I
Desde un mundo de carbón vegetal, me
levanto,
como empujada ola, compañero.
Me vibran las acústicas marinas
y enhebro el silencio de la greda,
y escupo a la muerte por encima del
hombro.
Pero nada es igual dentro del agua
sino el agua y el pez dentro del agua.
Si a cada día, si a cada espacio vengo,
por la noche mis manos enloquecen,
y el vértigo fustiga la horadada
simiente.
No sólo el ritmo es propensión al canto,
pues entonces la muerte
no podría tener un significado de
vocales.
El paso se acostumbra al silencio
como el agua a los muelles,
y voy cantando risas a olvidadas aceras
con detalles ambicionados por la nieve.
¿A qué viene entonces el deseo de
sentirse viva?
-Así es una niña azul en su traje de
verano-.
Yo tengo una cabellera de yodo
y en cada ojo un barco con forma de
mirada,
y asida a un mástil sin cuidado fumo
mi cachimba de hierbas suburbanas,
y en un sonoro vientre mi corazón apoyo
y a oscuro corazón mi corazón allego.
Soledad, me acostumbro a diversas
costumbres.
Eternamente verde, muerta en el alga
verde,
y el sudor de los vinos agotados, me
ciñe
y abandono deseos vertebrales.
En corporales nieblas,
me desvisto de sal y resinas oscuras
y asisto al panorama de besos y crujidos
y a latitudes verdes me incorporo.
Amigo, ya lo sé.
Dejaré al tiempo saber su estación
olorosa.
El habitante de mi sangre no está
conmigo ahora.
Iba con su hombro izquierdo en dirección
al norte
y la piel erizada y oculta prometida a
la pampa roja.
Ay astro mal herido por el día,
desde tu corazón te he suicidado
ayudada por tu propia luz.
El habitante de los cristales no está
conmigo ahora.
A qué venir entonces a medir el espacio
con el hueco de los ojos.
El habitante de mi sangre no está
conmigo ahora.
Desde donde la luz inicia la distancia,
desde los puros astros montañeses,
oigo tu voz de aletargado vino,
tu esencial continencia de agua dura.
Y no soy yo en el fuego devorando
crisoles
y no estoy en la fécula de sabor
prohibido
ni en la silenciosa multitud.
Y así, entre advenedizos y distantes,
desastillando la mano del leñador junto
a su único árbol derribado.
El habitante de mi sangre no está
conmigo ahora.
Su misteriosa voz de océano,
su labranza de anillos,
su escondida raíz,
su pétrea contextura,
su esmerilada boca de diamante
agoniza en la tierra su secreto;
en ahogados espasmos de vertientes
inéditas
-claras constelaciones subterráneas-
siderales ramajes suspendidos en el
viento del sur.
Ay compañero;
tu rasgada piel de animal quebradizo,
ay, hombre, muriendo e inconcluso,
hombre de intentos pétreos,
de prohibidas féculas candeales.
¿De qué espiral renacerá tu canto,
de qué aullido infantil se hará tu
corazón?
Qué importa tu experiencia de abdomen
envejecido y virginal,
qué tus huesos florecidos,
qué tu angustia de cineraria seminal.
Yo me levanto
sobre tu semblante de alga seca
y avizoro olas escasas de pelaje marino,
y a verticales sombras verticales me uno
como a su sombra, un ahorcado suspendido
de noche.
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