De aquella época
de mi vida, ningún recuerdo se destaca tan nítidamente en mi memoria y con
tantos relieves como el de aquel hombre que encontré en mis correrías por el
mundo, mientras hacía mi aprendizaje de hombre.
Hace ya muchos
años. Al terminar febrero, había vuelto del campo donde trabajaba en la cosecha
de la uva. Vivía en Mendoza. Como mis recursos dependían de mi trabajo y éste
me faltaba, me dediqué a buscarlo. Con un chileno que volvía conmigo,
recorrimos las obras en construcción, ofreciéndonos como peones. Pero nos
rechazaban en todas partes. Por fin alguien nos dio la noticia de que un inglés
andaba contratando gente para llevarla a Las Cuevas, en donde estaban
levantando unos túneles. Fuimos. Mi compañero fue aceptado en seguida. Yo, en
ese entonces, era un muchacho de diecisiete años, alto, esmirriado, y con
aspecto de débil, lo cual no agradó mucho al inglés. Me miró de arriba abajo y
me preguntó:
-¿Usted es bueno
para trabajar?
-Sí –le
respondí-. Soy chileno.
-¿Chileno? Aceptado.
El chileno
tiene, especialmente entre la gente de trabajo, fama de trabajador sufrido y
esforzado y yo usaba esta nacionalidad en esos casos. Además mi continuo trato
con ellos y mi descendencia de esa raza me daban el tono de voz y las maneras de
tal.
Así fue cómo una
mañana, embarcados en un vagón de tren de carga, hacinados como animales,
partimos de Mendoza en dirección a la cordillera. Éramos, entre todos, como
unos treinta hombres, si es que yo podía considerarme como tal, lo cual no
dejaba de ser una pretensión.
Había varios
andaluces, muy parlanchines; unos cuantos austríacos, muy silenciosos; dos
venecianos, con hermosos ojos azules y barbas rubias; unos pocos argentinos y
varios chilenos.
Entre estos
últimos estaba Laguna. Era un hombre delgado, con las piernas brevemente
arqueadas, el cuerpo un poco inclinado, bigote lacio de color que pretendía ser
rubio, pero que se conformaba modestamente con ser castaño. Su cara recordaba
inmediatamente a un roedor: el ratón.
Le ofrecí
cigarrillos y esto me predispuso a su favor. Me preguntó mi edad y al decírsela
movió la cabeza y suspiró:
-¿Diecisiete
años? Un montoncito así de vida.
Y señalaba con
el pulgar y el índice una porción pequeña e imaginable de lo que él llamaba
vida.
Usaba alpargatas
y sus gruesas medias blancas subían hacia arriba aprisionando la parte baja del
pantalón. Una gorra y un traje claro, muy delgado, completaban su vestimenta
que, como se ve, no podía ser confundida con la de ningún elegante. A la hora
del almuerzo compartí con él mi pequeña provisión y esto acabó de atraerlo
hacia mí. Más decidor ya, por efecto de la comida, me contó algo de su vida;
una vida extraña y maravillosa, llena de vicisitudes y de pequeñas desgracias
que se sucedían sin interrupción. Hablando con él, observé esta rara manía o
costumbre: Laguna no tenía nunca quietas sus piernas. Las movía constantemente.
Ya jugaba con los pies cambiando de sitio o posición una maderita o un trocito
de papel que hubiera en el suelo; ya las movía como marcando el paso con los
talones; ya las juntaba, las separaba, las cruzaba o las descruzaba con una
continuidad que mareaba. Yo supuse que esto provendría de sus costumbres de
vagabundo, suposición un tanto antojadiza, pero yo necesitaba clasificar este
rasgo de mi nuevo amigo. Su cara era tan movible como sus piernas. Sus arrugas
cambiaban de sitio vertiginosamente. A veces no podía yo localizar fijamente a
una. Y sus pequeños ojos controlaban todo este movimiento con rápidos parpadeos
que me desconcertaban.
-¿De dónde es
usted, Laguna?
(¿Por qué se llamaría Laguna? ¿Sería un mote o
un nombre? Nunca lo supe.)
Contestóme:
-Soy chileno; de
Santiago. Pura Araucanía.
Parecía tener el
orgullo de su raza y seguramente decía aquella última frase para significar que
era un chileno de pura sangre araucana.
En el tren
intimamos mucho. Los demás no me llamaban la atención. Laguna era una fuente
inagotable de anécdotas y frases graciosas. Mi juventud se sentía atraída por
este hombre de treinta y cinco años, charlador inagotable, cuya vida era para
mi adolescencia como una canción fuerte y heroica que me deslumbraba. Su tema
favorito era su mala suerte:
-Yo soy roto muy
fatal, hermano. Usted se morirá de viejito, le saldrá patilla hasta para
hacerse una trenza y nunca encontrará un hombre tan desgraciado como yo.
El dolor de su
vida, en lugar de entristecerme, me alegraba. Contaba sus desgracias con tal
profusión de muecas e interjecciones, que yo me reía a gritos. Se paraba un
instante, se ponía serio y me decía:
-No se ría de la
desgracia ajena; eso es malo.
Y seguía
contando. En las partes que él consideraba trágicas o patéticas, sus ojos se
cerraban y sus orejas, largas y transparentes, parecían trasladarse hacia la
nuca.
-Y entonces,
cuando gritaron: ¡cuidado, que vamos a largar!, yo me hice a un lado, el poste
cayó, una piedra saltó y me rompió la cabeza.
Sus arrugas
tornaban a su posición normal, sus ojos se abrían, las orejas volvían al sitio
predilecto y me miraba para ver qué impresión hacía en mí su relato.
-¡Ja, ja, ja!
¡Qué Laguna!
Y toda la
peonada hacía coro a mis risas.
*** *** ***
Al anochecer del
mismo día llegamos a Las Cuevas. Yo conocía la cordillera por haberla
atravesado dos veces en mi niñez, pero de ella no guardaba más recuerdo que el
de una mulita muy suave, un arriero que me cuidaba, de un coche que rodaba
entre dos murallas de nieve y de mi madre, este último más patente que los
otros. Por lo tanto, el espectáculo era nuevo para mí. Una sensación inmensa de
pequeñez sobrecogió mi espíritu, cuando, al descender del tren, mi vista
recorrió ese inmenso anfiteatro de montañas. El cielo me parecía más lejano que
nunca. Ni un árbol. Aridez absoluta en todo lo que veía. Rocas que se erguían,
crestas rojas o azules, manchones de nieve, soledad, silencio. El tren se perdía
como un gusano, entre las moles, ridículo de pequeño. Y los hombres parecíamos
más pegados al suelo que en ninguna parte.
Como no nos
esperaban con alojamiento preparado en el hotel, tuvimos que proceder
inmediatamente al levantamiento de las carpas que nos servirían de habitación.
A cinco chilenos, entre los cuales estaba Laguna, nos dieron una. La paramos en
medio de maldiciones y juramentos. Corría un viento fuerte que azotaba la tela
y la hacía hincharse como una vela. Cuando ya la teníamos casi armada, el
viento la tumbaba. Laguna cogía su gorra, la tiraba al suelo, zapateaba un poco
sobre ella, luego se tomaba la cabeza con ambas manos y levantando al cielo su
cara, exclamaba:
-¡Por Diosito,
Señor!
Esta parecía ser
su exclamación favorita.
Por fin la carpa
quedó en estado de habitarla y nos repartimos el pedazo de terreno, sembrado de
piedras del tamaño de un puño, que utilizaríamos a modo de blanda cama.
Extendimos nuestras ropas en el suelo. Laguna nos miraba hacer. Alguien
preguntó:
-¿En qué irá a
dormir Laguna?
Este lo miró y
bajó la cabeza avergonzado. Nada que denunciara la presencia de una prenda de
vestir o de cama había en su equipaje, que llevaba envuelto en un pañuelo.
Cuando nos
acostamos, Laguna estuvo un momento parado, con expresión de hombre indeciso;
conversaba y fumaba. Luego se decidió y sin hacer ningún preparativo se tendió
en el desnudo suelo, al lado mío. Yo quise ofrecerle mi cama, pero el temor de
avergonzarlo me hizo desistir. Se apagó la luz. Con los ojos abiertos en la sombra,
tendido de espaldas en mi lecho, conversé un momento con él. A la luz de su
cigarro veía a intervalos su nariz aguileña y su bigote lacio. Después,
insensiblemente me quedé dormido. Desperté al cabo de unas horas y mientras
orientaba mi pensamiento escuché los ruidos de la noche. Afuera el viento, muy
frío, parecía aullar como un animal aguijoneado. El rumor del río aumentaba con
su rodar de piedras aquel grito prolongado del viento. La carpa crujía
violentamente. En medio de toda aquella sinfonía salvaje percibí un sonido
humano. Pensé que alguien rondaba, tal vez perdido, alrededor de la carpa e
incorporándome en la cama escuché con atención. Pero no era afuera. Era al lado
mío. Laguna, dormido seguramente helado de frío, castañeteaba los dientes y se
quejaba.
-Laguna…
No me contestó.
-Laguna.
Silencio.
-Laguna.
-¡Ah!
-¿Qué le pasa?
-Tengo frío,
hermanito.
-Acuéstese aquí.
-No, gracias.
-Venga, hombre.
Se levantó y
empezó a desnudarse. De repente oí un sollozo y Laguna lo comentó diciendo:
-Yo soy un roto
muy fatal.
Después, como un
perro, buscó la cama y se acurrucó entre las ropas, tiritando.
-Hermanito…
-¿Qué quiere?
-Muchas gracias.
No contesté.
Laguna suspiró, se movió un poco, se encogió, seguramente hizo una de sus
muecas acostumbradas y por fin se durmió. Yo escuché un momento su respiración,
cortada a trechos por suspiros, y luego me dormí.
Al otro día
empezó el trabajo. Se trataba de hacer túneles para resguardar la línea de las nevazones
y los pequeños rodados. El trabajo era fuerte, pero como el frío también lo
era, ambos se neutralizaban con gran alegría nuestra y satisfacción del inglés.
A los diez días
de estar allí, nuestros rostros habían cambiado completamente. El frío quemaba
la piel, la rajaba; la cara se despellejaba, las pestañas caían quemadas
también y a todo este trabajo de destrucción y transformación contribuía el
hecho de que nadie se lavara la cara sino los domingos. El agua era tan helada
que nadie se animaba a hacerlo. Solamente los días de descanso se calentaba
agua y se procedía a una limpieza, minuciosa por parte de unos, somera por la
de otros. Además, nuestras ropas viejas y sucias, los ponchos oscuros y las
barbas crecidas, aumentaban el cambio, haciéndonos aparecer, a los ojos de
cualquier viajero erudito, como descendientes directos de una familia de
trogloditas.
*** *** ***
A los quince
días de estar ahí le sucedió la primera desgracia a Laguna, si es que desgracia
puede llamarse lo que voy a narrar. El ya lo extrañaba; me decía:
-¿No le parece
raro que no me haya pasado nada?
Y arrugaba la
nariz.
Fue un día
jueves. El día anterior había nevado y el frío era intenso. Trabajábamos en una
zorra y Laguna era el "bandera". Su trabajo consistía en ir delante
de nosotros, a distancia de una cuadra, llevando una bandera roja con la cual
anunciaba la proximidad del tren.
Veníamos con una
carga de madera. Cuando llegamos al sitio en que debíamos descargar, vimos que
Laguna estaba sentado detrás de un peñasco y bien arrebujado en su poncho.
Silbaba monótonamente:
- Fi…, fi…, fiiii…
Le dijimos
algunas bromas y empezamos a descargar. En los ratos que descansábamos, Laguna
nos advertía su presencia con el fi fi de su silbido. Corría un vientecillo que
cortaba las carnes. De repente Laguna dejó de silbar. No paramos en ello la
atención y cuando terminamos uno gritó:
- ¡Ya, Laguna,
vamos!
Pero Laguna no
contestó.
- ¿Se habrá
quedado dormido? Vamos a darle una broma.
Uno de los
compañeros fue sigilosamente hacia él. Cuando estuvo delante, levantó el poncho
como para pegarle. De pronto se inclinó, miró fijamente a laguna y alzando los
brazos gritó:
- ¡Muchachos,
vengan!
Corrimos. Cuando
llegamos, Laguna, con la cabeza inclinada sobre un hombro, sonreía dulcemente
como si soñara. Se estaba helando. Lo levantamos violentamente y mientras uno
lo sujetaba, descargamos sobre él una verdadera lluvia de ponchazos,
pellizcones bofetadas y creo que hasta puntapiés. Al cabo de un rato abrió los
ojos y nos miró atontado. Le refregamos la cara con nieve y le seguimos
pegando. De pronto gritó:
- ¡Ya está
bueno! ¡Ya está bueno!
Y salió
corriendo. Como un caballo que ha estado largo tiempo atado, Laguna daba
saltos, tiraba puntapiés, se revolcaba en el suelo, lanzaba fuertes puñetazos,
hacía mil contorsiones y, por último, variando el ejercicio, cantó, mientras se
acompañaba de un furioso zapateo:
Suspirando te llamé
y a mí llamado no vienes;
como me ves sin trabajo
te haces sorda y no me entiendes.
Hasta que cayó
al suelo, jadeando como una bestia.
*** *** ***
Mientras tanto,
el trabajo adelantaba rápidamente. Ya en algunos sitios la vía estaba cubierta
por los túneles. Se hacían hoyos en el suelo, se metían en ellos enormes
postes, éstos se juntaban por medio de una trabazón de madera y luego todo se
revestía de planchas de zinc. Como el terreno era pedregoso, muchas veces en
los hoyos se encontraban gruesos peñascos que era necesario partir con
dinamita. Todos los días, a la hora del almuerzo o de la comida, fuertes
detonaciones rajaban el silencio de la cordillera. Los estampidos resonaban
contra los cerros más cercanos y éstos devolvían un eco que chocaba en otros,
sucesivamente, hasta convertirlos en un trueno prolongado y profundo.
A consecuencia
del accidente anterior, la movilidad de Laguna se acrecentó
extraordinariamente. El miedo a helarse nuevamente lo hacía andar en un
perpetuo entrenamiento físico. Saltaba, corría, bailaba y zapateaba.
¡Pobre Laguna!
Verdaderamente, era fatal. Un día cayó un poste; todos corrieron, Laguna más
que nadie; pero, al ir corriendo y mirar hacia atrás, tropezó en un durmiente
de la vía y el filo de otro casi le quebró una pierna. Otro día lo llevaron
preso sin causa alguna y lo tuvieron todo el día haciendo un camino en la
nieve, entre el cuartel y la estación, en medio de un fuerte frío. Parece que
esto era un recurso de que se valían los guardias cada vez que la nieve tapaba
el camino.
Después los
acontecimientos se precipitaron y la fatalidad se apretujó más sobre su cabeza
de roedor.
Andábamos
trabajando en la zorra y volvíamos de Las Cuevas con una carga de ochenta
planchas de zinc que pesaban once kilos cada una. Como de la estación al
campamento la vía tenía un profundo declive, largamos los frenos y la zorra se
precipitó velozmente hacia abajo. Con el impulso que traía, ayudado por la
pesada carga y por la pendiente de la línea, el vehículo se cargó. Agarró tal
velocidad, que un poco más allá del puente del río los postes y las rocas
pasaban ante nuestra vista con tal continuidad, que parecía que entre ellos no
había ninguna distancia. Cuando quisimos frenar, la zorra no obedeció y de esa
manera pasamos por el campamento en una carrera trágica. Yo iba en el freno
delantero y Laguna en el de atrás. Ya la peonada corría detrás de nosotros
gritando:
- ¡Tírense!
¡Tírense!
Uno gritó:
- ¡Hay que
tirarse!
Se envolvió la
cabeza con el poncho y saltó. Dio una vuelta en el aire y luego pareció
hundirse en el suelo. Otro de los peones cayó de lado y quedó inmóvil. El
tercero quedó parado después de describir un círculo que habría causado
admiración a cualquier geómetra. Yo tiré mi poncho y luego me arrojé de
espaldas al vacío. Caí de bruces. Cuando levanté la cabeza, la zorra iba a una
cuadra de distancia. Laguna iba parado en el freno; su poncho oscuro se agitaba
a impulsos del viento como una bandera de muerte. La boca de un túnel pareció
tragarse al hombre y al vehículo, que después de un instante reaparecieron por
el otro lado. Todos corríamos detrás. De repente, el freno resbaló, Laguna
vaciló y por un segundo sus manos arañaron el vacío. Luego cayó de boca. A los
treinta metros, en una violenta curva de la vía, la zorra saltó y las planchas
de zinc se clavaron en los postes. Cuando llegamos, Laguna yacía a un costado
de la línea. Había caído sobre la cremallera y del golpe se le saltaron casi
todos los dientes. Después rebotó y cayó en una acequia, en cuyo filo se hizo
dos heridas en la cabeza. Tenía la cara llena de sangre y respiraba
quejumbrosamente. Al otro día se lo llevaron al hospital.
*** *** ***
A los pocos
días, antes de terminarse los trabajos del túnel, yo bajé a Mendoza. Había sido
hablado para invernar, como peón, en una estación situada entre Las Cuevas y
Puente del Inca, y necesitaba comprar ropas de invierno. Cuando quise volver,
la Compañía me negó el pasaje por no presentar una autorización del jefe o del
capataz. Como mi ropa había quedado allá, resolví regresar a pie. Me uní con
dos anarquistas chilenos que regresaban a su tierra y emprendimos el viaje,
saliendo de Mendoza una noche de abril. Después de tres días de viaje, llegamos
al campamento y allí me encontré con Laguna, que ya había vuelto del hospital.
Estaba visiblemente cambiado. La cara se le había hecho más pequeña, tenía la
boca hundida a causa de la falta de los dientes, y toda su persona parecía
estar inclinada bajo un peso invisible. Me llamó a su lado y me dijo casi
llorando:
- Hermano,
vámonos a Chile. Siento que si me quedo aquí me voy a morir.
Lo pensé y me
decidí. Le dije que sí. Se alegró tanto que me dio un abrazo. Esperamos la
noche para salir. De día era peligroso pasar porque había nevado y el camino
del cuartel a la estación estaba tapado. Los peones nos dieron carne, queso,
charqui y café. A unos cuantos arrieros que venían de Chile les preguntamos si
el tiempo era bueno en la cordillera y nos contestaron que el viento que corría
no era fuerte y que la nieve caída era muy poca.
A las nueve,
después de efusivas despedidas, partimos los cuatro: Laguna, los dos
anarquistas y yo.
Había nevado
bastante y el camino estaba tapado. Nos orientamos por las luces de la
estación. Atravesamos un pequeño puente y empezamos a buscar el camino ancho. A
las dos cuadras nos perdimos. Por fin, después de varias vueltas, encontramos
la buena ruta y empezamos a subir. A los mil metros de altura empezó a nevar
fuertemente. La noche era oscurísima. Caminábamos un trecho y descansábamos. El
peso de nuestra ropa, que llevábamos a la espalda, nos fatigaba un poco. No
hablábamos. Laguna iba adelante con la cabeza gacha y silbando despacito. De
vez en cuando, con un dulce dejo de pena, cantaba:
Dos corazones tengo
para quererte;
uno tengo de vida
y otro de muerte.
De repente se
detuvo y nos dijo:
- Oigan.
Escuchamos. Un
ruido profundo y sostenido llegó hasta nosotros. De pronto el ruido se trocó en
un clamor casi humano. Parecía que una garganta enorme, de voz ronca, gritaba
en la cumbre.
Laguna dijo:
- Es el viento.
El era. Llegaba
loco, furioso, estruendosamente. Después de un momento, el clamor subió a
rugido y éste se multiplicó en todos los tonos. Golpeaba en las rocas, saltaba
de quebrada en quebrada, se azotaba contra un cerro y rebotaba en otro. Parecía
que un ejército de leones bajaba rugiendo hacia el llano. Era horrible y
hermoso.
Como íbamos a
favor de un cerro, no lo sentíamos en nuestros cuerpos, pero, al dar vuelta el
camino, el viento nos detuvo como una mano poderosa. Daban ganas de gritar y de
llorar. La sangre zumbaba bajo la impresión de este emocionante e invisible
espectáculo. El viento subía rabiosamente desde el lado chileno, llegaba a la
cumbre y se derrumbaba poderosamente hacia el llano argentino.
Nos detuvimos a
conferenciar. Hablábamos en voz baja, como temiendo que el viento nos oyera.
Volver era peligroso. Nos exponíamos a que el viento nos cogiera de espaldas y
nos lanzara cerro abajo, como a las mulas cargadas. Decidimos seguir. Y nos
lanzamos al camino. A los pocos pasos nos detuvimos, ahogados. La fuerza del
viento era tal, que nos impedía arrojar el aire absorbido en la respiración.
Laguna gritó:
- ¡Tápense la
boca con un pañuelo!
Seguimos su
consejo y pudimos respirar. Caminábamos de lado para ofrecer menos blanco al
viento. A los tres mil ochocientos metros nos detuvimos indecisos. Un pequeño
rodado había tapado el camino, y en lugar de la línea recta de éste, sólo se
veía una blanca raya oblicua que bajaba vertiginosamente hacia la quebrada. La
nieve, endurecida, era resbaladiza como jabón.
- Hasta aquí
llegamos.
¿Cómo pasar? No
traíamos ni un miserable palo con que ayudarnos. Uno de los anarquistas,
llamado Luis, dijo:
- Es preciso
pasar.
Sacó un largo
cuchillo y se lanzó sobre aquella raya, en cuyo fin la muerte abría la boca
enorme de la quebrada.
Inclinados bajo
el viento, lo miramos pasar. Clavaba el cuchillo, agarrado a éste daba un paso,
se tendía en la nieve, sacaba el cuchillo, lo clavaba, daba otro paso y poco a
poco se alejaba de nosotros. De repente resbaló y rodó un metro. Lanzamos un
grito. El hombre quedó un momento inmóvil y luego empezó a subir,
arrastrándose, hasta que logró asirse del cuchillo que había quedado clavado.
Demoró veinte minutos en atravesar los ochenta metros del rodado.
Después pasé yo.
Nunca, como aquel momento, me he sentido más cerca de la muerte. Apretados los
dientes, hincando con todas mis fuerzas los zapatos en la nieve, buscando en la
sombra los hoyos abiertos por el cuchillo del anarquista, atravesé aquel camino
angustioso. Caer era rodar mil o dos mil metros hasta quedar convertido en una
cosa sin nombre. Cuando llegué al camino, permanecí un momento desorientado y
luego me lancé a correr hacia la casilla del Cristo Redentor. Allí estaba Luis.
Con fósforos hicimos arder papeles y nos calentamos las entumecidas manos.
- ¿Y los otros?
- Ya vienen.
Esperamos un
largo rato y no aparecieron.
- ¿Se habrán
perdido? Vamos a buscarlos.
Salimos y
gritamos.
- Si han seguido
hacia delante es inútil gritar. El viento nos devuelve los gritos.
Recorrimos los
alrededores y de pronto oímos una voz que llamaba a lo lejos. Buscamos al que
gritaba y encontramos al otro anarquista, abrazado a un poste de los que marcan
los límites de Chile y Argentina. Lo levantamos y lo sacudimos un poco hasta
que se repuso.
- ¿Y Laguna?
- No sé; cuando
yo llegué a este lado del rodado, él empezaba a atravesarlo.
- Habrá seguido.
- No; no ha
seguido. Debe haberse perdido.
Una enorme
angustia me subió del corazón a la garganta y corrí como un loco, gritando:
- ¡Laguna!
¡Hermanito!
Pero el viento
me devolvía sarcásticamente los gritos.
*** *** ***
Al otro día,
mientras bajábamos, busqué por todas partes los rastros de Laguna. Pero
seguramente la nieve había tapado sus huellas, porque ni en el camino, ni en
las quebradas, ni en ninguna parte la marca de un pie o de un cuerpo quebraba
la armoniosa tersura de aquella inmensa sábana, bajo la cual, seguramente,
Laguna dormía su último sueño.
- ¡Pobre roto
fatal!
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