soy sólo el moscardón
            sombrío
que realiza el estéril rito de la eternidad, y vierte
su espanto taciturno
a espaldas de los dioses y su gesto helado;
o el árbol de cuyo ramaje penden viejos anillos y ostras,
largos hilos de sangre,
irradiando un ámbito de hechicería, errando sobre
            el fuego,
en un juego irreconciliable y no obstante
            trascendental,
donde el sueño asciende -agureando el corazón
            petrificado de Dios-
e inicia su oficio temible.

17
Oh, terrible mansión -pelo de lobo,
            perturbadoras murallas-;
su tierna cabeza de cobre, en medio de la tierra invisible,
            no responde,
sólo agrios insectos golpean el rostro del extranjero.
Entre obscuras glicinas, su cuerpo extraño;
de cabeza en la tierra, cava, cava el mancebo furioso,
su lúgubre potestad recuerda tristes artesanías,
olvidadas entre violetas de cuero y arreos funerarios.

En los acantilados escucho a veces su paso de búfalo,
veo asomar su cabellera entre los pinos,
levantar la mano, terrible, indescifrable.
¡Adiós, adiós cuervo de ojos finos, ciervo de duro
            plumaje!
Te vas, nos dejas en la miseria,
entre jardines edificados junto a caballos ciegos,
entre cerebros de piedra y largos canales.

18
Sobre este corazón comido por las piedras,
sobre este pecho raído,
escondía mi rostro en la desnuda infancia,
cuando el largo cuervo de la noche, cuando
las campanas de la otra vida,
hendían mi sueño de vapor y precoz tormenta.

Alguien ponía los dedos sobre la gruesa aldaba,
asomaba su cuerno rodeado de luciérnagas,
y su risa, como una parra de ceniza fría,
arrojaba en el lecho un escorpión de sombra.
Cada mañana recogían mi cadáver,
estos dedos secos, como una flor amarilla,
unos labios, ahora inencontrables,
encendían los lúgubres mecheros de mis ojos.

19
Estoy muerto, pero me crece la barba.
Muerto, entre reses de plata mojada, entre
            enredaderas y sepulcros.
Nadie duerme en esta habitación, nadie
vuela en estas avenidas.
Dormido en duros pedestales, hilarante, seco, inmóvil,
inquiero a la cohorte solar y fabulosa
sobre el sentido de la vida, y la lengua de los pueblos
            enterrados en los ríos.

Evoco la memoria de mis viejos dioses, tuertos o
            licenciosos,
tu traje olvidado, tu corpiño al que emigran
            descompuestas mariposas,
oxidado bajo los lotos y la jaca roja de la muerte.
Pero envejece mi rostro como las culebras,
y escucho el paso de las momias, pesado como osos,
el rumor de su pecho imperial, cubierto de lacas y
moscardones.

Ángel, en la hora de las castores, déjame escuchar tu
            negra voz impostada…
 Desamparado, te busco en el fuego de la tierra, en la
            córnea de los astrólogos,
mientras la noche y su ciervo de metal amarillo
me arrojan tu rostro desde el aire,
tu respiración de olivo terrenal
que arrastrará mi estatua debajo de los muros.

20
Tú, la más lejana,
bajo un palio de rosas descompuestas,
entre los sicomoros y los castaños,
sostienes la juventud de mi alma y su raída corteza
            terrestre.

            ¡Quiébrame el hueso de la tristeza,
flor gutural, virgen de extraviada llanura!
Rescata la cabeza perdida como una orquídea de estaño.
Rescata el sombrío corazón que la muerte conturba y
            despedaza.

Dormí con la desgracia.
Derribé al ángel, rompí su cuerno de seda,
su frente estalló como una vejiga de sangre, como un
            ojo de obsidiana,
y materias innobles cubrieron mi piel, mi párpado de
            fiera,
que envidian los hechiceros y los muertos.

Canta, entonces, alma mía,
mientras tu herida majestad asciende,
justifica tu eternidad,
mi soledad de hombre abandonado entre la
            muchedumbre.

21
Como un viejo leopardo fumo mi pipa escarlata.
Un ángel se abate sobre mi cuello, oigo su grito de
            zorro en la noche.
Sobre el abismo contemplo mi resplandor frío,
como la bandeja biselada en que reposa el hijo muerto,
mordido por el león de la tormenta y su cresta de
            fúnebre capitán.

Solitario en la tierra, mi arma sombría,
realza su perdida majestad, su atrabiliario imperio.
Soy  el abanderado de la tribu, torvo, perdido,
            menesteroso,
un mendigo que cría faisanes de piedra, el anfitrión
            con el corazón vacío;
soy un cadáver extraviado en la noche de carnaval,
un hueso roído entre los dientes de la reina negra.

Entre pobres sueños,
bajando o subiendo por émbolos amorosos,
la sombra de tu pie es la única estrella en este cielo
            imaginario.
Pero haces sonar tu gaita, montada en un toro verde,
y a un extremo del corredor, tu abismada deidad,
            indescriptible y fría,
sólo devoras rosas de cuellos ensangrentado.

Ya todo es inútil, como el ojo seco del niño abandonado,
como el sol sobre tu inencontrable sepultura,
o el pecho del gallo, que al alba canta sobre tu palidez,
e ignora que nunca despertarás, amor mío.

22
Junto a los sicomoros te espera su sombría belleza.
La mano de roja plata yace entre baladas y negros
            pastores.
Su cabeza de fiera resplandece,
recuerda el espanto de un rey muerto hace miles de
            olvidados años.
Ni tus gritos de arriero, ni tu voz de caballero
            degollado,
despertarán a la durmiente inmóvil;
sólo el urogallo y su canto eternamente verde
te esperan bajo los chopos, obscuros esta vez.

Dame la mano, deslízate conmigo.
Un paso mineral ronda el armario,
(quizá el sueño perdido, ¡ah, cuánta niebla!);
un ángel cargado de azucenas golpea la sien anegada,
muerta en la víspera de la ensoñación, caída
en la corriente del Golfo, y, en verdad, ahora crece
sobre la frente de Ofelia un papiro de sangre.

23
¿De dónde, desconocida sombra, detrás de qué      
            sepultura
o forado antiguo tu substancia inmóvil se arrastra,
descendiendo por los pórticos, cayendo
con tu tranquilo paso de res?
Infante de doble faz, fantasma de las paredes,
te ocultas en las columnas de los bulevares,
arrastrando tu ferretería, haciendo sonar tu pífano seco,
como el árbol de la muerte y su caballo de paja glacial.

Yo discurro bajo los puentes tocando mi rabel,
cantando, con mi voz de barítono muerto:
sólo me responde el monzón negro de la ciudad,
donde ella, con los ojos abiertos, duerme vacía para
            siempre.

Es su voz la que responde debajo del viento negro,
bajo la tierra negra,
atormentando mis huesos, arrancándole un aria verde
            o amarilla,
como la semilla de un enorme zapallo funerario.
En tanto los sapos, como ancianos dioses terrestres,
me interrogan: ¿quién sois, ángel triste y calvo?

24
Como una flor sobre la negra caja
estás en mi corazón,
y te ciernes, entre ciervos de oro, desciendes al olivar
            obscuro,
iluminando la cresta del ángel y su ralea insondable.

Perro estupefacto, busco tu piel quemada,
tus ojos de precipicio, tu lengua, zarzamora de los
            barrancos,
 tu vientre, sobre el que duermo como un abandonado
            de la vida,
agobiado por los impuestos y el pecho de barro del
            astro en derrota.
Más allá de mis besos terrestres, bajo el suceder perdido,
te amo, como el collar de la diosa el pequeño salvaje,
como el enano adora la risa negra de la mujer, y nadie
osará quemar tu pelo,
ni tu frente de piedra fría, cuando miras debajo del
            amor,
o duermes junto a mí en el desierto de Gobi.

Si te miro a los ojos,
alguien que no soy yo, alguien atormentado de
            interrogaciones,
embiste con su cabeza en mi corazón,
y pregunta por el que devora el pasto de mi alma,
buscando a Dios entre las calles,
a Dios y su pierna perdida,
triste como los bueyes y su testuz de viejo platino.

25
Bajo un aire de eléctricas gardenias,
vuelas con tu alegoría sexual, con tus dientes de perro
            fino.
Tu risa es roja, cual la flor del pájaro africano.
Deja caer su potestad como una estatua helada,
o un ibis surgiendo de la muerte, cayendo sobre el amor
como la peste sobre la ciudad antigua.
Ciudadano aciago, desprovisto de cabellera,
rodeado de hombres de piel vegetal, de lengua de caballo
            tordillo,
hago sonar mi tambor solitario en la noche.

¿Quién guardará los gusanos de mi amor?
¡La casa está hueca, perdida la mirada de la familia!
Las ratas, con su leve pata de mariposa,
con sus tristes costumbres de arqueólogo,
roen el viejo lecho nupcial, y una atmósfera
glacial
de pelos y cebada,
echa en la noche invernal su maleficio.

26
Maestro en lenguas feroces, no siempre
            me contengo,
acuso a mis antecesores, juzgo, olvido, asesino,
invito a la extenuación, sólo tengo el veneno de mis
            palabras.
¡Oh, alma mía¡ ¡Cuánta justificación para vivir¡
Un día te cubrirás las aguas, descenderás hasta los
            continentes vivos en otro tiempo;
entonces, alma mía, pájaro ensoberbecido por la tristeza,
alguien más negro que tú, alguien más obscuro e
            insondable -cuya cabeza asoma apenas entre
            las fosos-
anegará tus alas antaño azules, tu respiración
            entrecortada,
arrastrándote, cortando tu largo cuello,
abandonándote entre los dioses del mar, injustos y
            eternablemente estables.

27
Ángel descabellado que me arrastras,
apretando mi sien contra los castaños, torciéndome
            la quijada
en un esfuerzo funeral, ¿qué dios
financia tu obcecación? ¿Hasta qué rincón me persigues?
¿Qué astrología te empuja, viejo semental?
Te has aliado con los escribas, los picapedreros, con
            mujeres de piel de zapallo.
¿Qué buscas, si el agua que cubre el ojo
es una gran pradera sepulcral, donde los antepasados
empujan hacia la eternidad su cabeza colgada?

Tú, fijosdalgo, arriéndame una sepultura,
donde las muelas
terribles del ángel cesen su sino devastador, o         
            envuélveme
en la rutina inmóvil de los olvidados.

Mas la ferretería de sus alas golpea en mi litera de piedra,
su pecho de jabalí gotea sobre el mío, lentamente se
            oxida,
dejando caer flores, cerezas de sangre,
aplastando, ennegreciendo, encogiendo para siempre
            mi alma;
y yo abandono el cuero inútil de la razón,
mugiendo,
sollozando,
hasta la muerte.

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