Miguel Sanz Romero
Las estadísticas
indican que varias decenas de personas se habrán suicidado en el tiempo en que
mis lectores concluyan este artículo (sin superposición entre los dos grupos).
Por día se suicidan unas mil personas y se estima que diez veces más lo intentan.
Cuando la explicación de este fenómeno se aborda desde la sociología o la
psicología, en general se impone el análisis suicidológico con su intención de
prevenir y evitar el suicidio. La filosofía no: por su naturaleza está exenta
del propósito que guía a sus pares; cuando la filosofía explora el suicidio no
sólo se abstiene de «reafirmar la vida» sino que suele abatirse en una apología
de la autodestrucción.
Uno de los
apólogos más vehementes fue Émile Michel Cioran (1911-1995), cuyo décimo
aniversario este mes es propicio para rastrear sus lóbregos maestros y fuentes
de inspiración.
Empecemos por
sociología y psicología. Dos notables judíos han construido, en base del
suicidio, sendas escuelas de pensamiento: Émile Durkheim y Viktor Frankl. El
primero, frecuentemente considerado el padre de la sociología como ciencia, en
su tratado El suicidio (1897) explicó el fenómeno como el resultado de la falta
de integración del individuo en la sociedad.
A partir de
categorizar a los distintos estratos sociales en base del grado de asiduidad
con el que practican el suicidio, primero encontró la correlación entre éste y
otro tipo de conductas, y luego se ocupó de los fundamentos de la estabilidad
social, que incluyen los valores comunes de una sociedad como la moralidad y la
religión. Durkheim, que nació en el seno de una familia de linaje rabínico,
entendía a la religión como expresión de la conciencia colectiva que mantenía
al orden social. Un quiebre de dichos valores llevaba en su visión a la pérdida
de estabilidad social y a sentimientos individuales de ansiedad e
insatisfacción.
En cuanto a
Viktor Frankl (1905-1997), éste creó la tercera de las llamadas «escuelas
vienesas de psicoterapia», la logoterapia, en base de su reclusión en Auschwitz
durante los tres últimos años de la Segunda Guerra. Procuró allí identificar
qué fuerza mantenía el deseo de vivir en las víctimas de los campos de la
muerte. Su libro El hombre en busca de sentido (1962) fue traducido a más de
veinte idiomas y elaboró la pregunta clave que da inicio a su terapia: «en una
situación tan desdichada, ¿por qué no se suicida usted?».
Hubo otro judío
notable, coetáneo de Durkheim, quien expusiera una idea similar a la que
ulteriormente inspiró a Frankl y su escuela de «análisis existencial». Se trata
de Teodoro Herzl, padre del sionismo político moderno, de quien su principal
biógrafo sostiene que un par de artículos sintetizan su filosofía: El Hotel a
la anilina y Solón en Lidia. El último constituye una apología del trabajo; el
primero (1896) es una memoria de la génesis de su ideal sionista en la que se
arguye contra el suicidio: «Huir de la vida no es recurso. La desesperación es
un precioso material con el que pueden elaborarse los mejores productos, tales
como el autorrenunciamiento, la purificación del carácter y la disposición al
sacrificio... Cuando vuelvo la mirada al pasado, se me ocurre que todos los
hombres grandes y famosos de la historia se hallaron en tal o cual momento de
su vida al borde del abismo, pero se retiraron de él de tal manera que su
desesperación fruteciera».
Hay cuatro
judíos adicionales que sobrevivieron al Holocausto, y cuyas desoladoras
experiencias los acompañaron durante toda la vida. Supieron sublimarlas en
creatividad, pero terminaron sucumbiendo al suicidio. Son ellos el ensayista
Primo Levi (1917-1987), el novelista Jerzy Kosinski (1933-1991), el psicólogo
Bruno Bettelheim (1903-1990), y el filósofo Jean Améry (1912-1978).
El mentado libro
de Víctor Frankl se divide en tres partes, que reflejan las fases por las que
pasaban los prisioneros (la adaptación al campo, la concentración en la
supervivencia, y la liberación). La última fase conlleva una gran decepción,
porque la libertad tan ansiada no llega a ser satisfactoria, debido entre otros
motivos a la falta de comprensión y empatía que recibe el liberado por parte de
quienes no habían sufrido el infierno en los campos.
Así surge del
final de la primera novela de Imre Kerstész, Sin destino (1975): a pesar del
martirio sin parangón de los sobrevivientes de los campos, solían recibir de
sus interlocutores un tibio «nosotros también sufrimos».
Compañero de
Kertesz y de Frankl en Auschwitz, Jean Améry no consiguió extraer de la
supervivencia ninguna conclusión, salvo la sinrazón de la vida. Elocuentemente
en su lápida se ha grabado el lacónico número con el que los nazis suplantaron
su identidad. La única novela de Améry, Lefeu o La Demolición (1974) es una
metáfora de la resistencia a aceptar la vida como si el horror no hubiera
existido; su ensayo Levantar la mano sobre uno mismo (1976) es una apología
filosófica del suicidio, escrita dos años antes de que Améry en efecto se
envenenara. Este es el eje de nuestro artículo.
El Bilanz-Selbsmord.
Suicidios hay
muchos, en su mayoría consecuencia de la impulsividad o la depresión. Otros
tienen como objeto llamar la atención sobre una determinada causa, como el
feminismo (Emily Davison en 1913), el trotskismo (Adolf A. Joffe en 1927) o el
antinazismo (Petra Kelly y su compañero Gert Bastian en 1992).
Pocos suicidios
empero resultan de un plan premeditado que responde a una ideología adversa a
existir. El psicólogo James Hillman lo explica en El suicidio y el alma (1964)
al concebir el impulso de muerte no como un movimiento contrario, sino como una
demanda de encuentro con una realidad absoluta, una exigencia de una vida más
plena a través de la experiencia de la muerte. (Hillman fundó la llamada
«psicología arquetípica», según la cual principio rector de la vida diaria es
el poder).
El psiquiatra
alemán Alfred Hoche acuñó en 1919 el término para definir esta categoría:
Bilanz-Selbsmord, suicidio equilibrado.
Tiene raíces
tanto en la antigua Grecia como en las religiones orientales. En la primera,
fueron portavoces el fundador de la escuela cínica Antístenes y el del
estoicismo, Zenón de Citio, quien inclinó la balanza cuando tropezó y se rompió
un dedo: para qué uno debe seguir viviendo con alguna molestia, por más pequeña
y pasajera que sea, cuando la vida y muerte son indistintas para el hombre
inteligente. Heguesías el cirenaico fue apodado «abogado de la muerte» por
predicar el suicidio ante audiencias que terminaban por cometerlo, hasta que el
rey Ptolomeo lo prohibió para restablecer el orden.
En varios
clásicos asoma una defensa del suicidio, como el Fedón de Platón, el
Enquiridión de Epícteto y poemas de Lucrecio.
Entre las
orientales, la religión jainista –que rechaza todo afecto– promueve el suicidio
ascético por hambre, practicado por «arhats» o seres espirituales perfectos
como Vakkali o Godbika. Los saivas tenían un templo en Vindhyavasini, en donde
frente a la imagen de Bhavani, la forma de la plegaria era cortarse la garganta
hasta morir. Los pandavas en el Himalaya usaban el método de peregrinar sin
pausa hasta morir exhaustos.
En la
modernidad, un tratado pionero es el Biathanatos (1630), obra póstuma de John
Donne de la que Hugh Fausset ha sugerido que el autor de esas doscientas
páginas planeaba coronarlas con su suicidio. Así lo explica Jorge Luis Borges,
para quien el motivo oculto del Biathanatos fue indicar que Jesús se suicidó.
El suicidio fue
para Albert Camus (1913-1960) el único problema filosófico verdaderamente
serio. El primer ensayo de El mito de Sísifo, titulado Lo absurdo y el suicidio
abre con el caso de Peregrinus Proteus que, según el relato de Luciano, en el
año 165 se inmoló en los juegos olímpicos de Atenas.
Para Camus, el
hombre llama al mundo para darle sentido, pero su llamada choca contra un
sentimiento irracional que tienta al suicidio: «Juzgar si la vida vale la pena
ser vivida o no, es responder la principal pregunta de la filosofía... Si uno
no se mata, debe permanecer silencioso frente a la vida».
Borges publicó
en el diario La Nación de Buenos Aires (27-3-83) un relato titulado Agosto 25,
1983, en que vaticina su suicidio para esa fecha exacta, y del que declaró no
haberlo cumplido «Por cobardía».
Sí cumplió el
pintor Maurycy Gottlieb, quien se suicidó a los 23 años en 1879 dejando un
cuadro que incluye la dedicatoria «en recuerdo del honrado maestro Maurycy
Gottlieb, de bendita memoria, 1878».
Cuando en 1988
el filósofo francés Giles Deleuze preparó una serie televisiva de seis horas,
puso como condición que se emitiera después de su muerte –se suicidó el
4-11-95– y Foucault lo consideró «la única mente filosófica de Francia».
La lógica del
sentido de Deleuze invita en una treintena de «paradojas arbitrarias» a
«acribillar la razón... regresar a una prerracional... seguir la ley de no
obedecer la ley». Para Deleuze la historia es «una aventura de la Esquize», y
sólo «la perversidad y la locura conscientes muestran a los sistemas
filosóficos como juegos de superficies y profundidades». Enemigo de toda
aspiración a la profundidad, Deleuze destaca la primacía de la superficie y el
dominio de lo oral por sobre lo escrito. Veía en su filosofía fragmentaria un
arma para destruir la filosofía, la cultura y el psicoanálisis.
Pero por sobre
todos los mentados hay tres singulares filósofos del siglo XIX que, antes de
consumarlo, hicieron del suicidio el foco de su obra: Philip Mainländer
(1841-1876), Carlo Michelstaedter (1887-1910) y Otto Weininger (1880-1903). Los
dos últimos eran de origen judío y se suicidaron a los 23 años de edad.
Weininger, misógino y judeófobo a ultranza, se habría eliminado precisamente
para desembarazarse de su prosapia judía.
El máximo contemporáneo, y el gran inspirador.
Philipp Mainländer
(seudónimo de Philipp Batz, a quien Borges rescató del olvido) escribió La
filosofía de la Redención, publicada el 1 de agosto de 1876, un día antes de
que el autor se pegara un tiro. Según este tratado la verdadera liberación
radica en el suicidio. La conciencia advierte, a través de los tráfagos de la
vida, que la no existencia es mejor que la existencia, y este conocimiento, que
lleva a que el hombre se niegue a perpetuarse y tienda a autoaniquilarse,
consuma finalmente el gran ciclo de la redención del ser: todos somos
fragmentos de un Dios, que en el Big Bang del principio de los tiempos, se
destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos
fragmentos y la destrucción del mundo tendría como objetivo resucitar a Dios.
Carlo
Michelstaedter elaboró un pensamiento filosófico poético en Dialogo della
Salute (1912), según el cual la vida aspira siempre a algo distinto de sí, y al
no conseguirlo, experimenta una raigal desilusión, que es a su vez fuente de
impulsos que trascienden la propia existencia hacia un absoluto.
La
irracionalidad del vivir y la desilusión del fracaso dan origen a creaciones, a
racionalizar ilusiones que eventualmente llegan a tener una existencia y valor
propios. En cierta medida, Michelstaedter anticipó ideas de Heidegger y del
existencialismo, así como el «sentimiento trágico de la vida» de Unamuno.
Al tercero de
los anunciados, Otto Weininger, Francisco Romero lo ha llamado «uno de los más
extraños casos de la filosofía contemporánea». Weininger pasó de estudios
literarios y filológicos a las matemáticas y ciencias naturales.
Empiriocriticista, se sumó a un grupo que estudiaba la Crítica de la
Experiencia Pura (1890) de Richard Avenarius. Dominó el francés, inglés,
italiano; supo español y noruego. Su obra Sexo y Carácter (1903) tuvo ya para
1923 una vigésimoquinta edición de 600 páginas (130 de ellas son notas y
complementos) y había sido traducida a seis idiomas. Escribieron sus biografías
Emil Lucka (1905) y Georg Klaren (1924). El israelí Yehoshua Sobol comenzó su
carrera de dramaturgo en 1983 con una teatralización de la última noche de
Weininger, quien murió apenas a los veintitrés años.
El gran
sintetizador de la tanatofilia en la segunda mitad del siglo pasado fue Émile
Michel Cioran (1911-1995), filósofo francés nacido en Rumania, para quien el
ser humano es incapaz de crear ideas libres, y la bondad y la verdad son
cabalmente imposibles. Obras suyas son Breviario de podredumbre (1949), La
tentación de existir (1956), Del inconveniente de haber nacido (1973), y
Desgarradura (1979). Para Cioran «una de
las mayores ilusiones es olvidar que la vida se halla cautiva de la muerte...
Siendo la muerte inmanente a la vida, ¿por qué la conciencia de la muerte hace
imposible el hecho de vivir? La existencia del hombre normal no es turbada por
ella... porque para esa clase de seres humanos normales sólo existe la agonía
última, y no la agonía duradera, inseparable de las primicias de lo vital.
Profundamente, cada paso en la vida es un paso en la muerte, y el recuerdo una
evocación de la nada. Desprovisto de sentido metafísico, el hombre ordinario no
es consciente de la entrada progresiva en la muerte... Cuando la conciencia se
ha desapegado de la vida, la revelación de la muerte es tan intensa que
destruye toda ingenuidad, todo arrebato de alegría y toda voluptuosidad
natural. Hay una perversión, una degradación inigualada en la conciencia de la
muerte. La cándida poesía de la vida y sus encantos parecen entonces vacíos de
todo contenido, al igual que las tesis finalistas y las ilusiones teológicas.
Quienes pretenden que el miedo a la muerte no tiene ninguna justificación
profunda en la medida en que la muerte no puede coexistir con el yo (dado que
éste desaparece al mismo tiempo que el individuo) olvidan el extraño fenómeno
que es la agonía progresiva...
Toda tentativa
de considerar los problemas existenciales desde el punto de vista lógico está
condenada al fracaso. Los filósofos son demasiado orgullosos para confesar su
miedo a la muerte... Estar persuadido de no poder escapar a un destino amargo,
hallarse sometido a la fatalidad, tener la certeza de que el tiempo se ensañará
siempre en actualizar el trágico proceso de la destrucción, son expresiones de
lo Implacable. ¿No constituiría la nada en ese caso la salvación? Pero ¿qué
salvación puede haber en el vacío? Siendo casi imposible en la existencia ¿cómo
podría realizarse la salvación fuera de ella? Y puesto que no hay salvación ni
en la existencia ni en la nada, ¡que revienten entonces este mundo y sus leyes
eternas!»
La extremación
del nihilismo que hemos intentado desgranar tiene un gran inspirador: Arthur
Schopenhauer (1788-1860) quien convirtió «la cosa en sí» kantiana en una
voluntad ciega, radicalmente opuesta a la inteligencia. Todo está animado por
el esfuerzo universal de la Voluntad, que el intelecto transforma en un mundo
de ideas y conceptos. El hombre se debate a un conjuro de ciegos impulsos y
está destinado a luchar sin jamás hallar satisfacción legítima, ya que la vida,
para Schopenhauer, alterna entre dos estados: la frustración y el tedio. La satisfacción
es siempre negativa -la liberación del dolor-.
Según
Schopenhauer, la filosofía debe liberar al hombre de la servidumbre de la
voluntad, su última meta consiste en la completa extinción de la misma. Y la
única razón válida que podría esgrimirse contra el suicidio es que reemplaza un
mundo miserable por otro aparente.
Su pesimismo fue
el más radical y el que más influyó en artistas y filósofos como los referidos,
quienes a lo largo de los siglos XIX y XX fueron ganados por la desilusión del
progreso y sólo vieron el aspecto sombrío de la existencia.
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