Extraído del Libro Cabezas de Tormenta, Ensayos sobre lo Ingobernable, Ediciones Acéfalo, Talca, páginas 60-70.
Los destructores de
Maquinas.
En Homenaje a los Luditas.
EL CÓDIGO SANGRIENTO.
Desde muy antiguo la horca ha sido un castigo ignominioso. Si se medita
sobre su familiaridad estructural con la picota comprendemos por qué está
ubicada en el escalón más alto reservado a la denigración de una persona. A
ella sólo accedían los bajos estratos delincuentes o refractarios: a quien no
plegaba las rodillas se le doblaba la cerviz por la fuerza. Algunos
ajusticiados famosos de la época moderna fueron mártires: a Parsons, Spies y a
sus compañeros de patíbulo los recordamos tenuemente cada 1º de Mayo. Pero
pocos recuerdan el nombre de James Towle, quien en 1816 fue el último
“destructor de máquinas” a quien se le quebró la nuca. Cayó por el pozo de la horca
gritando un himno ludita hasta que sus cuerdas vocales se cerraron en un solo
nudo.
Un cortejo fúnebre de tres mil personas entonó el final del himno en su
lugar, a capella. Tres años antes, en catorce cadalsos alineados se habían
balanceado otros tantos acusados de practicar el “ludismo”, apodo de un nuevo
crimen recientemente legislado.
Por aquel tiempo existían decenas de delitos tipificados cuyos autores
entraban al reino de los cielos pasando por el ojo de una soga. Por asesinato,
por adulterio, por robo, por blasfemia, por disidencia política, muchos eran
los actos por lo cuales podía perderse el hilo de la vida. En 1830 a un niño de sólo nueve
años se lo ahorcó por haber robado unas tizas de colores, y así hasta 1870
cuando un decreto humanitario acomodó todos ellos en cuatro categorías. A las
duras leyes que a todos contemplaban se las conoció como The Bloody Code.
Pero el ludismo se constituyó en un insólito delito capital: desde 1812,
maltratar una máquina en Inglaterra costaría el pellejo.
En verdad pocos recuerdan a los luditas, a los “ludds”, título con el que
se reconocían entre ellos. De vez en cuando, estampas de aquella sublevación
popular que se hiciera famosa a causa de la destrucción de máquinas han sido
retomadas por tecnócratas neoliberales o por historiadores progresistas y
exhibidas como muestra ejemplar del absurdo político: “reivindicaciones
reaccionarias”, “etapa artesanal de la conciencia laboralista”, “revuelta
obrera textil empañada por tintes campesinos”. En fin, nada que se acerque a la
verdad.
Unos y otros se han repartido en partes alícuotas la condena del movimiento
ludita, rechazo que en el primer caso es interesada y en el segundo fruto de la
ignorancia y el prejuicio.
La imagen de los luditas transmitida por diestra y siniestra es la de una
tumultuosa horda simiesca de pseudocampesinos iracundos que golpean y aplastan
las flores de hierro donde libaban las abejas del progreso. En suma: el cartel
rutero que señala el linde de la última rebelión medieval. Allá, una paleontología;
aquí un bestiario.
NED LUDD, FANTASMA.
Todo comenzó un 12 de abril de 1811. Durante la noche, trescientos
cincuenta hombres, mujeres y niños arremetieron contra una fábrica de hilados
de Nottinghamshire, destruyendo los grandes telares a golpes de maza y
prendiendo fuego a las instalaciones. Lo que allí ocurrió pronto sería folklore
popular. La fábrica pertenecía a William Cartwright, fabricante de hilados de
mala calidad pero pertrechado de nueva maquinaria. La fábrica, en sí misma, era
por aquellos años un hongo nuevo en el paisaje: lo habitual era el trabajo
cumplido en pequeños talleres. Otros setenta telares fueron destrozados esa
misma noche en otros pueblos de las cercanías. El incendio y el haz de mazas se
desplazó luego hacia los condados vecinos de Derby, Lancashire y York, corazón
de la Inglaterra
de principios del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución Industrial.
El reguero que había partido del pueblo de Arnold se expandió sin control
por el centro de Inglaterra durante dos años, perseguido por un ejército de
diez mil soldados al mando del general Thomas Maitland. ¿Diez mil soldados?
Wellington mandaba sobre bastantes menos cuando inició sus movimientos contra
Napoleón desde Portugal. ¿Más que contra Francia?
Tiene sentido: Francia estaba en el aire de las inmediaciones y de las
intimidaciones; pero no era la
Francia napoleónica el fantasma que recorría la corte
inglesa, sino la asamblearia. Sólo un cuarto de siglo había corrido desde el
Año I de la
Revolución. Diez mil soldados.
El número es índice de lo muy difícil que fue acabar con los luditas. Quizá
porque los miembros del movimiento se confundían con la comunidad. En un doble
sentido: contaban con el apoyo de la población, eran la población.
Maitland y sus soldados buscaron desesperadamente a Ned Ludd, su líder.
Pero no lo encontraron. Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd nunca
existió: fue un nombre propio pergeñado por los pobladores para despistar a
Maitland. Otros líderes que firmaron cartas burlonas, amenazantes o peticiones
se apellidaban “Mr. Pistol”, “Lady Ludd”, “Peter Plush” (felpa), “General
Justice”, “No King”, “King Ludd” y “Joe Firebrand” (el incendiario).
Algún remitente aclaraba que el sello de correos había sido estampado en
los cercanos “Bosques de Sherwood”. Una mitología incipiente se superponía a
otra más antigua. Los hombres de Maitland se vieron obligadosa recurrir a
espías, agentes provocadores e infiltrados, que hasta entonces constituían un
recurso poco esencial de la logística utilizada en casos de guerra exterior.
He aquí una reorganización temprana de la fuerza policial, a la cual ahora
llamamos “inteligencia”.
Si a los acontecimientos que lograron tener en vilo al reino y al
Parlamento se los devoró el incinerador de la historia, es justamente porque el
objetivo de los luditas no era político sino social y moral: no querían el
poder sino poder desviar la dinámica de la industrialización acelerada.
Una ambición imposible. Apenas quedaron testimonios: algunas canciones,
actas de juicios, informes de autoridades militares o de espías, noticias
periodísticas, cien mil libras de pérdidas, una sesión del Parlamento dedicada
a ellos, poco más. Y los hechos: dos años de lucha social violenta, mil cien
máquinas destruidas, un ejército enviado a “pacificar” las regiones sublevadas,
cinco o seis fábricas quemadas, quince luditas muertos, trece confinados en
Australia, otros catorce ahorcados ante las murallas del castillo de York, y
algunos coletazos finales.
¿Por qué sabemos tan poco sobre las intenciones luditas y sobre su
organización?
La propia fantasmagoría de Ned Ludd lo explica: aquella fue una sublevación
sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un
objetivo quimérico: discutir de igual a igual con los nuevos industriales. Pero
ninguna sublevación “espontánea”, ninguna huelga “salvaje”, ningún “estallido”
de violencia popular salta de un repollo. Lleva años de incubación,
generaciones transmitiéndose una herencia de maltrato, poblaciones enteras
macerando saberes de resistencia: a veces, siglos enteros se vierten en un solo
día.
La espoleta, generalmente, la saca el adversario. Hacia 1810, el alza de
precios, la pérdida de mercados a causa de la guerra y un complot de los nuevos
industriales y de los distribuidores de productos textiles de Londres para que
éstos no compraran mercadería a los talleres de las pequeñas aldeas textiles
encendió la mecha. Por otra parte, las reuniones políticas y la libertad de
letra impresa habían sido prohibidas con la excusa de la guerra contra
Napoleón, y la ley prohibía emigrar a los tejedores, aunque se estuvieran
muriendo de hambre: Inglaterra no debía entregar su expertise al mundo.
Los luditas inventaron una logística de urgencia. Ella abarcaba un sistema
de delegados y de correos humanos que recorrían los cuatro condados, juramentos
secretos de lealtad, técnicas de camuflaje, centinelas, organizadores de robo
de armas en el campamento enemigo, pintadas en las paredes. Y además
descollaron en el viejo arte de componer canciones de guerra, a las cuales llamaban
himnos.
En uno de los pocos que han sido recopilados puede aún escucharse:
“Ella tiene un brazo
Y aunque sólo tiene uno
Hay magia en ese brazo único
Que crucifica a millones
Destruyamos al Rey Vapor, el Salvaje
Moloch”
y en
otra:
“Noche tras noche, cuando todo está quieto
Y la luna ya ha cruzado la colina
Marchamos a hacer nuestra voluntad
¡Con hacha, pica y fusil!”
Las mazas que utilizaban los luditas provenían de la fábrica Enoch. Por eso
cantaban:
“La Gran Enoch irá al frente.
Deténgala quien se atreva,
Deténgala quien pueda
Adelante los hombres gallardos ¡Con hacha,
pica y fusil!”
La imagen de la maza trascenderá la breve epopeya ludita. En la iconología
anarquista de principios de siglo, Hércules sindicalizados suelen estar a punto
de aplastar con una gran maza, no ya máquinas, sino al sistema fabril entero.
Todos estos blues de la técnica no deben hacer perder de vista que las
autoridades no sólo querían aplastar la sublevación popular, también buscaban
impedir la organización de sectas obreras, en una época en la cual solamente
los industriales estaban unidos. Carbonarios, conjurados, la Mano Negra de Cádiz,
sindicalistas revolucionarios: en el siglo pasado la horca fue la horma para
muchas intentonas sediciosas.
“FAIR PLAY”.
Ya nadie recuerda lo que significaron en otro tiempo las palabras “precio
justo” o “renta decorosa”. Entonces, como ahora, una estrategia de recambio y
aceleración tecnológicos y de realineamiento forzado de las poblaciones
retorcía los paisajes. Roma se construyó en siete siglos, Manchester y
Liverpool en sólo veinte años. Más adelante, en Asia y África se implantarían
enclaves en dos semanas. Nadie estaba preparado para un cambio de escala
semejante.
La mano invisible del mercado es tactilidad distinta del trato pactado en
mercados visibles y a la mano.
El ingreso inconsulto de nueva maquinaria, la evicción semiobligada de las
aldeas y su concentración en nuevas ciudades fabriles, la extensión del
principio del lucro indiscriminado y el violento descentramiento de las
costumbres fueron caldo de cultivo de la rebelión. Pero el lugar común no
existió: los luditas no renegaban de toda la tecnología, sino de aquella que
representaba un daño moral al común; y su violencia estuvo dirigida no contra
las máquinas en sí mismas (obvio: no rompían sus propias y bastante complejas
maquinarias) sino contra los símbolos de la nueva economía política triunfante
(concentración en fábricas urbanas, maquinaria imposible de adquirir y
administrar por las comunidades). Y de todos modos, ni siquiera inventaron la
técnica que los hizo famosos: destruir máquinas y atacar la casa del patrón
eran tácticas habituales para forzar un aumento de salarios desde hacía cien
años al menos.
Muy pronto se sabrá que los nuevos engranajes podían ser aferrados por trabajadores
cuyas manos eran inexpertas y sus bolsillos estaban vacíos.
La violencia fue contra las máquinas, pero la sangre corrió primero por
cuenta de los fabricantes. En verdad, lo que alarmó de la actividad ludita fue
la nueva modalidad simbólica de la violencia. De modo que una consecuencia
inevitable de la rebelión fue un mayor ensamblaje entre grandes industriales y
administración estatal: es un pacto que ya no se quebrantará.
Los luditas aún nos hacen preguntas: ¿hay límites? ¿Es posible oponerse a la
introducción de maquinaria o de procesos laborales cuando éstos son dañinos
para la comunidad?
¿Importan las consecuencias sociales de la violencia técnica? ¿Existe un
espacio de audición para las opiniones comunitarias? ¿Se pueden discutir las
nuevas tecnologías de la “globalización” sobre supuestos morales y no solamente
sobre consideraciones estadísticas y planificadoras? ¿La novedad y la velocidad
operacional son valores?
A nadie escapará la actualidad de los temas.
Están entre nosotros. Los luditas percibieron agudamente el inicio de la
era de la técnica, por eso plantearon el “tema de la maquinaria”, que es menos
una cuestión técnica que política y moral. Entonces, los fabricantes y los
squires terratenientes acusaban a los luditas del crimen de jacobinismo; hoy
los tecnócratas acusan a los críticos del sistema fabril de nostálgicos.
Pero los Ludds sabían que no se estaban enfrentando solamente a codiciosos
fabricantes de tejidos sino a la violencia técnica de la fábrica.
Futuro anterior: pensaron la modernidad tecnológica por adelantado.
EPÍLOGOS.
El 27 de febrero de 1812 fue un día memorable para la historia del
capitalismo, pero también para la crónica de las batallas perdidas. Los pobres
violentos son tema parlamentario: habitualmente el temario los contempla
únicamente cuando se refrendan y limitan conquistas ya conseguidas de hecho, o
cuando se liman algunas aristas excesivas de duros paquetes presupuestarios,
pero aún más rutinariamente cuando se debaten medidas ejemplares.
Ese día lord Byron ingresa al Parlamento por primera y última vez. Desde
Guy Fawkes, quien se empeñó en volarlo por los aires en el año 1605, nadie se
había atrevido a ingresar en la
Cámara de los Lores con la intención de contradecirlos.
Durante la sesión, presidida por el primer ministro Perceval, se discute la
pertinencia del agregado de un inciso faltante de la pena capital, a la cual se
conocerá como Framebreaking Bill: la pena de muerte por romper una máquina.
Es Lord vs. Ludds: cien contra uno.
Por aquel entonces Byron trabajaba intensamente en su poema Childe Harold,
pero se hizo de un tiempo para visitar las zonas sediciosas a fin de tener una
idea propia de la situación. Ya el proyecto de ley había sido aprobado en la Cámara de los Comunes. El
futuro primer ministro William Lamb (Guillermo Cordero) votó a favor no sin
aconsejar al resto de sus pares hacer lo mismo pues “el miedo a la muerte tiene
una influencia poderosa sobre la mente humana”.
Lord Byron intenta una defensa admirable pero inútil. En un pasaje de su
discurso, al tiempo que trata a los soldados como un ejército de ocupación,
expone el rechazo que habían provocado entre la población:
¡Marchas y contramarchas! ¡De Nottingham a Bulwell, de Bulwell a Banford,
de Banford a Mansfield! Y cuando al fin los destacamentos llegaban a destino,
con todo el orgullo, la pompa y la circunstancia propia de una guerra gloriosa,
lo hacían a tiempo sólo para ser espectadores de lo que había sido hecho, para
dar fe de la fuga de los responsables, para recoger fragmentos de máquinas
rotas y para volver a sus campamentos ante la mofa hecha por las viejas y el
abucheo de los niños.
Y agrega una súplica: “¿Es que no hay ya suficiente sangre en vuestro
código legal de modo que sea preciso derramar aún más para que ascienda al
cielo y testifique contra ustedes? ¿Y cómo se hará cumplir esta ley? ¿Se
colocará una horca en cada pueblo y de cada hombre se hará un espantapájaros?”.
Pero nadie lo apoya. Byron se decide a publicar en un periódico un
peligroso poema en cuyos últimos versos se leía:
Algunos vecinos pensaron, sin duda, que
era chocante,
Cuando el hambre clama y la pobreza gime,
Que la vida sea valuada menos aún que una
mercancía
Y la rotura de un armazón conduzca a
quebrar los huesos
Si así demostrara ser, espero, por esa
señal
(Y quien rehusaría participar de esta
esperanza)
Que los esqueletos de los tontos sean los
primeros en ser rotos
Quienes, cuando se les pregunta por un
remedio, recomiendan una soga.
Quizás lord Byron sintió simpatía por los luditas o quizá -dandy al fin y al
cabo- detestaba la codicia de los comerciantes, pero seguramente no llegó a
darse cuenta de que la nueva ley representaba, en verdad, el parto simbólico
del capitalismo. El resto de su vida Byron vivirá en el Continente. Un poco
antes de abandonar Inglaterra publica un verso ocasional en cuyo colofón se
leía “Down with all the kings but King Ludd” (“Abajo con todos los reyes, menos
con Rey Ludd”).
En enero de 1813 se cuelga a George Mellor, uno de los pocos capitanes
luditas que fueron agarrados, y unos pocos meses después es el turno de otros
catorce que habían atacado la propiedad de Joseph Ratcliffe, un poderoso
industrial. No había antecedentes en Inglaterra de que tantos hubieran sido
hospedados por la horca en un solo día. También este número es un índice. El
gobierno había ofrecido recompensas suculentas en sus pueblos de origen a
cambio de información incriminatoria, pero todos los aldeanos que se
presentaron por la retribución dieron información falsa y usaron el dinero para
pagar la defensa de los acusados.
No obstante, la posibilidad de un juicio justo estaba fuera de cuestión, a
pesar de las endebles pruebas en su contra. Los catorce ajusticiados frente a
los muros de York se encaminaron hacia su hora suprema entonando un himno
religioso, Behold the Saviour of Mankind.
La mayoría eran metodistas. En cuanto la rebelión se extendió por los
cuatro costados de la región textil también se complicó el mosaico de
implicados: demócratas seguidores de Tom Paine (llamados “painistas”),
religiosos radicales, algunos de los cuales heredaban el espíritu de las sectas
exaltadas del siglo anterior -levellers, ranters, southscottians-, incipientes
organizadores de Trade Unions (entre los luditas apresados no sólo había
tejedores sino todo tipo de oficios), emigrantes irlandeses jacobinos. Siempre
ocurre: el internacionalismo es viejo.
Todos los días las ciudades dan de baja a miles y miles de nombres, todos
los días se descoyuntan en la memoria las sílabas de incontables apellidos del
pasado humano. Sus historias son sacrificadas en oscuros cenotes. Ned Ludd,
Lord Byron, Cartwright, Perceval, Mellor, Maitland, Ogden, Hoyle, ningún nombre
debe perderse.
El general Maitland fue bien recompensado por sus servicios: se le concedió
el título nobiliario de baronet y fue nombrado gobernador de Malta y después
comandante en jefe del Mar Mediterráneo y después Alto Comisionado para las
Islas Jónicas. Antes de irse del todo, aún tuvo tiempo de aplastar una
revolución en Cefalonia.
Perceval, el primer ministro, fue asesinado por un alienado incluso antes
de que colgaran al último ludita. William Cartwright continuó con su lucrativa
industria y prosperó, y el modelo fabril hizo metástasis. Uno de sus hijos se
suicidó nada menos que en el medio del Palacio de Cristal durante la Exposición Mundial
de productos industriales de 1851, pero el tronar de la sala de máquinas en
movimiento amortiguó el ruido del disparo.
Cuando algunos años después de los acontecimientos murió un espía local -un
judas- que se había quedado en las inmediaciones, su tumba fue profanada y el
cuerpo exhumado vendido a estudiantes de medicina.
Algunos luditas fueron vistos veinte años más tarde cuando se fundaron en
Londres las primeras organizaciones de la clase obrera. Otros que habían sido
confinados en tierras raras dejaron alguna huella en Australia y la Polinesia. Itinerarios
semejantes pueden ser rastreados después de la Comuna de París y de la Revolución Española
de 1936. Pero la mayoría de los pobladores de aquellos cuatro condados parecen
haber hecho un pacto de anonimato, refrendación de aquella omertá anterior
llamada “Ned Ludd”: en los valles nadie volvió a hablar de su participación en
la rebelión. La lección había sido dura y la ley de la tecnología lo era más
aún. Quizá de vez en cuando, en alguna taberna, alguna palabra, alguna canción;
hilachas que nadie registró. Fueron un aborto de la historia. Nadie aprecia ese
tipo de despojos.
VOCES.
¿Por qué demorarse en la historia de Ned Ludd y de los destructores de
máquinas? Sus actos furiosos sobreviven tenuemente en brevísimas notas al pie
de página del gran libro autobiográfico de la humanidad y la consistencia de su
historia es anónima, muy frágil y casi absurda, lo que a veces promueve la
curiosidad pero las más de las veces el desinterés por lo que no amerita
dinastía.
No es éste un siglo para detenerse: el burgués del siglo XIX podía darse el
lujo de recrearse lentamente con un folletín, pero las audiencias de este siglo
apenas disponen de un par de horas para hojear la programación televisiva. Vivimos
en la época de la taquicardia, como sarcásticamente la definió Ezequiel
Martínez Estrada.
Remontar el curso de la historia a contracorriente a fin de reposar en el
ojo de sus huracanes es tarea que sólo un Orfeo puede arrostrar. Él se abrió
paso al mundo de los muertos con melodías que destrabaron cerrojos perfectos.
Nosotros solamente podemos guiarnos por los fogonazos espectrales que estallan
en viejos libros: soplos agónicos entre harapos lingüísticos. Cualquier otro
rastro ya se ha disuelto en los elementos.
Pero si los elementos fueran capaces de articular un lenguaje, entonces
podrían devolvernos la memoria guardada de todo aquello que ha circulado por su
“cuerpo” (por ejemplo, todos los remos que hendieron al agua en todos los
tiempos, o todas las herraduras que pisaron la tierra, y así).
A su turno, el aire devolvería la totalidad de las voces que han sido
lanzadas por las bocas de todos los humanos que han existido desde el comienzo
de los tiempos.
En verdad, millones son las palabras dichas en cada minuto. Pero ninguna se
habría perdido, ni siquiera las de los mudos. Todas ellas habrían quedado
registradas en la transparencia atmosférica, cuya relación con la audibilidad
humana aún está por investigarse: sería algo así como cuando los dedos de los
niños garabatean raudos graffittis o nerviosos corazones en vidrios empañados
por el propio aliento.
Si se pudiera traducir ese archivo oral a nuestro lenguaje, entonces todas
las cosas dichas volverían en un solo instante componiendo la voz de una runa mayor
o la memoria total de la historia. En el viento se han sembrado voces que son
conducidas de época en época; y cualquier oído puede cosechar lo que en otros
tiempos fue tempestad. El viento es tan buen conductorde las memorias porque lo
dicho fue tan necesario como involuntario, o bien porque a veces nos sentimos
más cerca de los muertos que de los vivos. De tantas cosas dichas, yo no puedo
ni quiero dejar de escuchar lo que Ben, un viejo ludita, les dijo a unos
historiadores locales del condado de Derby cincuenta años después de los
sucesos:
“Me amarga tanto que los vecinos de hoy en día malinterpreten las cosas que
hicimos nosotros, los luditas”.
¿Pero cómo podía alguien, entonces, en plena euforia por el progreso,
prestar oídos a las verdades luditas? No había, y no hay aún, audición posible
para las profecías de los derrotados.
La queja de Ben constituyó la última palabra del movimiento ludita, a su
vez eco apagado del quejido de quienes fueron ahorcados en 1813. Y quizá yo
haya escrito todo esto con el único fin de escuchar mejor a Ben.
Me aferro y tiro de su hilillo de voz como lo haría cualquier semejante que
recorriera este laberinto.
Todo el libro es poderosísimo!! pero este cap. en particular, también me gusto mucho.
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